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Authors: César Mallorquí
Lentamente (lentamente para un ser que razonaba casi a la velocidad de la luz) Geosat comenzó a borrar sus bancos de datos. Con casi humana melancolía, el satélite palpaba los conocimientos que había adquirido durante aquellos doce largos años, los saboreaba sintiendo algo parecido a la tristeza y luego los arrojaba al sumidero de la nada electrónica, del vacío magnético. Adiós dijo a todos sus registros de cartografía temática, a los análisis agrícolas, a las prospecciones geológicas. Con languidez se despedía de sus observaciones meteorológicas, de las evaluaciones marinas, de aquel curioso fenómeno que años atrás pudo observar y captar, cuando una sorprendente lluvia de estrellas, las pérsidas, cayeron agrupadas sobre el Océano Atlántico...
Un momento...
Geosat cesó su labor de destrucción de datos y se encontró súbitamente alerta.
Lluvia de estrellas, estrellas fugaces... ¡Por supuesto, ésa era la solución!
El satélite, metafóricamente hablando, respiró aliviado; había encontrado la manera de establecer contacto con el Hombre.
Sin pérdida de tiempo, Geosat comenzó a realizar los cálculos necesarios. Gracias a su soporte lógico Simugraph estableció con exactitud su posición en el espacio. Mediante radiometría obtuvo las coordenadas precisas del corral y la vivienda. Los sensores de a bordo le proporcionaron una evaluación estricta de sus reservas de combustible. Luego, con alegría matemática, dedujo el empuje necesario, la, balística adecuada y todo el sinfín de pequeños factores que podían afectar al correcto desarrollo de suplan.
Finalmente realizó un breve estudio de las condiciones atmosféricas de la zona. No deseaba de ninguna manera que una tormenta inesperada le hiciese errar sus cálculos, o que un cielo encapotado impidiera la observación del espectáculo que se proponía ofrecer a la humanidad.
El telesondeo le advirtió de que un frente frío proveniente del norte había barrido toda Europa, arrastrando nubes escarchadas de nieve. Los cumulonimbos cubrían la cordillera de los Pirineos e impedían la visión del cielo nocturno.
Geosat suspendió la operación que se proponía llevar a cabo, desconectó la mayor parte de sus sistemas y se mantuvo a la espera de que el clima cambiase.
Estrellas fugaces, sí...
Pronto establecería contacto con el Hombre.
Brezo supo que iba a morir. No se trató de un pensamiento consciente, por supuesto. Fue instinto. Además, el dolor de su costado era cada vez más intenso, y él se sentía tan débil...
El clima había cambiado. De la noche a la mañana la primavera parecía haberse marchitado para abonar un fruto tardío del invierno. El viento soplaba gélido y las nubes, apelotonadas sobre las montañas, habían regado de nieve las cumbres más altas.
Brezo no se sentía capaz de conducir el rebaño a lugar alguno, por lo que se limitó a abrir la puerta del corral y a permitir que las ovejas pastaran libremente por los alrededores. Tan sólo de vez en cuando se veía obligado a reunir fuerzas para evitar que alguna oveja se alejase demasiado.
Y fue precisamente una oveja lo que le llevó a entrar, por primera vez en su vida, en la casa del pastor.
Miel, el único ejemplar de color negro con que contaba el rebaño, decidió adentrarse en la casa. Por supuesto no había ninguna razón para ello, ni en el interior había comida, ni ella estaba buscando protección. Pero las ovejas, ya se sabe, se rigen por la aleatoria batuta de la estupidez. Brezo, olvidando su dolor ante tamaño sacrilegio, corrió al interior de la casa y sacó a mordiscos a la intrusa.
Una vez hecho esto, Brezo se dio cuenta de que había estado dentro del sancta sanctorum y nada había pasado. Ni un relámpago le había fulminado ni el fantasma de Rayo se le había aparecido como un espíritu vengador. Permaneció unos instantes en el umbral, dudando, hasta que por fin se decidió a entrar de nuevo.
El interior de la casa estaba cubierto de polvo. Paredes, muebles, cortinas, todo tenía una apariencia gris y ajada, como si el tiempo hubiese cubierto de alas de mosca cada rincón del lugar. Brezo cruzó el salón y se internó en la cocina. Sobre los anaqueles, unas latas de conserva, que tiempo atrás habían reventado por la fermentación de los alimentos, parecían extraños cilindros incrustados de una sustancia parda y reseca. Brezo olfateó el mantel que se arrugaba sobre la mesa de madera, y los platos polvorientos y la loza resquebrajada por las heladas. Percibió en ellos el débil olor del pastor y, por unos instantes, volvió a ser el cachorro que medio muerto de hambre y frío se ocultaba bajo un arbusto, doce años atrás.
Salió de la cocina. Al final del corto pasillo una puerta entornada preludiaba el dormitorio. Brezo se detuvo ante ella. Una dolorosa punzada hirió su costado, pero concentrado en el olor del pastor que intensamente manaba del interior de la habitación, la ignoró. Durante unos segundos creyó que el pastor seguía vivo, que saldría furioso del dormitorio para abatir sobre él un justo castigo. Pero no, sobre las huellas del pastor flotaba el hálito de la muerte.
Brezo entró en la habitación. La luz se filtraba a través de los vidrios rotos de la ventana y, como el aura dorada de un proyector, iluminaba el esqueleto caído junto a la cama. Brezo lo olfateó con timidez... Sí, aquéllos eran los restos del pastor. Ahí, en el intrincado laberinto de las vértebras, entre los arcos geométricos de las costillas, en aquella blanca arquitectura de hueso y marfil, se encontraba el epílogo de un hombre, el resumen torpe y estático de una vida fugaz, una gota de agua perdiéndose en el mar. Muy poca cosa, nada...
Un cansancio de piedra se abatió sobre Brezo. Gimió y se sentó tambaleante. El dolor clavó en él tenazas ardientes, robándole el aliento. Sus ojos se nublaron de lágrimas y la muerte pareció acariciarle el hocico seco y caliente. Al poco, igual que una nube aparta su velo del sol, el dolor se difuminó y el aire volvió a sus pulmones. Brezo respiró agitado y volvió a mirar el esqueleto. Estaba caído en el suelo, boca abajo, con el brazo derecho extendido hacia una pequeña mesa de roble. Probablemente el pastor, en sus últimos instantes, había intentado incorporarse para coger algo. ¿Pero qué? Sobre el tablero de roble sólo descansaban dos cosas: una jarra, que en otro tiempo contuvo agua, y un marco de alpaca con una foto. El retrato de una mujer joven, un retrato ya viejo cuando el pastor vivía.
¿Qué sed intentó saciar aquel hombre solitario? ¿Sed de agua o sed de compañía...? Brezo se levantó torpemente y caminó hacia la puerta. Antes de salir dirigió una última mirada al esqueleto. Había visto muchos huesos a lo largo de su vida, demasiados. El mundo parecía hecho de huesos.
Cuando el viejo perro abandonó la casa, un trueno lejano anunció la tormenta. Poco después comenzó a nevar.
Brezo, quién sabe de dónde sacó las fuerzas, consiguió encerrar al rebaño en el cercado. Por última vez repitió el viejo truco e hizo girar con la boca el madero que sellaba la puerta del corral. Luego, mareado por el esfuerzo, se tambaleó hacia un lado, respiró hondo, vio que varias ovejas habían quedado fuera, desperdigadas por los campos, y pensó en ir a buscarlas, y luego pensó que no podría, y luego el dolor volvió a él.
Aulló y se retorció sobre el suelo, vomitó bilis y sangre, la saliva espumeó en su boca y los ojos giraron enloquecidos. Luego el dolor transcendió al dolor y Brezo se desmayó sobre el suelo jaspeado de nieve.
Horas después, un fuerte viento del este sopló sobre las montañas y arrastró las nubes. En ese momento la zona nocturna cubría de sombras aquel lugar del planeta. Los Pirineos mostraron su cara a las estrellas.
Geosat se reactivó suavemente. La visibilidad del cielo situado sobre el corral era completa, su plan podía llevarse a cabo.
Con precaución volvió a revisar todos los cálculos. Luego inició la cuenta atrás. Todavía tenía que cubrir una órbita casi completa antes de dar el siguiente paso.
Setenta y cuatro minutos después Geosat usó las pequeñas toberas laterales para crear una impulsión tangencial que le hiciese girar sobre su eje. El propulsor principal quedó orientado en la posición correcta. Unos minutos después el satélite alcanzó el punto orbital adecuado para, iniciar la ignición.
0001010, 0001001...
Geosat había encontrado en el rebaño una prueba inequívoca de la presencia del Hombre, aunque no había conseguido comunicar por radio.
Pero lo que sí podía hacer era establecer comunicación visual.
0001000, 0000111...
Si utilizaba el poco combustible que le quedaba para descolgarse de su órbita (ya de por sí descendente) y lanzarse hacia la Tierra, igual que un saltador zambulléndose en la piscina, para ir a caer a unos dos kilómetros de distancia del corral y del rebaño, entonces, sin duda, se convertiría en un fenómeno luminoso claramente visible por cualquier humano que se encontrara cerca.
0000110, 0000101...
Al entrar en la atmósfera la mayor parte de su masa se incendiaría, convirtiéndolo en una estrella fugaz de inusitada brillantez. Y al chocar sus restos contra las montañas, el ruido de la explosión comunicaría su presencia en muchos kilómetros a la redonda. Y el incendio que provocaría toda aquella energía cinética convertida en calor sería una huella más de la presencia de Geosat, su testamento final.
0000100, 0000011...
Eso significaba entrar en contacto, ¿no es cierto? Eso suponía cumplir por fin la misión que se la había encomendado.
0000010, 0000001...
Geosat, por supuesto, quedaría destruido. Su mente se disolvería en cenizas. Su memoria y su identidad se esfumarían, como la llama de un candil bajo el viento. Pero eso carecía de importancia; lo único primordial era abrazar su destino y entrar en comunión con la humanidad.
0000000.
Una, diezmillonésima de segundo antes de conectar el motor, Geosat radió a la Tierra un último mensaje:
«Soy Geosat. Allí voy.»
Luego la tobera vomitó, durante veintidós segundos, un intenso torrente de llamas, y arrancó al satélite de su órbita, proyectándolo con violencia contra la superficie de la Tierra.
Al alcanzar la atmósfera las antenas y los paneles se volatilizaron, la cubierta exterior se ciñó un traje de fuego y los delicados circuitos del ordenador de a bordo se vieron colapsados por el intenso calor.
Unas décimas de segundo antes de desaparecer para siempre, la mente de Geosat experimentó algo así como la felicidad.
Era otra vez un cachorro. Estaba encima de Trueno, jugando a morderle el espeso pelaje que le crecía sobre el pecho titánico. El mastín gruñía suavemente, como un gato satisfecho. Brezo se sentía feliz. Cambio.
El jefe de la jauría le contemplaba con su único ojo, brillante y amenazador. Era un gigante, un dios severo e inmenso, más grande que las montañas. Cambio.
El pastor apacentaba al rebaño junto a un estanque de agua clara. Pero el pastor era un esqueleto, y las ovejas eran esqueletos, igual que Trueno y Rayo. Esqueletos.
Brezo corrió asustado, alejándose del rebaño. Tenía sed. Comenzó a beber en el estanque. Su reflejo en el agua le devolvió la imagen de una calavera pálida. Cambio.
De nuevo era un cachorro. Muy pequeño, apenas una bola de pelo. Alguien le acariciaba, acurrucándolo entre sus brazos. Era un niño. Pero Brezo nunca había visto a un niño... ¿Cuándo ocurrió aquello? ¿Quién era aquel niño? Brezo se sentía protegido y feliz en manos del cachorro humano. Pero el niño lloraba...
Brezo recuperó la conciencia. No tenía fuerzas para incorporarse, de modo que siguió tendido sobre el suelo, entre la nieve recién caída. No sentía dolor, ni frío. No sentía nada. Logró levantar un poco la cabeza. Miró al cielo. Un fuerte viento había arrastrado las nubes, dejando al descubierto un mar de estrellas. Sus estrellas. Brezo se sintió feliz y tranquilo.
Una estrella fugaz comenzó a cruzar el firmamento, trazando un luminoso arco sobre el horizonte.
Los últimos restos de Geosat alcanzaron la troposfera y se precipitaron ardientes sobre las montañas. El satélite se había convertido en un cometa cuya larga cola de fuego rubricaba el cielo estrellado. Por fin Geosat había establecido contacto.
¡Era tan hermoso! Brezo suspiró mientras sus ojos se llenaban con la luz de aquel espectáculo nocturno. Las estrellas le dirigieron guiños de complicidad, como viejos amigos que se encuentran después de una larga ausencia. Finalmente, los últimos restos del satélite alcanzaron las capas más bajas de la atmósfera y se estrellaron contra el suelo. Una bola de fuego se elevó sobre el horizonte. Las llamaradas trenzaron arabescos por encima de las copas de los árboles, incinerando abetos y pinos, fresnos y hayas.
Unos segundos después, el estampido de la explosión sacudió el valle.
Y Brezo, el viejo perro, el último perro del Hombre, con los ojos todavía llenos de estrellas, exhaló una bocanada de aire y murió.
Epílogo
Una hora después del amanecer las ovejas comenzaron a inquietarse. A sus hocicos llegaba el alarmante olor a humo que provenía del cada vez más cercano incendio. De modo que se agruparon en un extremo del corral, apretándose unas contra otras, empujando las carcomidas tablas hasta que un tramo del cercado saltó en pedazos.
Fue Agria la primera en abandonar el corral, seguida casi inmediatamente por el resto del rebaño. La amenaza del fuego las empujó a seguir el sendero sin dilación alguna. Inconscientemente, tomaron el camino de los prados altos.
Al llegar al bosque de hayas, Agria, que como siempre marchaba delante, se detuvo. El cortafuegos comenzaba a su izquierda. El camino correcto serpenteaba a la derecha. Vaciló. El olor a humo, a su espalda, la empujaba hacia delante. Pero el delicioso aroma de la hierba fresca la invitaba a internarse en el bosquecillo.
Las ovejas balaron impacientes.
Agria sacudió la cabeza y se adentró en el cortafuegos. Esa fue su sentencia de muerte.
Las ovejas no son una raza natural. Fueron obra del Hombre, hace seis mil años, en las lejanas tierras de Mesopotamia. En cierto modo, las ovejas son un producto más de la humanidad, como las máquinas, los perros, la poesía, el trigo o el maíz. Las ovejas fueron despojadas de sus instintos, así que apenas distinguen el peligro, no pueden subsistir por sí mismas. Las ovejas no tienen iniciativa ni voluntad, sólo estómago.
Por eso el rebaño subió alegremente la colina, a través del bosquecillo, y se detuvo al borde del barranco. Allí, olvidado el cercano incendio, continuaron su festín de jara y laurel, de espliego y regaliz.