Read El Círculo de Jericó Online
Authors: César Mallorquí
—Por favor, Juan, escuche hasta el final. —Había tanta ansiedad en su voz que me vi obligado a asentir. Pallady respiró profundamente y prosiguió—: Shambhala no es una metáfora. Shambhala existe, aunque tampoco es un territorio, en el sentido en que concebimos esa palabra. No, ese lugar es algo así como un espacio onírico, una zona espectral que nos rodea, pero que no se mezcla con nuestro mundo. ¿Comprende, doctor? Y el efecto Rátsel es el camino a Shambhala. Pero entonces, ¿quién es el Hombre Dormido? Su mente sólo tiene actividad R. Porque el Hombre Dormido vive en ese lugar. —Pallady tenía la boca seca; le ayudé a beber un sorbo de agua—. Pero Rip es algo más —continuó—. Creo que es una puerta a Shambhala. Y si se emplea el Excitador para estimular el área Rátsel del Hombre Dormido, la puerta se abrirá. Por eso es necesario impedir la experiencia de esta tarde. Porque la humanidad todavía no está preparado para Shambhala. —Dejó de hablar y me miró fijamente. Luego bajó los ojos y suspiró—. No me cree, doctor. De nuevo las palabras se convierten en obstáculos.
—Sí, Cezar; le creo —mentí—. Pero ahora debe descansar.
—Un momento. Déjeme contárselo de otra forma. —Meditó unos instantes—. ¿Conoce la teoría cuántica? ¿La interpretación de Copenhague, el teorema de Bell, la hipótesis de Wigner...? —Negué lentamente con la cabeza—. Entonces intentaré explicárselo. La teoría cuántica establece que, por lo menos a nivel subatómico, existe una relación causal entre el observador y los sucesos que observa. Es decir que, de alguna manera, el observador modifica la realidad. Pero algunos científicos, como Schródinger o DeWitt, van más lejos y sugieren que la realidad misma no es algo definido, sino un estado fantasmal que sólo se vuelve concreto, en un sentido u otro, cuando es percibido por un observador. El observador hace posible la realidad, pero también puede alterarla. No obstante... — Pallady paseó la mirada por la habitación, como si quisiera atrapar las palabras en el aire — . No obstante, es posible que existan distintos niveles de percepción, estados de observación más elevados que otros. Quizá la actividad encefálica R, el efecto Rátsel, no sea más que el despertar de la conciencia a un estado superior de observación. — Se humedeció los labios con la lengua — . En tal caso, el Hombre Dormido sería algo así como un observador independiente, capaz de crear en su cerebro una realidad coherente, pero diametralmente distinta a la nuestra. Sólo en su mente, pero ¿qué ocurrirá si el Excitador de Engrama amplifica el estado de observación del Hombre Dormido? ¿Aumentará eso su capacidad de modificar la realidad? En tal caso, el Hombre Dormido extendería su versión del universo, su realidad, más allá de los límites de su mente. ¿Puede entenderlo, doctor? Y si lo entiende, ¿puede aceptarlo?
Suspiré. De nuevo me sentía muy cansado.
—Cezar —dije— , aunque le entendiera, aunque le creyera, yo no puedo ir al Laboratorio del Sueño y decirles: «Eh, abandonadlo todo. Pallady y yo hemos estado charlando un rato y creemos que hay aspectos cuánticos, mágicos y místicos que no habéis considerado.» —Me encogí de hombros— . Aún en el caso de que usted tuviera razón, necesitaría pruebas para de mostrarlo.
Pallady recorrió con la mirada los blancos campos de algodón que eran sus sábanas. Unos segundos después, súbitamente, sus ojos se iluminaron.
—¡Pero existe esa prueba! —exclamó— . ¡El vídeo!
—¿Qué vídeo?
—Cuando usé el Excitador de Engrama en el Laboratorio del Sueño, puse en funcionamiento el sistema de televisión en circuito cerrado. Toda la experiencia está grabada. —Cogió mi mano con insospechada energía—. Vuelva al Centro, doctor, y vea esa cinta de vídeo. Si no observa en ella nada anormal... de acuerdo, admitiré que todo ha sido fruto de mi imaginación. Pero si contempla algo que no puede explicar... entonces, por favor doctor Varnigal, impida que lleven a cabo el experimento.
Bueno, aquello tenía cierta lógica.
—De acuerdo —acepté—. Haré lo que usted dice. Pero ahora descanse.
Pallady sonrió agradecido y cerró los ojos. Yo me dirigí hacia la puerta. Estaba a punto de abrirla cuando escuché de nuevo su voz.
—Tenía usted razón, doctor. No hay atajos para Shambhala. Yo crucé sus puertas sin merecerlo, y fui inmediatamente expulsado. Pero créame, durante el poco tiempo que pasé en ese lugar percibí con toda claridad una presencia velada. —Hizo una pausa—. Estaba allí, doctor. El Hombre Dormido estaba allí...
Llegué al Centro a las siete y veinte. Durante todo el camino me había estado martilleando la misma pregunta: ¿por qué Irene me ocultó que el «accidente» de Pallady estaba grabado en vídeo?
El Laboratorio del Sueño era un hervidero de actividad. Habían introducido el Excitador de Engrama dentro del Gabinete de Morreo y ahora estaban acomodando al Hombre Dormido en el interior de la máquina. Kurt silbaba desafinadamente mientras comprobaba las lecturas de los indicadores. El profesor Tsatsos, rodeado de su habitual cohorte de colaboradores, se ocupaba de supervisar la monitorización, al tiempo que impartía órdenes en tono autoritario. Las pantallas de los televisores ofrecían la imagen multiplicada del Hombre Dormido.
Busqué con la mirada por entre el bullir de los técnicos y distinguí a Irene al otro extremo del Laboratorio. Ella también me vio: enarcó una ceja y se aproximó con gesto adusto.
—Hacías falta aquí —dijo al llegar a mi altura—. Constantin quería que te ocuparas de vigilar la monitorización de Rip. ¿Dónde demonios te has metido?
—En Heraklion. Pallady ha salido del coma y deseaba hablar conmigo.
—¿Pallady está consciente? ¿Y habéis hablado...? —Irene se puso tensa, en estado de alerta; entonces supe a ciencia cierta que me estaba ocultando algo—. ¿Qué te ha dicho?
—Ha dicho que grabó en vídeo su experiencia con el Excitador.
—Está confundido. —Simuló una sonrisa—. No había ninguna cinta de vídeo.
Miré a Irene fijamente. Casi no la reconocía; aquella mujer manipuladora no podía ser la doctora honesta y luchadora que conocí en Sudamérica.
—No me mientas, por favor. —Mi voz era hielo—. Quiero ver ése vídeo.
Irene parpadeó y tragó saliva. Miró nerviosamente en derredor y luego se volvió hacia mí.
—Este no es lugar para hablar. Vamos a otro sitio. Salimos del Laboratorio y nos dirigimos en silencio al pequeño edificio que albergaba la zona administrativa del Centro. Entramos en el despacho de Irene. Yo permanecí de pie, ella se apoyó en el borde del escritorio.
—No sabes de qué va todo esto, Juan. —De nuevo Irene intentaba mostrarse maternal—. No comprendes la importancia de este proyecto.
—¿Ah, no? Pues explícamelo. Pero antes veamos la grabación.
—¡Basta ya! —Ahora me brindaba su lado autoritario—. Ese vídeo es material confidencial perteneciente a la Stütze Arzt. De modo que olvídate de él.
Respiré profundamente mientras contaba mentalmente hasta diez. Cuando hablé, conseguí que mi voz sonara calmada.
—Escúchame bien, Irene, porque sólo te lo voy a decir una vez. Si no consigo ver ese vídeo, comenzaré a hacer llamadas telefónicas. Todavía tengo amigos en la OMS, de modo que puedo montar un buen escándalo. Luego iré a los periódicos y echaré tanta mierda encima del Centro que Auschwitz parecerá a vuestro lado un campamento de verano. Os acusaré de experimentar ilegalmente con seres humanos, de realizar prácticas médicas de riesgo y de atentar contra la deontología profesional. Eso para empezar.
Irene boqueó, como si le faltara el aire necesario para hablar. Su rígida fachada se vino abajo. Dejó caer la mirada y, de pronto, por detrás del maquillaje y de la ropa impecable, se transparentó la mujer envejecida, cansada y vulnerable.
—Tú no puedes entenderlo, Juan —dijo con un murmullo—. El trabajo es mi vida. ¿Sabes lo que significa para mí este proyecto? Es la oportunidad de llegar a la cima, la diferencia entre triunfar o no ser nada. —Me miró suplicante—. Te lo voy a contar, ¿de acuerdo? El Excitador es algo más que un somnífero electrónico. ¡Esa máquina cura a la gente! ¿Entiendes? Sabíamos que el cerebro tiene la capacidad de sanar al cuerpo, pero ignorábamos cómo lo hacía. Ahora lo hemos descubierto: se trata del efecto Rátsel en la zona pineal del cerebro. ¿Comprendes la necesidad de mantenerlo todo en secreto? Descubrimos que el Excitador estimulaba la zona sanadora del encéfalo y curaba instantáneamente ciertas enfermedades: gripe, alergias, estrés... ¿Te das cuenta de la magnitud de este hallazgo?
—Claro que me doy cuenta —asentí, cada vez más asqueado—. Tu preciosa máquina ha hecho que se esfumase el tumor de Pallady.
—¡Dios mío...! —Sus ojos brillaron de asombro y júbilo—. ¿El Excitador puede curar el cáncer...?
—Maravilloso, ¿verdad? Ahora dame esa cinta.
—Juan, te lo ruego, fíate de mí.
La sujeté por los brazos y acerqué mi cara a la suya.
—Irene, entre nosotros hay una vieja amistad, ¿verdad? Confiamos el uno en el otro, nos respetamos. Por eso te lo pido como amigo, sin engaños ni amenazas: déjame ver esa grabación, por favor. Es importante.
Irene rehuyó mis ojos. Encajó la mandíbula y durante largos segundos pareció luchar consigo misma. Finalmente asintió y se dirigió a la pequeña caja fuerte que había detrás del escritorio. Marcó la combinación y abrió la puerta. Sacó una cinta VHS sin etiquetar. Mientras me la ofrecía sus labios estaban contraídos, apretados el uno contra el otro, convirtiendo su boca en una cicatriz pálida.
En el despacho había un equipo reproductor de vídeo. Introduje la cinta en el magnetoscopio y oprimí la tecla de puesta en marcha. El monitor parpadeó al encenderse; la pantalla ganó luminosidad hasta mostrar un plano general de Cezar Pallady tumbado en el interior del Excitador de Engrama. La máquina emitía un débil zumbido. Pallady permanecía inmóvil, con los ojos cerrados. De no ser por el titileo de los pilotos hubiese parecido una escena congelada.
—El incidente se produce mucho después —dijo Irene con voz átona—. Adelanta la cinta hasta la posición tres mil ciento veinte.
Hice lo que me decía. La imagen de la pantalla no pareció sufrir cambio alguno. Transcurrieron unos segundos y...
... y, de pronto, observé que una luminiscencia fosforescente rodeaba a Pallady. Contuve el aliento. Pequeños glóbulos luminosos comenzaron a recorrer el cuerpo del rumano, bañándolo con un resplandor lechoso. El altavoz me trajo el sonido de un intenso crepitar eléctrico.
Súbitamente, Pallady se elevó por encima de la máquina y flotó en el aire, todavía dormido, con la piel centelleante de luz y...
... y entonces dejó de estar allí, se esfumó, desapareció igual que una gota de lluvia en el suelo seco del desierto.
Un escalofrío me recorrió la espalda mientras contemplaba aturdido la imagen del ahora solitario Excitador. Me aproximé al televisor y conté interiormente los segundos: ciento uno, ciento dos, ciento tres... Cuando llegué al ciento doce un relámpago cegador llevó a blanco la pantalla. Luego la imagen recuperó la nitidez y mostró el cuerpo desmadejado de Cezar Pallady, inconsciente sobre la máquina prodigiosa de la Stütze Arzt.
—¡Dios...! ¿Qué es esto...? —murmuré.
—Todavía no lo entendemos completamente —dijo Irene con voz implorante—. Pero podemos controlarlo...
Me incorporé y la miré con ojos incrédulos.
—¿Qué vosotros podéis controlar eso...? ¡Por favor! ¡No tenéis ni puñetera idea de las fuerzas que estáis desencadenando! Por amor de Dios, Irene: Pallady sólo podía provocar el efecto Rátsel durante unos segundos. —Señalé el vídeo—. ¡Y mira lo que pasó! Pero el Hombre Dormido es distinto, ¿no te das cuenta? Es el campeón mundial del efecto Rátsel, ¿y tú me dices que cuando se estimule la actividad R de su cerebro vais a poder controlar lo que ocurra? ¿Es eso lo que quieres hacerme creer?
Irene estaba al borde del llanto.
—Esto es... es muy importante... —musitó.
—Sí que lo es —asentí—. Por eso hay que impedir que el experimento siga adelante.
Consulté el reloj: eran las ocho en punto. Abandoné el despacho dando un portazo. Irene me siguió, suplicándome que no hiciera una locura, que confiara en ella, que no echara por los suelos su carrera. La ignoré. Salimos al exterior; el sol era una esfera naranja sobre el horizonte. Hacía calor. Me dirigí con paso vivo hacia el laboratorio. Ella corrió detrás de mí. Cuando estaba a punto de abrir la puerta, Irene me sujetó por el brazo.
—¡Juan, por favor, por favor, no intervengas!
Me desprendí de su mano y abrí la puerta del Laboratorio del Sueño.
Entonces Irene gritó, y yo contemplé aturdido su cara transida de terror, y miré al interior del laboratorio.
Pero el laboratorio había dejado de existir.
Estábamos en un bosque de árboles secos y pelados. Era de noche. Había una inmensa luna llena en el cielo, pero oscuras nubes la velaban. El lejano y pausado tañido de una campana arrullaba el silencio sobrecogedor de aquel lugar fantasmal.
Y entonces le vi.
Era el Hombre Dormido, levitando desnudo en el centro de un claro del bosque, los brazos en cruz y la cabeza yacente sobre el pecho, como un «descendimiento» de van der Weyden. Los monitores de televisión flotaban en el aire, formando un círculo perfecto en torno a él. Cada pantalla mostraba un primer plano de su rostro apacible.
Busqué a Irene con la mirada, pero había desaparecido. Me pregunté dónde estaría. También me pregunté dónde podrían hallarse el profesor Tsatsos, Kurt y los demás técnicos. Pero, sobre todo, me pregunté en qué lugar alucinado me encontraba yo.
Un resplandor me cegó. El Hombre Dormido, desprendiendo luz como un arco voltaico, ascendió veloz por el aire para perderse de vista unos instantes después. De pronto, el firmamento se convirtió en la desmesurada pantalla reticulada de un oscilógrafo, y una línea verde serpenteó como un látigo celestial, trazando el familiar perfil de la onda R.
Entonces llegó el viento. Era un huracán devastador, una galerna. Un feroz tornado que me impelía con violencia, amenazando con arrastrarme. Intenté en vano encontrar asidero. Caí al suelo y me golpeé la espalda contra un árbol. Rodé sobre mí mismo.
Noté algo frío en la mano y me aferré a ello. El viento se calmó instantáneamente.
Seguía siendo de noche, pero ya no estaba en el bosque. Me encontraba en un páramo desierto, bajo un cielo sin luna cuajado dé estrellas. Miré lo que tenía en la mano: era la moneda rumana. La giré entre los dedos y me devolvió un guiño de plata.