El Círculo de Jericó (31 page)

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Authors: César Mallorquí

—¿Y qué esperan que suceda? —pregunté.

—Cuando llevemos a cabo la experiencia le contestaré, doctor.

Un nuevo silencio. Sacudí la cabeza y me volví hacia Irene.

—Todo esto es muy interesante. Pero yo no sé nada de bioelectrónica, ni de engramas cerebrales, ni de ondas misteriosas. Soy un patólogo, Irene. Ni siquiera estoy seguro de entender lo que me estáis contando. ¿Qué pinto yo aquí?

—Ya llegamos a eso. —Mi amiga sonrió como una madre comprensiva—. Constantin ha dicho que hemos encontrado a dos sujetos con ondas R en su actividad cerebral ordinaria. Uno es Pallady. Ahora quiero que conozcas al otro.

Se puso en pie; los demás la imitamos. Kurt ya había encendido su cigarrillo y el aire comenzó a saturarse de un humo dulcememente aromático. El profesor Tsatsos parpadeó, visiblemente turbado, y en tono de disculpa se apresuró a decir:

—Kurt se ha ofrecido voluntario para un estudio sobre los efectos de la cannahis en la conducta onírica. Y se ve obligado a consumir con cierta frecuencia, eh... marihuana.

Kurt asintió seriamente y me guiñó un ojo.

—Hay que ver —dio una profunda calada—, los sacrificios que pueden llegar a hacerse en nombre de la ciencia.

Irene me cogió del brazo.

—Vamos, Juan. Quiero presentarte a Rip, el Hombre Dormido.

Junto al laboratorio se alzaba una pequeña clínica dedicada al insomnio, la narcolepsia, el apneas y las demás enfermedades del sueño. Allí me condujeron Irene y Tsatsos —Kurt se había despedido de nosotros con una plácida sonrisa en los labios—, y allí me reencontré con una parte de mi pasado.

Era un hombre de complexión delgada, frágil, tenía la cabeza rasurada y la piel muy pálida. Debía rondar los treinta años, aunque era difícil adivinar su edad. No había nada en sus rasgos que denunciase su procedencia. Podía ser de cualquier parte. Podía ser cualquier persona.

Estaba tumbado sobre una cama, con el cuerpo menudo cubierto por una bata blanca. Su pecho subía y bajaba cadenciosamente. Tenía los ojos cerrados. Un puñado de electrodos se adherían a su cráneo desnudo, uniéndolo mediante un manojo de cables al electroencefalógrafo que ronroneaba junto a él. Me acerqué y comprobé los trazos de las agujas: aquéllos eran los gráficos típicos de un hombre que sueña.

—No sabemos cuánto tiempo lleva así —dijo Irene en voz baja, como si temiera despertarle—. Le encontraron hace nueve años en la isla de Skyros, en el Egeo, tirado en un olivar situado en las afueras de la capital. Estaba dormido, y desde entonces ha sido imposible despertarle. —¿ Quién es ? —pregunté.

—No llevaba documentación, nadie le conocía en la isla, sus huellas no están registradas... Quién sabe, quizá sea un viajero perdido. —Irene se encogió de hombros—. El caso es que le mandaron al Hospital General de Atenas, donde le han cuidado durante todo este tiempo. No hace mucho que nos enteramos de su existencia. Afortunadamente hemos logrado que le trasladaran aquí. —Sonrió—. En el Centro le llamamos Rip; por Rip Van Winkle, ya sabes, el personaje de Washington Irving. Pero las enfermeras se refieren a él como el Hombre Dormido. Creo que le tienen un poco de miedo. —Me entregó una carpeta—. Éste es su historial.

Ojeé la aventura clínica de aquel hombre. No había justificación para su estado. Todo indicaba que era un individuo completamente sano: ninguna lesión, ninguna enfermedad, ninguna malformación. Sencillamente estaba dormido y era imposible despertarle. Igual que le ocurrió a María Candelaria.

Como adivinando mis pensamientos, el profesor Tsatsos comentó:

—Inexplicable, ¿verdad? Un caso idéntico al de aquella niña colombiana que usted atendió. Pero —señaló uno de los gráficos del encefalograma—, ¿tenía ella esta onda en su cerebro? ¿Había actividad R en su mente?

—Apenas disponíamos del equipo adecuado en Bucaramanga. Y la madre de la niña nunca nos permitió trasladarla a Bogotá para hacerle un reconocimiento más completo. Así que —me encogí de hombros—, si ella llevaba o no esa misteriosa onda en la cabeza, es algo que estaba fuera de nuestro alcance comprobar. —Suspiré—. No pude hacer nada por aquella niña, profesor. Intenté un tratamiento con lo que tenía a mano: estimulantes del sistema nervioso central, efedrina y anfetaminas. Pero la verdad es que nunca supe lo que le ocurría, y mucho menos cuál era el camino de su curación.

—No se trata de que cures a Rip —dijo Irene, poniendo su mano en mi brazo—. Bastará con que hagas todo lo posible por averiguar lo que le pasa. Y también... —Dudó un instante—. En realidad será suficiente con que nos digas si Rip está en condiciones de experimentar los efectos del Excitador de Engrama. —Queremos estimular el campo bioeléctrico de su zona Rátsel. —Una intensa energía chispeaba tras las pupilas de Tsatsos.

—¿Y por qué no le dejan en paz? —Tragué saliva—. De todas formas, ¿qué esperan conseguir?

—Quién sabe. —Tsatsos sonrió por primera vez—. Quizás obtengamos una nueva onda. O quizá Rip se despierte.

Irene me entregó una gruesa carpeta de plástico.

—En este dossier encontrarás todo lo que necesitas saber. Vete al hotel y échale un vistazo. Mañana hablaremos.

Pensé en decir algo. Pero me limité a suspirar y asentir.

Antes de abandonar el hospital dirigí una última mirada al Hombre Dormido.

Su expresión era plácida y serena.

El Viajero llevaba mucho tiempo caminando, aunque «tiempo» era una palabra con poco significado en aquel lugar. Al principio, su deambular fue errático, y el Viajero se limitó a explorar nuevos territorios.
AS
í descubrió los pantanos de la desesperación, y las selvas del deseo, y los oscuros valles del odio, y las praderas soleadas del recuerdo. Pero, luego, el Viajero convirtió el vagabundeo en peregrinaje e hizo de la búsqueda del Hombre Dormido su obsesión.

Por eso, cada vez que se cruzaba con alguien por el camino, cosa muy infrecuente en aquellos parajes solitarios, no dejaba de preguntar por el Hombre Dormido, obteniendo siempre la misma respuesta: búscale en la ciudad de nieve y cristal.

La ciudad tenía mil nombres. Se llamaba Agartha, Mu, Babel, Kór, Helipolis, Leuké, Oz, Hiperbórea, Inquanok, Amaurota, Shangri-la, Sivapuram, Nova Solima, Opar...

La ciudad, según decían, era un lugar encantado, con enormes edificios de hielo y vidrio, estanques de rocío, jardines de plantas exóticas y templos de caoba y marfil.

Pero la ciudad estaba construida sobre el horizonte, y el horizonte es una línea inalcanzable. Ésa era la razón de que nadie hubiera conseguido nunca llegar a la ciudad.

Sin embargo, el Viajero pensaba que si el Hombre Dormido había logrado entrar en Agartha, ¿por qué no él?

Y por eso, el Viajero fijaba su vista en el resplandor que se distinguía a Occidente y, noche tras noche, caminaba obstinado. Pero el horizonte siempre le precedía.

El Laboratorio del Sueño se hallaba en las afueras de Hania, una pequeña población situada al oeste de Creta. Yo me hospedaba en el Monasteri, un extraño hotel edificado sobre las ruinas de un monasterio ortodoxo. El verano no había hecho más que comenzar, de modo que la isla todavía no había sido violada por las hordas de turistas que cada año acudían a sus costas. Desde la ventana de mi habitación podía contemplar el antiguo puerto, los edificios turcos y venecianos, la vieja mezquita ahora convertida, como un símbolo de los nuevos tiempos, en oficina de turismo...

Pasé las últimas horas de la tarde leyendo el dossier del proyecto Engrama. Al final del mismo había un anexo con las fichas de todo el personal del Centro. Comencé a hojearlas rápidamente, pero me detuve al ver en una de ellas la fotografía de Cezar Pallady.

Pallady, según decía aquel breve curriculum, había nacido en Bucarest hacía cuarenta y dos años. En mil novecientos cincuenta y nueve su familia, huyendo de la dictadura de Ceaucescu, se trasladó a París. En el sesenta y seis, Pallady ingresó en un seminario de la Compañía de Jesús. Durante la década de los setenta se ordenó sacerdote y fue destinado a la misión jesuita de Gujrat, en el norte de la India, cerca de la frontera con el Nepal. En mil novecientos ochenta y uno abandonó la orden y el sacerdocio para dedicarse al estudio de la espiritualidad oriental. Había publicado un buen montón de libros sobre historia de las religiones, tema en el que estaba considerado un experto, y era profesor de Antropología en la Universidad de Delhi. Estaba casado (con una hindú) y tenía tres hijos. Una pequeña nota final revelaba que Pallady había cursado estudios de Antropología y Filosofía en la Sorbona... ¡Y de Física de Partículas en la Politécnica de París! No cabía duda de que aquel yogui rumano era un curioso personaje.

Me acosté pronto; pero, aunque estaba agotado por el viaje, tardé en dormirme. En la oscuridad de mi habitación, con los ojos abiertos y la cabeza llena de recuerdos indeseados, escuchaba el ronroneo tentador del minibar, como un canto de sirena que dijese: «Ven a mí, porque yo te confortaré con el preciado don de la inconsciencia.» Pero, ay, le había prometido a Irene que me mantendría alejado del alcohol, de modo que apreté los dientes y cerré los ojos, intentando no pensar en nada, buscando borrar de mi mente la imagen del cadáver de mi hijo Samuel.

Me quedé dormido sin darme cuenta, y al poco tuve un sueño muy extraño: estaba en una biblioteca inmensa, atestada de libros antiguos, sentado en un sillón de terciopelo frente a una gran puerta de madera negra labrada. Junto a ella se encontraba el Hombre Dormido. Pero ya no dormía; por el contrario, estaba de pie, mirándome intensamente. Yo quería levantarme, pero no podía moverme. El Hombre Dormido alzó una mano y, señalando hacia la puerta, comenzó a negar con la cabeza.

Ignoro la razón, pero en mi sueño aquella silenciosa negativa bastó para aterrorizarme.

Al día siguiente, a primera hora de la mañana, volví al Centro. Hablé con Irene y le dije que aceptaba: en la medida de mi capacidad, intentaría dictaminar sobre el estado físico de Rip. Irene sonrió con cierta ironía; desde el principio sabía que en cuanto yo viera al Hombre Dormido aceptaría el trabajo.

De modo que fui al hospital, me puse una bata y comencé a estudiar los análisis y pruebas que se le habían realizado a Rip. Se trataba de un buen montón de informes, y aquello me llevó casi dos días. Luego hice una lista con todo lo que necesitaba: equipo especial, nuevos análisis, tomografías, scanners... Irene me informó de que el material técnico vendría de Alemania y que la analítica se realizaría en un laboratorio de Atenas. Eso retrasaría todo una semana, por lo menos. Fruncí el ceño y le pregunté a mi amiga cuál había sido la razón de instalar el Centro en un lugar con tan poca infraestructura como Creta.

—Aquí los secretos son fáciles de guardar, Juan —me reprendió Irene, un tanto enigmáticamente—. Aquí nadie meterá las narices en nuestros asuntos.

Durante los siguientes días no hice prácticamente nada. Sin el equipo adecuado tenía que limitarme a observar la monitorización del Hombre Dormido. Cuando me hartaba de contemplar el vaivén de las agujas y la monotonía de los gráficos, me iba a dar un paseo por el Laboratorio del Sueño. Allí observaba los experimentos que se llevaban a cabo (entre ellos, una nueva experiencia con Cezar Pallady).

En cierta ocasión, Kurt me enseñó orgulloso su máquina. El Excitador de Engrama Bioeléctrico parecía un sillón de dentista al que le hubieran adosado un inmenso secador de pelo. La verdad es que su aspecto era un tanto ridículo, como el de esos cómicos artefactos que aparecen en las viejas películas de ciencia ficción.

Fueron días tranquilos. Lo malo es que la inactividad me llevó a estar a solas conmigo mismo y eso hizo que los fantasmas retornaran sigilosos. Una noche me despertaron mis propios gritos, y me encontré sentado en la cama, cubierto de sudor, temblando en la oscuridad y llorando sin consuelo, como un niño con el corazón roto de dolor.

La pesadilla siempre era la misma: me veía en la UVI del hospital, con una bata verde y la cara cubierta por una mascarilla quirúrgica, contemplando el rostro demacrado de Samuel. Me acercaba a él, para sentir, quizá por última vez, la tibieza de su piel, el regalo de su aliento. Y entonces veía horrorizado que los rasgos de mi hijo se crispaban, que sus ojos me dirigían una mirada blanca, sin pupilas, y como su pequeño cuerpo se deslizaba exánime hacia la muerte. Y entonces contemplaba al médico coger alarmado el desfibrilador y aplicarlo al pecho exiguo del niño. Y notaba que una enfermera me agarraba por los brazos e intentaba hacerme salir. Y veía cómo el cuerpo de mi hijo, sacudido por las descargas eléctricas que pretendían volver a hacer andar su corazón, se agitaba igual que un títere en manos de un borracho.

Y entonces me despertaba destrozado, porque aquello no era una pesadilla, sino el minucioso recuerdo de lo que en realidad ocurrió. A decir verdad, la auténtica pesadilla comenzaba al abrir los ojos y comprender que aquel mal sueño era cierto, que ya nunca más volvería a ver a mi hijo.

Esa noche me bebí, uno a uno, todos los botellines de alcohol que había en el minibar. Pero ni siquiera así logré conciliar el sueño.

Al día siguiente llegué tarde a la clínica. Daba igual, porque el nuevo equipo seguía sin aparecer. De modo que le hice un rápido reconocimiento al Hombre Dormido, comprobé que seguía tan saludable como siempre, y fui a deambular un rato por las instalaciones. A media tarde, cansado de perder el tiempo, abandoné el Centro y me dirigí a la ciudad. Estuve unas horas paseando por las viejas callejas del barrio veneciano. Cuando se puso el sol volví a mi habitación, pero la soledad absoluta de aquellas cuatro paredes me empujó a salir de nuevo. Bajé al bar del hotel y tomé asiento en la terraza. Acababan de servirme el primer whisky de la noche cuando alguien, con voz grave y pausada, se dirigió a mí:

—¿Doctor Varnigal? No nos han presentado, pero ambos estamos colaborando en el mismo trabajo.

Era Cezar Pallady. Nos estrechamos las manos y le invité a sentarse a mi lado. Según me dijo, se alojaba también en el hotel Monasteri, y hacía días que deseaba hablar conmigo. Nos interrumpió el camarero: Pallady pidió agua mineral. Por un instante contemplé mi vaso de whisky sintiéndome como un depravado.

—Doctor Varnigal —Pallady se inclinó hacia delante—: deseaba preguntarle por ese hombre al que llaman Rip. Según tengo entendido, hace años usted conoció un caso similar...

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