Read El Círculo de Jericó Online
Authors: César Mallorquí
—¿Y el antropólogo...? —musité.
—Pablo Vasla tampoco estaba allí. Pero mentiría si dijese que no supimos nada de él... De hecho, fui yo quien encontró el cuaderno.
—¿Qué cuaderno? —preguntamos a la vez Claudia y yo. —El cuaderno que contenía el diario de Pablo Vasla. Lo descubrí entre las ruinas de una cabaña semiderruida. El antropólogo había vivido entre los pchapchá y en ese cuaderno narraba los acontecimientos que condujeron a su desaparición. —El padre Silveira se encogió de hombros—. Desgraciadamente, a mi vuelta entregué el diario al superior de la orden. Poco después, recibí una carta personal del obispo, conminándome a olvidarlo todo. En otras palabras: las autoridades religiosas querían echar tierra sobre el asunto.
—Pero ¿qué decía el diario? —pregunté, un tanto exasperado.
—Bueno, como acabo de comentar, tuve que desprenderme del cuaderno... —Hizo una pausa y sacó unos papeles doblados del bolsillo interior de su chaqueta—. Afortunadamente, tomé la precaución de transcribir, párrafo por párrafo, el contenido de aquel diario. Si lo desean puedo leérselo. —El sacerdote desdobló las páginas escritas a mano—. En realidad, esta historia enlaza con nuestra conversación anterior. La naturaleza de la divinidad puede ser algo decididamente inesperado. Quizá la obra de Dios esté forjada en una materia extraña, demasiado oscura para ser percibida a simple vista...
El padre Silveira bajó la mirada y contempló, casi con resignación, el texto que tenía entre las manos. Carraspeó y comenzó a leer en voz alta...
La historia del padre Silveira
Pchapcharimé. Diez de junio,
Hace tiempo me contaron una historia. Cierto individuo que paseaba por un parque se detuvo frente a una zarza erizada de espinas. La miró durante unos segundos y, acto seguido, saltó sobre ella. Cuando consiguieron rescatarlo, lleno de heridas y cubierto de sangre, le preguntaron: «¿Por qué se arrojó a la zarza?» El hombre contestó: «No sé; al principio me pareció buena idea.»
Pues exactamente lo mismo me pasó a mí cuando el profesor Salgado sugirió que realizase mi primer trabajo de campo en la selva brasileña, estudiando a la tribu pchapchá: al principio me pareció buena idea.
(Un momento, un momento. No estoy escribiendo un informe técnico, pero eso no significa que deba renunciar al más mínimo rigor.)
Esto es el diario de Pablo Vasla, antropólogo, y morador desde hace tres meses en Pchapcharimé, el poblado de los pchapchá. Soy el único occidental que hay aquí. Vivo en una pequeña cabaña en la cima de un árbol, y dispongo de todo lo que un antropólogo pueda desear: grabadora, máquina fotográfica, cuadernos de apuntes y una tribu casi desconocida a la que estudiar. El único problema es que, después de tres meses de vivir aquí, lo único que he grabado han sido conversaciones sin interés (charlas banales sobre el tiempo o las mujeres), las únicas fotos que he tomado son de índole turística y en mis cuadernos' de apuntes no he apuntado nada. Por eso he comenzado a escribir este diario: porque me estoy volviendo loco.
Y la causa son los pchapchá, el mayor atajo de vagos e incultos que me he echado a la cara. En serio, comparado con ellos, el pueblo más primitivo del planeta parecería un república de sabios. Si no he escrito ni una nota, ni un comentario, sobre los pchapchá es porque no hay nada que decir. No puedo estudiarles porque no existe materia que estudiar. Es desesperante.
«¿Ha pensado en los pchapchá?», me dijo el profesor Salgado, mi tutor en los cursos de doctorado. «Ya sabe, esa tribu que descubrieron hace unos años en la Amazonia. Sería un buen trabajo de campo. El doctor Castelo-Silva los estudió sobre el terreno, pero su labor fue muy decepcionante...»
¿Decepcionante? Oh, vamos. Castelo-Silva fue un héroe. El pobre tipo bastante hizo con descifrar su idioma.
Desde la ventana de mi choza veo al Rey-Sol sentado sobre su atalaya, por encima de la selva, contemplando impasible el sol a través de un cristal oscuro. Está hasta arriba de gupta, drogado como un yonqui. Así permanecerá todo el día, y todos los días de su vida, hasta que el sol le deje ciego. ¿Por qué lo hace? Ah, quién sabe. Desde luego los pchapchá no hablan de ello. Cuando les preguntas sobre lo que hace el Rey-Sol, responden: «El Rey-Sol mira el sol y hace que el sol haga.» Y cuando les interrogas sobre el significado de eso, los pchapchá se echan a reír tontamente y se van.
Odio este lugar, odio las moscas, odio las serpientes, odio el calor y la humedad, odio la quinina que tengo que tomar contra la malaria, odio las lluvias tropicales, odio la selva, odio a los parásitos intestinales, pero sobre todo odio a los pchapchá. Si pudiera irme me iría ahora mismo. No obstante, aun deberé pasar otros tres meses aquí (me pongo enfermo tan sólo de pensarlo).
Estoy harto. Creo que usaré el Stolichnaya.
Vaya si lo haré.
Pchapcharimé. Once de junio.
Ayer estaba algo deprimido. Perdí los estribos, lo siento. Se supone que soy un científico, y que debo afrontar los hechos desde un punto de vista frío y lógico. Intentaré pues, en lo sucesivo, seguir esa línea de comportamiento.
En muchas ocasiones perdemos de vista lo evidente: lo más sencillo es lo más difícil de encontrar. De modo que empezaré por el principio.
Pchapcharimé fue descubierto hace cinco años. Una avioneta que viajaba de Río Branco a Roraima perdió altura sobre la jungla y vio las construcciones pchapchá sobre los árboles. Al llegar a su destino, el piloto comunicó el hallazgo a la delegación local del Instituto Etnológico Brasileño. Meses después, una expedición financiada por la Universidad de Paraíba, a cuyo frente marchaba el doctor Castelo-Silva, se internó en la selva y encontró el poblado Pchapcharimé.
Al principio, los descubrimientos de Castelo-Silva fueron apasionantes. Los pchapchá, indígenas de raza amerindia amazónica, son recolectores y cazadores (más lo primero que lo segundo, aunque de vez en cuando atrapen algún pájaro o serpiente). Viven, y ésta es su primera peculiaridad, en las copas de los árboles. Han construido una complicada serie de estructuras y plataformas de madera, y sobre ellas han edificado su poblado. ¿Por qué? Los pchapchá dicen que estando arriba, «pueden ver»; y que abajo «no pueden ver». Por eso viven arriba. ¿Qué es lo que quieren ver? No contestan, se ríen.
Más peculiaridades: los pchapchá no tienen organización social; no hay jefes ni castas. Carecen de cualquier tipo de estamento, incluso de especialización; todos hacen de todo (aunque en definitiva tampoco hagan gran cosa). Entre los pchapchá no hay discriminación sexual; hombres y mujeres son iguales. Ni siquiera existe el matrimonio, son absolutamente polígamos, aunque esto no debe sugerir la idea de un grupo de salvajes entregados al desenfreno sexual. Por el contrario, los pchapchá parecen inusitadamente castos. Diría que copulan lo imprescindible para mantener estable la población. Esto puede deberse a algún efecto colateral de la droga.
Ah, sí, la droga. Los pchapchá consumen a diario un alucinógeno al que llaman gupta. Se trata de un zumo maloliente elaborado a base de hongos y raíces. Yo no lo he probado (tampoco ellos me lo han ofrecido), pero resulta evidente que les deja el cerebro hecho polvo. Lo toman al atardecer, toda la tribu, hombres, mujeres y niños. Y eso es muy extraño, porque generalmente las drogas psicotrópicas son atributo exclusivo de determinadas castas: sacerdotes, guerreros, o sencillamente los miembros masculinos del grupo (como ocurre con los yanomomo). Pero no, los pchapchá son diferentes. Desde que un niño se desteta empieza a consumir gupta. No hay rito de iniciación, ni ceremonia alguna. A los dos o tres años cada rapaz tiene derecho a su ración de droga. Así de sencillo. La importancia de este alucinógeno en la vida de la tribu queda reflejada por su propio idioma: en lengua pchapchá, «mirar» se dice
guptí
. O sea, «ver a través de la gupta». ¿Supone esta especie de culto a la droga algún tipo de actitud mística o religiosa? De ninguna manera. Los pchapchá son absolutamente agnósticos. ¿No es increíble? ¡El único pueblo de la Tierra que carece de cualquier forma de religión o magia! Pero ya hablaré de eso más adelante.
Estas peculiaridades (y otras muchas) hacen de los pchapchá un bocado en teoría exquisito para cualquier antropólogo. Hasta que se empieza a escarbar un poco. Entonces uno se da cuenta de que esas singularidades reflejan carencias, no sustituciones. Los pchapchá son como decorados: meras apariencias sin contenido alguno. No tienen ritos, no tienen mitología (ni siquiera leyendas), no tienen estructura social, no tienen arte, no tienen cultura alguna... Pero eso es imposible, va contra todo el saber antropológico, los seres humanos nunca se han comportado así...
Hoy al atardecer he comenzado a poner en práctica mi plan. Los pchapchá estaban reunidos en la plataforma principal, preparando la gupta; me acerqué a ellos y, como de pasada, comenté: «En mi país tenemos un tipo de gupta que se llama vodka.» Nadie pareció hacerme el menor caso, todos siguieron en lo suyo. Salvo una anciana desdentada que irguió la cabeza y me miró con ansiedad perruna. Continuó observándome durante la siguiente media hora, hasta que por fin se acercó disimuladamente y me dijo:
—P'bbo —los pchapchá no saben pronunciar mi nombre, me llaman P'bbo—, ¿tú tienes tosnaya?
Al principio no entendí lo que decía. Luego caí: se refería al vodka, claro. Le pregunté su nombre.
—Mi nombre hace que yo sea Mará —¡Premio, era ella!—. ¿Tienes tosnaya, P'bbo?
Asentí. Ella abrió los ojos, como un niño el día de Reyes, y comenzó a mascullar: «¡Dame, dame, dame...!»
—Te daré vodka, Mará —dije—. Pero a cambio tú tienes que hablar conmigo. Esta noche, en mi choza. Quiero que contestes unas preguntas.
Mará enmudeció y frunció el ceño; parecía debatirse en medio de un tormentoso conflicto interior.
—Mará hará que tú hables con ella —dijo finalmente—. Pero esta noche no se hará conversación. Mañana por la mañana haremos que se haga la charla. Y tú harás que se haga el tosnaya. No olvides hacer que se haga, P'bbo.
Ah, demonios, me siento exaltado. Por fin un contacto, por fin un pchapchá me hace algo de caso.
Debí haber mencionado el vodka mucho antes.
Pchapcharimé. Doce de junio.
Cuando decidí seguir la recomendación del profesor Salgado y realizar mi primer trabajo de campo en Brasil, escribí al doctor Castelo-Silva solicitando su consejo (a fin de cuentas, era el único antropólogo que había sacado algo en claro de los pchapchá). Su respuesta me llegó a los pocos días. Decía así:
«Querido colega: mi único consejo es que no pierda su tiempo con esa tribu degenerada. Los pchapchá son peculiares, sí. Tanto como un huevo vacío, engendrado sin clara ni yema. Créame cuando le digo que no hay nada de interés en ellos. Pero supongo que no me hará caso, ya que es usted joven y, por tanto, vehemente. Mi única recomendación es que lleve con usted unas cuantas botellas de vodka. Si logré descifrar el lenguaje pchapchá fue a base de sobornar con vodka a una mujer de la tribu llamada Mará. De no ser por el alcohol, ella nunca habría colaborado conmigo. Reciba un cordial saludo.
»Post Scriptum: La marca favorita de Mará es Stolichnaya.»
Debo admitir que, en aquel momento, la carta de Castelo-Silva me indignó. Sin duda, pensé, obedecía a esa típica actitud irracional que mueve a ciertos antropólogos a considerar de su propiedad las tribus que han estudiado. Además, estaba esa invitación manifiesta a establecer comercio alcohólico con los indígenas. ¡Dios mío! ¿Es que ese hombre no conocía la ética profesional? El primer deber de un antropólogo es respetar la cultura, las costumbres que está investigando, no inmiscuirse. Y, sin duda, introducir tóxicos extraños en la dieta de los nativos puede considerarse una intromisión. Qué execrable comportamiento, pensé entonces. Castelo-Silva era un farsante.
Sin embargo, quizá movido por algún vago presentimiento, minutos antes de que mi avión partiera hacia Recife fui a la tienda Duty Free del aeropuerto y compré dos botellas de vodka Stolichnaya (ahora doy gracias a Dios por ese impulso que al principio se me antojó irracional).
Y arrastré aquellas dos botellas, junto con el resto de mi equipaje, mientras cruzaba medio subcontinente en un vuelo local a Manaos, donde me esperaba el guía. Y seguí llevándolas cuando navegaba por el Amazonas, y más tarde por otro río, el Juruá, afluente del primero, que me llevó hasta el poblado de Sao Romáo. Y las dos botellas de Stolichnaya fueron un bulto más en mi mochila mientras cruzaba la selva amazónica, internándome en una zona que suele aparecer en los mapas como una superficie lisa, dado que nadie ha estado allí para describir los detalles. Y, finalmente, las dos botellas fueron mudos testigos de mi soledad cuando el guía me estrechó la mano, allí, rodeados por una muralla de vegetación, diciéndome:
—Aquí le dejo, señor Vasla. Siga el sendero siempre hacia el este y, a un día de marcha, encontrará a los pchapchá.
—Pero, oiga —protesté—, ¿qué sendero? No veo ningún sendero...
—Tranquilo. Coja la brújula y siga hacia el este. Es sencillo. Y recuerde mirar siempre hacia arriba. Esos salvajes viven en los árboles, como los monos. —Aquello pareció hacerle mucha gracia, porque se puso a reír como un loco—. Bueno, me voy señor Vasla —añadió, secándose las risueñas lágrimas con el dorso de la mano—. Volveré a buscarle dentro de seis meses. En septiembre u octubre, según las lluvias. —Comenzó a alejarse; antes de perderse de vista gritó (prorrumpiendo de nuevo en grandes risotadas)—: ¡Recuerde que los monos viven arriba!
Caminé hacia el este (con dolor de cuello a causa de tanto mirar hacia lo alto) y acabé encontrando a los pchapchá. Me recibieron con indiferencia. Oh, bueno, fueron amables, sí: me dieron alojamiento (una cabaña algo apartada del poblado) y comida. Pero no me hacían caso, me ignoraban. Contestaban lacónicamente a mis preguntas; o no contestaban, escudándose tras una risa boba. Pasaban el día haraganeando y dormitando. Luego, al caer la noche, tomaban la gupta y todos se iban a sus cabañas, de las que no podían salir hasta el amanecer.
Y ya que hablamos de eso, entre los pchapchá sólo hay dos tabúes: uno el que acabo de mencionar, la prohibición de salir al exterior de noche; y otro que impide la entrada a una pequeña montaña cercana al poblado, un cerro llamado Pchaguptirimé («El lugar donde la mirada pone orden»).