El Círculo de Jericó (25 page)

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Authors: César Mallorquí

Vagué por un mundo enloquecido, lleno de pústulas y de putrefacción. Las personas eran caricaturas de seres humanos. Autómatas hiperreligiosos de beatitud compulsiva.

Y luegp vi las masacres de mujeres. Y el canibalismo.

Los padres comiéndose a sus propios hijos.

Y los hijos a sus padres.

Todo, salvo Nanda y sus designios, era indiferente.

Tenía que matar a Nanda.

Pero ¿cómo?

Un día, mientras buscaba cereales entre las ruinas de un supermercado, encontré un bote de insecticida. Era una de las patentes de GenCorp.

Y me quedé ahí, entre las ratas, mirando fijamente aquel spray y pensando. Pensando... Me imaginé aquellas ruinas llenas de cucarachas, y la nube tóxica de insecticida abatiéndose sobre ellas...

Entonces di con la solución. Descubrí el modo de acabar con Nanda. Era sencillo, siempre había estado ahí, a mi disposición.

Volví a la ciudad donde había vivido antes de que Nanda sodomizase a la humanidad.

Fui a GenCorp.

El corazón me dio un vuelco: el edificio estaba en ruinas. Pude averiguar que un bombardero de la flota de dios había dejado caer sobre el laboratorio sus huevos de fuego. Supongo que Nanda quería romper con su pasado.

Pasé meses apartando escombros, buscando el camino de mi venganza. Lo único bueno de estos tiempos es que, hagas lo que hagas, nadie se interesa por ti.

Finalmente lo encontré. Hallé el hueco de un ascensor que conducía hacía abajo, hacia lo único que quedaba de GenCorp. Y bajé por aquel túnel estrecho, y cuando llegué a mi meta, el rumor de los ronroneantes motores y la calidez de mil reflejos escarlata me saludaron.

Los sistemas de seguridad habían vencido a las bombas de dios. Los congeladores que guardaban la cosecha de GenCorp seguían en funcionamiento, conservando sus frutos en los gélidos brazos del nitrógeno líquido.

Pero de todos esos frutos, de entre todas aquellas maravillas de la ingeniería genética, ¿qué era lo que buscaba?

¿Recuerdan el Cultivo 36-J?

El Vector-Kali. La Madre Negra.

La viruela rediseñada, la Super Viruela. La obra maestra de Jaw Nanda.

«Un estornudo, y el fin del mundo.»

Oh, con qué ánimo feliz estudié en el ordenador los períodos de incubación del virus, sus mecanismos de propagación. Con qué mimo descongelé el cultivo (como una comadrona atendiendo un parto delicado).

Con qué alegría me inoculé aquella enfermedad mortal e imparable.

Para luego, unos días después, en el momento adecuado, dirigirme al Festival de las Novias de Dios. Y escupir en la cara de aquella pobre muchacha, contagiándole la enfermedad que, como un martillo, aplastará a una humanidad que ya está muerta en vida.

Ah, sí. Yo también moriré. Pero será una muerte feliz.

Porque Jawaharlal Nanda caerá conmigo, víctima de su propia creación.

Ésa será mi venganza.

Por los niños, por Martín y por mí.

Mi amor por Helena se acrecienta segundo a segundo. Imagino el virus mutado inyectando su ARN en mis neuronas, almacenando una y otra vez la imagen de esa mujer esquiva, obligándome a amarla, llenándome de una ansiedad extrema y provocando en mí un hambre inhumana.

Me he tomado el compuesto que preparó Martín. Todo. Ciento veintitrés pastillas.

Creo que será suficiente para arrasar mi memoria, para borrar de ella no sólo a Helena, sino también todos mis recuerdos, todo lo que soy.

La superviruela me matará. Seré su primera víctima. Luego me seguirán unos cuantos miles de millones de personas. La raza humana quedará borrada del planeta. Pero yo no estaré allí para verlo. Antes de que la fiebre me consuma y las llagas laceren mi carne, mi cerebro se habrá ido.

Habré roto la pared de hielo del recuerdo y no seré nada. Quizá sólo polvo dispersándose entre las ruinas de la memoria.

No recuerdo quién soy. Ni qué hago aquí. Hay un texto en el ordenador, pero me siento demasiado cansado para leerlo.

¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar?

Debería preocuparme, hacer algo, moverme... Pero he olvidado cómo se hace.

Mi memoria parece hecha de jirones de niebla agitados por un vendaval. Todo se dispersa, sólo un recuerdo permanece nítido: una mujer llamada Helena. Puedo ver con precisión sus rasgos perfectos, la piel clara como la leche, el azul profundo de su mirada, la dorada cosecha de sus cabellos.

Helena... ¿Quién será?

Quizás mi esposa, o mi amante...

No lo sé.

....

....

Ap nas p do mov rm . ¿ Cómo s hac ?

Cr o q lo h olv dado.

M par c q h olv dado tamb n alg nas 1 tras.

Ya nada t n s nt do.

Salvo m amor por H 1 na.

5. La ruleta de dios

—Cuando cuente hasta tres, despertarás —dijo Héctor Arauco—. No recordarás nada de lo que ha ocurrido mientras estabas en trance y te sentirás tranquila y relajada. Uno... Dos... Tres... Ya estás despierta, querida.

Isabel Bocanegra parpadeó varias veces y miró desconcertada en derredor. Luego sonrió débilmente a su marido.

—¿Qué ha pasado...? —murmuró—. ¿Vino ese hombre...?

—Sí —el doctor Arauco ofreció un vaso de agua a su mujer—. Y le prestaste tu voz, Isabel. Contó su historia.

La mujer cogió el vaso entre sus manos y dio varios sorbos pequeños: parecía un gorrión calmando su sed. Luego se incorporó y caminó con cierta inseguridad hacia la chimenea. Cruzó los brazos sobre el pecho, abrazándose a sí misma, y contempló las llamas sin verlas, como si más allá del fuego se desarrollara un espectáculo secreto que sólo ella pudiera vislumbrar.

Nadie dijo nada. Extendí el brazo y tomé la mano de Claudia. Sonreí, con no mucha convicción. La niña me devolvió la sonrisa y frotó su mejilla contra el dorso de mi mano.

—No es nada, papá —dijo, quebrando el silencio del salón—. Esa historia ya no sucederá.

—Claro que no sucederá —protesté—. Es sólo un cuento...

—Un cuento, sí —la alegre risa de madame Kádár actuó como un bálsamo en el circunspecto ambiente que reinaba en el salón—. Un cuento que ya nunca en realidad se ha de convenir.

Aunque reconocer debo que ese hombre horrible, Nanda, igual que yo hablaba. Mismo mal castellano.

Nuestros rostros se relajaron al multiplicarse las sonrisas. El padre Silveira se inclinó sobre la anciana y la besó en la mejilla.

—Es usted encantadora, madame Kádár —dijo el jesuita. Luego, dirigiéndose a los demás, añadió—: La historia ha sido conjurada. El hilo de la realidad se mantiene firme.

—No obstante —intervino pensativo el doctor Arauco—, hay algo en ese relato que mueve a la reflexión... Me refiero a las ideas religiosas consideradas como una epidemia. Ideas que infectan las mentes, que se multiplican y extienden igual que una enfermedad.

—Lo mismo ocurre con todas las ideas —repuso el profesor Jerusalén—. Ese tipo de argumentación no pasa de ser una mera analogía.

—Por supuesto, tiene usted razón —Héctor Arauco acarició la punta de su bien cuidada barba—. Todas las ideas son contagiosas. Pero las religiosas más. A fin de cuentas, poseen vectores de propagación muy definidos: los misioneros... y le ruego que me disculpe, padre Silveira: no interprete mis palabras como otra cosa que no sea la pura especulación intelectual —Carraspeó—. Las ideas religiosas cuentan también con una vía genética de infección: la madre contagia a sus hijos a través de la educación.

—Y la religión —intervino Aníbal Zarko con aire travieso—, al igual que una epidemia, se difunde mejor y más rápidamente entre las multitudes incultas, tan necesitadas de esa higiene intelectual que es la cultura.

—¡Facilis descensus Averni! —exclamó el padre Kindelán, y sus palabras estaban llenas de consternación—. ¿Acaso estáis comparando el misterio de Cristo con la gripe? ¿Queréis decir que entre la palabra de Dios y un puñado de virus no hay ninguna diferencia?

—No se enfade, padre —se disculpó el doctor Arauco—. Era pura especulación...

—¡Y un cuerno especulación! —bramó el sacerdote—. ¡Yo a eso lo llamo blasfemia!

—A casi todo tú llamas blasfemia —rió alegremente madame Kádár—. Sentido del humor, padre. Sólo charlamos, ningún mal hacemos...

El viejo dominico, con el rostro enrojecido de ira, boqueó varias veces, como si intentase decir algo, pero no encontrara palabras lo suficientemente contundentes como para expresar con fidelidad su indignación. Finalmente, levantó el rosario que sostenía entre los dedos y nos mostró el crucifijo. Parecía una versión católica de Van Helsing enfrentándose a un grupo de vampiros.

—Geminat peccatum quem delicti non pudet! —exclamó el sacerdote con tono melodramático. Luego adoptó una expresión hosca y, tras volverse de espaldas, se encerró en el monótono rumor de sus oraciones.

El padre Silveira suspiró.

—La religión intenta dar respuesta a misterios eternos, pero lo cierto es que no sabemos nada —El acento portugués prestaba a su voz un tono relajado—. Buscamos afanosamente el sentido de la existencia, pero quizá nada tenga sentido. ¿Y si todo fuera una broma? ¿Y si lo único que pudiéramos encontrar en el Más Allá fuese la risa de Dios?

—En tal caso —murmuró madame Kádár—, una risa alegre sería...

—Lo dudo, querida señora —objetó Aníbal Zarko—. La risa de Dios sería, más bien, una carcajada sardónica. Alguien dijo que el azar es la única fuerza de la naturaleza que tiene sentido del humor. Pues bien, si en algún sitio podemos hallar un indicio de la mano de Dios, es en el azar.

—Ésa es una aseveración sorprendente —intervino el profesor Jerusalén. Y añadió—: Que requiere ser argumentada.

—Pero es evidente, profesor —El ilusionista materializó una moneda entre los dedos, la arrojó al aire y la atrapó en el interior de su puño—. ¿Cara o cruz? El azar lo determina todo, es el tejido íntimo del universo. El azar decide si un electrón cambia de nivel, o si un rayo cae sobre tu casa, o si el gato de Schródinger está vivo o muerto. El azar nos gobierna. Insisto, profesor: ¿cara o cruz?

El profesor Jerusalén sonrió por primera vez.

—Dada mi religión, cara.

Zarko abrió lentamente los dedos, mostrando la palma de su mano. Estaba vacía, la moneda había desaparecido.

—Esto es el azar: encontrar siempre lo inesperado. —Aníbal Zarko se encogió de hombros—. En cierta ocasión, un amigo me contó que había pasado toda la noche jugando a la ruleta. Apostaba siempre al dieciocho, ya que, en su opinión, ése era un número de suerte. No obstante, aquella noche el dieciocho fue una cifra ingrata. Mi amigo perdió todo su dinero y tuvo que dejar de jugar. Pues bien, ¿a qué número de la ruleta fue a parar la bola justo cuando mi amigo se había quedado sin fichas para apostar? Al dieciocho, por supuesto. Y es precisamente detrás de esos acontecimientos sardónicos donde podemos vislumbrar el rostro burlón de Dios. Mucho más que en los milagros, tan burdamente teatrales, o las revelaciones, por lo general tan pueriles.

—Así que usted sustituiría la cruz de Cristo por un signo de interrogación, ¿no? —preguntó amablemente el padre Silveira.

—Sin duda, amigo mío. Sin duda.

El jesuita volvió a suspirar.

—A veces me siento tentado de compartir su opinión. El mundo es tan extraño...

La cara tatuada del sacerdote adquirió una expresión vagamente absorta.

—¿Me equivoco si intuyo que una historia conoce, padre Silveira? —murmuró madame Kádár. A sus ojos de anciana se asomaba la mirada de una niña curiosa.

El jesuita agitó la cabeza y enarcó las cejas: la hilera de tatuajes serpenteó.

—Una historia, sí. Pero no estoy seguro de que se trate de una historia adecuada... Oh, por supuesto, habla de una realidad alternativa; pero no de una realidad que pueda ser conjurada o cambiada. Más bien se refiere a la naturaleza íntima de la existencia y, sobre todo, a las maneras en que ésta puede ser percibida... e interpretada.

—Espero que no sea algo demasiado metafísico —dijo inopinadamente mi mujer—. Me parece que no estaría a la altura de las circunstancias.

—En absoluto. Es una historia sencilla, aunque decididamente exótica... ¿Han oído hablar de los pchapchá?

Aquel nombre me resultaba vagamente familiar. Recordaba haberlo leído en un periódico, años atrás.

—Creo que es una tribu amazónica —dije, intentando hacer memoria—. Fueron noticia, hace no mucho tiempo... ¿en Brasil?

—Eso es. Los pchapchá son la última tribu descubierta en territorio brasileño. Jamás tuvieron contacto con el hombre blanco, sin duda porque siempre habían vivido en lo más profundo de la selva amazónica. Su poblado se encuentra situado entre los ríos Cogri y Tapauá, casi cien kilómetros al este de Sao Romáo. Cien kilómetros de jungla, ríos desbocados, mosquitos, serpientes y tormentas tropicales.

—Un lugar encantador —dijo sonriendo Aníbal Zarko.

—Un lugar donde la vida posee una fuerza arrolladura. Sin duda, se trata de una tierra muy hermosa, aunque reconozco que no exenta de peligros —El padre Silveira carraspeó—. Hace unos años, yo residía en la misión de Marari, el poblado más cercano a Sao Romáo. Un día vino a verme el delegado del gobierno en la zona. Me dijo que se había denunciado la desaparición de un antropólogo español, Pablo Vasla, en el interior de la selva. Al parecer, se proponía llegar al poblado de los pchapchá con la intención de estudiar sus costumbres sobre el terreno. El problema es que hacía ya casi un año que no se sabía nada de él. Las autoridades locales habían organizado una expedición de rescate y, dado mi conocimiento de los diferentes dialectos indígenas, me rogaban que actuase como guía. Accedí, por supuesto, y quince días más tarde llegamos al poblado pchapchá. —Frunció el ceño y la serpiente onduló—. Pero algo extraño había ocurrido...

Dejó morir la frase en los labios y su mirada se oscureció. Debo reconocer que aquellas personas eran excelentes narradoras de historias; sabían cuál era el momento propicio para detener la narración y así captar el interés, cuándo convenía hacer una pausa dramática o recurrir al silencio para enfatizar su relato. El caso es que todos, salvo el padre Kindelán, siempre absorto en sus oraciones, nos hallábamos pendientes del jesuíta.

—¿Qué había pasado? —preguntó Claudia.

—El poblado estaba vacío —contestó el padre Silveira—.

No había rastro de los pchapchá. Tampoco encontramos signos de violencia. Al parecer, los indios habían abandonado voluntariamente el poblado por alguna causa que no logramos discernir.

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