Read El Círculo de Jericó Online
Authors: César Mallorquí
Yo estaba demasiado alejado, lo que me impedía apreciar con detalle el ritual. De modo que me fui acercando despacio, ocultándome en las sombras, hasta alcanzar el abrigo de unos matorrales, a poco más de diez metros de los pchapchá. Conecté la cámara y puse en marcha el magnetófono. Luego contemplé asombrado la extraña ceremonia que estaba teniendo lugar.
Alrededor de la gran losa de piedra donde se encontraban los indígenas había una estructura de palos entrecruzados, cañas y cuerdas. Al principio no comprendí cuál era su función, pero al poco me di cuenta de que aquello servía como sistema de referencia para la observación del firmamento. Además, las paredes rocosas que se alzaban en la cima del cerro estaban cubiertas de pinturas estilizadas. En realidad eran diagramas. ¡Se trataba de órbitas planetarias y mapas celestes! ¡Dios santo, aquello era un observatorio astronómico, una especie de Stonehenge amazónico! Levanté la vista. El cielo estrellado parecía un mar de candelas sobre la selva oscura. De repente, dos estrellas fugaces describieron brillantes arcos gemelos hasta desvanecerse justo sobre la línea vegetal del horizonte. Dos niños pchapchá se rieron, como si hubieran hecho una travesura. Su madre les dio un par de cachetes y les riñó:
—¡Malos-malos! Tenéis que hacer que el polvo del cielo haga bien, no que el polvo del cielo haga su caída. ¿Habéis entendido?
Pasaron varios minutos. Kumé seguía caminando de un lado a otro, absorto en sus observaciones y dictando breves órdenes. De pronto se detuvo y preguntó:
—¿Donde está Mará? Tiene que hacer que la luna haga.
En efecto, ¿donde se había metido Mará? Desde que le di el vodka no había vuelto a verla.
Fue entonces cuando las cosas comenzaron a precipitarse. A nuestros oídos llegó un canturreo estridente. Era la voz turbia de Mará. La anciana venía dando traspiés por el puente de madera que unía el cerro con el poblado. Estaba completamente borracha (y, para horror mío, traía la delatora botella de vodka, casi vacía, en la mano).
—¡Mará! —gritó Kumé—. ¿Qué te pasa? ¡Hay que hacer que la luna haga, vieja loca!
—¿Hacer que la luna haga? —La anciana rió—. ¡Mira lo que hago yo con la puta luna!
Sé que lo que ahora voy a contar parecerá increíble. Yo mismo no lo creo, pero esto es lo que vi: Mará levantó un brazo al cielo y, entonces, la luna llena apareció por el horizonte. Pero no lo hizo como siempre, lentamente, sino cruzando el cielo muy deprisa, como las imágenes aceleradas de una filmación.
—¿Quieres que haga que la luna haga, Kumé? —Mará apuró el vodka y tiró la botella a un lado—. ¡Pues haré que haga!
Y entonces, juro por lo más sagrado que eso es lo que vi, la luna se agitó en el cielo oscuro, ¡y comenzó a cambiar de fases a velocidad progresivamente acelerada! Luna llena, menguante, nueva, creciente y llena de nuevo. Así sucesivamente, cada vez más rápido. Me incorporé, abandonando la protección que me brindaban los matorrales, y contemplé aturdido aquel increíble prodigio.
Entonces oí un grito. Bajé la vista y vi que Mará se tambaleaba al borde del puente de madera. Estaba muy borracha; supongo que no tuvo ninguna oportunidad de mantener el equilibrio. Dio un traspiés y su cuerpo enjuto se precipitó al vacío. Al cabo de un par de interminables segundos, todos pudimos escuchar el ruido que hacía al estrellarse contra el suelo.
No se por qué, pero yo me sentía indiferente, ajeno a todo, como si estuviese contemplando un espectáculo teatral. Alcé la mirada, buscando la luna enloquecida, mas la luna había desaparecido (e ignoro la razón, pero aquello me llenó de inquietud).
Entonces me di cuenta de que todos los pchapchá me miraban en silencio, con el reproche brillando en sus ojos, y que Kumé se acercaba al lugar por donde había caído Mará y recogía algo del suelo: la botella de vodka vacía.
Luego, Kumé me observó largo rato, moviendo la cabeza de un lado a otro, como un juez a punto de dictar sentencia.
—¿Qué has hecho, P'bbo? —dijo finalmente, con cierta dosis de tristeza en su voz. Luego se volvió a los pchapchá y les ordenó que me prendieran.
Y los pchapchá, como un solo hombre, se lanzaron sobre mí y me inmovilizaron. Luego me llevaron a mi cabaña y me encerraron en ella.
Y aquí me encuentro, esperando a que vuelvan, escribiendo este diario para intentar mantener la serenidad y el juicio justo, pues no debo olvidar que, pese a todo, soy un científico.
Estoy oyendo voces fuera, junto a la puerta, creo que...
(...)
Hace media hora entraron tres pchapchá en mi habitación. Uno de ellos era Kumé. Se sentó a mi lado y me dijo gravemente:
—Voy a intentar hablarte con claridad, P'bbo, porque los monos blancos sois limitados. ¿Mará te contó acerca del Tutí? —Asentí con la cabeza. Kumé prosiguió—: Entonces ya sabes cuál es el problema; el universo está mal hecho, falta materia en él. El sol, las estrellas, los planetas, los satélites... nada tiene la masa que debería tener para funcionar correctamente. El nuestro es un universo chapucero. Por eso el Tutí dio la gupta a los pchapchá y pidió que miraran el cielo e hicieran que el cielo hiciera. —Kumé frunció el ceño—. ¿Me entiendes, P'bbo? Los pchapchá tomamos la gupta y adquirimos poder. Poder para hacer que los planetas sigan los caminos correctos, que las estrellas brillen con la luz adecuada, que las lunas giren y giren como debe ser. Nosotros cuidamos del cosmos, porque no es un cosmos automático, sino que debe ser mirado, corregido y controlado.
¡Así que aquellos salvajes creían realmente poder mover las estrellas con sólo mirarlas! Kumé debió advertir mi expresión de incredulidad, porque señaló:
—No me crees, P'bbo. Entonces, ¿qué hizo la luna anoche?
¿Por qué bailó en el cielo y cambió la forma de su cara una y otra vez? ¿No te das cuenta de que fue Mará quien la movía?
Carecía de respuesta para ese asunto. Salvo que se tratara de una especie de alucinación colectiva (aunque ésa era una respuesta claramente insuficiente). De modo que eludí la cuestión y me mostré muy científico:
—Kumé, dices que el universo no funciona y que tenéis que controlarlo. Por eso vais de noche al cerro y miráis las estrellas. Y de día dormís. Pero, escucha, las estrellas siguen ahí de día, aunque no las veáis. ¿Quién las controla entonces?
—Otros pchapchá. —Kumé sonrió paternalmente—. En las estrellas hay planetas, y en algunos planetas hay también pchapchá. Hablamos con ellos mediante guiños de estrellas. Y nos repartimos el trabajo. En otros lugares de la Tierra hay también pchapchá, y vigilan el sol cuando aquí es de noche, y la luna cuando no la vemos. Todos los pchapchá del cosmos compartimos la labor. Y hacemos que el universo haga.
—Pero eso es absurdo...
—Como quieras —zanjó la cuestión Kumé—. Pero el caso es que por tu culpa ha muerto Mará. Y los pchapchá tenemos que hacer algo. —Puso delante de mí un pequeño cuenco lleno de un líquido marrón—. P'bbo, deberás beber la gupta.
Me negué a hacerlo, claro. Y fui tan tajante en mi negativa que Kumé y los otros dos indígenas se tuvieron que emplear a fondo para obligarme a tragar aquel líquido maloliente.
Sabía a rayos. Y aquí estoy, esperando...
(...)
Hace un momento, una fila de ángeles y arcángeles ha desfilado por mi choza. No me he preocupado, porque sé que son alucinaciones provocadas por la droga. Ahora estoy viendo columnas de llamas alzándose por las paredes, y diablos y salamandras bailando en el fuego. Pero no son reales. Mi mente racional los refuta.
Aunque, la verdad, estoy muerto de miedo...
(...)
... ya no veo cosas, pero las siento... ¡Es todo tan enorme! Soy una batería humana... estoy lleno de fuerza... ¡Mi mente crepita de energía como una dinamo! (...) Soy-siento-miro-hago... Siento cosas. Voy hacia la puerta: la abro.
Nonono-hayhayhay-nadienadienadie...
¡El cielo...! Siento el cielo ¡Puedo sentirlo! Cada estrella del firmamento es un nervio de mi carne y sus órbitas cosquillean en mi piel y me baño en un mar de plasma y buceo entre cometas y asteroides y me ahogo de luz y nado hacia una superficie de terciopelo negro y me abro al cosmos, igual que un comulgante acoge la sagrada forma de manos del sacerdote...
¡Dios, veo de verdad, y veo que todo es imperfecto!
Pchapcharimé. No importa la fecha.
He quemado mis cuadernos de trabajo, y las cintas magnéticas. Me he desecho de todo, ya no lo necesito. No obstante, me he resistido a destruir este diario, e incluso ahora mismo me veo completándolo. Quizá sea porque en él aparecen descritos los hechos que condujeron a las nuevas circunstancias de mi vida. También es posible que sólo se trate de sentimentalismo. A lo mejor las mariposas quieren conservar la seda de sus capullos, para así nunca olvidar que fueron gusanos.
Poco importa. El caso es que Kumé y el resto de los pchap-chá tenían razón: ellos hacen que el universo funcione, porque el universo está mal hecho.
Eso me recuerda lo que dicen los científicos acerca de la existencia de una materia a la que llaman Materia Oscura. Por lo visto, para que el universo se comporte como lo hace, es necesario que contenga una determinada cantidad de masa. Se trata de un fenómeno que tiene que ver con algo denominado
constante cosmológica
(no sé muy bien de qué se trata).
Pero, según dicen, la masa necesaria para estabilizar el universo no se encuentra por ningún lado. Sólo se ha detectado un dos por ciento de ella. Al restante noventa y ocho por ciento lo llaman Materia Oscura, porque no brilla ni emite radiación alguna. Porque no puede verse.
Los físicos y astrónomos saben que debe estar ahí, aunque ignoran qué es y dónde se encuentra.
Pero yo lo sé.
La Materia Oscura son los pchapchá. Ellos, gracias a la gup-ta, mantienen unido el cosmos, aportándole la masa que falta y haciendo que el universo funcione, que las órbitas sean precisas, que las estrellas brillen y que las lunas sigan atadas a los planetas con lazos de gravedad.
Oh, bueno, continuo hablando en tercera persona, sigo sin incluirme. Y no debería hacerlo, porque yo también soy un pchapchá, y tomo gupta, y miro el cielo, y hablo con los otros pchapchá del cosmos mediante códigos secretos de titileo de estrellas.
Y a veces, como un niño travieso, me divierto moviendo el polvo del cielo, haciendo caer lluvias de estrellas fugaces sobre la selva esmeralda.
Pero no debo olvidar quién soy.
Porque yo soy P'bbo, el Rey-Luna.
Y hago que la luna haga.
La única bombilla que iluminaba el salón vacilaba y oscilaba, como el parpadeo de un ojo radiante. Aquel titileo arrítmico era una advertencia: el fluido eléctrico podía interrumpirse en cualquier momento.
El padre Silveira había concluido la lectura del diario de Pablo Vasla. Consulté el reloj: faltaban veinticinco minutos para las ocho de la tarde. Me aproximé a la ventana; casi no había luz en el exterior, pero pude comprobar que la muralla de lluvia seguía derrumbándose sobre la tierra con inusitada intensidad. Jamás había visto llover así durante tanto tiempo. Parecía una plaga bíblica, una venganza divina o, cuando menos, una catástrofe natural de extraordinaria violencia. Si antes había maldecido a quien decidió erigir aquella casa en la parte más alta del cráter, ahora sentía un profundo agradecimiento hacia aquel anónimo constructor.
Su execrable pecado urbanístico nos había salvado, probablemente, la vida.
Me acerqué a Susana.
—Si esto sigue así, tendremos que pasar aquí la noche.
—Qué remedio. —Mi mujer se encogió de hombros—. Pero, en fin, aquí hay camas, mantas y sacos de dormir. Creo que podremos acomodarnos.
—¡Claro que sí! —exclamó madame Kádár—. Arreglarnos muy bien lograremos. Como una pequeña aventura esto debemos tomar, ¿verdad, Claudia? —Acarició los cabellos de la niña—. ¿Bien te lo estás pasando?
Una sonrisa iluminó la cara de mi hija.
—Es todo tan... tan... —cerró los ojos, concentrándose en buscar la palabra adecuada—. Tan misterioso —dijo al fin.
—¡Eso es! —aplaudió alborozada la anciana—. ¡Misterioso! Mas al misterio no debemos temer, porque fuente de la fantasía es. Lo oculto, lo ignorado, lo extraño... ahí el corazón de la magia se encuentra.
—El hechizo está en las preguntas, no en las respuestas —añadió Aníbal Zarko.
—De acuerdo estamos, amigo mío —prosiguió madame Kádár—. Como a la polilla una luz el misterio nos atrae. —Consultó su pequeño y anticuado reloj de pulsera—. Tiempo hay para otro relato. —Se volvió hacia Héctor Arauco—. ¿Quizás usted con una historia nos deleite, doctor Arauco...?
El médico argentino apartó de pronto la mirada del rostro de su mujer.
—¿Una historia...? —preguntó, algo confuso.
—Claro —insistió la anciana—. Lo extraño usted estudia, lo enigmático. Acontecimientos extraordinarios seguro que ha presenciado.
El doctor Arauco enarcó las cejas y sonrió débilmente. Por primera vez su expresión, habitualmente seria y algo distante, reflejaba algo de humor.
—En realidad, yo estudio esos asuntos desde una perspectiva intelectual —dijo el doctor—. Intento aplicar el método científico a fenómenos básicamente irracionales. Y, aunque no siempre consigo obtener resultados coherentes, cuando menos procuro no implicarme emocionalmente en las experiencias que llevo a cabo.
—Por eso contrajo matrimonio con uno de sus sujetos experimentales, ¿no, doctor? —observó con ironía Aníbal Zarko.
—Una dama tan sensible y encantadora como Isabel justifica la excepción. —Héctor Arauco acarició la mano de su mujer—. Pero lo cierto es que jamás he experimentado en mí mismo ningún fenómeno extraordinario. —Suspiró—. Salvo, quizá, en cierta ocasión...
—¿Ve cómo razón yo tenía? —dijo madame Kádár—. Seguro que una historia conoce...
—No sé si es una historia, de hecho ignoro si sucedió realmente. —El doctor Arauco se encogió levemente de hombros—. Todo ocurrió en un sueño...
—Algunas culturas mantienen la creencia de que los sueños son tan reales, o más, que el mundo cotidiano —intervino el padre Silveira—. Los aborígenes australianos, por ejemplo, afirman que el mundo fue creado en una época denominada «alcheringa», el tiempo de los sueños...
—¡Leyendas paganas! —masculló el padre Kindelán, entre un padrenuestro y un avemaria.
—Es posible —murmuró el jesuita—. En cualquier caso, los sueños son importantes...