Read El Círculo de Jericó Online
Authors: César Mallorquí
—Sí, por supuesto... —Sara estaba sorprendida; no había pensado que el doctor tuviera familia.
—Perfecto. ¿Mañana a las nueve de la noche? Sara asintió. Comenzaron a caminar hacia el otro extremo de la gran sala del Taj Mahal. Al llegar a la zona central, el doctor Pétalo se detuvo junto a una intrincada mampara de mármol y joyería. Su mirada se llenó de confusión.
—Ahí dentro yace el cuerpo de Muntazi... —dijo con voz átona—, la esposa del sha...
El doctor apoyó la mano sobre el mármol. Tenía la mirada extraviada, como perdido en sus pensamientos. Parecía... angustiado. Dostigres se aproximó a él.
—Sus plantas le esperan, doctor —dijo con suavidad el secretario—. En el Invernadero.
Pétalo asintió. La sonrisa volvió a sus labios mientras se dirigía hacia una de las puertas del palacio. Dostigres se volvió hacia la mujer.
—¿Tiene la amabilidad de acompañarme, Sara?
Estaban en el Pasillo Central.
Sara volvía a sentir un intenso vértigo ante la inmensidad del corredor: las palmeras art nouveau de hierro forjado, alzándose grandiosas hacia la bóveda de cristal y el cielo estrellado, los ingrávidos ovoides de luz, la perspectiva brutal de las dos filas de puertas, extendiéndose infinitas hasta convertirse en un punto de fuga...
—¿Cómo se encuentra, Sara? —preguntó Dostigres.
—A punto de vomitar... No, es una broma. Enseguida estaré bien. ¿Cuánto mide el Pasillo?
—Quién sabe... Hay tramos en que el espacio se comporta de forma extraña. No se puede medir.
Una fuerte brisa hizo ondear el pelo de Sara. ¿Viento en un lugar cerrado?
—No todas las zonas del Pasillo tienen la misma temperatura. —Dostigres pareció adivinarle el pensamiento—. Eso hace que se formen corrientes de aire.
Sara observó que Dostigres era más bajo que ella. Y ella no era alta. El secretario del doctor debía medir menos de un metro sesenta, aunque era muy fornido. Y muy hirsuto; incluso el dorso de sus manos estaba completamente cubierto de pelo oscuro.
—Ya estoy mejor —dijo Sara.
—Pronto se acostumbrará al Pasillo. Ahora, si le parece bien, daremos una vuelta por Mansión. —Extendió un desmesurado brazo en dirección a la fila de puertas—. Como puede observar, todas las Puertas están marcadas con letras hebreas: kaph, taw, shin, resh, qoph, etcétera. Estas letras sirven para identificar los recintos, luego ya veremos cómo. —Dostigres comenzó a caminar, paralelo a la pared—. Puede abrir cualquier Puerta, Sara, la que desee, y deambular por todas las estancias de Mansión. —Se detuvo junto a un pórtico de ébano negro—. Pero jamás abra una Puerta como ésta. —El tono de su voz era admonitorio—. Nunca abra las Puertas negras marcadas con la letra aleph. Va en ello su vida.
—¿Por qué? —Sara se alarmó—. ¿Qué hay detrás? —Nada agresivo, desde luego. Aquí no existe la violencia. No obstante, debe entender, Sara, que Mansión se une con diferentes lugares, pero también con diferentes realidades. —Señaló la puerta negra—. Detrás de las Puertas Aleph hay dimensiones extrañas, realidades divergentes de la nuestra. Ámbitos con leyes distintas que, en el mejor de los casos, la volverían loca al primer vistazo.
Si la locura era la mejor opción, ¿cual sería la peor? —De acuerdo, no abriré ninguna Puerta negra. Pero si no pueden ser atravesadas, ¿para qué sirven?
—Hay seres que sí pueden cruzarlas; pero desde luego, no los humanos.
Sara reflexionó unos instantes: después de todo, en Mansión había seres ajenos a la humanidad...
—El doctor Pétalo me llevó el otro día a un parque llamado Avalon. ¿Está en otro mundo, Dostigres?
—Se encuentra a cuatrocientos diez años-luz de la Tierra, en un planeta que órbita en el sistema doble Albireo, en la constelación del Cisne. Mansión no sólo tiene recintos en nuestro mundo, Sara. Mansión se extiende por todo el universo, y por universos paralelos al nuestro, y por dimensiones divergentes. Mansión es un lugar muy vasto. —Respiró profundamente y señaló la estructura de metal dorado y cristal que se alzaba en el centro del Pasillo, a sesenta metros de ellos—. Si me acompaña al ascensor le explicaré de qué modo nos trasladamos por Mansión.
Caminaron en silencio hasta llegar a la estructura. Era un habitáculo transparente de planta cuadrada; medía unos cuatro metros de alto por tres de ancho. Tenía un banco corrido de terciopelo rojo en su interior y una puerta de cristal en una de sus caras. Realmente parecía un ascensor. En cualquier caso, era un artefacto lujoso y delicado, típicamente
art nouveau
, con el metal retorcido en formas vegetales, y el vidrio tallado con dibujos de flores y heléchos.
—Los llamamos ascensores, aunque está claro que ni suben ni bajan. De hecho no se mueven. Encontrará uno cada cien metros, a lo largo del Pasillo. —Dostigres abrió la puerta de vidrio y entraron en el habitáculo—. En realidad, este artefacto es un transportador. ¿A dónde desea ir, Sara?
—No tengo ni la más remota idea. Decídalo usted.
—Es aficionada a la lectura, ¿verdad? —Sara asintió—. Bien, iremos a un sitio que le gustará. Además, quiero presentarle a alguien. —Carraspeó; parecía un gorila profiriendo gruñidos—. Los ascensores sirven también para obtener información. Puede localizarse un sitio, y también una persona. Basta con preguntar. Observe. —Se dirigió al aire—: Mansión, ¿donde está Jorge?
—Se encuentra en Alejandría —contestó una voz grave de mujer que parecía no proceder de ningún sitio.
—Ahora vamos a desplazarnos, Sara. Hay que decir en voz alta el destino deseado. Prepárese; las primeras veces el tránsito resulta desconcertante. —Dostigres se dirigió de nuevo al aire—: Llévanos a la Biblioteca. Puerta de Alejandría.
Instantáneamente, el Pasillo Central y el ascensor desaparecieron. Durante una fracción de segundo, el tiempo entre dos latidos de un corazón acelerado, Sara y Dostigres se encontraron flotando en un gran vacío de terciopelo negro salpicado de estrellas. Una repentina impresión de falta de gravedad... y el corredor de Mansión volvió a materializarse. Nada parecía haber cambiado.
—Alejandría se encuentra a la izquierda —dijo la voz sin cuerpo—, tras la Puerta marcada con las letras lamed-betk-beth. Babel.
—No hemos notado sensación de movimiento —señaló Dostigres mientras abría la puerta del ascensor—; pero nos hemos desplazado a lo largo del Pasillo, quién sabe cuantos kilómetros.
Sara siguió a Dostigres hasta la Puerta indicada. La cruzaron y entraron en la Biblioteca de Mansión.
Era un edificio abierto, con un gran patio ajardinado en el centro, y dos galerías, una sobre otra, sostenidas por columnas de mármol rojo y negro. Una de las paredes de piedra dorada ostentaba un gran mural representando a Alejandro Magno. El sol brillaba en lo alto de un cielo azul surcado por aves. Sólo podían distinguirse dos personas en el recinto.
—Es la biblioteca de Alejandría —dijo Dostigres—. Fue parcialmente destruida en tres ocasiones. La última, en el siglo séptimo, resultó definitiva. Pero ahora estamos en el doscientos quince antes de Cristo, y la biblioteca se encuentra en todo su esplendor. —Señaló las dos solitarias figuras que conversaban al otro lado del jardín—. Acompáñeme, Sara. Quiero presentarle a unos amigos.
Eran dos ancianos de agradable aspecto, vestidos con ropas flagrantemente anticuadas. Uno de ellos era ciego. Sara le reconoció.
—¡Usted es...!
—Me llamo Jorge —le interrumpió el anciano—. Simplemente Jorge, querida. —Y añadió con musical acento argentino—: Créame cuando le digo que estoy harto del apellido que iba a mencionar. Ese nombre no es más que una alucinación colectiva. Aquí puedo ser sólo Jorge. —Pero usted murió...
—Verá, amiga mía: una superstición inglesa afirma que no sabremos que hemos muerto hasta que comprobemos que el espejo no nos refleja. Yo soy ciego y ni siquiera puedo ver el espejo, de modo que quizá sí esté muerto.
—Sara, permítame presentarle a Ambrose —intervino Dostigres, señalando al otro anciano—. Es norteamericano, y también escritor.
—Pero no tan notable como Jorge. —Ambrose hablaba español con marcado acento mexicano. Sara estrechó su mano—. Es un inesperado placer ver damas jóvenes por Mansión, Sarita. ¿Puedo llamarte así?
—Claro... —Sara miró en derredor—. ¿La de Alejandría es la única biblioteca de Mansión?
—Oh, ni mucho menos. No es más que una de las salas. —Ambrose comenzó a señalar las puertas que se abrían alrededor del patio—. Ésa es la entrada de la biblioteca del Museo Británico. Aquélla la del Vaticano. La puerta que hay junto a ese busto da paso a la biblioteca privada de Apolonio de Tiana; y la que está al lado conduce al scriptorium de la abadía de Mont-St-Michel, en el siglo XIII. En la Biblioteca de Mansión hay miles, millones de salas. Ésta es sólo una de ellas.
—Pero Alejandría es un lugar de gran encanto —comentó Jorge—. En su tiempo reunió todo el saber de la humanidad. Aquí hay un millón de pergaminos. Pueden encontrarse las obras completas de Aristóteles; incluso, y sobre todo, las que no llegaron a nuestra época. Y desconocidos tratados de Ptolomeo y Euclides, de los que nada sabíamos. Precisamente ahora platicábamos, Ambrose y yo, sobre la
Historia del mundo
de Berosus. Ninguno de sus tres volúmenes sobrevivió al incendio del cuarenta y ocho. Pero están aquí, y los hemos leído. Qué mágico, ¿no es cierto? Una vez escribí sobre un sitio como éste...
—Basta de charlas —exclamó Ambrose—. Sarita querrá conocer la Biblioteca. ¿Sabes que hay un zoológico con animales traídos del Oriente...?
Y Sara, acompañada de Dostigres y los ancianos, recorrió maravillada la Biblioteca que construyó Ptolomeo II, y contempló con ojos asombrados las cámaras repletas de pergaminos enrollados, los manuscritos perdidos de Platón y de Aristarco de Samos, las estatuas del dios Serapis y los bustos solemnes de los bibliotecarios.
Y, más tarde, visitó las salas oscuras de la Biblioteca Vaticana, y Jorge le enseñó un desconocido evangelio escrito por José de Arimatea, y ciertos documentos mistéricos de la iglesia primitiva, y le habló de los secretos iniciáticos de un Cristo gnóstico, y de las sociedades secretas de constructores, y de los planos sagrados del Templo de Salomón...
Y muchas horas después, Sara se sintió cansada, y tras despedirse de los ancianos con dos besos, le pidió a Dostigres que la acompañara a su piso.
Y finalmente, ya en su hogar, Sara comprobó que no había transcurrido ni un segundo desde que saliera de él para entrar en Mansión.
Todavía era mediodía en el mundo real.
Pasó el domingo, y llegó la noche, y Sara tuvo sueños felices de aves multicolores, de palacios lejanos y exóticos, del sol griego de Alejandría y de ancianos sabios y visionarios.
SCHIN
Lunes en la oficina. Trabajo acumulado, tensión, prisas. El perezoso reencuentro con un ritmo excesivo, febril.
En medio de un mar de rostros cansados y malhumorados, Sara resplandecía con una expresión alegre y feliz. Apenas prestaba atención al trabajo, y frecuentemente se sorprendía a sí misma perdida en los recuerdos de Mansión. A primera hora recibió una llamada de Lucas. —La tarjeta. —Su voz era ansiosa—. ¿Ya me la puedes dejar? ¿Hablaste con tu amigo?
—Todavía no, Lucas. Ten paciencia.
La mañana pasó entre polvo de memorándums, lluvia de fotocopias y música de timbres e impresoras.
Al llegar la tarde, Vázquez le entregó una nueva pila de folios manuscritos y le dijo con gesto hosco:
—Pásalos a máquina y mándalos por fax a Nueva York. Es urgente, nena; así que no te duermas.
Los dedos bailaron sobre el teclado, amontonando palabras en la pantalla azul. Sara sonreía y pensaba: «Esta noche volveré a Mansión, y cenaré con el doctor Pétalo, y conoceré a sus hijos...»
Terminó de pasar los manuscritos y tecleteó la función de imprimir. Miró el reloj: las seis menos cinco. Sonó el teléfono.
—Hola, Sara. —Era Tomás—. ¿Cómo te encuentras? Ayer te vi un poco rara...
Si pudiera explicarle, si pudiera contarle lo que le estaba pasando...
—Estoy bien, cariño. Ya te dije que no era nada.
Unos minutos de charla intrascendente. ¿Qué tal el trabajo?
¿Se sabe ya cuándo es el examen? ¿Entonces, todo bien...? Sí, sí. Un beso. Adiós. Adiós.
Sara colgó el teléfono y miró el reloj: las seis y cinco. Hora de salir. Se puso la chaqueta, cogió su bolso y corrió a la calle. Recibió en la piel el beso cálido del sol y elevó los ojos al cielo. Todo era hermoso.
Fue andando hasta el centro y comenzó a deambular de tienda en tienda. Quería comprar un vestido maravilloso; la ropa adecuada para su cena en Mansión. No lo encontró hasta dos horas más tarde, en una pequeña boutique de ropa italiana. Era un vestido gris, discreto y elegante. Demasiado caro; pero, qué demonios, la ocasión lo merecía.
Estaba pagando cuando lo recordó. El corazón le dio un vuelco: no había mandado a Nueva York los papeles de Vázquez. Miró el reloj. Demasiado tarde para volver a la oficina.
Se encogió de hombros: ya lo mandaría mañana.
Y corrió a su casa, y se duchó, y se arregló el pelo sujetándolo con una cinta violeta, y se vistió con su vestido nuevo, y se maquilló con más cuidado que de costumbre, y se puso unas gotas de Eau de Rochas, su perfume favorito. Y luego esperó, sentada en el borde del sofá, a que dieran las nueve de la noche.
Y, finalmente, fue al salón, abrió la puerta prodigiosa, y entró en Mansión.
Cenaron en el Palacio de la Suprema Armonía, dentro de la sala del Trono del Dragón, en la Ciudad Prohibida de Pekín. El centro del mundo, según las viejas creencias chinas; pero en Mansión, sólo uno más de sus recintos.
Dostigres la saludó con una lacónica inclinación de cabeza. El doctor Pétalo, por su parte, le dedicó una de sus encantadoras explosiones de cordialidad.
—¡Sara, querida niña! —dijo, mientras besaba su mano—. ¡Estás bellísima esta noche!
Alguien, sentado de espaldas a ella en un gran sillón de bambú, hacía brotar una melancólica melodía de las cuerdas de un laúd. Quienquiera que fuese dejó de tocar y se incorporó. Se trataba de un hombre joven y alto, de ojos claros, como el color del cielo al atardecer, y el pelo rubio, largo, recogido en una lacia cola de caballo. Sus facciones parecían de mármol tostado, con los rasgos cincelados nítidamente en aristas de piedra, y la nariz aguileña alzándose orgullosa como el perfil noble de un ave de presa. Era el hombre más bello que jamás hubiera visto Sara.