Read El Círculo de Jericó Online
Authors: César Mallorquí
Se acercó a ella con caminar pausado. Había en su actitud, en sus movimientos, cierto grado de languidez y distanciamiento. En su mirada aleteaba la tristeza, y un dolor contenido que parecía brotar a cada parpadeo.
—Sara, te presento a mi hijo Yubal —dijo el doctor.
—Es un placer conocerte, Sara. Bienvenida a Mansión. —La voz de Yubal era crepitar de fuego.
Yubal estrechó la mano de Sara, manteniéndola apretada unos segundos más de lo usual. Sara experimentó un extraño cosquilleo en la base de la espalda. Yubal soltó su mano.
—¿Y Betania? —le preguntó el doctor a su secretario.
—Dijo que se retrasaría, que no la esperáramos.
Pétalo frunció el ceño.
—En tal caso, podemos comenzar. —Señaló una mesa baja rodeada de almohadones, en el centro de la sala—. Espero, querida, que te guste la cocina cantonesa. La cena estará compuesta por ciento ochenta platos distintos. No hace falta que pruebes de todo, claro, pero no dejes de saborear las verduras
taosi
. Son deliciosas...
Tomaron asiento en torno a la mesa de laca negra. Una música oriental, pausada y un poco disonante, inundó el ambiente. Entraron cuatro sirvientes transportando bandejas llenas de comida. Sara los observó mientras la servían. Eran hombres inexpresivos, vestidos de librea, con rasgos difusos y movimientos cadenciosos, pero algo mecánicos. Los cuatro eran iguales, como mellizos idénticos. Cuando se retiraron Sara se inclinó hacia el doctor.
—¿Quiénes son? —preguntó.
—¿Los criados? —Pétalo sonrió—. Querida, no te inquietes, pero no son personas. Son creaciones de Mansión.
—¿Creaciones de Mansión...? ¿Robots?
—¡Oh, cielos, no! Robots... vaya idea. —El doctor rió—.
Verás, Sara, cuando es necesario, Mansión puede crear formas similares a los seres vivientes. Son conglomerados de energía estructurada, entes ectoplasmáticos; la verdad es que no estoy muy seguro de su naturaleza. Nosotros los llamamos tulpas. Ya sabes, como los fantasmas tibetanos. Son la servidumbre de Mansión.
—¿Y son todos iguales?
—Idénticos; pura funcionalidad. Parecen personas, pero no hablan, ni piensan, sólo obedecen. Aparecen y desaparecen según las necesidades de los habitantes de Mansión. —Pétalo señaló una de las fuentes—. Prueba el pato lacado, Sara, es muy notable...
Continuaron cenando. El doctor reía y charlaba, contando divertidas historias sobre el emperador Yonglo, o acerca de la intrigante emperatriz viuda Ts'ehi. De vez en cuando comentaba algo con Dostigres, y éste intervenía en la conversación. Yubal, por su parte, se mantenía silencioso, en actitud amable, pero retraída. Apenas probó la comida y nunca, nunca, esbozó siquiera una sonrisa. A Sara le costaba dejar de mirarle. No sólo es que fuera un hombre extraordinariamente bien parecido, sino que, además, había en él algo reservado, enigmático. Como un misterio lleno de promesas.
Los tulpas estaban sirviendo el postre (arroz ocho tesoros, sopa de sésamo, batatas...), cuando se abrió una puerta y entró en la sala una mujer. Era joven, no más de veinte años, muy alta, con ojos como aguamarinas y una larga melena del color de la cebada en agosto. Vestía una blusa india de seda vaporosa, y pantalones cortos. Sus piernas eran largas y esbeltas, el talle flexible, el pecho generoso y firme. Todo en ella era estilizado y sensual.
—¡Betania! —exclamó Pétalo al verla—. ¿Te parece bien desatender así a nuestra invitada?
La mujer sonrió picaramente y corrió a abrazar al doctor.
—No te enfades, papá. —Le dio un fuerte beso en la mejilla—. Se me fue el santo al cielo, perdóname. —Volvió a besarle y se apartó de él. Le dirigió un guiño a Dostigres—. Hola, hombretón. —Miró a su hermano con ironía—. Yubal... ¿todavía sufriendo? —Se acercó a Sara—. Tú eres la chica de la terraza. Bienvenida a Mansión. —La besó en las mejillas y luego, fugazmente, en los labios. Se alejó un paso y la contempló con ironía—. Pero querida, ¿qué has hecho con tu aspecto? Deberías sacarte más partido.
—¡Betania! —exclamó el doctor—. ¡No seas impertinente! —¿La sinceridad es impertinencia? Sólo quiero ayudar, papá. Sara es mucho más bella de lo que ella misma cree.
—En cualquier caso no es asunto tuyo —murmuró Yubal.
—Sois tan... formales. —Los ojos de Betania mostraron aburrimiento y fastidio. Se volvió hacia Sara—. Ven a verme cuando desees. Hay que hacer algo urgentemente con tu pelo, y con tu ropa... Por no hablar del maquillaje.
—Sara... —comenzó, en tono de reproche, el doctor. —Ya, ya lo sé —le interrumpió Betania—: soy inoportuna y poco considerada. —Sonrió con picardía—. No os molesto más, solamente quería saludar. —Hizo una burlona reverencia y se dirigió a la puerta. Antes de salir se volvió hacia Sara—. No dejes de visitarme; lo pasaremos bien.
Y Betania abandonó la sala del Trono del Dragón, dejando tras ella un incómodo silencio.
—Lo siento mucho, Sara —dijo por fin el doctor—. Disculpa a mi hija. Betania es tan... —Movió la cabeza, buscando en vano la palabra adecuada.
—No hay por qué disculparse. —Sara sonrió—. Sólo la mentira ofende, y Betania parece una mujer sincera.
—Betania es uña inconsciente —intervino Yubal. La usual tristeza de su mirada había dado paso a un fulgor de rabia.
Terminaron los postres. El doctor continuó con sus historias, pero el ambiente ya no era tan mágico y alegre como al principio. Los tulpas sirvieron té de jazmín y pétalos de rosa. —¿Te acuerdas de Avalon, Sara? —preguntó el doctor tras dejar su taza sobre el plato de porcelana.
—No lo olvidaré nunca. Estaba aterrorizada. —Oh, pero Avalon es el último lugar del universo donde hay que sentir miedo. Es un mundo encantador. Y de noche ofrece un espectáculo magnífico. —Se volvió hacia su hijo—. ¿Por qué no llevas a Sara a dar un paseo por Avalon?
Yubal parpadeó, como saliendo de un trance. Se levantó y le tendió la mano a Sara.
—¿Quieres acompañarme? Te gustará. —Sus ojos eran manantiales de melancolía.
Sara se incorporó y tomó su mano.
El cielo nocturno de Avalon era un océano de luz pálida.
Millones de estrellas componían un mosaico de guiños y titileos, de nebulosas y constelaciones, mientras tres inmensas lunas flotaban luminosas, como desmesurados diamantes en una cúpula enjoyada.
—La luna más grande se llama Pendragón —decía Yubal—. Y las otras dos, Ban y Bors. Todavía faltan por salir Gawain y Gareth. —Se recostó contra un árbol—. A veces puede verse a Morgana en tránsito sobre Pendragón. Pero hoy no.
Sara bajó la mirada y contempló el reflejo del firmamento en las mansas aguas del lago. No habían encontrado ningún unicornio, pero la brisa traía sonidos lejanos; el aleteo húmedo de invisibles aves acuáticas y los periódicos chapoteos de grandes peces de lomo irisado.
Pasearon despacio siguiendo la orilla del lago. Yubal le hablaba a Sara de los diferentes animales que poblaban Avalon: los barbegazi, pequeños antropoides de pies grandes y barbas blancas como la nieve; los pixies, diminutos roedores de piel rojiza; las zaltys, mansas serpientes bebedoras de leche; y los árboles upas, y las salamandras, y los pookas, y los kobolds, y los cluricauns (tan aficionados al licor). Sara, entretanto, contemplaba a Yubal de reojo, espiando sus gestos y grabando en la memoria cada uno de sus rasgos. Se sentía suavemente turbada a su lado.
Tras un recodo del camino, en un lugar donde el bosque clareaba, se alzaban las ruinas de un exótico edificio de piedra. Eran unos restos antiquísimos, cubiertos de maleza y semienterrados por los escombros.
—¿Qué lugar es éste? —preguntó Sara.
—Hace quinientos mil años, Avalon estaba habitado por una raza de seres extremadamente inteligentes. Éste fue uno de los últimos edificios que construyeron antes de desaparecer.
—¿Qué les ocurrió?
—Llegó un momento en que su civilización alcanzó un conocimiento absoluto de las cosas, el saber total. Entonces, quién sabe por qué, decidieron apartarse de todo lo que habían construido, de toda su sofisticada existencia. Volvieron a la naturaleza y, poco a poco, su inteligencia se difuminó. Finalmente, acabaron convirtiéndose en animales. —Volvió los ojos hacia la oscura arboleda—. Ahora son alguna de las especies que habitan los bosques. Quizá las hadas... Suelen frecuentar estas ruinas.
—¿Hadas?
—Bueno, no son hadas de verdad; pero lo parecen. ¿Quieres verlas? Son muy bellas. —Sara asintió. Yubal cogió el laúd que llevaba colgado al hombro y tomó asiento sobre una columna caída—. Ven a mi lado. A las hadas les gusta la música.
Sara se sentó junto a Yubal. Éste acarició las cuerdas del laúd, y comenzó a cantar con voz suave, embriagadora como el vino caliente:
—«Soy el bardo principal de Elphin, y mi país de origen es la región de las luminarias estivales; conozco los nombres de las estrellas desde el norte hasta el sur, he estado en la Galaxia, en el trono del Distribuidor. Yo estaba en Canaán cuando mataron a Absalón; yo conduje a Awen a la llanura del valle de Hebrón...» Los rumores del bosque cesaron, como si la noche hubiese detenido su lento faenar para prestar atención a cada estrofa, a cada rasgueo de cuerdas.
Y de pronto, como surgidas de la nada, un enjambre de luces parpadeantes revoloteó por entre los troncos de los árboles más próximos. Yubal dejó de cantar, pero sus dedos siguieron tejiendo música en el laúd. —Ahí están... —susurró.
Sara contempló asombrada las luces que se acercaban a ellos y crecían hasta convertirse en seres alados y resplandecientes. Tenían el tamaño de palomas, pero sus cuerpos parecían levemente humanoides. Las alas, no obstante, eran traslúcidas, como mariposas de cristal.
Las hadas danzaron en el aire a su alrededor, dejando a su paso estelas de luz y pequeñas nubes de polvo brillante. Sara, contemplando extasiada aquel baile luminoso, entrelazó su brazo con el de Yubal. Éste dejó de tocar y miró a la joven. Sara apartó sus ojos de las hadas y los posó en la cara de Yubal, pálidamente iluminada por el resplandor de las lunas. En él había tanta tristeza... tanta seriedad y languidez en aquellos rasgos nobles y bellos.
Sara se inclinó hacia delante. Sus cabezas se aproximaron, los labios se rozaron, primero con timidez, luego con audacia; los brazos de Yubal rodearon a Sara, y ella se estrechó contra él.
Las hadas, como un remolino de luciérnagas, danzaron en torno a los dos jóvenes, celebrando con destellos anaranjados la apasionada cadencia de su abrazo.
De pronto Yubal se apartó de Sara. En su cara había confusión, y algo parecido al miedo.
—Yo... No debía haberlo hecho. Lo siento. —No te disculpes, Yubal — dijo Sara, las mejillas ruborizadas—. Yo también lo deseaba.
—¡No! —gritó Yubal, incorporándose bruscamente. Las hadas se agitaron asustadas y desaparecieron veloces entre la vegetación. Yubal se alejó unos pasos. Su rostro estaba tenso—. Esto no debe volver a ocurrir. —Pero... ¿qué te pasa? Sara estaba confusa.
—No todo es bonito en Mansión. No creas que las cosas son tan plácidas y delicadas como has visto hasta ahora. —Su voz sonaba amarga—. En Mansión hay asuntos de los que nadie quiere hablar. Ni siquiera yo. —Y susurró:— Hay secretos. Secretos que nadie te contará.
—¿Qué secretos? ¿Y qué tienen que ver con...? —Eres una persona buena, Sara. —Ahora ya sólo había tristeza en sus palabras—. No quiero hacerte daño. Perdóname.
Y Yubal, dándose la vuelta, se alejó de ella hasta perderse de vista.
Sara permaneció unos minutos en las ruinas, confusa. Luego se levantó y volvió a la Puerta de Avalon que conducía al Pasillo Central de Mansión, y usó uno de los ascensores, pidiéndole en voz alta que la condujera a su casa, y atravesó el Taj Mahal, y entró en su salón (todavía eran allí las nueve de la noche), y quiso pasar el tiempo leyendo, pero no podía leer, y finalmente se metió en la cama e intentó dormir.
Pero Sara no logró conciliar el sueño. A las dos de la madrugada, después de dar mil vueltas sobre el colchón, se levantó de la cama, se puso unos vaqueros y una camiseta y se dirigió al salón.
Contempló la puerta que daba acceso a la casa del doctor Pétalo.
«En Mansión hay secretos que nadie te contará...»
¿Qué secretos? ¿Por qué Yubal se había comportado de ese modo? ¿Cuál era la razón de su tristeza?
Sin duda, ésas eran preguntas que una hermana podría contestar.
Sara abrió la puerta y entró de nuevo en Mansión.
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—Claro que no es tarde —dijo Betania, invitándola a entrar—. Me alegro de verte. ¿Te aburría mi familia? Oh, no lo niegues. Los quiero mucho, pero son un monumento al tedio.
—No, no es eso... Es que estaba desvelada y...
Sara enmudeció al contemplar el interior del dormitorio. Era un domo trasparente decorado con objetos barrocos; una gran cama con dosel, un tocador de madera dorada, armarios rococó llenos de volutas y arcángeles...
Pero lo extraordinario era el paisaje que se divisaba a través de las paredes de vidrio. Estaban en Titán, la gran luna de Saturno, y el inmenso planeta anillado llenaba casi totalmente el horizonte.
Sara notó una repentina disminución de la gravedad al entrar en el dormitorio.
—¿Quién construyó este lugar? —preguntó.
—Lo creó Mansión. —Betania se encogió de hombros—. Ya sabes, no todas las habitaciones de Mansión son compradas. Algunas han sido creadas por la propia casa. Como el Pasillo, o el Invernadero de mi padre... A mí me gusta este lugar. Es ligero y estimulante. —La miró con ojos entrecerrados—. ¿Sabes?, Sara, estás mucho mejor así. Con ropa informal, quiero decir. Pero puede mejorarse. Ven.
Betania tomó de la mano a Sara y la llevó hasta el tocador. La invitó a sentarse frente al espejo y se puso detrás de ella. Sujetó sus cabellos con las manos.
—Estarías mejor con el pelo corto, ¿no crees? —Cogió unas tijeras y un peine de carey—. A lo garçón... y un poco revuelto, como un pilluelo.
—Oye, Betania, no estoy segura de que sea buena idea...
—Pero yo sí. —Apartó el espejo.
Y las tijeras revolotearon sobre los cabellos de Sara, llenando el aire con nubes de pelo oscuro que flotaban lentamente hasta posarse sobre el suelo de mármol negro.
Cuando terminó, Betania cogió un estuche de pinturas y comenzó a maquillar el rostro de Sara. Unos toques de rímel para agrandar y avellanar los ojos, azul para darles luz, un poco de palidez en las mejillas, rojo intenso en los labios...