Read El Círculo de Jericó Online
Authors: César Mallorquí
El doctor Pétalo extendió las manos con las palmas hacía arriba, dando a entender que el asunto ya estaba expuesto. Se recostó en el sillón y cruzó una pierna sobre la otra. Le dirigió a la mujer una sonrisa de simpatía.
Sara apartó la mirada del doctor y la dejó pasear por el suelo alfombrado de la suite. Pensó que aquello era una locura. Apuró su jerez y respiró hondo.
—A ver si lo he entendido: usted es como uno de esos multimillonarios americanos que compran un castillo escocés y se lo llevan, piedra a piedra, a su rancho de California, ¿no?
—Una feliz comparación, querida. En efecto, soy algo así. —Y quiere comprarme un dormitorio, ¿es eso? —No se trata de un dormitorio, sino del salón que da a la terraza. Y la terraza también.
—¿Y se va a llevar mi salón y mi terraza para ponerlos en su mansión? —Sara no pudo evitar que la risa floreciera en sus labios—. ¿Y que me dejará? ¿Un gran agujero...?
—Ah, Sara. Entiendo que te rías. —Pétalo asintió levemente y sonrió—. Pero no hace falta trasladar tu salón. Lo conectaríamos a nuestro hogar sin necesidad de moverlo de sitio. Simplemente, añadiríamos un puerta más, y esa puerta conduciría a Mansión.
Sara movió la cabeza de un lado a otro.
—¿Por qué se burla de mí, doctor?
—Estoy siendo sincero contigo, Sara. —Los ojos de Pétalo se nublaron—. Pero sé por experiencia que, llegados a este punto, las palabras dejan de funcionar. Tendré que mostrártelo. —Pétalo se levantó del sillón y se acercó a la puerta de la suite por la que había salido su secretario. Apoyó una mano en el pomo y extendió la otra hacia Sara—. ¿Te importaría acompañarme? Sólo tardaremos unos minutos.
Sara dudó. Aquel hombre podía estar desequilibrado, o ser un embaucador... Pero no parecía peligroso, más bien al contrario. No obstante, era imprudente fiarse de un extraño, sobre todo cuando sus intenciones no resultaban, de ninguna manera, claras. Pensó en abandonar la suite y olvidarse de todo aquello. Luego recordó la mágica tarjeta y su imposible flor giratoria...
Sara se levantó y caminó despacio hasta detenerse al lado de Pétalo.
—¿Qué quiere enseñarme?
—Algo que te sorprenderá, no lo dudes. —Pétalo respiró hondo, reteniendo unos segundos el aire en los pulmones. Luego lo exhaló pausadamente—. ¿Dónde estamos ahora, Sara?
—¿Cómo...?
—¿Dónde nos encontramos? En el hotel Ritz, ¿no es cierto?
—Claro...
—En la Gran Vía de Barcelona, ¿verdad?
—¿A qué viene todo esto...?
—Ten paciencia. Sólo quiero dejar bien sentado que estamos en una suite situada en el piso séptimo del Ritz. ¿Sí?
Sara desvió la mirada y movió levemente la cabeza de un lado a otro. «¿Qué estoy haciendo aquí?»
—Bien, querida, ¿tienes la amabilidad de acompañarme?
El doctor Pétalo abrió la puerta y con un ademán le cedió el paso a la mujer. Sara dudó un instante y, finalmente, cruzó el umbral.
Cuando Sara contempló lo que había detrás de la puerta, su corazón dejó de latir un instante, para luego acelerarse locamente, como un reloj al que se le salta la cuerda. Sus pupilas se dilataron y su cuerpo se estremeció presa del vértigo.
El lugar donde se encontraba no tenía parangón con nada que hubiese visto jamás. Era un inmenso corredor de blancas paredes, de unos cien metros de ancho, por setenta u ochenta de alto. Su longitud no podía calcularse, ya que los dos extremos del corredor parecían perderse en el infinito. El techo, de cristal, mostraba un grandioso cielo nocturno cuajado de estrellas. A cada lado del corredor, filas de puertas se alineaban hasta perderse en una perspectiva dramáticamente fugada.
Era impensable que aquella descomunal construcción estuviese en el hotel Ritz (¡el hotel entero cabría dentro de ella!), o en cualquier otra parte de Barcelona. De hecho, la propia existencia del corredor parecía imposible, un atentado a la cordura y al sentido común.
—Tranquilízate, Sara. Esto es el Pasillo Central de Mansión. Lo hemos conectado provisionalmente al hotel Ritz.
Miró incrédula a Pétalo. Sara apenas podía hablar, o moverse, o pensar. Un intenso mareo se había adueñado de ella, haciendo peligrar su equilibrio. El doctor la sujetó por los hombros.
—Tranquilízate, niña —susurró—. A todo el mundo le sucede la primera vez que ve Mansión. Pronto te acostumbrarás. Sara apartó la mirada del doctor y volvió a contemplar el inmenso Pasillo Central.
Todo en él evocaba formas curvas, ondulantes, vegetales. Columnas de hierro verdoso se elevaban, pegadas a las paredes, hasta transformarse en palmeras de largas ramas que se entrelazaban con el cristal del techo, amparando entre sus hojas generosos racimos de dátiles tallados en lapislázuli, pálida hiedra trepadora de nácar y marfil, musgo de malaquita y frutos de jaspe y rubí.
Por el centro del Pasillo, de cien en cien metros, una infinita serie de construccionei de metal dorado y cristal, todas idénticas, se sucedían en una fila sin fin. Eran pequeños habitáculos transparentes, parecidos a los lujosos ascensores de principios de siglo.
El suelo estaba formado por losas cuadradas de mármol, blancas y negras, como un tablero de ajedrez. En las paredes, lánguidos apliques de hierro forjado evocaban enredaderas y nenúfares. Sobre ellos, a unos diez metros del suelo, flotaban ingrávidos grandes ovoides luminosos, las únicas fuentes de luz que se distinguían en el Pasillo.
Reinaba un silencio total.
—Como verás, en Mansión somos muy aficionados al art nouveau. —Pétalo hablaba en tono suave, tranquilizador—. Personalmente encuentro que el estilo modernista es particularmente evocador. Espero que te guste.
Sara cerró los ojos. Tenía el estómago apretado como un puño, y no cesaba de temblar. Tragó saliva.
—Esto no es real —dijo con un hilo de voz—. Es una alucinación...
—No, no, querida; es auténtico. Estamos en el Pasillo Central de mi casa, ya te lo he dicho.
Sara negó con la cabeza.
—Es una ilusión... como el holograma de la tarjeta...
—Ya sé que es difícil de aceptar, Sara. Pero todas estas puertas que ves —señaló con un ademán la línea infinita de portales alineados— conducen a los diversos recintos de la casa. Cada uno de ellos conectados a Mansión de una forma sutil, etérea. Igual que hemos hecho con el hotel. —Sonrió paternalmente—. No es fácil de entender, ya lo sé. Pero es real. —La tomó de la mano—. Ven, confía en mí.
Sara, casi sin voluntad, se dejó llevar. Sus pasos sembraron de ecos el silencio de aquel lugar inverosímil. Se detuvieron frente a un gran portal de roble, con el marco tallado en formas geométricas curvas. Tenía un símbolo grabado, una «u» tumbada hacia la izquierda, y al lado unas palabras:
nun
,
lamed
,
waw
. Pétalo giró el pomo y abrió.
Sara sintió que el vértigo volvía a atenazar su estómago cuando vio el embarcadero de madera, la pradera cubierta de flores exóticas, el lago rodeado de bosques, las montañas de granito con las cumbres veladas de nieve. Y los dos soles gemelos, uno naranja y el otro amarillo, poniéndose en el horizonte.
—Es uno de los parques de Mansión. —Las manos del doctor empujaron suavemente a Sara, invitándola a traspasar el umbral—. Lo llamo Avalon. Es mi favorito.
Cruzaron la puerta. Sara notó que una suave brisa jugaba con sus cabellos y arrancaba rumores de almidón a las copas de los árboles. A su nariz llegaron aromas a resina y humedad, a regaliz, espliego y jara... y una miríada de olores imposibles de definir, porque nunca antes habían sido percibidos.
Ah, no. Aquello no era una holografía, ni una ilusión. Aquello era absolutamente real, aterradoramente auténtico.
Sara escuchó ruido de pisadas y un profundo resoplar. Se volvió sobresaltada. A unos diez metros de ella, un extraño animal pacía en las jugosas hierbas que crecían al borde del lago. Parecía un caballo, pero no lo era. En la parte superior de su cabeza se erguía un cuerno largo y fuerte.
—Unicornios —murmuró Pétalo, feliz como un niño—. Hermosos animales, ¿no es cierto? Es poco frecuente verlos, pero hemos tenida suerte. Fíjate, Sara. Este parque, Avalon, se encuentra increíblemente alejado de tu ciudad, del hotel donde estábamos. Y, sin embargo, formando parte de Mansión, está cerca, al alcance de la mano. ¿No te parece maravilloso?
Sara respiraba agitadamente y no dejaba de temblar. Como hipnotizada, contemplaba alternativamente el unicornio y los dos soles, a punto ya de desaparecer tras las montañas. —Sáqueme de aquí, por favor... —musitó. —Pero, niña, no tengas miedo. Los unicornios son animales inofensivos.
Sara estaba demasiado mareada y aturdida para abandonar aquel lugar sin ayuda. Además, no creía poder enfrentarse sola al vértigo infinito del Pasillo Central.
—Quiero irme —jadeó—, vamonos, por favor...
—Querida, estas hiperventilándote —observó el doctor—. No deberías hacerlo, porque aquí el contenido de oxígeno es...
—¡Sáqueme de aquí, doctor! —gritó la mujer—. ¡Lléveme al hotel!
Pétalo advirtió que las mejillas de Sara habían adquirido el color del nácar, que su frente estaba perlada de sudor.
—Te has mareado, niña. No te preocupes, volveremos a la suite.
Desde el punto de vista del parque, la Puerta de Mansión se encontraba adosada a una pequeña y ruinosa construcción de barro y mosaicos. Pétalo, sujetando a Sara por la cintura y los hombros, la ayudó a cruzar el umbral.
Y se encontraron de nuevo con la grandiosa perspectiva del Pasillo Central. Sara cerró los ojos. Pétalo la llevó, casi en volandas, hasta la puerta que conducía al hotel. Entraron en la suite y el doctor depositó a la mujer, con infinita delicadeza, en el sillón de cuero negro.
—Te pondré otro jerez, niña. Necesitas reanimarte.
—No... No... Tengo que salir de aquí... —Sara intentó incorporarse, pero no lo consiguió, seguía mareada. Tragó saliva varias veces—. Yo... dentro de un minuto estaré bien... y me iré...
Pétalo asintió. Sus ojos reflejaban comprensión y ternura. Cogió un taburete de madera lacada y tomó asiento al lado de la mujer.
—Sé que ahora te encuentras confundida, Sara. Y que no es el mejor momento para hablar. Pero es necesario, porque pronto te marcharás. Mira, has dado un simple vistazo a mi casa. Te has limitado a rozar levemente su interior. Pero Mansión puede ofrecerte mucho más. Acepta mi oferta, Sara, véndenos tu terraza y recibirás a cambio un tesoro incalculable.
Sara se incorporó y dio dos pasos vacilantes hacia el centro de la suite.
—Tengo que irme... —Buscó, confusa, con la mirada—. ¿Mi bolso...?
—Escúchame, Sara. Podemos hacer una prueba. Sin ningún compromiso por tu parte. Si aceptas, abriremos una puerta en tu salón. De forma temporal. Una puerta que conduzca a Mansión y que te permita descubrir sus prodigios y misterios. Una puerta que sólo tú podrás cruzar y que permanecerá abierta hasta que decidas lo que quieres hacer.
—Mi bolso... No lo encuentro...
El doctor Pétalo sonrió con resignación. Se agachó y cogió el bolso que estaba medio oculto bajo el sillón. Se lo tendió a la mujer.
—Acepta mi ofrecimiento, querida Sara. Sólo será una prueba y podrás descubrir todo lo que Mansión puede hacer por ti. Llámame cuando tomes una decisión, por favor.
Sara cogió el bolso, vaciló un segundo... Se dio la vuelta y salió de la suite con paso rápido y nervioso.
Se detuvo un instante en el pasillo del hotel. Su mente era un torbellino de ideas e imágenes; no podía pensar con claridad. Recuperó el aliento y se dirigió a los ascensores.
El hall del hotel continuaba siendo un hervidero. Los novios todavía no habían llegado y los invitados seguían revoloteando con sus plumajes de fiesta. En realidad, todo parecía igual que cuando Sara llegó.
La mujer se detuvo un instante y miró el reloj de la recepción. Marcaba las ocho menos veinticinco.
¿Sólo había permanecido diez minutos en la suite, con el doctor? Imposible. Consultó su reloj: las ocho y media.
«¿Qué está pasando?», pensó Sara. «¿Dios mío, qué me está ocurriendo...?»
En aquel momento los novios entraron en el vestíbulo.
Aplausos, besos y risas. Un remolino de cuerpos girando concéntricos en torno a la pareja de recién casados, como hojas de otoño resbalando por el agua rizada de un sumidero.
BETH
Al llegar a su casa, Sara se apoyó contra la pared y permaneció así unos instantes, sintiéndose aliviada por el bálsamo de lo cotidiano, de lo familiar.
Después de darse una ducha (que la tranquilizó un poco, pero no lo suficiente) fue al salón y se tumbó en el sofá. Estaba aturdida.
Se llevó un susto de muerte cuando sonó el timbre de la puerta. No abrió hasta escuchar la familiar voz de Tomás al otro lado.
Había olvidado por completo la cita con su novio.
—¿Todavía estás así? —exclamó Tomás al verla con una camiseta larga y el pelo mojado—. ¡Vamos a llegar tarde al cine!
—¿Al cine...?
—Pero, Sara... Siempre en las nubes. Habíamos quedado en ver una película. ¡Ya he sacado las entradas!
Sara se arregló a toda prisa, mientras Tomás pasaba el tiempo haciendo
zapping
en el televisor. Llegaron con la película empezada. Era una divertida comedia de Woody Alien, pero Sara fue incapaz de prestar atención. En la oscuridad del cine, sus pensamientos eran una especie de
puzzle
donde las imágenes se mezclaban con emociones extrañas en medio de una intensa sensación de irrealidad.
Luego, cuando acabó la película, volvieron a casa y se acostaron. Tomás quiso hacer el amor, y Sara lo intentó; pero estaba demasiado nerviosa y no lograba concentrarse en nada, le era imposible pensar en otra cosa que no fuera Mansión. Intentó incluso fingir, pero hasta aquello le resultó imposible.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Tomás—. Estás muy tensa.
¿Qué podía decirle? ¿Que había pasado la tarde viendo unicornios en un parque, bajo la luz de dos soles? ¿Que había estado con un doctor loco que tenía una casa en la que cabía toda Barcelona?
—No es nada, Tomás. —Fingió una sonrisa—. Problemas en el trabajo, tonterías...
Sara le besó en los labios, apagó la luz de la mesilla y cerró los ojos. Le costó mucho dormirse, y cuando lo consiguió su sueño fue inquieto y agitado.
El sábado pasó como una nube de algodón arrastrada por la brisa. Sara se refugió en su mundo cotidiano; atender la casa, preparar la comida, salir con Tomás. En cierta medida logró arrinconar el recuerdo de Pétalo y Dostigres, de la suite del Ritz y de Mansión. Pero, a la larga, las imágenes volvían a fluir, asaltándola de improviso, y su mente experimentaba de nuevo el vértigo de Pasillo Central, y sus oídos escuchaban las palabras del doctor Pétalo hablándole de su casa inaudita, y sus ojos veían los unicornios pastando bajo los dos soles de Avalon.