Read El Círculo de Jericó Online
Authors: César Mallorquí
—Y se acabó. Te presento a la nueva Sara.
Betania giró el espejo y Sara pudo ver su rostro transformado. El cabello, muy corto y desordenado, como el de un chico travieso. Los ojos más grandes y luminosos, con un aire exótico. Todos sus rasgos parecían haberse alterado sutilmente. Además, la piel pálida y el estridente rojo de los labios le conferían un aspecto... ¿algo morboso? En conjunto, sus facciones se habían vuelto más marcadas y agresivas.
—¿Te gusta?
—Creo que... —Sara vaciló unos segundos, y sin dejar de mirarse en el espejo, sonrió—. ¡Sí!
—¡Genial! —Betania aplaudió alegremente—. Y ahora, vamos a ocuparnos de la ropa. —Corrió a un armario y comenzó a rebuscar entre los vestidos. Como de pasada, comentó—: Te has enamorado de Yubal, ¿verdad?
—¿Qué...?
—Vamos, vamos. Es normal. —Betania seguía revolviendo entre la ropa—. Mi hermano es muy guapo, y tiene ese aire misterioso que vuelve locas a las chicas.
Sara pensó en negarlo... pero en vez de ello le contó a Betania lo que había ocurrido en Avalon, y el modo extraño en que se comportó Yubal.
—Ya —repuso Betania en tono indiferente—. Se le ha metido últimamente en la cabeza que algo horrible ha ocurrido.
—¿El qué?
—No lo sé. Ni quiero saberlo. Mi hermano es un poco fúnebre con sus cosas. Demasiado serio. Pero no te preocupes: déjale sólo unos días y se le pasará. —Sacó un vestido del armario y se lo tendió a Sara—. Pruébatelo. Debe ser tu talla, Mansión lo acaba de crear para ti.
Sara se desnudó y comenzó a ponerse el vestido, un traje corto, negro, muy ceñido y escotado.
—La ropa interior no, querida —señaló Betania, que también se estaba cambiando —. Deja que tu cuerpo florezca.
Finalmente se contemplaron en un gran espejo rococó. Betania, corpino transparente y falda de cuero rojo, parecía una diosa escandinava. Sara era un duende travieso y malicioso.
—Estamos arrebatadoras, querida —dijo Betania, cogiendo de la mano a Sara—. El mundo es nuestro. Vamonos.
—¿A dónde?
—A divertirnos, princesa. ¿Qué es la vida sin risas?
—No puedo, tengo que volver a casa. Mañana...
—El mañana no existe. —Betania estaba radiante—. Nos encontramos en la casa de mi padre, y aquí el tiempo no transcurre. Quédate conmigo unos días. Disfruta de Mansión. Hay tantas fiestas... ¿Conoces Florencia?
—No, pero...
—Ah, Italia es tan sensual... —Betania inició unos pasos de baile y tiró del brazo de Sara—. ¡Vamos a hacer locuras, princesa!
Cruzaron las puertas adecuadas y Mansión se desplegó ante ellas, como las fotografías de un álbum que se hojea. Fueron a la Florencia del siglo quince y se sumergieron en la algarabía de una fiesta palaciega dada en honor de Lorenzo de Médicis. Betania, que parecía conocer a todo el mundo, pronto se perdió entre los invitados. El vino corría como el agua, al igual que las pasiones, de modo que la fiesta no tardó en convertirse en una orgía. Sara se mantuvo apartada, rechazando proposiciones y caricias, pero observando con curiosidad cómo se desarrollaban las cosas. Por unos instantes le pareció ver el cuerpo desnudo de Betania estrechamente abrazado a dos hombres. Y aquello, quién sabe por qué, la turbó de tal manera que se sintió obligada a refugiarse en los jardines, sumergiéndose en la relativa soledad de los amantes furtivos.
Betania, risueña como una niña, fue a buscarla una hora más tarde. Sara insistió en volver a casa, pero Betania se negó a escucharla. Usando las puertas de Mansión, la llevó a un concierto de cámara en la residencia privada de César Borgia, y luego a un pabellón del Palacio Pitti, donde durmieron entre sábanas de seda. Y, cuando despertaron, fueron a contemplar la carrera del Palio, en Siena, desde las ventanas de una casa noble y lujosa. Y, más tarde, acudieron a una fiesta de carnaval en la Venecia del siglo diecinueve. Y allí rieron y bailaron hasta la madrugada. Y Sara bebió demasiado, sintiéndose desinhibida y audaz en aquel mundo risueño de máscaras y canales.
Y finalmente, muchas horas después, volvieron al Pasillo Central de Mansión. Usaron los ascensores y llegaron ante la Puerta del dormitorio de Betania. A la izquierda se alzaba un portal negro, con la letra aleph inscrita en su hoja. Betania miró fijamente la entrada prohibida.
—En cierta ocasión abrí una de esas puertas...
—¿Sí? —Sara parpadeó; el vino todavía la hacía sentirse eufórica—. Dostigres me dijo que eran peligrosas...
—Dostigres es más aburrido aún que mi familia. —Betania frunció el ceño, como intentando recordar algo—. Abrí la puerta negra, y no pasó nada.
—¿Qué había detrás?
Los ojos de Betania se ensombrecieron.
—No lo recuerdo... —Sacudió la cabeza, su larga melena ondeó como el ala dorada de un halcón—. Da igual, entremos.
La masa ingente de Saturno aguardaba tras las paredes cristalinas del domo. Betania se despojó de la ropa, ofreciendo su desnudez tostada al cielo oscuro y helado de Titán. Se tumbó sobre una mullida alfombra tibetana.
—Ven aquí, princesa. El panorama es impresionante.
Sara casi perdió el equilibrio al sentarse a su lado.
—Ups... Creo que he bebido demasiado...
—Yo también. —Betania hablaba en voz baja—. Nos hemos divertido... ¿verdad? De tanto reír todavía me late apresurado el corazón. Mira...
Cogió la mano de Sara y la puso sobre su pecho, manteniéndola allí suavemente apretada. Sara notó el seno terso y firme latir bajo sus dedos. Betania se inclinó hacia ella, mirándola fijamente. La punta rosada de su lengua humedeció despacio los labios entreabiertos... Sara se levantó, apartándose de Betania, y caminó hacia la puerta.
—Me tengo que ir... —Estaba mareada y sofocada.
—Eres una chica maravillosa, Sara. —Betania se había puesto en pie; su silueta se recortaba contra Saturno—. Pero no quieres jugar. Sólo te interesa ver jugar a los demás.
—Perdona, no me encuentro bien... yo...
—Si deseas a Yubal tendrás que hacer algo. —La ironía había vuelto a su voz—. No te bastará con mirar. Recuérdalo.
Sara hizo un gesto vago, abrió la puerta y dejó atrás el domo transparente de Titán. Poco después se encontraba en su cama. Creyó que no podría dormir; pero lo hizo profundamente, sin que nada turbase su descanso.
HETH
Cuando llegó por la mañana a la oficina, todo le pareció irreal. ¿Cómo era posible pasar tantas horas en un sitio así? Sus compañeros de trabajo se deshicieron en comentarios sobre su nuevo aspecto; las mujeres con cierta envidia, los hombres con mal disimulado deseo.
Pero Sara tenía resaca, y le dolía la cabeza; de modo que ignoró a todo el mundo y se zambulló en el océano electrónico del procesador de textos.
A primera hora de la tarde, Vázquez la llamó a su despacho. Sostenía en la mano un fajo de papeles y sonreía como un zorro.
—Han llamado de Nueva York reclamando estos documentos. Te dije ayer que los mandaras por fax. ¿Qué ha pasado?
Sara cerró los ojos y exhaló una bocanada de aire.
—Me olvidé...
Vázquez se acercó a ella. Estaba disfrutando. —Oh, te olvidaste... qué pena. Porque están muy cabreados en Nueva York. —Se acercó más—. Y, ahora, yo puedo hacer dos cosas: despedirte inmediatamente, o... o hacerte un favor y decir que fue culpa mía. Pero, si te hago un favor, es lógico que tú me des algo a cambio, ¿no crees?
—¿Algo a cambio? —Sara frunció el ceño. Luego sonrió, como quien disfruta con una idea divertida, y caminó hasta la puerta que daba a la oficina. Se detuvo junto a ella y miró a Vázquez. Con lentitud se desabrochó el primer botón de la blusa; luego preguntó con picardía—: ¿Y qué puedo hacer por usted?
Vázquez, sonriendo de oreja a oreja, se acercó a ella.
—Bueno, puedes ser amable conmigo. —Se desabrochó el cinturón y comenzó a desabotonar los pantalones—. Y cariñosa...
Los pantalones se deslizaron a lo largo de las piernas de Vázquez hasta arrugarse sobre los zapatos de ante italiano.
—¡Oh, qué atrevido! —Sara le guiñó un ojo.
De repente se volvió hacia la puerta y la abrió de par en par. Los empleados que trabajaban al otro lado contemplaron estupefactos la figura de su jefe, allí, en medio de su despacho, con los pantalones caídos y mostrando la ridicula brevedad de sus calzoncillos de seda e iniciales bordadas.
—¡Eh, el cerdo de Vázquez quiere que sea «amable» con él! —dijo Sara alborozada—. Y si no lo hago, me despide. ¿Qué os parece?
Vázquez, con los ojos muy abiertos, saltó a un lado, ocultándose de las asombradas miradas de sus subordinados.
—¡Estás loca! —gritó, enrojecido de furia—. ¡Quedas despedida! ¿Me oyes? ¡Despedida!
—Vázquez —Sara le miró con desprecio—: muérete.
Se dio la vuelta y salió del despacho.
Sara estaba en su casa, tumbada sobre el sofá. Se sentía exultante; hacía tanto tiempo que deseaba poner a Vázquez en su lugar... Sonrió, sintiéndose como una heroína de novela. Bien, pensó, nunca más agachar la cabeza, nunca más aceptar arbitrariedades, nunca más sentirse inferior. Sólo hay que tener miedo al miedo.
Aunque... ahora estaba sin trabajo, y el banco le iba a quitar el piso, y posiblemente no pudiera ni pagar a los abogados. Sintió que el volumen de su alegría disminuía. ¿Qué iba a hacer...? Sonó el teléfono; se incorporó para cogerlo.
—¿Sara? Soy el secretario del doctor. —La voz ronca sonaba nítida en el auricular—. Espero no importunarla. Pero me preguntaba si a usted le importaría que visitase su terraza. Creo que el panorama al atardecer es muy hermoso. —Puede venir cuando desee, Dostigres. —¿Ahora sería mal momento? —No, no. Cuando quiera. —Gracias, Sara. Voy para allá. —Colgó. E inmediatamente sonaron unos golpes en la puerta del salón. Sara se sobresaltó; las cosas en Mansión parecían transcurrir o con total lentitud o con absoluta inmediatez, sin término medio. Sara se levantó y fue al salón. Abrió la puerta que daba al Taj Mahal y contempló el rostro simiesco del deforme secretario. —Buenas tardes, Sara. —Adelante, Dostigres. Está en su casa. El hombre entró en el salón y lo examinó en silencio. Luego salieron a la terraza. El sol comenzaba a declinar.
—Es un lugar muy hermoso —dijo Dostigres—. Y tranquilo.
—Mi madre lo llamaba «la sala del atardecer». —Los ojos de Sara se volvieron soñadores—. Era traductora, y al llegar la primavera solía sentarse aquí, con su máquina de escribir, mientras yo jugaba. Durante mi niñez, asociaba el buen tiempo y el verano con este lugar. Y con el sonido de la máquina de mi madre. —Hizo una pausa—. Los procesadores de textos son muy prácticos. Pero no tienen voz...
—Todo avance supone una pérdida. —La voz del secretario se volvió más oscura y triste—. Y toda victoria una derrota. Permanecieron unos minutos en silencio. —Dostigres... su nombre es muy extraño —dijo de repente Sara—. ¿Por qué le llaman así?
—Porque maté a dos tigres. Uno en primavera y otro en verano. —Sara frunció el ceño. El secretario la miró fijamente, con su habitual seriedad—. ¿No le gusta la caza, Sara?
—No me gusta matar. Lo siento, no es asunto mío...
—Cuando aquello ocurrió, yo no era el cazador, sino la presa. Si no los hubiera matado, ellos habrían acabado conmigo. —El rostro de Dostigres era totalmente inexpresivo—. El segundo tigre, el que maté en verano, me arrancó un trozo de pierna de un zarpazo. Por eso cojeo.
—Perdóneme, no quería meterme en sus asuntos. —Sara estaba avergonzada—. He sido indiscreta.
—No, Sara. Usted tiene un gran corazón, y es encantadora. Nunca podría molestarme. —Su cara retorcida dejó traslucir algo muy parecido a la ternura—. Pero permítame que sea yo quien me entrometa. El otro día, en el Taj Mahal, creí entender que tenía usted problemas económicos.
—No se puede imaginar hasta qué punto...
—¿Conserva la tarjeta del doctor Pétalo que le di?
—Sí.
—Creo que Electrocom, la empresa donde trabaja, estaría muy interesada en ella. No existe ninguna patente sobre ese juguete, se lo garantizo. Le sugiero que lo venda.
—Pero no es mío...
—Sí, sí es suyo. Mansión se lo regala. Además... —no sonrió, nunca lo hacía, pero su mirada brilló divertida— dudo de que consigan averiguar cómo funciona. Véndales la tarjeta. —Comenzó a renquear hacia el salón—. No la molesto más; buenas tardes, Sara.
—Buenas tardes, Dostigres.
Sara permaneció en la terraza, contemplando pensativa al secretario del doctor mientras desaparecía tras la puerta de Mansión. Luego fue al teléfono e hizo una llamada.
—¡Sara...! —exclamó Lucas Delgado al otro lado de la línea—. Me han dicho en el trabajo que...
—Que me han despedido. Es verdad. Pero no te llamo por eso. ¿Te sigue interesando la tarjeta? Entonces presta atención: habla con el presidente de Electrocom. Dile que estoy dispuesta a venderla.
—¿Venderla...? Pero...
—Escucha, si a Electrocom no le interesa, se la venderé a otra compañía. No hace falta que digas nada ahora. Mañana pasaré por allí.
Sara colgó y, con paso decidido, se dirigió a la puerta de Mansión. Aún había respuestas que obtener.
—Ay, Sarita —exclamó risueño Ambrose—; tienes los ojos llenos de preguntas. ¿No sabes lo que les pasa a las niñas que son curiosas?
Estaban en un rincón de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. Jorge no les acompañaba.
—Necesito su ayuda, Ambrose.
—Pero niña, yo estoy de prestado en Mansión. Soy un intruso. Tolerado; pero un intruso en cualquier caso. —Ambrose suspiró—. Verás, hace muchísimos años, en 1913, pensé que la vida no valía la pena. Aunque tenía más de setenta años, me fui a México a luchar con las tropas de Pancho Villa. Supongo que buscaba una muerte honorable... Pero lo que encontré fue una pulmonía. No llegué a entrar en combate. Los rebeldes me dejaron, ardiendo de fiebre, en una pequeña iglesia de Chihuahua. Me estaba muriendo; algo muy desagradable, créeme... Pero, afortunadamente, el cura se apiadó de mí. La iglesia estaba, está, unida a Mansión. El cura me invitó a entrar, me coló. —Se encogió de hombros—. Ya sabes lo saludable que es Mansión. Mi enfermedad desapareció y yo me puse rápidamente en forma. Desde entonces no he salido de aquí. Pero sólo soy un invitado, Sarita, y eso exige discreción.
—Ambrose, quiero conocer Mansión, nada más; se supone que para eso estoy aquí. Por ejemplo, Dostigres... tiene un extraño aspecto. Parece un hombre... primitivo.