El Círculo de Jericó (38 page)

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Authors: César Mallorquí

—¿Qué es esto...? —murmuró asombrada. Apenas tres centímetros por encima de la tarjeta que le diera el hombre torcido, una luminosa y fantasmal orquídea azul, cubierta de motas anaranjadas, giraba pausadamente sobre su eje. Sara la contempló embobada durante un par de minutos. Luego encendió de nuevo la luz. La orquídea desapareció. Cogió la tarjeta y la examinó con cuidado. Parecía cartulina normal, de un suave color verde, con mucha textura. Sara había visto hologramas, y no se parecían a esto. Claro que quizá se tratara de un producto nuevo; los japoneses se pasaban la vida inventando cosas así. Pero aquello era tan mágico...

Un pensamiento, una difusa intuición, hizo que Sara cogiera el periódico que le había dado el hombre deforme. Comprobó que su anuncio seguía allí y luego desdobló las grandes páginas. —No es el periódico de hoy... —susurró mientras lo hojeaba. Se fijó en la fecha.

Era la edición de
La Vanguardia
del día siguiente. Una intensa sensación de irrealidad la asaltó. Sara depositó el periódico sobre su regazo. Durante unos segundos experimentó una profunda confusión. Intentó calmarse. Luego apagó la luz y acercó la tarjeta a sus ojos.

La orquídea, como un fantasma fosforescente, volvió a iniciar su danza luminosa.

En realidad era algo muy bello.

Sara sonrió.

GIMEL

Lucas Delgado tomó asiento detrás del escritorio de acero esmaltado en blanco y dejó la tarjeta del doctor Pétalo, casi con reverencia, sobre su superficie.

—¿Dónde has conseguido esto?

Sara adivinó la excitación que se escondía tras las pupilas dilatadas del hombre.

—Me lo dio un amigo.

—¿Y tu amigo de dónde lo ha sacado?

Sara se encogió de hombros. Lucas unió las yemas de los dedos, desvió la mirada hacia un lado y permaneció unos instantes absorto en sus pensamientos. De vez en cuando dirigía furtivos vistazos a la tarjeta verdosa que descansaba sobre la mesa.

Lucas Delgado trabajaba en el departamento de investigación de Electronic Components —Electrocom—, en calidad de director de proyectos. Hacía mucho tiempo que conocía a Sara. De hecho habían sido vecinos hasta que, seis meses atrás, Lucas aceptara venderle su piso al banco. Además fue Lucas quien la recomendó para el puesto de secretaria del departamento de marketing.

Sara había acudido a él aquella mañana para enseñarle la tarjeta del doctor Pétalo. Apagó las luces del despacho, situado en el sótano y, por tanto, sin ventanas, y le mostró el mágico baile de la flor luminosa.

Lucas contempló con ojos pasmados la radiante imagen de la orquídea intensamente azul, delicadamente moteada de naranja, girando despacio en su órbita axial.

Luego Sara encendió la luz y le entregó la tarjeta al sorprendido Lucas.

—¿Podrías examinar esto? Es muy curioso, ¿verdad? A lo mejor sabes dónde se fabrica. —Lucas, todavía con los ojos dilatados de asombro, miraba alternativamente a Sara y a la tarjeta. La mujer prosiguió—: Ahora tengo que irme. Volveré a la hora de comer. Y, por favor, Lucas, no le enseñes la tarjeta a nadie. ¿Me lo prometes?

El hombre asintió, todavía desconcertado.

Sara salió del despacho, internándose deprisa por entre las visceras de aquel edificio abrumador, frío y anónimo como un hospital de desahuciados. Y la mañana se arrastró perezosa, entre la rutina gris de lo cotidiano y la monotonía azul del río catódico que manaba, sutil, por las pantallas fosforescentes de los ordenadores.

Todo igual que siempre, todo inmutable. Pero ahora, en el interior de Sara, ardía un indefinido presentimiento; algo así como esa extraña sensación que se experimenta cuando estamos a punto de entrar en un lugar desconocido, pero que siempre hemos deseado visitar.

—Sara —el hombre separó las manos y señaló la tarjeta verde que descansaba sobre su mesa—: he examinado esto y, bueno, es algo muy peculiar, ¿sabes?... La verdad, desconozco completamente la tecnología que lo hace funcionar. No he sabido de ningún avance tan radical en holografía, y te prometo que estoy al tanto de esos temas. —Se inclinó hacia delante—. Sara, me interesaría mucho hablar con tu amigo.

—Se lo diré. —Sara no pudo evitar sonreír ante la evidente confusión de Lucas—. ¿Qué es? ¿Un holograma?

—Pues... en un sentido muy amplio, evidentemente sí. Esa tarjeta genera una imagen en tres dimensiones, de eso no cabe duda. Pero también está claro que no lo hace de ninguna de las maneras hasta ahora conocidas. Además la imagen se mueve, lo que quiere decir que la tarjeta genera o procesa energía. Pero no he podido detectar ninguna fuente de energía en ella. Sólo emite radiación en el espectro visible. —Suspiró—. Y no sé cómo lo hace, ni de dónde surge esa imagen, ni por qué se mueve. —Se pasó la mano por el pelo, con gesto cansado—. He realizado un scanner de su interior. Y no tiene interior. Esta hecha de un material que parece cartulina, pero que no es cartulina, ni plástico, sino algo mucho más duro, aunque igual de flexible. La misma tinta de la impresión... no es tinta, sino el propio material de la tarjeta que parece alterar su color. —Suspiró—. Lo he probado todo. Incluso he llamado al número de teléfono que aparece inscrito.

—¿Y...?

—Es un número inexistente. —Cogió la tarjeta y la contempló con el ceño fruncido—. Esto es un objeto imposible, Sara.

—¿Quién puede haberlo fabricado?

—Nadie. —Lucas agitó suavemente la tarjeta—. ¿Quién es tu amigo? ¿El doctor Pétalo? —Sara negó con la cabeza—. Da igual. Tengo que hablar con el dueño de la tarjeta. Es importante.

—No te preocupes, ya te he prometido que se lo diré. ¿Se la has mostrado a alguien?

—No, no. Pero me gustaría que la viese un compañero. Se trata de un especialista en...

—No. —Le quitó la tarjeta de las manos. Lucas la miró casi con desesperación. Sara le advirtió—: Y no quiero que le hables a nadie de esto.

—Déjamela, Sara. Sólo veinticuatro horas más —suplicó Lucas—. El tiempo de hacerle un espectrograma láser y...

Sara selló con un dedo los labios de Lucas.

—Has sido muy amable al examinar esto por mí. Te lo agradezco mucho. Cuando llegue el momento tendrás la tarjeta. Todo el tiempo que quieras.

Lucas parecía un perro ansioso por conseguir un hueso.

—¿Y cuándo crees que llegará ese momento?

—Cuando averigüe algunas cosas. —Sara se levantó—. Eres un buen amigo, Lucas. Guárdame este secreto.

Sara no fue a comer. Se quedó en la oficina, frente a su mesa metálica, en un rincón del pasillo, bajo los tubos de neón verdoso, frente al ordenador, pensando.

Había una explicación para que el hombre tullido tuviese el periódico del día siguiente: cuando la visitó en su casa, prácticamente habían dado las nueve de la noche. Y los periódicos comienzan a imprimirse sobre esa hora. El tullido podía encontrarse en la imprenta, haber cogido la primera edición y luego haber corrido a su casa... No parecía muy razonable, pero sí posible.

No obstante, la tarjeta y su mágica flor carecían de explicación. Eran un enigma.

Quizá su entrevista con el doctor Pétalo aclarase las cosas...

Sara se agitó sobre el asiento. Estaba nerviosa. Tenía la sensación de que algo iba a ocurrir. Como la víspera de Reyes, cuando era niña, y el futuro inmediato se presentaba lleno de sorpresas y prodigios.

Sacudió la cabeza.

«Sara, Sara», pensó, siempre fantaseando...

Las horas pasaron con lentitud exasperante. Albaranes, cartas, llamadas telefónicas. Vázquez por el interfono, altivo como un capitán de empresa: Sara sirve café, Sara haz unas fotocopias, Sara date prisa...

Carreras a la impresora, mandar un fax, preparar el correo, distribuir memorándums. El reloj marca las cinco y cuarto.

Una llamada de Tomás (era viernes): «Hola, mi amor... ¿Vamos esta noche al cine...? Te paso a buscar a las nueve, ¿de acuerdo?»

Archivar órdenes de compra, localizar a un proveedor, hacer un duplicado de cierto contrato, escribir un listado de direcciones, localizar un número de teléfono, pasar las llamadas.

El reloj marca las seis menos diez. Sólo faltan diez minutos para salir...

La puerta del despacho se abrió. Vázquez se aproximó a Sara y le tendió un puñado de folios manuscritos.

—Hay que pasar esto a máquina y mandarlo por fax a la central de Nueva York.

—Pero es muy tarde, no me dará tiempo. Lo haré el lunes a primera hora.

—Claro, y en Nueva York estarán encantados de que todo se paralice porque una secretaria quiere irse de paseo.

—Tengo una cita a las siete...

—¡Oh, una cita! Eso lo cambia todo. —La voz de Vázquez expresaba un alegre sadismo—. Lo malo es que si quieres seguir teniendo trabajo el lunes, más vale que acabes esto hoy.

Muérdete la lengua, Sara. Agacha la cabeza y obedece.

Los dedos vuelan sobre el teclado. Deprisa, deprisa.

Las siete menos cuarto. El texto ya está pasado. Sara corre por la vacía oficina hasta llegar al fax, marca el número de Nueva York. Comunica.

«Oh, no, no, no... Voy a llegar tarde.»

Vuelve a marcar. Línea abierta. Un suspiro de alivio. Los folios comienzan a adentrarse por entre los rodillos del fax. Tan lentamente...

El reloj marcaba las siete y cinco cuando Sara salió de la oficina. La calle era un torrente humano, la boca del metro un enorme desagüe.

Sara se convirtió en una molécula más de aquel río browniano. Casi sin voluntad su cuerpo se desplazó por los túneles de neón y las escaleras de cemento.

En su mente, Sara evocaba la orquídea asombrosa.

Camino de su cita en el Ritz todo parecía girar, despacio, de derecha a izquierda, como la flor mágica del doctor Pétalo.

Un revuelo de raso y seda, de pamelas floreadas y de trajes negros y azules sorprendió a Sara en el vestíbulo del hotel. Los invitados a una boda deambulaban de un lado a otro, en una zigzagueante carrera de besos, saludos y abrazos. Un empleado del hotel intentaba en vano reconducir la situación hacia los salones adecuados. Pero los novios todavía no habían llegado, la expectación se mantenía. Un reloj, en la recepción, marcaba las siete y veintiséis minutos de la tarde.

Sara se encontraba perdida en el lujoso vestíbulo, entre aquella gente engalanada y altiva. Se detuvo cerca de los ascensores y buscó con la mirada algún indicio de la suite donde estaba citada. Sin querer se fijó en el grupo de maduras matronas que charlaban cerca de ella. Pieles y joyas, damasco y satén, gestos distantes y sonrisas falsas. Las manos sujetando largos guantes blancos, como palomas apresadas por cepos de carne.

—Sara... —La voz ronca del secretario del doctor Pétalo la sobresaltó. Se encontraba a su lado, mirándola inexpresivo—. Estamos muy contentos de que haya decidido venir.

—¡Oh...! Sí... Lo siento, me he retrasado.

—Eso carece de importancia. Tenga la bondad de seguirme. El doctor está deseando conocerla.

Subieron en ascensor hasta el séptimo piso. Luego Sara siguió el renqueante caminar del hombre torcido a través de los pasillos de mármol y alfombra. Finalmente llegaron ante una puerta de madera que ostentaba una placa de cristal de roca y letras doradas. En ella podía leerse:
Suite Frank Lloyd Wright
. El hombre golpeó con sus peludos nudillos en la madera de nogal y abrió la puerta sin esperar respuesta. Le cedió el paso a la mujer.

Sara entró despacio en la increíblemente lujosa suite. En realidad era una especie de recibidor, decorado con muebles
art déco
de cuero, madera y metal. Las esquinas de las paredes y los techos estaban rematados por largas molduras de cristal blanco. Dos grandes espejos con motivos florales en los marcos se enfrentaban a cada lado de la habitación, repitiendo infinitamente sus imágenes. Cerca de una puerta cerrada, un retrato de mujer, pintado por Támara de Lempicka, colgaba de la pared. A su lado, junto a una delicada licorera de vidrio y marfil, el doctor Pétalo la contemplaba sonriente.

—Mi querida Sara. Qué inmenso placer conocerte. —Se acercó a ella y estrechó cordialmente su mano entre las suyas. Eran unas manos fuertes, pero también suaves y cálidas—. Por favor, ponte cómoda.

Sara tomó asiento en un gran sillón tubular de cuero negro. El secretario del doctor se dirigió a la puerta que había junto al retrato.

—¿Necesita algo más, doctor? —preguntó antes de salir.

—No, gracias, Dostigres. Puedes retirarte.

«¿Dostigres... ? ¿ Qué clase de nombre era ése?»

El hombre tullido dirigió una pequeña reverencia a Sara y salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

—¿Te apetece un jerez? Oh, no me digas que no. Tienes que probar esta deliciosa cosecha del setenta y dos. Lo embotellamos en casa, ¿sabes?

Sara observó al doctor Pétalo mientras servía el jerez en dos pequeñas copas de cristal tallado. Vestía un elegante traje verde oscuro y una camisa de seda, sin corbata, con el cuello abierto. No llevaba joyas. Era muy alto, de complexión atlética. Debía rondar los cincuenta años, aunque parecía encontrarse en plena forma. Tenía el pelo rubio, trigueño, pero las canas comenzaban a cubrir las sienes, así como los aladares de su cuidada barba. Los ojos eran azules, casi grises. Parecía un hombre del norte, un finlandés o un noruego, pero hablaba sin acento alguno.

—Bien, querida —dijo el doctor mientras le ofrecía la copa de licor—; pruébalo y dime qué te parece.

Sara dio un sorbito.

—Muy bueno...

—Tenemos una pequeña finca en Sanlúcar de Barrameda —comentó afablemente el doctor mientras tomaba asiento en un sillón próximo a Sara—. Allí se cultiva una variedad especial de la uva
palomino fino
. Son unas cepas excepcionales, créeme. Además, este jerez ha sido criado siete años en botas de roble americano. A la temperatura adecuada, con el debido grado de humedad. No probarás nada igual, querida.

—Es un vino excelente. —Sara dejó su copa sobre la pequeña mesa
Clément Mere
que tenía al lado. Carraspeó—. ¿Qué desea de mí, doctor? Su secretario me dijo que era algo relacionado con la habitación que alquilo...

Pétalo sonrió. Bebió un sorbo de jerez y lo paladeó con los ojos cerrados. Luego depositó su copa junto a la de Sara. Había algo en él, en su mirada, en sus movimientos, que invitaba a la confianza. De algún modo, el doctor parecía transmitir serenidad y sosiego.

—Querida Sara —su voz era leña quemada, humo cálido, rumor de abetos—, te juro que lo que vas a escuchar lo he contado ya cientos, miles de veces. Y siempre se me hace difícil encontrar las palabras adecuadas. —Comenzó a mesarse suavemente la barba de trigo oscuro, mientras sus ojos se tornaban soñadores. Prosiguió—: Vivo en una casa llamada Mansión. Es una morada grande y hermosa, rodeada de parques y jardines, de fuentes y arroyos. Un lugar de ensueño, créeme. Un paraíso de vino y miel. Por otra parte, también es un sitio sorprendente. Sorprendente en muchos sentidos. —Ahora había algo de picardía en su sonrisa—. Por ejemplo: Mansión siempre está creciendo. Constantemente aumentamos el número de sus habitaciones. Te parecerá extraño, es natural. Pero cada ampliación de la casa está meticulosamente estudiada. Sólo queremos lo mejor; nos lo pensamos mucho antes de añadir un nuevo recinto a nuestro hogar. —Se encogió levemente de hombros—. Y, ¿sabes qué? Hemos llegado a la conclusión de que una de las habitaciones de tu piso puede interesarnos. —Pétalo dejó de hablar y enarcó las cejas con humor—. ¿Ves...? Te estoy confundiendo. Pero ésta es una historia difícil de contar... Mira, considérame como un coleccionista muy especial. Colecciono arquitecturas, ¿comprendes? Cuando veo una construcción que me emociona, una sala en particular, un edificio, un jardín... deseo poseerlo, incorporarlo a mi colección. Entiéndelo, así se mueve el corazón de un
collectionneur
. —Suspiró—. En fin, me pongo en contacto con el dueño del recinto que ha llamado mi atención, e intento llegar a un acuerdo de compra.

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