Read El Círculo de Jericó Online
Authors: César Mallorquí
El rumano se alejó. Antes de entrar en el hotel elevó la mirada al cielo estrellado y contempló la luna durante unos segundos. Había alegría en sus ojos cuando, finalmente, entró en el edificio.
Di un trago de whisky y observé la moneda que descansaba sobre la mesa. Era de plata. Estaba fechada en 1931 y mostraba el perfil hierático del rey Carlos II de Rumania. Tendí la mano para cogerla y... supongo que fue mi imaginación, pero justo en el momento en que mis dedos tocaron la moneda sentí algo así como una suave corriente eléctrica y noté una extraña relajación, un dulce dejarse ir, como cuando estamos a punto de adormecernos y el cuerpo parece mecerse en un mar calmado.
No bebí más. Subí a la habitación y, para mi sorpresa, me dormí enseguida. Quizá se debiera a que en mi mano cerrada, muy prieta, mantenía sujeta la moneda de Pallady. ¿Superstición? Es posible; pero aquella noche no vi morir a mi hijo Samuel, Las pesadillas habían cesado.
Y sin embargo, soñé otra vez con el Hombre Dormido: yo estaba de nuevo en la vieja biblioteca, esta vez junto a la puerta de madera labrada. El Hombre Dormido se encontraba a mi lado. Negaba resignado con la cabeza y me decía: «Te lo advertí, Juan. Pero tú te has empeñado en cruzar el portal.» Y entonces yo llevaba la mano al pomo de bronce (que estaba muy caliente), y comenzaba a abrir la puerta, y por la rendija se filtraba un resplandor sobrenatural...
No recuerdo cómo terminaba el sueño, pero si sé que lo que se ocultaba detrás de aquella puerta, fuera lo que fuese, me produjo una gran inquietud.
Cierto día, el Viajero llegó a un lugar llamado Lascivia. Se trataba de un inmenso jardín renacentista, con templetes griegos (dedicados a Príapo y Afrodita, a Eros y Narciso), y ocultos pabellones que permitían saciar con discreción el ansia de amor.
Aunque, a decir verdad, quienes moraban en Lascivia no eran nada discretos: los hombres estaban dotados de inmensos falos siempre en erección; las mujeres, por su parte, tenían grandes pechos y amplias caderas. Y todos, hombres y mujeres, vivían desnudos, entregados tenazmente a las prácticas sexuales más variadas.
De hecho, mientras cruzaba Lascivia, el Viajero fue acosado por una multitud excitada que pretendía hacerle partícipe de sus juegos eróticos. Así que se vio forzado a un constante rechazo de las proposiciones más delirantes que imaginarse puedan. Y sin embargo, mientras el Viajero rehusaba caricias y abrazos, no dejaba de preguntar: «¿Alguien sabe cómo puedo encontrar al Hombre Dormido?» Pero en respuesta sólo obtenía palabras procaces e invitaciones libidinosas.
Finalmente, cuando estaba a punto de abandonar Lascivia, alguien se cruzó en su camino. Era una hermosa mujer de pechos inconcebibles.
—¿Eres tú el viajero que busca al Hombre Dormido?
—Sí.
—Pues alguien te busca a ti.
—¿Alguien me busca... ? ¿ Quién?
—Una muchacha, ignoro su nombre. —La mujer comenzó a frotarse los pezones—. Yo antes vivía en Virtud, pero era un latazo. Así que decidí trasladarme a Lascivia. Por el camino pasé por un lugar llamado el Desierto de la Luna. Allí encontré a una chica que me preguntó por ti. Eso es todo. ¿Quieres que follemos?
—No, gracias —rehusó el Viajero—. Otro día.
Mientras dejaba atrás Lascivia, el Viajero se preguntaba quién podría ser la muchacha que le andaba buscando. Al llegar a la primera bifurcación del sendero, se detuvo. Como siempre, la ciudad resplandecía lejana hacia el oeste. Pero el Viajero sabía que el camino que se iniciaba a su izquierda, hacia el sur, conducía al Desierto de la Luna. Dudó unos instantes. Luego suspiró.
«En fin» pensó, «la ciudad ha existido siempre y continuará existiendo mientras exista el horizonte. Puedo dar un rodeo, no hay prisa».
Y, con paso decidido, tomó el camino del sur, hacia el Desierto de la Luna.
Al día siguiente encontré al Centro de Investigaciones del Sueño sumido en la confusión y el abatimiento. Una de las enfermeras me contó que Cezar Pallady había sufrido un accidente y le habían trasladado con urgencia al hospital de Heraklion. Corrí en busca de Irene. La hallé en su despacho; tenía el rostro contraído por la preocupación y el enfado.
—Cezar Pallady —dijo con voz tensa—. Ese loco entró anoche en el laboratorio y usó consigo mismo el Excitador de Engrama.
—¿Qué le ha ocurrido?
—Sufrió un colapso. Le encontraron esta mañana inconsciente en el laboratorio. Constantin lo ha llevado al hospital.
—Dios... —murmuré. Notaba el loco tamborileo de mi corazón en el pecho—. ¿No decías que el Excitador era inofensivo...?
—¡Por favor, Juan! —estalló Irene—. ¡No me vengas ahora con más problemas! —Respiró hondo—. Perdóname... En cualquier caso, recuerda que ese hombre estaba enfermo. El Excitador de Engrama no tiene por qué haber sido la causa de... —Sacudió la cabeza—. Escucha: Pallady entró a hurtadillas en el Centro, forzó un par de puertas, se puso nervioso, su corazón se aceleró y sufrió un colapso. Eso es todo.
Cerré los ojos y me froté las sienes. ¿Pallady el mentalista poniéndose nervioso? ¿Pallady el yogui descontrolando su corazón? Irene no podía estar hablando en serio. Sentí que un gran cansancio se apoderaba de mí.
—¿Cómo se encuentra? —pregunté con un murmullo.
—Lo ignoro. Constantin me llamará en cuanto sepa algo. —Irene se incorporó y logró componer una sonrisa—. Anda, Juan, sé bueno y vuelve al trabajo. Te mantendré informado, ¿de acuerdo?
Asentí y volví a la clínica. Pasé todo el día ocupado con el análisis informático de las últimas pruebas realizadas al Hombre Dormido. Me sentía anímicamente agotado, exhausto. A última hora Irene me comunicó que Pallady estaba fuera de peligro, aunque todavía permanecía inconsciente. No era posible visitarle. Pero Kathy Austen había insistido en quedarse en el hospital. Ella nos tendría al tanto de cualquier eventualidad.
Los días siguientes transcurrieron de forma vaga, como diapositivas proyectadas contra una pared, sin dejar más rastro de su paso que una huella imprecisa en la memoria. A decir verdad, estaba deseando acabar con aquel asunto de una vez por todas. Quería volver a Madrid y olvidarme de todo. Aunque lo cierto es que tampoco esperaba nada del futuro. Me sentía vacío.
El viernes por la tarde se presentaron en la clínica Irene y el profesor Tsatsos.
—¿Y bien, doctor Varnigal? —dijo Tsatsos, dedicándome su más severa expresión—. ¿Concluyeron las pruebas? ¿Tiene algún dictamen que ofrecernos?
—¿Un dictamen...? —Qué pretenciosa palabra. No pude evitar sonreír—. No, no tengo ningún dictamen. Nuestro amigo Rip goza de una salud de hierro. ¿Por qué duerme constantemente? —Me encogí de hombros—. No tengo ni la menor idea. Probablemente esa extraña actividad en su cerebro, el efecto Rátsel, tenga que ver con su estado. Pero desconozco cuál es la relación.
—Escucha, Juan —intervino Irene. Percibí la ansiedad agazapándose tras los ojos de mi amiga—. ¿Rip está en condiciones de someterse al Excitador de Engrama?
—Santo cielo, Irene, ¿y yo qué sé? En realidad ignoro cómo funciona esa máquina. Y también ignoro la naturaleza de sus efectos. —De nuevo me encogí de hombros—. Aparentemente, podéis usar esa máquina en Rip tanto como en cualquier otra persona sana. No puedo deciros más.
El profesor Tsatsos asintió gravemente.
—En tal caso, a mediodía del lunes se procederá al traslado de Rip al Laboratorio del Sueño. A las ocho de la tarde usaremos el Excitador para amplificar el efecto Rátsel en su cerebro.
Tsatsos se despidió con una inclinación de cabeza y abandonó la clínica. Irene se acercó y me besó en la mejilla.
—Gracias por colaborar —dijo—. Sabía que podía confiar en ti.
Algo en su agradecimiento dejaba en mi boca un regusto amargo. De modo que la sujeté suavemente por los brazos y pregunté:
—¿Estás segura de saber lo que haces?
—Completamente segura. —Irene sonrió y, como una madre orgullosa, me acarició el pelo. Luego añadió—: No te preocupes, Juan. Todo está bajo control.
Pasé el fin de semana en Frango Castello, un solitario pueblo situado al sur de la isla. Jugué a ser uno más de los ya numerosos turistas que acudían a Creta. Me tumbé en la playa de arena fina y dorada, comí
psarósupa
y
musaka
en el restaurante local, bebí
retsina
y
ouzo
mientras escuchaba prehistóricas canciones de Mikis Theodorakis en el viejo tocadiscos de la taberna, al pie de la fortaleza veneciana. Quería evadirme, olvidar la muerte de Samuel, el fracaso de mi matrimonio, la inutilidad de mi trabajo, el sinsentido de mi vida. No deseaba pensar en Pallady, inconsciente en un hospital, ni en el Hombre Dormido, ni en el efecto Rátsel, ni en la máquina de Kurt.
Tenía ganas de encogerme, de hacerme un ovillo, y ocultarme debajo de una manta cálida y segura, como cuando era un niño y algo me asustaba. Sencillamente, quería estar tranquilo. Sólo eso, tranquilo... No lo conseguí.
El lunes me presenté a primera hora en el Centro. Por lo visto, Tsatsos quería que el Hombre Dormido se encontrara completamente monitorizado durante el experimento, así que un pequeño ejército de técnicos y trabajadores estaban desmontando parte del equipo de la clínica para llevarlo al Laboratorio del Sueño. Pasé la mañana colaborando con ellos en lo que pude. Después de comer me dispuse a realizar un último reconocimiento al Hombre Dormido. Tomé su tensión, su temperatura y comprobé sus reflejos. Observé las curvas regulares de su electrocardiograma, la firmeza de sus constantes vitales, el ajetreo caótico de su actividad cerebral. Contemplé el misterioso trazado de la onda R, el enigma, el Leviatán que el profesor Tsatsos perseguía como un nuevo y tecnológico capitán Acab. Me aproximé al Hombre Dormido y escruté su rostro estático.
«¿Quién eres?—pensé—. ¿Por qué no deseas despertar? ¿En qué extraño lugar se ha extraviado tu mente?»
Me sobresaltó el ruido de la puerta al abrirse. Una enfermera asomó tímidamente la cabeza y me comunicó que tenía una llamada telefónica.
Era Kathy Austen desde el hospital. Dijo que Cezar Pallady se había recuperado del coma, que estaba consciente y quería hablar conmigo. Le contesté que en ese momento no podía dejar el trabajo, pero que por la noche iría al hospital.
—¡No doctor! —A través del auricular percibía su respiración agitada—. ¡Tiene que hablar con él! ¡Es muy importante! ¡Por favor, por favor, venga ahora mismo...!
Y comenzó a llorar. Respiré hondo y consulté el reloj: si me daba prisa podía estar de vuelta a las siete y media. Así que le dije a Kathy que se tranquilizara, que en ese mismo instante salía para allá.
Me quité la bata y le comuniqué a la jefa de enfermeras que iba a estar fuera un par de horas y que fuesen preparando al Hombre Dormido para su traslado al Laboratorio. Pedí prestado un coche en las oficinas del Centro y partí a toda velocidad hacia Heraklion. Tres cuartos de hora más tarde cruzaba las puertas del Hospital General.
Kathy me estaba esperando en el pasillo, frente a la habitación que ocupaba Pallady. Tenía las mejillas pálidas, y las gafas apenas lograban ocultar sus ojos enrojecidos por el llanto.
—Gracias por venir, doctor. —Su voz era débil—. Cezar sigue despierto. Pero antes de que le vea tengo que advertirle de algo...
—Tranquila. Procuraré no excitarle.
—No, no es eso. —Kathy dudó un segundo—. Es sobre el estado físico de Cezar... Su tumor ha desaparecido. Ya no tiene cáncer.
—¡¿Qué?! —Parpadeé—. Eso es imposible...
—Lo sé. Pero han repetido la analítica dos veces, y no cabe la menor duda: el linfosarcoma ya no existe. —Su cara se ilumino—. ¡Cezar no va a morir! —Respiró hondo—. Ahora hable con él, doctor. Le está aguardando.
Pallady se hallaba tumbado sobre una cromada cama de hospital. A su derecha, un frasco de suero se vertía lentamente, gota a gota, en el riego sanguíneo del rumano. A la izquierda, un silencioso monitor recogía sus constantes vitales. Me acerqué con sigilo. Pero debí de hacer algún ruido, porque Pallady abrió los ojos y me dirigió una frágil sonrisa.
—Buenas tarde, doctor Varnigal. —Su voz era débil—. Me alegro de verle; quería hablar con usted...
—¿Cómo se encuentra?
—Bien, bien. No... fatal. Pero sobreviviré; al parecer incluso más de lo que yo esperaba. —Cerró los ojos—. Kathy me ha dicho que Tsatsos piensa usar esta tarde el Excitador de Engrama con el Hombre Dormido. ¿Es así? —Asentí. Pallady tragó saliva; luego me miró fijamente a los ojos—. Tiene que impedirlo, doctor.
—No puedo hacerlo. No sin una buena razón.
—Hay razones... Pueden ocurrir cosas insospechadas. —Pallady intentó buscar las palabras adecuadas—. Si se estimula el efecto Rátsel en el cerebro del Hombre Dormido los resultados serán... imprevisibles. Oh, por favor, amigo mío, ni yo mismo sé lo que puede ocurrir. Pero sea lo que sea, no habrá forma de controlarlo.
—Vamos, vamos. Ha pasado cinco días en coma. Su imaginación le está gastando una broma. No hay nada que temer, tranquilícese.
—Estoy tranquilo. No debería estarlo, pero lo estoy; ventajas de mi entrenamiento. —Me miró con tristeza e impotencia—. No es mi imaginación, doctor. Pero ¿cómo hacérselo entender? —Permaneció casi un minuto en silencio, con los ojos cerrados. Cuando volvió a hablar su voz era opaca—. La meta de un yogui, aquello por lo que se esfuerza, es alcanzar el conocimiento; comprender, sin usar la razón, la naturaleza de las cosas. En definitiva, lo que todo yogui persigue es consumar una gran experiencia mística. —Suspiró—. Por desgracia, yo nunca lo he conseguido. Y cuando supe que sólo me quedaban unos meses de vida, supe también que ya nunca lo conseguiría. Por eso, en el momento en que el profesor Tsatsos me explicó la naturaleza del proyecto Engrama, acepté colaborar. Pensaba que quizás el Excitador pudiera estimular de algún modo mi espíritu, catalizar mi evolución, pero... Luego, al conocerse mis problemas de salud, fui apartado del proyecto. Me sentí como Moisés, contemplando la Tierra Prometida, pero sin poder entrar en ella. Ésa es la razón que me llevó a introducirme como un ladrón en el Laboratorio del Sueño. Por eso usé conmigo mismo el Excitador de Engrama. —Pallady se incorporó débilmente y cogió mi brazo—. Y estuve allí, doctor. Rasgué el velo y entré en Shambhala.
—Tiene que descansar, Cezar. —Le obligué con suavidad a recostarse de nuevo sobre la almohada—. Será mejor que me vaya.