Read El Círculo de Jericó Online
Authors: César Mallorquí
—Hola, doctor. —Me di la vuelta y vi que un monitor de televisión flotaba frente a mí. En la pantalla estaba el rostro apacible de Cezar Pallady. El rumano sonreía con tristeza—. Por fin lo han hecho, ¿verdad? Estamos en Shambhala. —No parece real —dije—. Es como un sueño. —Sí. El reino de los sueños... —¿Cómo podemos salir de aquí?
—No podemos. No hay ningún sitio adonde ir. El mundo que conocíamos ya no existe. Ha sido sustituido por éste.
—Pero antes me encontraba en un bosque, y ahora estamos en un desierto... es desconcertante.
—Tendrás que acostumbrarte. Shambhala es un calidoscopio.
—¿Y ahora? —Respiré hondo. Debería estar aterrorizado, pero no era así; en realidad, me sentía más calmado que nunca—. ¿Qué se supone que debo hacer, Cezar?
—Shambhala no es un lugar, son millones de lugares. —La pantalla del monitor se llenó de estática. El altavoz crepitó—. Seguro que hay un sitio para ti, doctor. Pero debes encontrar el camino.
Pallady me guiñó un ojo, y luego, como un eco perdido, su imagen de cristal se disolvió en la nada. El monitor se apagó. Me quedé solo en la aridez del páramo.
«Bueno —pensé tras un rato de reflexión—. Más vale que me ponga en marcha.»
Y comencé a andar.
El Desierto de la Luna era, quizás el lugar más hermoso de Shambhala. Una inmensa extensión de dunas y rocas, eternamente bañadas por la luz plateada de una, luna mágica.
La noche era perpetua en el desierto, una noche cálida y tranquila, llena de paz y misterio. Una noche que acogía en su seno a los espíritus cansados, a las almas alejadas del fragor de las pasiones. Una noche que brindaba el sereno retiro de la soledad.
El Viajero pasó muchos días recorriendo aquellos parajes. Los únicos seres que encontró a su paso fueron lagartos de lomo irisado. Cuando les preguntó por la muchacha, éstos le ignoraron e hicieron girar las esmeraldas de sus ojos con indiferencia.
Al cabo de un tiempo, el Viajero comenzó a cansarse de la esterilidad de su búsqueda. Aquel desierto, haciendo honor a su nombre, estaba vacío, no había en él ni el menor rastro de vida humana. De modo que el Viajero decidió descansar un rato, reponer fuerzas y luego volver a tomar el camino del oeste, hacia la ciudad del horizonte.
Estaba preparando unas gachas de maná regadas con hidromiel, cuando distinguió a lo lejos el tenue resplandor de una hoguera. El Viajero se incorporó y oteó atento la oscuridad. El fuego ardía al pie de un elevado risco, a unos cuatro kilómetros de distancia. El Viajero recogió sus cosas y partió raudo hacia allí.
Una hora después, alcanzó la base de la montaña y se encontró en un lugar poblado de restos megalíticos: menhires, dólmenes, crómlechs, piedras oscilantes sobre losas gigantescas, interminables alineamientos... sin duda era un paraje mágico, casi sagrado.
El Viajero avanzó unos metros y, tras un inmenso altar prehistórico, descubrió el lugar donde ardía la fogata que había visto en la distancia. Frente al fuego había una tienda de campaña azul y amarilla. El Viajero avanzó un par de pasos y tropezó con algo. Bajó la mirada y vio a sus pies dos ovoides moteados de escarlata.
—Son huevos de pegaso, doctor —dijo una voz junto a él.
El Viajero, que en otro tiempo y en otro lugar se había llamado Juan, contempló a la mujer que le había hablado. Era una joven morena, de ojos grandes, oscuros y almendrados, con labios carnosos y siempre risueños. Había crecido mucho desde la última vez que la vio.
—María... —susurró Juan—. ¿Eres tú...?
María Candelaria Suárez asintió feliz y corrió a abrazarse al cuello del hombre.
—Has tardado mucho, doctor. Hacía años que te esperaba.
Se besaron y volvieron a abrazarse, lloraron de alegría y se cogieron de las manos, como dos colegiales alborozados. Luego tomaron asiento junto al fuego.
—Te has convertido en una leyenda, doctor —dijo María—. Un mito en el reino de los mitos. Eres el Viajero, el peregrino errante, el hombre que busca. ¿Porqué, doctor? ¿Qué persigues?
Juan se encogió de hombros.
—Conocer el nombre del Hombre Dormido.
—¿ Y qué importancia tiene?
—Supongo que ninguna. Quizá sea una razón como otra cualquiera para seguir caminando.
—Eso es triste. —María frunció levemente el ceño—. ¿No te gusta el país de los sueños, doctor?
—¡El país de los sueños...! —Juan sonrió sin alegría—. Aquí la gente sueña con lo que antes era el mundo real. Aquí un hombre transformado en tigre puede soñar con la época en que trabajaba como administrativo en una oscura oficina. —Agitó la cabeza—. El reino de los sueños, Shambhala, el mundo detrás del espejo... La verdad, María, me da igual. Hasta lo imprevisible puede resultar monótono.
—Supongo que es difícil soñar sin esperanza...
Juan acarició con afecto la mano de María.
—Ahora hablemos de ti. ¿ Qué haces aquí tan sola?
—Estábamos recorriendo algunos lugares poco frecuentados de Shambhala. Viajábamos en caballos alados, pegasos; un macho y una, hembra. La época de incubación nos sorprendió en este desierto. —Con un gesto señaló los dos ovoides—. Y aquí tendremos que quedamos hasta que acabe la crianza. —Los ojos de María se iluminaron—. Pero no estoy sola, doctor. Venga conmigo; quiero presentarle a alguien.
María se levantó, fue hasta la tienda de campaña y descorrió las cremalleras. Antes de entrar le hizo un gesto a Juan para que se acercara. El doctor obedeció.
En el interior de la tienda alguien dormía dentro de un saco de acampada. María le sacudió suavemente.
—Despierta, despierta. Tenemos visita.
El saco se agitó y se removió. De entre los pliegues de tela satinada surgió una mano pequeña, y luego la cara adormecida de un niño.
Juan notó que su corazón se detenía entre dos latidos. Un débil gemido se escapó de sus labios.
El niño se incorporó, parpadeó e intentó enfocar la mirada. Cuando vio a Juan su cara resplandeció de alegría.
—¡Papá! —exclamó. Se volvió hacia María—. ¡Papá está aquí!
Juan no se atrevía a hablar, ni a moverse, como temiendo que el más mínimo gesto rompiera el encanto e hiciera desaparecer la imagen de su hijo.
—Samuel está bien, doctor —dijo en voz muy baja María—. Lo que tú crees que le pasó es sólo un sueño, una pesadilla. Ocurrió en otro mundo, no en éste.
—¿Donde estabas, papá? —El niño salió del saco de dormir y se acercó al hombre—. Te he echado mucho de menos...
Y la mano del niño acarició la mejilla de su padre. Y entonces Juan susurró ahogadamente: «Samuel...», y abrazó el cuerpo menudo de su hijo, estrechándolo con fuerza. Y las lágrimas acudieron a sus ojos, como una riada impetuosa que arrastrase a su paso siglos de dolor, eones de tristeza.
Y allí, aferrado al cuerpo de su hijo, el doctor Juan Varnigal, al que durante mucho tiempo llamaron el Viajero, encontró por fin el hogar.
María sonrió satisfecha y salió al exterior. Observó que dos grandes figuras aladas se recortaban contra la luna. Eran los pegasos volviendo a su nido. Luego se dio cuenta, de que un creciente resplandor se extendía por el este.
«¡El alba!», pensó maravillada. «¡Va a amanecer en el Desierto de la Luna por primera vez!»
Y María Candelaria se apoyó en una piedra, aguardando risueña la salida del sol.
En el centro de Agartha había un inmenso palacio de hierro y cristal Era tan grande que a veces nevaba en su interior.
En el centro del palacio flotaba la figura yacente de un hombre. Era el Hombre Dormido.
En medio de los copos de nieve que parecían levitar a su alrededor, el Hombre Dormido giró un poco la cabeza.
Suavemente, lentamente, sus labios se curvaron con una sonrisa. Soñaba.
Y sus sueños eran buenos.
La corriente eléctrica se interrumpió justo en el instante en que el doctor Arauco concluía el relato de su historia.
Primero se produjo una intensa oscilación de la luz, luego el resplandor de la bombilla declinó hasta desvanecerse, sumiendo al salón en una densa oscuridad. De nuestras gargantas surgió una casi simultánea exclamación de sorpresa. Un relámpago tino de plata las tinieblas. Luego volvió la negrura.
—No hay situación, por mala que sea, que no pueda empeorar —comentó Aníbal Zarko en tono divertido. Y añadió—: Permitidme que imite el ejemplo de Prometeo.
Escuchamos el chasquido de un encendedor y una pequeña llama iluminó débilmente la cara del prestidigitador. Luego la llama se alejó en dirección a la cocina. Poco después, Zarko volvió con un paquete de velas en la mano.
—¡Hágase la luz! —dijo, mientras comenzaba a encender, una a una, las mechas de cera.
—Las ocho y media ya son —señaló madame Kádár—. Debiéramos quizás ahora cenar. Si no, muy tarde se nos hará.
Preparamos una cena ligera, compuesta en su totalidad por latas de conserva. No nos sentamos a la mesa, como habíamos hecho al mediodía, sino que comimos diseminados por la cocina. Al terminar, lavamos los pocos platos y cubiertos que habíamos ensuciado. Mientras, Susana preparaba dos jarras de leche caliente con cacao.
Nos reunimos de nuevo en el salón. El padre Silveira había añadido unos cuantos troncos a la chimenea y ahora en el hogar ardía un fuego intenso y acogedor. La miríada de velas encendidas prestaba a la escena una apariencia navideña, totalmente incongruente con el comienzo del verano.
—Ahora le toca a usted, señora Kádár —dijo de pronto Claudia.
—¿Qué es lo que a mí me toca, querida? —La anciana sonreía.
—Contar una historia. Ahora es su turno. —Oh, pero con mi mal castellano confusa la historia sería... —Madame Kádár agitó la cabeza, en una risueña negativa, y dio un breve sorbo de cacao caliente.
—Eso es hacer trampa, querida amiga —dijo Aníbal Zarko—. Todos hemos narrado una historia. Ahora falta su relato.
—Es justo, madame —intervino el doctor Arauco—. Para que la magia funcione, hay que cerrar el círculo. Sin su relato, no habremos hecho otra cosa que charlar en vano.
La anciana sonrió con la resignación de una abuela bondadosa y dijo:
—Razón tienen, ya lo sé... Pero abusando quizás estemos de la paciencia de nuevos amigos nuestros...
—En absoluto —repuso Susana—. Estaremos encantados de oír su historia.
Madame Kádár suspiró sonoramente. —Pero puede que ya tarde sea... Claudia se acercó a ella y tomó con suavidad su mano. —Por favor, señora Kádár... —suplicó. —De acuerdo, de acuerdo —cedió la anciana—. Un historia contaré. Pero si luego se aburren, protestas no he de admitir... —Se frotó los ojos con gesto algo cansado—. Primero explicarles debería en qué mi trabajo consiste. Y tarea fácil no es, créanme...
—Madame Kádár se dedica a curar edificios —dijo el padre Silveira.
Enarqué las cejas.
—¿Ha dicho curar edificios? —pregunté—. ¿Curar...? No estoy seguro de entenderlo...
El profesor Jerusalén se inclinó hacia delante.
—Los edificios son entidades muy complejas. —Su voz era grave y pausada—. Conjugan y distribuyen el espacio, retuercen las dimensiones, tallan la luz y el tiempo.
—Pero, sobre todo —apuntó Aníbal Zarko—, los edificios albergan emociones.
—Así es —asintió el profesor Jerusalén—. Las casas están destinadas a contener hombres y mujeres, unos seres tan extraordinariamente temperamentales que, muchas veces, contaminan el ambiente con sus sentimientos.
—Y las casas, por decirlo así, enferman —añadió el prestidigitador.
—Quizás un edificio triste esté y crujir haga su vigas con melancolía —dijo madame Kádár—. Puede que un bloque de apartamentos nervioso se sienta y en la depresión caiga. O, tal vez, una oficina de estrés sufra. Cuando cosas así suceden, los moradores de esas casas en sí mismos experimentan las emociones de piedra y metal. A expertos recurren entonces... expertos como yo.
—¿Y qué hace usted? —pregunté, realmente interesado. —Oh, bueno... de cuál sea el mal del edificio depende. Usted ni se imagina lo excéntrica que una casa puede resultar... Mas, en general, otra cosa que escuchar no hago. Con eso suele bastar —Madame Kádár respiró hondo—. Solas se sienten las casas; entonces las tablas gimen, las cañerías se quejan y las chimeneas suspiran. Pero nadie presta atención... Así que llego yo y a las paredes les digo: «Vuestros problemas contadme, os abro mi corazón.» Y, de lo más profundo de los cimientos, el canto íntimo de la casa para mis oídos surge. Y sus penas de cemento escucho, y calmo su tristeza, y sosiego presto a su alma de metal... No hay más; con eso basta.
—Una especie de psiquiatría arquitectónica —dijo sonriendo el doctor Arauco.
—En efecto, más o menos así es, aunque no siempre las cosas de ese modo ocurran. —Madame Kádár bebió un sorbo de cacao y prosiguió—: Hace no mucho, una llamada telefónica recibí. De Italia era. En un palacete construido a la orilla del lago de Como, al norte de Milán, un suceso extraordinario ocurrido había. Mi presencia solicitaban con urgencia extrema, así que el primer avión tomé para allí. Con los brazos abiertos el propietario, un anciano de gran encanto, me recibió. A un dormitorio me condujo y una puerta en una de sus paredes me mostró.
»"Vea", me dijo. "¿Extraordinario no es...?" Confusa yo estaba. Una simple puerta veía, similar a las otras que en el edificio había. Nada extraordinario yo veía y así lo hice saber.
»"Claro", el propietario dijo. "Usted la casa antes no conocía, madame; pero lo extraño es que jamás una puerta en esa pared ha habido. Esa puerta no existía hasta ayer... de repente ha aparecido."
»Bueno, pensé, es cosa realmente sorprendente que una casa multiplique el número de sus puertas sin humana intervención. Nunca cosa igual había visto, de modo que pregunté a dónde esa puerta daba. Y aquel amable anciano me contestó que abrir esa puerta imposible era, que detrás de la pared nada había y, por tanto, a ningún sitio esa puerta podía dar.
»En fin, el trabajó acepté, y en el dormitorio que la puerta fantasma albergaba decidí la noche pasar. Miedo no tenía, porque nada violento escuché en la canción de la casa; así que enseguida me dormí, plácida como una niña.
»Pero de madrugada me desperté, segura de que a mi lado una presencia había. Los ojos abrí y que tenía razón pude comprobar: abierta estaba la puerta misteriosa y una persona desconocida sonriente me contemplaba. No, un fantasma no era. De un ser humano se trataba, amable y cálido, tan corriente y normal como cualquiera de nosotros.