El Círculo de Jericó (32 page)

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Authors: César Mallorquí

Asentí. ¿Cuantas veces había contado esa historia?

—Fue en Colombia. Yo estaba trabajando en el pueblo de Bucaramanga con un grupo de la OMS. Un día vino a vernos una mujer: su hija dormía constantemente y no había forma de despertarla. —Suspiré—. María Candelaria Suárez; tenía quince años y era una muchacha preciosa. —Levanté el vaso en un amago de brindis—. Pero ella —añadí—, a diferencia del Hombre Dormido, se despertaba durante unos minutos, cada tres o cuatro días.

—Y no era narcolepsia.

—No. —Me encogí de hombros—. Jamás descubrimos la causa de su mal. Un día su madre se la llevó y nunca más supe de ella.

Pallady bajó la mirada y permaneció unos instantes pensativo.

—He leído el estudio que usted escribió sobre ese caso, doctor. —Sus ojos azules me escrutaron de nuevo—. Y he tenido la impresión de que no lo cuenta todo. Como si algo en aquella niña le hubiera sorprendido, pero no se atreviese a hablar de ello.

Apuré el whisky de un trago y miré fijamente al rumano. De pronto presentí que quizá Cezar Pallady fuese la única persona del mundo capaz de comprender lo que vi en aquella niña.

—No podía explicarme su sonrisa —dije con voz neutra—. Cuando María Candelaria despertaba, durante unos pocos minutos, yo hablaba con ella. Lo cierto es que no estaba del todo despierta: se encontraba en un estadio intermedio, una especie de duermevela. Pero cuando hablábamos yo notaba que... —tragué saliva—, que aquella niña era feliz. ¿Entiende? Había una extraña sonrisa en sus labios, como si supiese algo que los demás ignoráramos y ese conocimiento la llenara de alegría. —Suspiré—. A veces creo que María Candelaria no quería despertarse. Que prefería dormir siempre, porque así era dichosa. Pallady sonrió y asintió complacido, como si aquella fuera la respuesta que estaba esperando. Le hice señas a un camarero para que me trajera otra copa.

—He sabido que su hijo murió hace poco —dijo de repente Pallady—. Es una gran desgracia. ¿Cómo ocurrió?

Encajé la mandíbula. El rumano tenía una rara habilidad para formular las preguntas más crudas con la inocencia de un niño.

—Mi hijo padecía leucemia —murmuré—. Murió hace nueve meses, cuando le faltaban unos días para cumplir ocho años. —Bebí un trago de whisky—. Pero, si no le importa, preferiría no hablar de eso.

—He sido indiscreto —se disculpó Pallady—. Lo siento.

Permanecimos callados unos minutos.

—El otro día le vi en el Laboratorio del Sueño —dije, más que otra cosa para romper el silencio—. ¿Cómo consigue provocar ese fenómeno, la onda R, en su cerebro?

—Hasta que el profesor Tsatsos me lo dijo, no sabía que pasara nada raro en mi cerebro. —Pallady bebió un sorbo de agua—. ¿Sabe algo de yoga? —Negué con la cabeza. El rumano prosiguió—: La experiencia que realizo en el laboratorio se llama «persistencia de la conciencia». Mediante las técnicas del tantra-yoga y el ejercicio del
pranayama
, o control de la respiración, alcanzo el estado
samadhi
y recorro los tres niveles del sueño:
taijasa
,
prajana
y
turiya
. De este modo consigo pasar del estado vaisvanara, de vigilia, al estado de sueño sin perder la lucidez mental. Luego voy descendiendo cada vez más profundamente en el mundo onírico, hasta alcanzar el estado cataléptico. Ése puede parecer el último nivel: un lugar oscuro en lo más hondo de mi mente. El final de la línea, por así decirlo. Pero entonces intento descender aún más, empujando las tinieblas. —Pallady dudó unos segundos, buscando el modo de describir lo indescriptible—. Es como si una gran tela negra me cubriera por completo. Intento avanzar, pero la tela es elástica y sólo logro que ceda un poco. En ese momento concentro todo mi
prana
, toda mi energía, en un punto fijo de la oscuridad. Hago que mi ser gravite sobre ese punto. Y entonces las tinieblas se rasgan levemente, traspasadas por una luz muy intensa, cegadora. Ahí es cuando, al parecer, una zona dormida de mi cerebro entra en actividad y hace acto de presencia el efecto Rátsel. —Pallady se encogió de hombros; parecía entristecido—. Desgraciadamente no puedo encarar mucho tiempo esa luz. Es demasiado intensa. A los dos o tres segundos tengo que cerrar los ojos de mi mente. Y entonces pierdo el control y todo se esfuma.

Bebí un sorbo de whisky. Aquello me sonaba a jerga mística sin significado alguno. Palabrería, superstición, bobadas. Aunque, para ser justo, tenía que admitir que Pallady ejercía sobre su organismo y su mente un control que sobrepasaba con mucho los límites aceptados por la ciencia. Era una especie de atleta metafísico.

—¿Por qué lo hace? —pregunté, genuinamente interesado—. Usted era sacerdote, un misionero jesuita. Y un buen día decidió abandonarlo todo, cambiar completamente de vida. ¿Por qué?

Los ojos de Pallady chispearon divertidos. —No dejé la Compañía de Jesús: ellos me expulsaron. Por aquel entonces yo era muy joven. Llegué a la India y encontré toda la pobreza y dolor del mundo. Pero también un tesoro de espiritualidad. A medida que me daba cuenta de que mi simple esfuerzo no bastaba ni tan siquiera para aliviar un poco de la miseria humana que me rodeaba, me fui volcando más en los aspectos espirituales de aquella cultura antiquísima, y sin embargo tan nueva para mí. Me reunía con maestros e iniciados, vestía como ellos, aprendía de ellos. Mis superiores se alarmaron: «Arrepiéntete, Cezar. Estás comportándote como un pagano», dijeron. Y yo contesté: «¿Por qué? ¿Acaso Dios es tan pequeño que sólo existe un sendero para llegar a él? Dejadme recorrer mi propio camino.» Pero la Iglesia quiere soldados, no francotiradores. Los jerarcas religiosos se ponen muy nerviosos con los místicos: los místicos son independientes e impredecibles. Y difíciles de controlar: al menor descuido se convierten en herejes. De modo que me echaron.

—Así que ésa es la razón. La búsqueda de Dios. —Quizás al principio; luego ya no. Buscar a Dios es como jugar al escondite con alguien que ni siquiera sabes si está ahí. No, no es la divinidad el objeto de mi búsqueda. —Pallady reflexionó unos instantes—. Los monjes
bonpo
del Tíbet hablan de un país llamado Shambhala, un misterioso lugar del que dimana toda la fuerza espiritual del planeta y donde residen los Grandes Iniciados. El problema es que Shambhala no resulta fácil de encontrar. Algunos dicen que se halla en el centro del desierto Takla Maklan, en China. Otros afirman que se ubica en un valle perdido de los Himalayas, o al final de la ruta santa del Bhadrinat, o en una inmensa gruta del altiplano mongol. Pero los
bonpo
creen que, en realidad, Shambhala no se encuentra en el espacio físico normal, sino en un territorio sutil que no puede ser percibido por los sentidos. Un lugar inaccesible, salvo... —Pallady pareció vacilar—. Salvo por el hecho de que, ocasionalmente, se abren puertas que permiten el acceso. Aunque, por lo visto, esas puertas no son fáciles de reconocer. —Suspiró—. En definitiva, eso es lo que busco: una puerta que conduzca a Shambhala.

—¿Y usted cree en eso? —pregunté escéptico.

Pallady sonrió con resignación, como si estuviese acostumbrado a que sus palabras fueran acogidas con incredulidad.

—Muchas veces rechazamos ideas, no por los conceptos que contienen, sino a causa de los términos en que están expresadas. Los textos Tao chinos describieron, hace cientos de años, el comportamiento cuántico y relativista del universo. No obstante, usted los consideraría literatura mística. El Engrama Bioeléctrico del que habla el profesor Tsatsos, ¿en qué se diferencia del aura? O la zona Rátsel del cerebro, que coincide con la glándula pineal, a la que los antiguos llamaban «la casa del alma». —Se encogió de hombros—. En contestación a su pregunta: no, no creo que Shambhala tenga una existencia objetiva y palpable. Pero sí creo que dentro de nosotros existe un Shambhala, y que es nuestro deber recorrer el camino que conduce a él.

—Y piensa que la máquina de Kurt, el Excitador de Engrama, puede ser un medio para llegar a ese mágico país, ¿no? —El ceño repentinamente fruncido del rumano me indicó que había dado en el clavo. De modo que añadí—: Pero eso es hacer trampa. Supongo que la perfección, la santidad, o lo que sea, sólo pueden conseguirse a través del esfuerzo. ¿O hay atajos para Shambhala?

—A veces —murmuró Pallady, súbitamente abstraído—, no es posible disponer del tiempo necesario para realizar adecuadamente el peregrinaje. —Se puso en pie—. Ahora debo retirarme, doctor Varnigal. Ha sido muy agradable charlar con usted. Buenas noches.

Mientras observaba a Pallady desaparecer dentro del hotel, me pregunté si no me habría mostrado descortés con él. Cezar Pallady parecía una buena persona y no pretendía incomodarle.

Apuré mi copa y pedí un nuevo whisky. Tenía que darme prisa si quería emborracharme antes de que cerraran el bar.

Al día siguiente descubrí, para mi satisfacción, que el equipo por fin había llegado y lo estaban instalando en la clínica. Esa misma tarde comencé a explorar en profundidad el estado físico del Hombre Dormido. Tomografía cerebral, resonancia magnética, termografía... Acogí con agradecimiento la reanudación del trabajo, pensando que de ese modo lograría ahuyentar a los fantasmas. Pero no fue así. Cada noche, como un torturador escrupuloso, volvía a visitarme el mismo sueño devastador, la misma pesadilla. Cada noche veía retorcerse el cuerpo muerto de Samuel, crispado por la electricidad del desfibrilador. Cada noche me despertaba roto de dolor y de pena. Y cada noche recurría a la burda anestesia del alcohol, buscando, sino el alivio, al menos la insensibilidad.

Tardé casi diez días en completar todas las pruebas. Durante ese tiempo, Cezar Pallady me visitó frecuentemente. A veces venía acompañado por Kathy Austen, la tímida neurofisióloga americana.

Era tan evidente la admiración que Kathy sentía por Pallady que empecé a entrever en ellos una relación que excedía lo simplemente amistoso. No obstante, el rumano acostumbraba venir sólo. Entonces se quedaba largo rato en silencio, observando al Hombre Dormido. Ignoro lo que veía en él, pero de algún modo parecía obsesionarle. En ocasiones me hacía preguntas sobre María Candelaria, intentando arrancarme cada recuerdo, cada detalle; como si quisiera encontrarse con aquella niña colombiana a través de mi memoria.

Durante la segunda semana de julio, Pallady tuvo que trasladarse a Heraklion para someterse a un reconocimiento médico completo. El doctor Tsatsos había fijado ya la fecha en que se usaría el Excitador de Engrama para amplificar el efecto Rátsel en el cerebro del rumano, y quería asegurarse de que éste se encontraba en perfectas condiciones.

Al cabo de unos días, cuando volví a verle, encontré a Pallady particularmente silencioso. Parecía preocupado, pero cuando le pregunté, se limitó a sonreír y a decirme que se encontraba perfectamente.

Quizá aquélla fue la única mentira que aquel hombre dijera en toda su vida. Poco después supe la verdad.

Una mañana, al llegar al hospital, encontré una nota de Irene pidiéndome que, en cuanto me fuera posible, acudiera al despacho de Tsatsos. Eso hice, y allí les encontré esperándome, serios y circunspectos, como si alguna catástrofe se hubiese abatido sobre el Centro.

—¿Qué ocurre? —pregunté alarmado.

—Ha surgido un serio inconveniente —dijo Irene—. No podemos usar el Excitador de Engrama con Cezar Pallady.

—¿Por qué?

—Anoche llegaron los resultados de su examen médico —repuso el profesor Tsatsos—. El señor Pallady padece la enfermedad de Hodgkin en un grado muy desarrollado. Sólo le quedan unos meses de vida.

Me estremecí. La enfermedad de Hodgkin, o linfosarcoma, es una de las formas mas graves de cáncer. No hay curación; es mortal.

—¿Pallady lo sabía?

—Sí. Al parecer, durante unos meses siguió un tratamiento de isótopos en París, aunque luego lo dejó. —Irene chasqueó la lengua—. Pero no nos dijo nada. Ignorábamos que estuviese enfermo.

—El caso —dijo Tsatsos— es que no podemos arriesgarnos a trabajar con Pallady. No en su estado. Y buscar ahora otro yogui capaz de autoprovocar actividad R en su cerebro... bueno, eso retrasaría inaceptablemente el proyecto. Por tanto, sólo nos queda recurrir al Hombre Dormido.

—Juan —intervino Irene—, necesitamos saber si Rip está en condiciones de experimentar los efectos del Excitador de Engrama.

Me agité, confuso, sobre la silla. La noticia de la enfermedad de Pallady me había afectado. Quizá demasiado para tratarse de alguien casi desconocido para mí.

—Todavía no he concluido las pruebas. —Sacudí la cabeza—. Sigo ignorando lo que le sucede al Hombre Dormido. Y tampoco sé lo que pasaría si se expusiese a los campos magnéticos generados por esa máquina...

—El Excitador de Engrama usa potenciales muy bajos —me interrumpió Tsatsos—. Rip recibirá mucha menos radiación que si estuviera frente a un televisor.

Era cierto. Pero la máquina de Kurt no trabajaba directamente sobre el cuerpo, sino sobre los campos bioeléctricos generados por el sistema nervioso, y eso lo situaba todo en un lugar un tanto espectral. En el peor de los casos, ¿era inofensivo el Excitador? Quién sabe...

—Juan —dijo Irene—, ¿cuál es el estado físico de Rip?

—Se encuentra bien —me vi obligado a reconocer—. Incluso demasiado bien. Pese a llevar diez años en la cama, es una de las personas más sanas que he visto.

Irene asintió en silencio. Meditó unos segundos.

—Hoy es martes —dijo—. Si para el fin de semana no has encontrado en Rip nada que impida llevar a cabo la experiencia, el próximo lunes usaremos con él el Excitador de Engrama. ¿De acuerdo?

Irene me miró con una expresión entre severa y preocupada, que en realidad quería decir: «Esto es serio, Juan. Confío en ti.»

De modo que vacilé un instante y luego asentí. ¿Qué más podía hacer?

Aquella noche, en la terraza del hotel, mientras desgranaba la primera cuenta de mi particular rosario alcohólico, vino a verme Cezar Pallady. No supe qué decirle: me quedé mirándole confuso, consiguiendo apenas balbucear un torpe saludo. Pero el rumano pasó por alto mi turbación. El apretón de su mano vino acompañado de una cálida sonrisa.

—Sólo quiero despedirme, doctor Varnigal. Mañana por la tarde volaré a Atenas, y de allí a Delhi. Pronto estaré con mi familia. —Pallady parecía feliz y satisfecho—. También quería darle una cosa, doctor. —Sacó algo de su bolsillo y me lo mostró: era una vieja moneda de su país—. Verá, cuando escapé con mi familia de Rumania tenía nueve años. Mientras huíamos hacia la frontera yo estaba muy nervioso. Para tranquilizarme, mi padre me dio esta moneda de diez leus y me dijo que podría comprarme lo que quisiera. Recuerdo que durante todo el viaje me aferraba a la moneda y no paraba de pensar en lo que podría adquirir con ella. —Sonrió—. Pero nunca la usé. No compré nada, porque si lo hubiera hecho me habría quedado sin la moneda, y al perder ésta también hubiera perdido la ilusión. De modo que se convirtió en una especie de talismán para mí. —Sus rasgos adquirieron una repentina seriedad—. Tengo la impresión, doctor, de que es usted un hombre muy atormentado. Quizá necesite de esta moneda más que yo. —Depositó el disco metálico sobre el mármol de la mesa—. Espero que le proporcione al menos la misma tranquilidad que a mí me brindó hace tantos años. —Respiró profundamente—. No le entretengo más, doctor. —Nos despedimos con un breve apretón de manos. Antes de irse, Pallady añadió—: Recuerde la magia de la moneda, doctor Varnigal. No la malgaste.

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