El Círculo de Jericó (18 page)

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Authors: César Mallorquí

—¿Sabes dónde está la piedra?

—La Piedra. Con mayúscula —El chamán rió de nuevo y bailoteó torpemente—. En realidad es el Círculo de Piedras.

—Pero hay muchos círculos de piedras...

—¡Qué torpe eres! Sólo hay un Círculo de Piedras... ¿Qué tienes en la mano?

—Una hoja de hiedra.

—¡Pues utiliza tus supersentidos de superhéróe barato! Enfoca la hoja de hiedra, y Mírala. ¿De dónde proviene?

Gedeón hizo lo que le indicaba el viejo.

—Viene del Llano de Salisbury... ¡Stonehenge! Pero... ¡Esta hoja tiene siglos de antigüedad!

—Y está fresca como una lechuga —El chamán volvió a bailotear—. Me aburres, Gedeón. Te crees más que humano, y sólo eres un niño deslumhrado por el sol. Vete a la Piedra el día del solsticio de verano. Por la noche cómete una... ¿Cómo se llama...? No es yagé, no es ergina, no es mescalina... ¡Mira en mi cabeza, huevón!

—Amanita muscaria —dijo con un hilo de voz Gedeón.

El viejo chamán suspiró.

—Eso es. Y ahora lárgate de aquí, mocoso. Éste es mi desierto y tú eres más aburrido que un lagarto. Más, incluso, que Carlos de Castañeda.

Realmente, eso era ser muy aburrido.

Gedeón recogió en silencio sus cosas y se marchó. Mientras cruzaba el desierto no dejaba de apretar en el puño aquella milagrosa hoja de hiedra.

Una cita en el bosque más allá del tiempo

Ginebra, recostada sobre la hierba, la espalda apoyada contra el musgo que cubre la Piedra, canta tristemente una tonada.

Las palabras de la canción hablan de lo que es y de lo que no es. El corazón de Ginebra esconde el melancólico sentimiento de una pérdida.

La lechuza ulula en la noche y, al igual que una puerta que se abre por unos instantes, Ginebra puede vislumbrar brevemente la sombra de una sombra.

Comienza a extender la mano, pero cuando el movimiento acaba, la sombra ya se ha esfumado, como el vaho del aliento en el vidrio de una ventana.

Ginebra se incorpora y eleva los ojos hacia Altair.

—Escúchame, Merlín —susurra—; si el poder de un gesto tuyo hizo erigirse la Piedra, haz algo más pequeño. Consigue que la sombra vuelva. Déjame hablar con ella...

La lechuza sacude las alas, sin emprender el vuelo. La sombra se agita delante de los ojos de Ginebra y le habla con extrañas palabras de amor.

—Estás triste —dice la reina—. ¿Por qué?

La sombra le contesta, y hay tanto desconsuelo en su voz que Ginebra sabe que tiene que hacer algo para apaciguar su aflicción.

Sonríe y ensaya una breve danza delante del fantasma. Luego arranca una hoja de hiedra y se la tiende. La hoja desaparece en el aire.

—Pero... ¿Dónde estás? —pregunta la sombra.

—En la Piedra —contesta Ginebra—. En la Piedra...

Y la sombra deja de fluir, como una fuente que se seca. Pero Ginebra ya no carga con el peso de una pérdida. Sabe que no está sola.

EL CAMPO DE GOLF ESTELAR DE 56 HOYOS

En 1740 el clérigo William Stukeley observó que el eje de la estructura de Stonehenge estaba orientado en dirección al nordeste, exactamente hacia el lugar donde salía el sol cada 21 de junio, fecha del solsticio de verano.

Desde entonces, y en número creciente, los visitantes acudían a Stonehenge siempre que llegaba el día más largo del año.

Pero aquel 21 de junio, el día del solsticio en que Gedeón Montoya llegó al viejo Círculo de Piedras, nadie acudió a Stonehenge.

Y eso, en sí mismo, era tan extraordinario como el platillo volante que aterrizó aquella mañana en Silbury Hill, la misteriosa colina artificial cercana a Avebury.

Claro que a Gedeón parecían no importarle mucho ninguno de aquellos acontecimientos. En realidad, en lo único que pensaba era en los milagros que aquella noche podría esconder.

Gedeón llegó a Stonehenge a las seis y media de la tarde. Lo primero que hizo fue buscar la amanita muscaria que el viejo chamán le había sugerido comer. Encontró una en el centro del Circulo de Piedras, así que decidió instalarse allí mismo. Adoptó la postura de loto que tanto había practicado en la lamastería del valle de Manang, y esperó.

Estaba meditando acerca de si debía comerse toda la amanita, o tan sólo una fracción, cuando una voz le sobresaltó.

—Si me perdonas la intromisión, deberías comer sólo un poco. Esa seta es muy venenosa.

Gedeón se volvió y vio que un extraño ser, con la apariencia de un cruce contra natura entre un avestruz y un oso pardo, se acercaba amistosamente.

—Todavía no me he drogado. Tú no tienes derecho a estar aquí —señaló Gedeón.

—Oh, no. No soy fruto de tu imaginación. Me llamo Marvan, el Rey Ermitaño, y he venido en un platillo volante desde la estrella que vosotros habéis catalogado como J118.

—Absurdo —resopló Gedeón, que se había puesto de muy mal humor al ver turbada su soledad—. Marvan, el Rey Ermitaño, es el protagonista de un poema irlandés del siglo diez.

—Es que mi nombre auténtico es difícil de pronunciar en tu idioma. Pero lo cierto es que he venido de J118...

—Ya lo sé. Vosotros mandasteis el mensaje.

—Sí. Vaya historia, ¿eh? ¿Sabes que para emitir el mensaje concentramos quince segundos de la energía de nuestro sol? ¿Y que por culpa de esa manipulación nuestra estrella...?

—Se convirtió en una nova prematura —le interrumpió Gedeón—. ¿Algo más?

Marvan aleteó demostrando sorpresa.

—Estáis bien informados en este planeta...

—Verás, resulta que ese estúpido haz de energía coherente me dio de lleno en la cabeza. Por vuestra culpa toda la vida he sido un desgraciado. Comprenderás que tu presencia, o la de cualquiera de tu especie, me resulta particularmente ingrata.

—Así que el haz tropezó contigo... Vaya casualidad. En cualquier caso, no debe preocuparte encontrar a más de mi especie. Soy el único que queda. Los demás murieron en la explosión de la nova. En cuanto a mí, me salvé gracias a ser el líder del planeta. Había un proyecto secreto para construir una nave hiperespacial. En cuanto me enteré de que nuestro sol se iba al carajo, y perdona el lenguaje, me metí en el prototipo y lo programé con la misma trayectoria del haz coherente. Entonces... —Tú no eras el líder de ningún planeta. Trabajabas como conserje en el complejo industrial donde construían el prototipo de la nave. La robaste.

—La tomé prestada. El problema es que ahora no hay a quién devolvérsela...

—¿Por qué no te vas y me dejas solo? Tengo una cita. Marvan sonrió picaramente.

—Con una chica, ¿eh? Bueno, a lo que iba: mientras venía para acá descubrí que una alineación cósmica de inusuales proporciones crearía un vórtice de fuerzas de naturaleza desconocida, exactamente aquí.

—¿Una alineación cósmica? —Gedeón se mostró por primera vez interesado—. Eso suena a literatura barata.

—Ya sé que parece una bobada, pero así están las cosas. Como comprenderás, no me voy a ir sin presenciar todo el asunto del vórtice. Y si estás pensando en usar la fuerza, debo advertirte de que provengo de un planeta con una gravedad muy superior a la de tu mundo. En otras palabras, y no lo tomes como amenaza: puedo pulverizarte.

—Pues quédate, pero en silencio.

Marvan se sentó en un extremo del megalito, bajo un dolmen, y Gedeón retornó a su concentrada postura de loto. Ya había oscurecido, así que cogió un trozo de amanita y, sin dudarlo, se lo comió. Sabía a rayos.

—Es curioso eso que estás haciendo. ¿Los de tu especie soléis intoxicaros voluntariamente?

—Cállate.

Marvan se hubiera encogido de hombros, caso de haber tenido algún hombro que encoger.

Una hora después, el alienígena comentó:

—Ya sé que es meterme donde no me llaman, pero, si no estás demasiado drogado para oírme, deberías quitarte de ahí. El vórtice de fuerzas emergentes se materializará exactamente donde tú estás sentado.

Pero Gedeón estaba demasiado drogado para oírle.

Las estrellas eran filamentos de plata, la atmósfera un cortinaje de terciopelo negro, y la oscuridad... ¿Qué había dicho la sombra?

«Hay tanta luz en la oscuridad...»

Las tinieblas eran abanicos de luz, resplandecientes mareas, océanos de fulgor incandescente.

Entonces, y sin previo aviso, la sombra apareció ante Gedeón, resplandeciente como una diosa blanca. Sólo que ya no era un sombra, sino una mujer con una cascada de trigo por cabello y aguamarinas en torno a las pupilas dilatadas.

—Extraño vórtice... —exclamó Marvan.

La mujer, desnuda como la gran meretriz de Babilonia, pero investida de una pureza casi virginal, dio tres graciosos pasos de danza, como una ninfa bailando entre las adelfas.

—No eres Lanzarote —dijo ella—. Ni Arturo. ¿Quién eres?

Gedeón se incorporó, aturdido por la droga.

—Gedeón —musitó—. Gedeón Montoya.

—Gedeón... —La mujer pronunció el nombre como si paladease una baya de tejo—. Gedeón es un nombre hermoso. Estamos muy solos tú y yo, aquí, Gedeón. ¿Por qué tienes los ojos tan abiertos?

—No los tengo abiertos, yo... —De repente Gedeón comprendió. Con un acto de voluntad insospechada, cerró los ojos de su mente a todo lo que no fuese la mujer.

Y el universo desapareció. Sólo quedaron ella y él.

—Y, ahora, mira bien —dijo ella.

Y Gedeón miró bien, y vio el lago teñido de luna, los bosques infinitos de las baladas celtas, los ciervos recortándose contra las estrellas. Y la vio a ella, como jamás había visto a nadie.

—Creo que te amo —dijo Gedeón.

La mujer rió.

—Qué impulsivo. Si acabamos de conocernos...

Gedeón la miró desconcertado. Ella rió de nuevo y, tomándole de la mano, comenzó a danzar por entre el brezo y la jara, bajo el acebo y el muérdago.

Gedeón, siguiendo torpemente la danza de la mujer, tuvo aún tiempo de decir algo más:

—Sinelas saró má farabusteaba. Tué jelo.

«Eres cuanto buscaba. Te amo.»

Marvan el alienígena, repentinamente solo en el megalito de Stonehenge, sacudió la cabeza. Una lechuza ululó y fue a posarse en lo alto de un menhir.

—¿Qué te parece? —le preguntó Marvan al pájaro—.Tan mayor y enamorado como un muchacho, ¿eh? Vaya con Gedeón... Qué humano después de todo.

La lechuza giró la cabeza de un lado a otro y ululó de nuevo.

Sí, sí —dijo Marvan—. Tienes razón. Como vórtice de fuerzas extrañas ha resultado de lo más decepcionante. No obstante, ¿adonde habrán ido esos dos?

La lechuza emprendió el vuelo. Marvan suspiró.

—En efecto. No vale la pena quedarse aquí. La Alineación Cósmica ha resultado ser, al final, literatura barata. Un fenómeno sin interés.

El alienígena no sabía cuán absolutamente equivocado estaba.

No hay nada más interesante, ni humano, que el amor.

La Muchacha de la Hiedra y el Muchacho del Acebo se oponen, no por ser la una símbolo de resurrección y el otro emblema de destrucción, sino por poseer sexos contrarios, por tratarse de hombre y mujer.

Pero esta rivalidad es superficial, errónea. Hiedra y Acebo son saturnales y su destino es unirse en estrecho abrazo, mezclar sus significados y letras para construir nuevas palabras.

El acebo, verde oscuro,

tomó una actitud resuelta;

está armado con muchas puntas de lanza que hieren la mano.

Grande era el argoma en la batalla y la hiedra en su flor; el avellano era el arbitro en ese tiempo encantado.

CÁD GODDEU (La batalla de los árboles)

4. Una sesión de hipnotismo

Cuando Aníbal Zarko concluyó su historia nadie hizo ningún comentario. La ropa ya se había secado, así que las mujeres se dirigieron al dormitorio y el padre Kindelán al cuarto de baño, mientras que los demás permanecíamos en el salón, vistiéndonos en silencio. Quince minutos más tarde todos habíamos recuperado nuestra apariencia normal.

Entretanto, la lluvia continuaba cayendo torrencialmente. Jamás había visto llover así y supuse que aquello debía de estar ocasionando auténticas inundaciones. De modo que seguíamos estando obligados a permanecer encerrados en aquella casa. El problema es que eran casi las dos de la tarde, y el hambre comenzaba a hacer estragos en nuestros estómagos.

—Hay un montón de latas en la cocina —nos informó Aníbal Zarko—. Creo que deberíamos pensar en el almuerzo.

—Esa comida no es nuestra —gruñó el padre Kindelán—. Si la cogemos, estaremos pecando contra el octavo mandamiento.

—Tampoco esta casa nuestra es, pater —repuso alegremente madame Kádár—. Y yo no oírte quejar por en ella cobijarnos. Además, la comida pagaremos; preocuparte no debes.

Y así quedó zanjado el tema. Inmediatamente nos pusimos manos a la obra. Aníbal Zarko, el profesor Jerusalén, Héctor Arauco y yo nos ocupamos de poner la mesa. El padre Silveira insistió en cocinar, ya que afirmó tener una gran experiencia en sacar el máximo provecho a las conservas. Isabel Bocanegra, Susana y Claudia se quedaron en la cocina ayudándole. El padre Kindelán permaneció en un rincón del salón; había sacado del bolsillo un rosario hecho con pétalos de rosa y se dedicaba a desgranar sus cuentas mientras murmuraba una oración tras otra. En cuanto a madame Kádár...

Cuando acabé de disponer los platos y los cubiertos sobre el mantel de plástico blanco, la anciana húngara se acercó a mí.

—¿Hablar un rato podemos? —me preguntó.

—Bueno, debería echar una mano... —objeté, señalando hacia la cocina.

—Demasiada gente allí hay. Otro par de manos sólo molestar podrían. Unos minutos dedíqueme, amigo mío. Con una vieja no le importará charlar, ¿verdad?

Madame Kádár cogió mi brazo y, con imprevista energía, me condujo al sofá. Nos sentamos y permanecimos unos segundos en un (para mí) embarazoso silencio, hasta que la anciana se decidió a hablar.

—Usted muy orgulloso de Claudia debe estar —dijo, alisándose con cuidado la falda.

—Es una niña extraordinaria, sí.

—Oh, pero más que una niña es. Casi una mujer ya. Una crisálida a punto de en mariposa convertirse.

—Sólo tiene diez años... —dije.

—Ay, ay... Todos los padres esa equivocación cometemos. Conservar para siempre pretendemos a nuestros queridos bebés. Pero los niños crecen y mayores se hacen. Un día su manita de la nuestra retiran, y ya más nunca a dárnosla vuelven. Sin embargo, ciegos estamos los padres, cuenta no nos damos de lo que ocurre. Y un día, reconocer como hija nuestra no podemos a esa jovencita en que nuestro bebé se ha convertido.

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