Read El Círculo de Jericó Online
Authors: César Mallorquí
Por la mañana, Flavio se levantó extrañamente malhumorado. Echó, de no muy buenas maneras, a la voluntariosa estudiante y se preparó un par de rayas de coca (había dormido poco y tenía la cabeza embotada). Luego, químicamente energizado, tomó una ducha rápida, y se dirigió al gran despacho de su mansión, dispuesto a pasar un rato trabajando. Se aposentó frente al ordenador y, mientras manipulaba el teclado, llamó por el interfono a su mayordomo, ordenándole que sólo le sirviera un café bien cargado para desayunar (la cocaína le quitaba el hambre).
Se desperezó y comenzó a releer el texto en que estaba trabajando. Se trataba de una nueva novela:
El tercer círculo
. No llevaba escritas más de sesenta páginas, pero ya era evidente que aquella habría de ser su obra maestra, la cumbre máxima de su desmesurado talento literario.
Flavio parpadeó disgustado. Tenía acidez de estómago, le dolía el brazo izquierdo y notaba una extraña opresión en el pecho... Además, ¿dónde estaba su café? Por las mañanas no podía hacer nada antes de tomarse un par de tazas. Se volvió irritado hacia el interfono, dispuesto a echarle una bronca a su indolente servidor... Entonces vio a la mujer.
Estaba de pie, en medio del despacho, con los brazos caídos y la actitud lánguida. Era una dama madura, pálida, muy delgada, de largos cabellos grises y ojos negros, rebosantes de tristeza. Se cubría con un sencillo traje oscuro, largo hasta los pies, y un vaporoso pañuelo azul que le cubría los hombros, cayéndole sobre el pecho como una cascada de seda. Olía a rosas marchitas, y en otro tiempo debió de ser muy hermosa; aún ahora conservaba un raro atractivo, decadente como las ruinas de un jardín en otoño.
—Buenos días, Flavio —dijo la mujer, y su voz fue el susurro de los cipreses agitados por la brisa.
Flavio se incorporó, señalando malhumorado hacia la puerta.
—Ignoro cómo ha conseguido entrar aquí, pero ya se puede ir largando. Si quiere una entrevista, hable con mi agente de prensa.
La mujer sonrió (¡Dios, con tanta melancolía!), vagamente divertida por la confusión del escritor.
—No soy periodista —dijo en voz muy baja—. Me llamo Hécate, y tenemos una cita.
—¿Una cita? —Flavio frunció el ceño—. Perdone, pero nadie me ha dicho que estuviese citado. Y yo a usted no la conozco, de modo que...
—Tú me conoces —susurró Hécate—. Estuve junto a ti cuando naciste. Soy hija de la Noche y hermana del Sueño. Soy Cloto, Lacchesis y Átropos, la
tría fata
, que hila las vidas de los hombres y delimita su longitud. Soy Thanatos, soy Mors, soy Kali, soy Gorgona, soy la Segadora, soy Gwyddyon, soy tu destino, Flavio, tu última amante.
Flavio comenzó a alarmarse. Resultaba incuestionable que aquella mujer distaba mucho de encontrarse en su sano juicio, y él no tenía las menores ganas de aguantar los delirios de una loca. Así que le dedicó la más tranquilizadora de sus sonrisas y comenzó a alejarse de ella lentamente, en dirección a la puerta.
—Sí, sí. No se excite. Tranquila. Yo voy a salir un momento, pero enseguida vuelvo y charlamos un rato.
—Oh, pobre Flavio —dijo con auténtica pena la mujer—. No vas a ir a ningún sitio, mi querido amigo. ¿Es que todavía no te has dado cuenta de lo que sucede? ¿De verdad no sabes para qué he venido? Soy la Muerte, querido. Tu muerte.
Hécate hizo un delicado ademán con el brazo. De su pañuelo ondeante se desprendieron nubes de mariposas negras que volaron por la habitación como un ajetreo de sombras. El despacho se perfumó con el aroma de las madreselvas que trepan por las tapias de los cementerios.
Y Flavio escuchó el ruido de la tierra al caer sobre su ataúd, y sintió un frío gélido en los huesos, y experimentó la horrible sensación de notar cómo el flujo de su sangre se detenía, igual que un río herido por la sequía.
—¡No puede ser! — exclamó espantado Flavio—. ¿Mi muerte? ¡Pero si estoy sano como una manzana!
—Dentro de unos minutos sufrirás un ataque cardíaco —susurró la Muerte—. No te has cuidado, Flavio. Demasiadas fiestas, demasiado alcohol, demasiadas mujeres, demasiadas drogas, demasiada comida...
—¡No volveré a hacerlo! —aulló Flavio, interrumpiendo la letanía reprobatoria de Hécate—. ¡Me corregiré!
—Claro que no volverás a hacerlo, mi pobre alma perdida. Vas a morir.
—Pero, pero... —Flavio miró a un lado y a otro, intentando encontrar un argumento contundente—. ¡Tengo muchas cosas que hacer! Mañana me entrevistan por televisión, y el jueves debo asistir a una cena de homenaje en el Círculo de Bellas Artes. Y, además... —Sonrió exultante, como si acabara de encontrar la excusa definitiva—. ¡Además tengo que recoger el Premio Nobel! No puedo hacerles un feo a los suecos...
—Sabrán disculpar tu ausencia, Flavio. A fin de cuentas, nadie espera gran cosa de un cadáver.
—Yo... eh... —Flavio, abatido, se dejó caer sobre un sillón de cuero negro—. Pero es que no estoy preparado...
—Nadie lo está, querido.
—Usted no lo comprende —balbuceó Flavio—. No puedo morir. Si muero, iré a un sitio horrible. Verá, hace muchos años...
—Lo sé, lo sé, mi pobre alma desahuciada. Llegaste a un acuerdo con Belias. —Suspiró—. Cometiste un error, y en el infierno dispondrás de toda la eternidad para arrepentirte. Pero no debes apesadumbrarte, querido; a veces el destino se muestra paradójico. Es cierto que cometiste un gran pecado al vender tu alma. Pero también es verdad que de aquel contrato impío surgió una obra de extraordinaria belleza. —Suspiró de nuevo—. Eres el más grande escritor de todos los tiempos, Flavio. Y yo tu mayor admiradora.
Una lucecita comenzó a parpadear en algún rincón del cerebro de Flavio. ¿Aquella mujer le admiraba?
—¿Ha leído...? —Flavio carraspeó para aclarar la voz—. ¿Ha leído usted mis libros?
—Todos.
La fuente callada, La historia iridiscente, El jardín interior, La carta de Alejandría...
—Hécate cerró los ojos y respiró hondo—. Cada una de tus novelas ha significado para mí un maravilloso deleite. Hay tanta pasión en tu prosa, tanta poesía, tanta delicadeza. Y, al tiempo, un sentimiento tan profundo de oscuridad y decadencia... Oh, mi querido Flavio, has volado, altivo como un águila, muy por encima de las cumbres más altas del Parnaso. Tu pluma está preñada de genio y talento, como ninguna otra lo estuvo.
Flavio frunció el ceño: aquella mujer sería la Muerte, pero también era una de las cursis más redomadas que se había echado a la cara. Y además una admiradora. El cerebro del escritor comenzó a trabajar a toda marcha. Había una posibilidad...
—Me alegro de que le guste mi trabajo. —Flavio se incorporó intentando disimular el temblor de sus piernas—. Pero tiene razón. Cuando llega la hora final hay que saber encararla con entereza. —Se aproximó a Hécate; fingió una sonrisa—. Me siento muy honrado de que una dama tan encantadora y sensible aprecie mi obra. Y lo único que lamento es no haber dispuesto del tiempo suficiente para concluir mi nueva novela. Hubiese sido un honor dedicársela. —Se encogió de hombros—. En fin... nos vamos cuando quiera.
Flavio hizo un tímido ademán en dirección a la puerta, pero Hécate permaneció inmóvil, con el ceño levemente fruncido, como si una repentina duda la hiciera vacilar.
—¿Estás escribiendo otra novela? —preguntó al fin.
—Oh, sí. Se llama
El tercer círculo
. No hace mucho que la he empezado, todavía no es más que un borrador, pero la verdad, estoy contento con los resultados. —Flavio suspiró—. Quizás en el Más Allá pueda concluirla.
—Lo dudo —musitó abstraída Hécate—. Allí donde vas el papel arde a temperatura ambiente.
—Claro... —Flavio permaneció un momento pensativo. De pronto sus ojos se iluminaron, como si se le acabara de ocurrir una idea—. Sabe, estoy pensando que sería un gran honor que me diera su opinión sobre lo que llevo escrito.
—¿Quieres que lea tu novela? —preguntó, sorprendida, la Muerte.
—Sí. Se trata de mi obra más personal, y me encantaría conocer el criterio de alguien con tanta experiencia como usted.
—Pero eso es imposible... —Hécate parpadeó confundida—. Tú te vas a morir de un momento a otro, tenemos que irnos...
—Oh, vamos, amiga mía; no hay que ser tan estricta. Sólo será un ratito. Me interesa tanto su criterio... Se lo pido por favor. Tómelo como la última voluntad de un condenado.
—Bueno, en fin... —Hécate sonrió vacilante—. Supongo que un pequeño retraso carecerá de importancia...
Flavio aplaudió como un colegial al que, momentáneamente, levantaran un castigo. Corrió hacia Hécate y le pasó el brazo por los hombros para conducirla hacia el procesador de textos. Se apartó rápidamente: tocar a aquella mujer era como poner la mano sobre un bloque de hielo seco.
—Siéntese en mi silla —murmuró, señalando el ordenador—. Se trata de una historia dramática. La historia de amor entre Ruth, una judía española, militante socialista, exiliada en Francia tras la guerra civil, y Arturo, un capitán del ejército franquista agregado a las fuerzas nazis de ocupación. Todo ocurre en el verano de 1940, cuando las
sturmtruppen
hitlerianas acaban de entrar en París...
Durante la siguiente hora, Hécate permaneció sentada en silencio, absorta en el monitor, haciendo pasar las páginas electrónicas con suaves pulsaciones de su dedo nudoso sobre el teclado. Flavio, entretanto, recorría nervioso la habitación, de un lado a otro, dirigiendo furtivas miradas al rostro ensimismado de la mujer. Interiormente, como recitando una letanía, el escritor no dejaba de repetir: «Que le guste, que le guste, que le guste...»
—He concluido —dijo finalmente Hécate, apartando la mirada del monitor y frotándose con suavidad los ojos... ¿húmedos? ¿Había lágrimas recorriendo sus mejillas?
—¿Y...? —Flavio tragó saliva—, ¿qué le ha parecido?
Hécate permaneció en silencio unos instantes, el rostro oculto, luego apartó las manos de la cara y le dirigió a Flavio una mirada llena de entusiasmo y admiración.
—Me encanta. Es la prosa más excelsa que he leído, Flavio. Tu obra maestra. —Hécate hizo aparecer en su mano un pequeño pañuelo de hilo negro y capturó con él las lágrimas que se agitaban en la comisura de sus párpados—. Tus personajes, tan humanos, tan frágiles y, a la vez, tan fuertes... Y el aroma de la época, tan magistralmente descrito... Sabes, por aquel entonces viajé mucho a través de Europa, y puedo asegurarte que el retrato que has forjado es perfecto hasta el más mínimo detalle.
Y el dramatismo de aquellos días... con qué perspicacia narras las contrapuestas emociones de los ciudadanos de París, humillados y vencidos, contemplando desfilar al ejército del Reich por
les Champs Élysées
. —Vaciló un instante—. ¡Es... tan vibrante!
Flavio contuvo el repentino impulso de ponerse a dar saltos de júbilo. Aún tenía una oportunidad.
—¿Le gusta de verdad? —insistió alborozado el escritor. Hécate cerró los ojos y asintió solemnemente. —Una obra sublime. —La Muerte vaciló un instante y luego esbozó una tímida sonrisa—. Es una pena que esté inconclusa... ¿cómo acaba?
El escritor sintió que el corazón le daba un vuelco de alegría. «Ya te tengo», pensó. «¡Has picado, vieja bruja!»
—Oh, lo siento, mi querida señora —repuso Flavio con una sonrisa—. Ni yo mismo sé cómo acaba. Escribir una novela es algo así como iniciar un romance: sabes cómo empieza, pero todo lo que suceda después, ah, dependerá de las circunstancias y del azar. Además, lo importante de una narración no es la historia en sí misma, sino la forma en que se presenta y desarrolla. —Tienes razón... —Hécate frunció el ceño, pensativa. —Debo confesarle —prosiguió Flavio— que lo que más lamento de tener que «irme» es no poder finalizar la historia de Ruth y Arturo. Presiento que
El tercer círculo
sería la culminación de mi carrera, el más grande epitafio que un literato pudiera esperar. —Suspiró—. Ojalá dispusiera del tiempo suficiente... Por desgracia —dejó caer teatralmente la cabeza sobre el pecho—, eso no es posible.
Un silencio, denso como un mar de mercurio, se extendió entre el escritor y la Muerte.
—Quizá puedas disponer de ese tiempo —musitó Hécate, la mirada abstraída—. Quizá podamos conseguir que acabes tu novela...
Flavio se irguió, repentinamente alerta, con el corazón bombeándole locamente en el pecho.
—Pero voy a morirme —balbuceó—. No podré escribir más.
—Humm... bueno, quién sabe. —Hécate se incorporó. En su rostro había ahora firmeza y decisión—. Soy la Segadora: elijo el momento en que cada espiga debe ser cosechada. Y, aunque tu hora está escrita, Flavio, yo puedo aumentar la longitud de tu hilo; concederte, si deseas verlo así, una prórroga. —¿Quiere decir que no me voy a morir? —Quiero decir que vivirás el tiempo necesario para acabar tu novela. Luego morirás. ¿Te parece bien? —¡Me parece de perlas! —Pero hay tres condiciones. —¿Qué condiciones? —preguntó receloso Flavio. —Primera —la Muerte levantó el dedo índice—: deberás escribir con la misma calidad de siempre. Segunda —el dedo medio se alzó—: los protagonistas de tu novela seguirán siendo Ruth y Arturo. Y tercera —el anular se unió a sus restantes compañeros—: deberás escribir todos los días un número determinado de páginas. Si alguna vez no lo haces, morirás. —¿Cuántas pa-páginas? —tartamudeó Flavio. Hécate, con gesto de ilusionista, materializó una baraja. La abrió en abanico y se la mostró al escritor: eran los arcanos mayores del tarot. Luego barajó siete veces, volvió a extender las cartas, esta vez ocultas, y se las ofreció a Flavio. —Elige una —ordenó la Muerte. El escritor obedeció.
La carta escogida representaba a un esqueleto empuñando una guadaña con la que segaba manos y cabezas. Era el único arcano del tarot que carecía de nombre, aunque sí tenía número: el trece.
—No entiendo... —Flavio contempló confuso la carta—. ¿Quiere decir que tengo que escribir trece páginas al día? —La Muerte asintió. Flavio desorbitó los ojos—. ¡Pero eso es demasiado! Soy un escritor lento, señora. Normalmente no redacto más de cuatro o cinco páginas por jornada de trabajo. Como mucho, podría escribir siete u ocho... ¡Pero trece es imposible! Hécate se encogió imperceptiblemente de hombros. —Ésas son las condiciones, Flavio. Lo tomas o lo dejas. —¡Lo tomo, lo tomo! Pero ¿qué pasará si enfermo y no puedo cumplir el cupo de páginas?
—No enfermarás. Yo misma me ocuparé de que tu salud sea de hierro. —Hécate sonrió con dulce tristeza—. Y ahora te dejo, querido Flavio. Debes comenzar a trabajar ya. Esta misma noche, cuando den las doce, volveré a verte y leeré las trece páginas que hayas escrito. —Bajó la mirada con turbación—. De este modo
El tercer círculo
será un poco obra nuestra, tuya y mía, ¿no crees?