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Authors: César Mallorquí
Las carcajadas de Belias resonaron irritantes en el interior del despacho. Flavio, sobrecogido de pavor, desorbitó los ojos y comenzó a aullar.
Pero ni siquiera entonces las manos del escritor dejaron de moverse sobre el teclado. Tenían mucho trabajo por delante; aún les quedaban infinitos capítulos por escribir.
El padre Kindelán concluyó su relato y agachó la cabeza. Mientras el eco de sus últimas palabras todavía flotaba en el aire, observé cómo sus labios comenzaban a silabear una muda letanía. El viejo sacerdote estaba orando.
—Gracias, padre —dijo madame Kádár—. Una interesante historia ha sido.
La intervención de la anciana pareció obrar como una válvula de escape. De repente, todos nos relajamos sobre nuestros asientos, parpadeamos y nos contemplamos los unos a los otros; en mi caso con algo de desconcierto. Susana se levantó y fue a comprobar el estado de nuestras ropas.
—Aun están húmedas —murmuró.
Miré a Claudia. Había una expresión ausente y seria en su rostro; parecía preocupada.
—Claudia —dije.
La niña volvió hacia mí sus grandes ojos.
—¿Sí, papá...?
—No es verdad.
—¿Qué...?
—Esa historia; no es cierta.
—Pero el padre ha dicho...
—Es una invención —la interrumpí—. Un cuento para pasar el rato.
—No tengo por costumbre mentir —intervino el padre Kindelán, abandonando de pronto su plegaria—. La historia que he contado es verdadera.
—Vamos, padre; no hay ningún escritor famoso que se llame Flavio Tursi.
—El nombre no es auténtico —repuso el sacerdote con tono inflexible—; hasta la intimidad de un pecador debe ser protegida. Pero la historia es cierta.
Suspiré. No deseaba discutir con aquel hombre, pero tampoco quería ver a Claudia asustada por un cuento fantástico; de modo que me dispuse a demostrar que el relato del cura era una ficción.
—De acuerdo —dije tras una pausa—. La historia es verdadera. El demonio se le aparece a Flavio Tursi a través de un procesador de textos, y luego vuelve a verle casi noventa años más tarde. Pero ¿cuánto hace que existen los procesadores de textos? ¿Diez años? ¿Quince? —Extendí los brazos con gesto de perplejidad—. Sencillamente, no puede haber transcurrido todo ese tiempo entre las dos entrevistas que Flavio Tursi mantuvo con el demonio.
El padre Kindelán me contempló inexpresivamente durante varios segundos. Luego las comisuras de sus labios se elevaron por primera vez, componiendo una sonrisa indescifrable.
—Antes comenté que en más de una ocasión me he encontrado con mi enemigo cara a cara —dijo el sacerdote en voz muy baja—. Reconozco que a veces charlamos, quizá compartiendo unas tazas de café; como dos viejos ajedrecistas rivales que hacen una pausa en la contienda para comentar alguna jugada de interés. —Sus cejas se enarcaron—. Fue el Diablo quien me contó esa historia. Y para el Diablo, el tiempo no cuenta.
Abrí la boca, dispuesto a objetar que no se pueden hacer pactos con el Diablo, porque el Diablo no existe, que la muerte no es una mujer y que el infierno no es más que un cuento para asustar a los niños. Pero no dije nada, porque aquello sólo podía conducir a una interminable discusión metafísica.
—Las historias, historias son —intervino madame Kádár—. Aunque reales parezcan, poder suyo conjurado es al ser contadas. —Se volvió hacia Claudia—. Ningún mal temer debes, querida. Contra ti el demonio nada puede, porque pureza tuya enorme poder es. Miedo jamás deberás sentir, Claudia. Jamás.
Claudia sonrió, y con aquella sonrisa desaparecieron de sus facciones la preocupación y el temor. Era sorprendente la influencia que aquella anciana tenía sobre mi hija. De hecho, creo que yo empezaba a sentir algo muy parecido a los celos.
—Es curioso lo que ha dicho el padre Kindelán —señaló el profesor Jerusalén—. Me refiero a eso de que el tiempo no cuenta para el Diablo. En realidad sí debe de contar, aunque supongo que de una manera distinta. Porque el tiempo es algo esencial, es la argamasa que mantiene unida la realidad. Una cuestión importante, sin duda...
El profesor Jerusalén enmudeció. Su mirada se perdió en algún punto impreciso, como si repentinamente hubiese rememorado algo. Madame Kádár le contempló sonriente.
—¿Quizás una buena historia para nosotros tiene, profesor?
Azarías Jerusalén mantuvo su expresión ausente durante unos segundos, luego asintió.
—Sí, conozco una historia. —Vaciló—. Pero creo que antes debería explicarles a Claudia y su familia quién soy y a qué me dedico. —Se puso en pie. Su cuerpo menudo, envuelto en una sábana blanca, parecía la imagen tópica de un filósofo griego—. Como ustedes saben, mi apellido es Jerusalén. Huelga señalar que soy judío. Judío sefardita. Pero eso no tiene mayor importancia, salvo por el hecho de que durante mucho tiempo, en mi juventud, me dediqué a estudiar la Cábala. —Respiró hondo—. Verán, tenía una obsesión: conocer el devenir de los acontecimientos, el futuro, y la Cábala parecía un medio adecuado para lograrlo. —Carraspeó—. Ya saben, todo se basa en analizar las combinaciones de letras que aparecen en las Sagradas Escrituras, teniendo en cuenta sus significados simbólicos, sus valores numéricos y mediante el uso de un Árbol Sefirótico...
—¿Un árbol qué...? —le interrumpió Claudia.
—Por supuesto, por supuesto... Imagino que no estarás familiarizada con esos términos. Verás, las Sefirot son los atributos divinos: Hokbmah es sabiduría, Hod es gloria, Tiferet es belleza, y así hasta diez. Un Árbol Sefirótico no es más que una especie de diagrama en el que las Sefirot están relacionadas entre sí mediante veintidós senderos. Veintidós, como las letras del alfabeto hebreo. De este modo, tomando cualquier fragmento del Talmud, podemos en principio descubrir el significado más profundo del texto sagrado; una clase especial de conocimiento que puede mostrarnos las claves de la creación, algunos aspectos de la naturaleza de Dios, o... o el futuro, como yo pretendía. —Se encogió de hombros—. Pero, en realidad, toda esta explicación es innecesaria, porque fracasé en mis propósitos. Tres son los caminos cabalísticos: la Acción, la Devoción y la Contemplación. Ninguno de ellos me condujo a parte alguna. Debo reconocer que al ver que mis propósitos se iban al traste, me sentí profundamente decepcionado. Yo era joven e impetuoso, y pensaba que Dios me estaba negando algo que merecía. Así que me enfrenté a Él. Le negué. —Suspiró—. Entonces Dios me castigó haciéndome un regalo.
El profesor Jerusalén inclinó la cabeza y se refugió en un reconcentrado silencio. A decir verdad, aquella gente era particularmente propensa a esa clase de pausas dramáticas.
—¿Cómo se puede castigar con un regalo? —preguntó finalmente Susana.
El profesor Jerusalén levantó la mirada. —Haciendo el regalo inadecuado —contestó—. Yo ansiaba vislumbrar el futuro, por tanto Dios me concedió el don de conocer el pasado.
—Pero todos podemos conocer el pasado —objetó Claudia.
—No. La gente normal puede recordar, o leer sobre los hechos que fueron. Pero yo contemplo el pasado que nunca he conocido. Para mí las personas no son más que el extremo último de una cadena de acontecimientos. Sé, por ejemplo, que tú Claudia estuviste muy enferma cuando eras un bebé, y que tus padres pasaron muchas noches en vela, vigilando tu sueño. Pero ahora estás bien, afortunadamente. Sé, de igual modo, que tenías un oso de peluche al que llamabas Coco, y que siempre has temido que hubiera alguien debajo de tu cama. Pero no lo hay, pequeña, no debes sentir miedo. Sé, también, que el verano pasado te caíste de la bicicleta y te hiciste una herida en la rodilla...
—¡Es verdad! —exclamó mi hija, llena de asombro. En fin, podía haberle explicado a Claudia que todas esas cosas eran usuales, que muchos bebés están enfermos, que son muy comunes los miedos irracionales, y que es de lo más natural que un niño tenga un oso de peluche (aunque, ¿cómo demonios sabía el profesor que mi hija lo llamaba Coco?). En cuanto a la herida de la rodilla... bueno, él pudo ver la cicatriz y deducir luego el resto de la historia. Sí, podía haber dicho todo eso. Pero ¿qué daño puede hacer un poco de fantasía? Claudia parecía encantada, de modo que le seguí la corriente al profesor Jerusalén.
—Sin duda es un don extraordinario —dije, con algo de ironía—. Pero no parece tan terrible.
—La cuestión, señor Zarate, es que no sólo veo el auténtico pasado. También veo todos los pasados posibles, aquellos que nunca se hicieron realidad. Por ejemplo, Claudia tuvo esa caída de la que antes hablé y el golpe le impidió montar en bicicleta durante una semana. Pero... si hubiera cogido la bicicleta al día siguiente, habría tenido un grave percance. Muy grave, créame. De modo que esa herida en la rodilla... en realidad le salvó la vida a su hija.
Fruncí el ceño; esas personas se volvían a veces demasiado morbosas para mi gusto. El profesor Jerusalén ignoró mi gesto de desagrado y volvió a tomar asiento. Tras acariciar su calva cabeza, prosiguió:
—El problema que plantea el don que me fue conferido es que, teniendo la capacidad de contemplar todo lo que pudo ser, en ocasiones me veo obligado a presenciar cosas terribles. —Se estremeció—. La historia que quiero contarles nunca sucedió, pero pudo suceder. Es una historia sencilla y quizás algo triste. —Cerró los ojos y continuó hablando, como si en la oscuridad que había tras sus párpados se agazaparan imágenes ocultas—: Es la historia de unos perros, y de un rebaño de ovejas...
La historia del profesor Jerusalén
El cielo, como un paño de terciopelo negro cubierto de diamantes, se alzaba en todo su esplendor sobre las oscuras cumbres de las montañas. Por encima de los bosques y de los valles miles de estrellas titilaban en el firmamento de aquella noche cristalina.
Pero había una, entre todas ellas, que no se comportaba como suelen hacerlo las estrellas. Se movía.
Claro que aquel objeto distaba mucho de ser una estrella. No emitía luz, la reflejaba. 'No tenía una vasta masa, pesaba poco más de seis mil quinientos kilos. No era un objeto natural, sino artificial.
A doscientos kilómetros de altura, el satélite Geosat D, puesto en órbita trece años atrás mediante un propulsor Arianne V desde la base de Kourou, sobrevolaba el sur de Europa. Su vertical, en ese momento, se encontraba situada exactamente encima de los Pirineos.
Geosat estaba procediendo a realizar las habituales observaciones automáticas. Algunos de sus sistemas habían dejado de ser operativos, no hay que olvidar que la vida prevista para el satélite era de doce años, y ya llevaba funcionando uno de más. No obstante, su órbita había entrado en una espiral descendente que le acercaba cada vez más rápidamente a la superficie de la Tierra. De hecho, Geosat estaba condenado a una muerte tan cierta como inminente. Y es que, según el peculiar calendario de los artefactos orbitales, era un satélite viejo. Aun así, el sistema de observación, cuyas funciones, entre otras, eran el registro y proceso de datos meteorológicos, todavía conservaba el brío de una primera juventud electrónica.
Las cámaras de infrarrojos y ópticas escrutaron la lejana superficie de la Tierra y su inmediata troposfera. El cielo sobre la península ibérica y el sur de Francia estaba limpio de nubes. Los sistemas informáticos de Geosat midieron las temperaturas, la dirección de los vientos, el grado de humedad y las variaciones de las corrientes marinas en el Estrecho de Gibraltar y el Golfo de Vizcaya, procesaron la información y, casi instantáneamente, la transmitieron por enlace de microondas a los receptores instalados en Robledo de Chávela.
Pero no había nadie allí para recibir aquel torrente de datos. No había nadie en toda la superficie de la Tierra capaz de escuchar aquellos mensajes llovidos del cielo.
No había nadie...
Brezo soñaba con Trueno cuando unos lejanos aullidos le despertaron. Se incorporó y olfateó inquieto el aire. Era la madrugada de una clara noche de primavera y el poco viento que soplaba lo hacía en dirección al llano, impidiendo a Brezo percibir los olores de la lejana jauría.
No se trataba de lobos, por supuesto; los lobos tardarían aún varios años en descender de las heladas tierras del norte para recuperar los bosques que en otros tiempos habían sido suyos.
Eran perros, como Brezo. Perros de las más diversas procedencias que habían unido sus fuerzas para sobrevivir. Pero, a diferencia de Brezo, aquellos perros hacía mucho que habían abandonado el regazo del Hombre. Rotos los lazos con la humanidad, aquellos animales, en otro tiempo amistosos, se habían convertido en bestias salvajes.
Las ovejas, que también habían escuchado los aullidos, se agitaban nerviosas. Brezo se levantó y rodeó lentamente el corral. Las ovejas se empujaban unas contra otras, amontonándose contra el fondo del cercado. Las maderas de la valla, después de tantos años sin arreglo alguno, parecían ir a saltar en pedazos en cualquier momento. Brezo ladró un par de veces mientras correteaba nervioso rodeando el corral.
La dirección del viento cambió y, al poco, Brezo pudo percibir el olor de la jauría. Eran diecinueve machos y diecisiete hembras, once de ellas preñadas. El aire para un perro contiene tanta información como la luz para un humano, y aquella brisa le hablaba a Brezo de excitación y de lucha, de cacería y de muerte. Pero había algo más: Brezo conocía el olor de uno de los machos... No recordaba cuándo, pero sabía que alguna vez, mucho tiempo atrás, había percibido el aroma de ese animal.
Se sentó y giró la cabeza, primero en un sentido y luego en el otro. Brezo era viejo. Doce años son muchos para un perro. Los músculos ya no eran tan fuertes y la resistencia había menguado. No obstante, sus ojos conservaban toda la agudeza, y su olfato seguía siendo tan fino como el de un cachorro.
Conocía aquel olor. Por algún motivo lo asociaba a Trueno, el gran mastín, pero no podía recordar en qué circunstancias lo había percibido por primera vez. Y no obstante, de un modo u otro, sabía que se trataba de algo importante.
Los cánticos de caza de la lejana jauría se fueron perdiendo en la distancia. Probablemente los perros, tras encontrar el rastro de alguna presa, habían iniciado la persecución. De momento el peligro había pasado.
Brezo movió el rabo, ladró secamente y se tumbó frente a la puerta del corral. Antes de apoyar la cabeza en el suelo permaneció unos minutos contemplando las estrellas. Le gustaba mirarlas; ignoraba lo que eran, por supuesto, pero le tranquilizaba observar sus guiños, el titileo de aquel oscuro campo de cirios. Al cabo de un rato las ovejas se tranquilizaron y Brezo, poco a poco, recorrió de nuevo el camino del sueño. Soñó con Rayo, su pequeño y vivaz maestro, y con Trueno, el titán protector del rebaño. Y soñó con los tiempos en que el pastor vivía, cuando los seres humanos todavía caminaban sobre la Tierra.