Read El Círculo de Jericó Online
Authors: César Mallorquí
Al amanecer, mientras los primeros rayos del sol comenzaban a disolver los jirones de niebla, Brezo inició el viejo ritual que llevaba mas de diez años repitiendo. Se acercó a la puerta del corral e, incorporándose sobre su patas traseras, hizo girar con la boca el palo de madera que hacía las veces de pestillo. Pese a haberlo repetido cientos de veces siempre se sentía orgulloso de aquel truco. Se lo había enseñado, como casi todo, Rayo. Y Rayo lo había aprendido del pastor.
Tras desbloquear la puerta, Brezo la abrió, tirando de ella con la boca. Luego se introdujo en el corral y comenzó a correr de un lado a otro, ladrando nerviosamente y lanzando mordiscos de lana sobre los perezosos cuerpos de los animales. Las ovejas, siempre extremadamente limitadas, se mostraban por las mañanas particularmente estúpidas.
Diez minutos después, el rebaño se encontraba fuera del cercado y Brezo comenzaba a dirigirlo por el camino de la montaña. Las nieves de los niveles más bajos se habían fundido, y en su húmedo retroceso dejaron atrás una alfombra de tierna hierba sobre las suaves laderas. La primavera era una época de promisión para el rebaño.
Al pasar frente a la casa que se alzaba a cincuenta metros del corral, Brezo experimentó una vez más la usual punzada de ansiedad. En el porche de aquella vivienda, frente a la entrada, murió Rayo. Allí permanecieron sus restos durante mucho tiempo, hasta que unas lluvias torrenciales los arrastraron colina abajo. Pero la causa de su ansiedad era sobre todo otra: dentro de aquella casa, desde hacía diez años, estaba el pastor. Por supuesto, de alguna manera Brezo sabía que el pastor había muerto; durante meses el perfume de la putrefacción flotó en aquel lugar. Pero Brezo no había entrado para comprobarlo, nunca había cruzado el dintel de la puerta. Rayo se lo impidió.
Había pasado mucho tiempo, pero Brezo aún guardaba un nítido recuerdo del día en que el pastor entró por última vez en la casa. Ocurrió poco después de la apresurada visita del médico, aquel asustado hombrecillo que huía de las plagas.
Un día como otro cualquiera el pastor se despertó al amanecer. No tenía buen aspecto, sus movimientos eran lentos y andaba encogido, como si le doliera el estómago; la fiebre se estaba apoderando de él. Aún así, logró conducir el rebaño a los pastizales. Cierto es que todo el trabajo lo realizaron Rayo y Brezo, pero el mero hecho de desplazar su propio cuerpo había supuesto un triunfo para el pastor. A la vuelta se desmayó dos veces, y por dos veces volvió a levantarse. Logró encerrar al rebaño en el corral —aunque una vez más fueron los perros quienes llevaron a cabo la labor—, y luego se introdujo en la casa de la que ya nunca saldría. Aquella noche Rayo y Brezo, e incluso el habitualmente estoico Trueno, escucharon atemorizados los gritos y lamentos del pastor. En su delirio no dejaba de pronunciar un nombre de mujer. Luego su voz enmudeció y sólo fueron perceptibles los jadeos. Al poco ni los jadeos se oyeron. Fue entonces cuando Rayo entró en la vivienda y permaneció en ella largo rato, gimiendo quedamente. Brezo, que por aquel entonces apenas contaba dos años, se dirigió finalmente a la casa, armado del valor irresponsable que presta la juventud. Se disponía a cruzar el umbral cuando Rayo surgió del interior ladrando con fiereza, interponiéndose a su paso con el hocico fruncido y los colmillos restallantes. Brezo era más grande que él; de hecho Rayo sólo era un pequeño chucho que apenas levantaría cuarenta centímetros del suelo, mientras que Brezo se había convertido en un vigoroso macho de alsaciano puro, todo energía y fuerza. Pero Rayo era el jefe, de eso no cabía duda, y a Brezo ni se le había pasado por la cabeza agredirle. De modo que el asunto quedó zanjado: la casa era tabú. No pasar. Prohibido. Se trataba de un terreno sagrado, y ningún perro era digno de entrar allí.
Y así había sido durante una década, incluso muchos años después de que Rayo, el guardián de la memoria del pastor, desapareciera para siempre de la vida de Brezo.
Tras la muerte del pastor, los rituales de toda una existencia se impusieron al orden natural de las cosas. Rayo había pasado años pastoreando al rebaño y nada, ni la desaparición del pastor, iba a impedir que llevase a cabo su trabajo. Con precisión milimétrica se despertaba cada mañana y abría la puerta del corral. Luego, secundado por Brezo y bajo la protectora mirada de Trueno, conducía a las ovejas hacia los pastizales, para volver a encerrarlas al atardecer. Ninguno de los perros se preguntaba por la carencia de sentido de aquel pastoreo automático. ¿Cómo iban a hacerlo? Para ellos las ovejas no significaban lana, leche o carne. Las ovejas eran cosas que había que conducir y cuidar, tal y como el Hombre había enseñado. La razón de ser del rebaño era el rebaño en sí. Ése era el único objetivo en las vidas de Rayo, Trueno y Brezo. Traicionar a las ovejas hubiese sido traicionarse a sí mismos.
Sin embargo, la muerte del pastor provocó grandes alteraciones en la vida de los perros. De entrada, y muy rápidamente, tuvieron que hacer frente al problema de la alimentación. En realidad no fue una cuestión grave. El pastor, cuando vivía, sólo les daba pan duro y los restos de su comida. Si querían carne teman que conseguirla por sus propios medios. Brezo era el mejor cazador y raro era el día en que no atrapaba una ardilla o un pájaro. Rayo no le andaba a la zaga. Aunque más pequeño, era rápido e inteligente. En cuanto a Trueno, grande y pesado, compensaba su relativa lentitud con una fuerza desmesurada. Cuando cazaba lo hacía a lo grande y, en más de una ocasión, había compartido con sus compañeros alguna cabra o un cerdo pequeño. Brezo aún recordaba con deleite el día en que vio a Trueno subir por la ladera arrastrando hacia la casa el cadáver de un ternero de buen tamaño. El festín duró una semana.
Pero esos tiempos ya habían pasado. Rayo y Trueno estaban muertos, y Brezo era viejo. Afortunadamente la desaparición del Hombre había provocado una explosión de vida en la Tierra. Prácticamente sin predadores naturales, las aves, los herbívoros, los roedores, todas las especies, se multiplicaron geométricamente. Sin duda aquello suponía un fuerte desequilibrio ecológico ya que los pocos carnívoros que había, básicamente perros, zorros y gatos, no bastaban para nivelar las cotas de población animal. Pero a Brezo. aquello le resultaba indiferente. Nadie se queja de que su mesa esté tan cargada de comida que amenace con desplomarse. Brezo era viejo y lento, sí, pero había tanta vida a su alrededor que realmente no tenía que esforzarse mucho para conseguir el sustento.
En ese sentido la muerte de la humanidad había sido una bendición.
Justo tras bordear un gran peñasco, el sendero iniciaba una fuerte subida hacia el bosquecillo, para girar luego a la derecha en dirección a los prados altos.
Brezo sabía que a partir de aquel momento comenzarían sus problemas con el rebaño. Mientras el sendero discurría estrecho, encajonado entre las cortantes del cañón, las ovejas se mantenían agrupadas y ninguna, salvo las que quedaban rezagadas, se alejaba mucho de las demás. Pero al llegar al bosque las cosas cambiaban. De entrada se trataba de un bosque de hayas, de modo que el terreno era muy húmedo y la hierba crecía jugosa al pie de los árboles. Para complicar más las cosas, un ancho sendero partía del camino principal internándose en la arboleda. Era un cortafuegos delineado por la mano del hombre, pero eso Brezo no lo sabía. Lo que sí sabía es que las ovejas, en vez de tomar el camino de la derecha, pugnaban por internarse en el bosque siguiendo el trazado del cortafuegos. Allí la hierba era más sabrosa y el musgo crecía como un manto de brécol sobre las rocas y los troncos. Las ovejas tendían a fiarse más del estómago que del cerebro, de modo que todos los días, sin excepción, se obstinaban en ir hacia la izquierda, obligando a Brezo a entablar un enconado combate con el rebaño. Mediante gruñidos, ladridos y mordiscos, el perro conseguía apartar a aquellos estúpidos animales del mal camino.
Y de una muerte segura. El cortafuegos, que subía directo hacia la cima de la colina que se alzaba a la izquierda del cañón, terminaba en un barranco de quince metros de profundidad. Allí las ovejas corrían el riesgo de caer. El barranco se encontraba justo en la ladera más sombría de la colina, arropado por las hayas y oculto entre los arbustos. Allí las plantas aromáticas crecían hinchadas de humedad, allí la hierba era un bocado delicioso, allí era fácil encontrase al borde del abismo y ni siquiera verlo.
Más de una oveja encontró la muerte en aquel paraje. Y cada vez que esto ocurrió Brezo se había sentido culpable; la misión de su vida consistía en evitar que cosas así sucedieran.
Aquel día Brezo no tuvo muchos problemas para apartar al rebaño del cortafuegos, sobre todo gracias a Agria, que, sorprendentemente, tomó sin vacilar el camino de la derecha. Agria podría haber sido la jefa del rebaño, si las ovejas poseyeran el menor atisbo de liderazgo. En realidad Agria se limitaba a ser la oveja que siempre caminaba delante. Las demás la seguían ciegamente, pero hubiesen seguido a cualquier otra. Por supuesto, eso no significaba que Agria fuese más inteligente o más astuta. Sencillamente, era más rápida.
Agria no era su nombre. Ninguna de las ovejas tenía nombre. Pero sí poseía cada una de ellas un aroma distinto: Agria, Tomillo, Lechosa, Dulce, Almizcle, Miel, Amarga... y algunos olores más para los que no hay palabras. Las palabras fueron invento del Hombre, y el Hombre nunca tuvo muy buen olfato. Aquella mañana, soleada e inusualmente cálida, los prados altos parecían una versión montañosa del Jardín del Edén. El cielo era una bóveda intensamente azul a la que se habían adherido algunos cirros de lana. Las montañas, como una fila de novias, se cubrían la cara con deslumbrantes velos de nieve; las faldas de sus vestidos eran verdes laderas de hierba, adornadas con lazos de espliego y amarillos encajes de mimosas. El aire, saturado de polen, flotaba calmado sobre los prados cubiertos de flores.
Lirios, amapolas, gencianas azules, fresas y grosellas, perpetuinas, margaritas, narcisos... Todos los colores del espectro salpicaban la pradera por donde pastaban las ovejas. Claro que para Brezo, ciego a los colores, como todos los perros, aquello no era más que una monótona sucesión de grises.
El perro alzó la cabeza y husmeó el aire de aquella tierra que en otro tiempo fue llamada los Pirineos. A su hocico llegaron los dulces olores de las abejas libando miel, las agresivas feromonas del halcón cazador, el intenso aroma del romero y el regaliz.
Y el seco olor de la jauría.
Brezo se agitó inquieto. De nuevo una señal del omnipresente peligro, aunque afortunadamente una señal lejana.
Respiró hondo. Se puso en pie y comenzó un trotecillo hacia el rebaño. Estaba a punto de alcanzar la altura de las ovejas más cercanas cuando un dolor intenso y punzante le atravesó el costado. El perro se derrumbó sobre el suelo gimiendo y aullando. Enloquecido por el dolor, se retorció sobre la hierba y lanzó dentelladas a un lado y a otro, como intentando morder a un invisible enemigo. Su boca se llenó de espuma y los ojos de lágrimas. Las ovejas contemplaron inquietas aquel extraño comportamiento.
Al cabo de poco más de un minuto el dolor se fue calmando hasta no ser más que un eco lejano. Brezo permaneció tumbado en la hierba, jadeando aturdido. Algo no iba bien en el interior de su cuerpo, pero eso tampoco lo sabía. Se limitaba a sufrir el dolor.
Finalmente se levantó. Estaba débil, pero tenía deberes que cumplir con el rebaño. Con más voluntad que energía, el perro reunió a las ovejas que se habían dispersado. De vez en cuando notaba punzadas en el costado, aunque mucho menos intensas que la primera.
Cuando pudo volver a descansar lo hizo sentándose cerca de un lugar muy especial. No lo recordaba, por supuesto, pero allí, a su lado, estaba el arbusto de brezo donde, siendo un cachorro, el pastor lo encontró.
Había pasado tanto tiempo...
El pastor nunca comprendió cómo el cachorro pudo llegar hasta allí. La carretera más cercana se encontraba a casi seis kilómetros y parecía imposible que un perro tan pequeño hubiese podido recorrer esa distancia internándose, solo, en la montaña. Porque aquel perro, según los criterios del pastor, era un perro señorito. Uno de esos perros de raza pura que sólo sirven para engordar en un piso de la ciudad, tumbados frente a una estufa. Claro que ese cachorro, que se arrebujaba desnutrido y helado bajo la dudosa protección del arbusto de brezo, a duras penas podía incluirse en el apartado de «animales mimados». Probablemente fuese el sobrante de una carnada excesiva, abandonado a una suerte incierta en medio de la carretera. Ocurría muchas veces; un coche se detiene, una portezuela se abre, unas manos que dejan un bulto tembloroso en el suelo y el coche que parte deprisa, como si la velocidad pudiera ahuyentar la vergüenza. Normalmente todo acababa con un golpe sordo contra un parachoques, seguido de la lenta conversión de un cuerpo peludo en mancha sobre el asfalto.
Pero aquel cachorro había sobrevivido. Y lo más extraño, aunque parecía a punto de morir, no demostraba miedo; sencillamente mantenía fija la mirada en el hombre, sin huir ni suplicar. Quizá fue esa actitud tan poco usual lo que despertó una adormecida fibra en el espartano corazón del pastor. El caso es que sacó de su zurrón un trozo de pan y se lo tendió al cachorro.
Más tarde, cuando volvía con el rebaño hacia la casa, el pastor no pudo evitar sentir cierta admiración por el pequeño perro que, vacilando y dando traspiés, les seguía a cierta distancia.
Por eso, después de encerrar a las ovejas, puso algo de leche en un plato y se la ofreció al cachorro.
—Bebe —dijo con un gruñido; el pastor pasaba tanto tiempo sin hablar que a veces su voz se desajustaba y parecía romperse—. Durante una semana te daré de comer y luego, si no te mueres antes, tendrás que ganarte el pan. Aquí el que no trabaja no come. Puedes dormir en la leñera, con Rayo. —Permaneció unos instantes silencioso y luego añadió—: No tienes nombre. —Se rascó la cabeza, pensativo—. Estabas bajo el brezo: te llamarás Brezo. Si no te mueres antes, claro.
No murió. De hecho, antes de cumplirse la semana de plazo, Brezo ya corría detrás de las ovejas intentando imitar los precisos movimientos de Rayo.
Un pastor no necesita adiestrar más que a un perro, solamente a uno en toda la vida. Luego basta con poner a un cachorro junto al perro entrenado; aprenderá él solo, simplemente remedando el comportamiento del animal adulto.