El Círculo de Jericó (6 page)

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Authors: César Mallorquí

Flavio siguió las indicaciones. A medida que lo hacía, pequeñas llamitas animadas se materializaban sobre cada una de las cinco velas del pentagrama.

¡MUY BIEN, SR. TURSI! YA CASI HEMOS ACABADO. ¿SENCILLO, VERDAD? TAN SÓLO LE FALTA ESCRIBIR EL CONFÍTEOR DÉO (RITO ANTIGUO) EN LATÍN Y DEL REVÉS. ADELANTE.

¡JA, JA! ES UNA BROMA. NATURALMENTE, NO CONOCE EL CONFÍTEOR DÉO, Y MENOS DEL REVÉS. TRANQUILO, PENTÁCULO DISPONE DEL TEXTO CONSENSUADO. COPÍELO:

«MURTSON MUED MUNIMOD DA EM ERARO, RETAP ETTE, SOTCNAS SENMO, MULUAP TE MURTEP SOLOTSOPA SOTCNAS, MATSITPAB...»

Flavio comenzó a transcribir las extrañas palabras con la ayuda del teclado. A medida que lo hacía, el texto se iba formando en el centro del pentagrama.

¡EXCELENTE, SR. TURSI! HA COMPLETADO LA PLEGARIA INVERSA. AHORA SÓLO TIENE QUE PULSAR LA TECLA «ENTER» PARA QUE EL SR. RELIAS SE ENTREVISTE CON USTED.

PERO ANTES, LEA EL SIGUIENTE TEXTO QUE, POR RAZONES LEGALES, NOS VEMOS OBLIGADOS A INCLUIR: LA AUTORIDAD ABSOLUTA ADVIERTE QUE EL USO DE ESTE PROGRAMA PERJUDICA SERIAMENTE LA SALUD ESPIRITUAL ¿DESEA PROSEGUIR? (EN CASO AFIRMATIVO PULSE ENTER).

Flavio sonrió. Realmente se trataba de un juego curioso; y en cierto modo muy literario. Oh, por supuesto, era una tontería, pero le había hecho olvidarse de su depresión, de las cartas de rechazo, de la herida de su mano... y también, todo sea dicho, de que el ordenador estaba desenchufado y no había explicación racional para su funcionamiento.

De modo que Flavio pulsó despreocupadamente la tecla indicada. Y nada ocurrió. El monitor continuó mostrando el pentagrama y las velas, pero ningún nuevo texto se formó en la pantalla.

Flavio frunció el ceño y volvió pulsar la tecla. Unos segundos después lo hizo de nuevo; y luego varías veces seguidas, sin obtener resultado alguno.

Entonces escuchó una discreta tosecilla a sus espaldas.

Se dio la vuelta y comprobó, sobresaltado, que un desconocido, un hombre de unos cincuenta años, de complexión atlética e impecablemente vestido, ocupaba uno de los sillones del salón.

—¿Quién es usted? —exclamó Flavio alarmado.

—El señor Belias —repuso el hombre, dirigiéndole una atenta sonrisa—. Vicepresidente de L.C.C.

—¿Co-cómo ha entrado?

—Usted me llamó. —Belias señaló con un gesto vago el ordenador—. Ya sabe, el Pentáculo, y todo eso.

—¡Salga de mi casa inmediatamente! —Flavio, con más fatuidad que coraje auténtico, se levantó amenazador.

—¿Irme? No. Tenemos que hablar de negocios. —El tono de Belias era amable. De repente, con inusitada energía, añadió—: ¡Siéntese, señor Tursi! —Flavio, como si aquel hombre le hubiese robado la voluntad, obedeció al instante. Belias prosiguió, de nuevo en tono cordial—: Así está mejor. Bueno, querido amigo, su deseo es convertirse en un gran escritor, ¿no es cierto?

Aquel hombre, con su barba grisácea y el escaso pelo, recogido en una coleta, se parecía enormemente a Sean Connery. Flavio parpadeó: todo aquello resultaba tremendamente irreal. —¿Qué quiere de mí...? —musitó.

—Lo de siempre. —Los labios de Belias delinearon una encantadora sonrisa—. Su alma inmortal.

—¿Cómo...? —Flavio tragó saliva—. ¿Pretende hacerme creer que es usted el Diablo?

—Si por Diablo quiere usted decir Lucifer, Príncipe de las Tinieblas, y presidente de Louis Cipher Company, no, no soy el Diablo. Como ya sabe, mi nombre es Belias, y pertenezco a la tercera jerarquía demoníaca, es decir, aquellos que fuimos Angeles Virtudes antes de la Caída. El área de mi trabajo se centra en la fatuidad. Me ocupo de tentar a los hombres con el pecado de la arrogancia. Si desea saber más, puede consultar la
Historia admirable
, un excelente tratado sobre demonología escrito en 1612 por Sebastián Michaélis.

Flavio respiró hondo y enarcó las cejas. De pronto sus ojos se iluminaron: ya entendía lo que estaba ocurriendo.

—¡Esto es un sueño! —exclamó aliviado—. Estoy dormido y soñando. Usted no existe.

—Como quiera —le concedió Belias—. Pero si es un sueño, se trata de un buen sueño. De modo que disfrute de él. Y, entretanto, hablemos de negocios, ¿no le parece? —Carraspeó—. Señor Tursi, usted quiere ser escritor, ¿cierto? Es su máximo deseo, y hace tiempo que lucha por conseguirlo. Pero ya tiene treinta y siete años y, la verdad, no ha llegado muy lejos. Si me permite hablarle con sinceridad, es usted muy mal escritor. —Pésimo. —En aquel sueño era todo tan freudiano que Fiavio comenzaba a divertirse—. Soy una nulidad. Creo que en el fondo estoy castrado mentalmente por una madre dominante... —Sí, sí. —Belias agitó las manos, como dando a entender que aquello carecía de importancia—. En otro momento hablaremos de eso. Ahora centrémonos en el acuerdo: Louis Cipher Company le garantiza que usted se convertirá en el mejor escritor del siglo veinte, desde que firme el contrato hasta que muera. Y no quiero decir un «buen» escritor, no. Estoy hablando del «mejor» escritor. Shakespeare, Cervantes, Hornero, Proust... su nombre, Tursi, se codeará con los gigantes del Parnaso.

Flavio sonrió alborozado. Era el sueño más raro que había tenido en su vida.

—Y, a cambio, usted se llevará mi alma. —Cuando muera, por supuesto. —Se la llevará al infierno. —Sí.

—Y, concédame una pregunta: ¿cómo es el infierno? —Oh, el infierno. —Belias se encogió de hombros—. No hay un modelo estándar, cada persona tiene su propio tipo de infierno. Procuramos ofrecer un servicio personalizado. —Pero, en cualquier caso, no será un lugar agradable. —Hombre, se ha exagerado mucho... Agradable, agradable, no, claro. Mas todo es acostumbrarse.

—Ya, pero no es justo. —Flavio estaba disfrutando con aquel sueño—. Quiero decir: me ofrece unos años de gloria a cambio de una eternidad de dolor. No parece muy equitativo. La expresión de Belias se tornó circunspecta. Unió las yemas de los dedos y dirigió una intensa mirada a Flavio.

—No esperaba eso de usted —dijo con voz grave el demonio—. Le consideraba más sofisticado. ¿Cree que unos años de gloria son escasa recompensa? Por favor, estamos hablando del éxito absoluto, del reconocimiento supremo. —Movió la cabeza de un lado a otro—. La gloria auténtica no puede medirse por su duración, sino por las cimas de esplendor que llegue a alcanzar. Escuche: en el cielo hay asteroides, rocas frías y oscuras que pueden existir para siempre. Eternos, sí, y no obstante insignificantes. Pero también hay estrellas, mucho más grandes, infinitamente más luminosas, y, por supuesto, menos duraderas. Una estrella es materia convenida en luz. En términos cósmicos, un fenómeno fugaz: al final, tras un último y magnífico resplandor, acabará convirtiéndose en cenizas. Pero cuando eso ocurra, su luz se habrá extendido ya por todo el universo, dejando una huella indeleble de su paso por la creación. —Belias se inclinó hacia delante y susurró—: ¿Qué prefiere ser usted, señor Tursi: una roca fría e insulsa o un astro inmenso, radiante y soberbio?

Flavio frunció los labios y asintió apreciativamente. Tenía que reconocer que sus personajes oníricos se expresaban mucho mejor que los literarios.

—Me ha convencido, señor Belias. —Flavio sonrió despreocupadamente—. ¿Me garantiza que seré un buen escritor?

—El más grande. Los críticos le aclamarán.

—Ah, fantástico... Pero ¿y los lectores? Eso también es importante.

—Será el escritor más leído. Cada nuevo libro, un
best seller
. Fama y fortuna, señor Tursi. Eso es lo que le aguarda.

Flavio se frotó las manos. Realmente, se trataba de un sueño delicioso.

—Acepto su oferta, señor Belias —dijo, feliz como un niño—. ¿Dónde hay que firmar?

—¡Bravo! —exclamó el demonio—. Redactemos un contrato y cerremos el asunto.

La impresora del ordenador se puso en marcha por sí sola. A los pocos segundos escupió una hoja de papel llena de cláusulas y tecnicismos. Flavio no se molestó en leerla (a fin de cuentas, sólo se trataba de un sueño, ¿no?). Cogió un bolígrafo y se disponía a firmar cuando Belias le contuvo con un gesto.

—Un momento, señor Tursi. Aún tengo que hacerle una última advertencia: verá, suele ocurrir que algunos de nuestros clientes, al cabo de un tiempo, se arrepienten del acuerdo que han alcanzado con nosotros. Ya sabe, no quieren pagar, se hacen los remolones a la hora de entregarnos su alma... En definitiva, pretenden engañarnos. —El nacarado blanco de los dientes brilló a través de su sonrisa—. Pero debo advertirle que eso no es posible, señor Tursi. Nadie ha conseguido burlar al demonio. Nunca.

—Oh, perfecto. —Flavio rió alegremente—. No tengo la menor intención de engañar a nadie. ¿Firmo ya?

—Por supuesto. Pero no emplee el bolígrafo. Necesitaré algo de su sangre. Mire, precisamente la herida que tiene en la mano se ha abierto. Deje caer una gota sobre el contrato.

Flavio hizo lo que le pedía Belias. En el mismo instante en que su sangre tocó el papel, éste se elevó por el aire y flotó hacia las manos del demonio.

«¡Efectos especiales!», pensó alborozado Flavio. «¡Tengo que acordarme de todo esto cuando me despierte!»

—Felicidades, señor Tursi —comentó Belias mientras guardaba el contrato en el bolsillo interior de su chaqueta—. Ya es usted el mayor genio literario vivo.

—¿Ya? —Flavio se palpó el cuerpo con gesto medio burlón—. Pues no noto nada distinto.

—Lo notará cuando se ponga a escribir. —Belias suspiró e hizo surgir de la nada un humeante cigarro habano. Tras una profunda inhalación, añadió—: Por cierto, como servicio complementario, totalmente gratuito, incluimos un detallado análisis de sangre. Lo encontrará en los archivos del procesador de textos. Puedo adelantarle que su estado de salud es excelente, aunque se le ha detectado cierto exceso de colesterol. Vigile su dieta: el colesterol es nefasto para las enfermedades cardiovasculares. Ahora debo irme, me esperan otros clientes. ¿Tendría la bondad de pulsar la tecla «escape»?

—¿Sabe?, este sueño ha sido genial. ¿Volveremos a vernos?

—Claro que sí. —Belias sonrió como lo haría un ángel—. Entre nosotros hay lazos más fuertes que la amistad: hay un contrato. En virtud de esa relación le recomiendo que aproveche bien los dones que ha recibido.
Carpe diem
, como decía Horacio. Buenas tardes, señor Tursi. Pulse «escape», por favor.

Flavio se volvió hacia el ordenador (el pentagrama seguía ocupando toda la pantalla) y apretó la tecla indicada. Inmediatamente se detuvo el ronroneo del aparato; el resplandor del monitor decreció hasta convertirse en un rectángulo muerto. Flavio se volvió hacia el demonio.

—¿Y ahora qué se supone que...?

Pero Belias había desaparecido. De él sólo quedaba el aroma de su cigarro.

Flavio suspiró y se encogió de hombros. «Así son los sueños», pensó. Y como parecía que no iba a ocurrir nada más, se tumbó en el sofá, aguardando el despertar.

Dos horas más tarde resultaba evidente que no iba a poder despertarse, por la sencilla razón de que no estaba dormido. Entonces, ¿cómo explicar su entrevista con el señor Belias? ¿Una alucinación? En tal caso, estaba mucho más loco de lo que imaginaba.

Revisó el contenido del ordenador. No encontró ningún programa llamado Pentáculo, pero sí un documento archivado bajo el epígrafe:
ANÁLISIS SEROLÓGICO
. El análisis de sangre que mencionara Belias.

Flavio frunció la nariz y oliscó el aire. Aun podía percibirse débilmente el olor a tabaco... «¿Y si todo había sido real?», pensó. ¿Y si realmente había vendido su alma a cambio del don de la escritura?

Sólo había una forma de comprobarlo: pulsó las teclas necesarias para abrir un nuevo documento en el procesador de textos.

Y comenzó a escribir.

Unas horas después, Flavio Tursi leía y releía asombrado las tres páginas que acababa de redactar. No eran nada especial, unos simples apuntes, una breve descripción; y sin embargo, en cualquier párrafo de aquel texto había mil veces más arte y talento que en el conjunto de toda su obra anterior.

Aquélla era la prosa de un genio.

¿Cómo describir lo que fue la carrera de Flavio Tursi a partir de aquel momento? No basta con unas pocas líneas; intentarlo sería tan vano como pretender ofrecer una imagen precisa del océano con la única ayuda de un vaso de agua.

Seis meses después de su entrevista con el señor Belias, Flavio dio por terminada su nueva obra, una novela titulada
La fuente callada
. Envió el manuscrito a la editorial más importante del país (una editorial que había rechazado todos sus textos anteriores), y la novela fue entusiásticamente aceptada en el acto, publicada con gran alarde publicitario y recibida por los lectores y la crítica como una sublime obra maestra de soberbia factura.

De la noche a la mañana, Flavio se convirtió en una celebridad. Entrevistas, conferencias, artículos laudatorios... Flavio abandonó el mugriento periódico de provincias donde trabajaba y se dedicó en cuerpo y alma a la creación literaria. Su segunda novela publicada fue un éxito aún mayor que la primera. Y la tercera superó con creces a la segunda. Cada nuevo libro era un acontecimiento, un terremoto que sacudía las rígidas estructuras del mundo literario.

Y pasaron los años, y llegaron los premios, las adaptaciones para Hollywood, las ofertas millonarias, los doctorados
honoris causa
, las biografías, el ingreso en la Academia, los estudios críticos sobre su obra, la revista
Time
con su rostro en portada... y el dinero abundante, las mujeres jóvenes, el envanecimiento, las drogas y las veleidades propias de una
prima donna
vanidosa y malcriada.

Finalmente, un mes después de cumplir los cincuenta y ocho años, Flavio alcanzó el galardón máximo de las letras.

Sin duda, su vida era plena y luminosa. Gozaba de éxito, fortuna y fama. Era el número uno. El mejor. El más grande.

Y, curiosamente, Flavio llegó a creer que todo aquello ocurría por sus propios méritos. En realidad, se olvidó por completo del señor Belias y de la entrevista que mantuvo con él gracias al programa Pentáculo. Borró de su memoria el trato que había alcanzado con el demonio, y cuáles habrían de ser sus consecuencias. Pero los recuerdos volvieron cuando recibió la visita de la dama otoñal.

Ocurrió apenas quince días después de que se fallase el Premio Nobel de Literatura, designándole a él como ganador.

Flavio había pasado toda la noche con una jovencísima estudiante que, embelesada por su talento, deseaba realizar la tesis doctoral sobre su obra. Por supuesto no se limitaron a tratar temas académicos, y al poco abandonaron la literatura para ínternarse por las sendas húmedas de ese tipo de gimnasia horizontal, rítmica y succionadora, a la que tan aficionado era el escritor.

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