El Círculo de Jericó (3 page)

Read El Círculo de Jericó Online

Authors: César Mallorquí

—Pero...

—Tranquila. No voy a seguir molestándote con mis tonterías...

Susana me tapó la boca con la mano y se sentó sobre mis rodillas.

—Escucha, ¿te acuerdas de cuando pensabas que eras impotente?

—Perfecto, perfecto —dije a través de los dedos de mi mujer—; ése es justo el tema que andaba buscando para animarme.

—¿Puedes dejar de autocompadecerte un momento y prestarme atención? Acabábamos de casarnos. Una noche no pudiste hacer el amor conmigo. Y la noche siguiente, tampoco. Entonces pensaste que eras impotente. Y en realidad lo eras. Te habías obsesionado tanto que sólo pensabas en si ibas o no a tener una maldita erección. Y no la tenías. Pero cuando conseguiste relajarte... entonces todo volvió a funcionar. Ahora te sucede lo mismo. Deja de preocuparte y verás cómo vuelven las ideas.

Sonrió, me dio un beso en la nariz, se levantó de mi regazo y salió de la habitación tarareando una alegre melodía.

Yo me quedé allí, pensativo, sintiéndome vagamente ridículo. Susana tenía razón: estaba obsesionado. Debía relajarme.

Aquella noche apenas pude dormir. Me obsesionaba estar obsesionado. Me preocupaba sentirme preocupado. Había caído en un círculo vicioso. Era como un ratón enjaulado que corre y corre dentro de una rueda, sin llegar a moverse jamás del mismo sitio.

Tenía que encontrar una salida a aquella situación. ¿Qué haría un ratón en mi lugar?

Un ratón mandaría al infierno la rueda, roería los barrotes de su jaula y abandonaría la ciudad. Volvería al campo, a la libertad...

Me incorporé en la cama, alborozado: había encontrado la solución. Estuve a punto de despertar a Susana para contarle mis planes, pero los dígitos luminosos del despertador me recordaron que aquélla no era la hora adecuada para iniciar una charla matrimonial. De modo que di media vuelta sobre el colchón y, en pocos minutos, me quedé profundamente dormido.

A la mañana siguiente, nada más despertarnos, le expliqué a Susana lo que me proponía hacer.

—Tenías razón —dije con una sonrisa—. Lo que me ocurre es pura impotencia. Pero tengo la solución.

—Fantástico —comentó distraída, mientras se maquillaba delante del espejo del lavabo—. ¿Qué vas a hacer?

—Qué vamos a hacer —la corregí.

Susana dejó de perfilar sus pestañas y contempló con suspicacia mi reflejo en el espejo.

—¿En qué estás pensando?

—En irnos de viaje.

—¿Qué...?

—Es justo lo que necesito ahora. Unas vacaciones. Viajar.

—¿Estás loco? ¿Y mi trabajo? ¿Y el colegio de Claudia?

—Oh, vamos. Estamos a principio de junio. Dentro de poco Claudia finalizará las clases. Y tú puedes adelantar las vacaciones de verano. —Sonreí angelicalmente—. ¡Podemos marcharnos dentro de dos semanas!

Susana frunció el ceño, negó débilmente con la cabeza y comenzó a extender por su cara alguna rara poción.

—Imposible. No puedo dejar mi trabajo ahora.

La experiencia demuestra que el noventa y nueve por ciento de las veces un «no», en realidad, significa «quizá». No contaré cómo lo conseguí. Baste decir que mi mujer finalmente accedió.

Pocos días después, Claudia —nuestra hija—, Susana y yo abandonamos Madrid en dirección al noreste de España. A la Costa Brava. Al Mediterráneo.

Los cuatro primeros días no paró de llover. Y no me refiero a una mansa lluvia levantina, estoy hablando de un auténtico diluvio que nos tuvo encerrados día y noche en el hotel. Debo reconocer que me puse de muy mal humor, y que probablemente me hubiera vuelto a casa, de no ser por el temor que me inspiraban las riadas.

Pero al quinto día un fuerte viento del interior arrastró las nubes y nos regaló una mañana azul y soleada, aunque demasiado fresca para ir a la playa.

—Vámonos de excursión —dije, hojeando una guía de turismo.

Susana y Claudia me miraron atentas. En ocasiones así yo me sentía como uno de esos tradicionales padres de familia: el hombre que toma las decisiones, el capitán del barco. Reconozco que son escasos los momentos en que logro despertar tan unánime expectación en mis dos mujeres. Así que no podía defraudarlas.

Pasé lentamente las hojas de la guía. Había mucho que ver, pero yo quería algo especial; un lugar mágico que nos compensara de los largos días de encierro y temporal.

—¿Por qué no vamos a la Garrotxa? —dijo de pronto Claudia.

Contemplé a mi hija.

—¿La Garrotxa? ¿Qué es eso?

—Oh, bueno, no lo sé... —Claudia parecía confusa—. Alguien en el hotel dijo que era un lugar bonito.

La Garrotxa... Busqué en la guía y encontré un breve artículo debajo de aquel nombre.

El Parque Natural de la Garrotxa se encontraba al este de los Pirineos, muy cerca de Olot. Al parecer, era una comarca pequeña, cubierta de hayales y saltos de agua, cuya principal característica radica en ser una de las escasas zonas volcánicas de la península ibérica. Oh, bueno, no me refiero a lava candente, erupciones y llamaradas. Según informaban los redactores de la guía Michelín, aquellos volcanes llevaban más de cien mil años inactivos. Y quizás eso no sea mucho tiempo para un volcán, pero a mí se me antojaba una cifra razonablemente tranquilizadora.

Volcanes... Eso parecía, sugerente y misterioso, de modo que la propuesta de Claudia fue aceptada sin discusión. No obstante, la niña frunció levemente el ceño, corno si hubiera algo que no acabara de comprender. Me pareció ver en su mirada un brillo extraño, una especie de preocupación demasiado adulta para una niña de diez años de edad. Fue sólo un segundo: al instante siguiente Claudia sonrió de nuevo y corrió veloz hacia el coche.

Dos horas más tarde nos encontrábamos en el parque natural. Aparcamos en una explanada rodeada de hayas. De allí partían diversos caminos forestales.

—Tenemos varias alternativas —comenté, siempre con la guía en la mano—; podemos ir al cráter de la Roca Negra, al del Torrente, al de Santa Margarita o al Croscat...

—¡Al cráter Santa Margarita! —exclamó con vehemencia Claudia.

De hecho, con demasiada vehemencia. Observé intrigado a mi hija. De repente parecía excitada y nerviosa.

—¿Por qué el Santa Margarita? —pregunté—. Roca Negra suena mejor...

—¡No, no, por favor, no! Vamos al Santa Margarita. Por favor, por favor...

Claudia comenzó a tirarme de la manga y a dar pequeños saltitos. Susana frunció el ceño y me miró extrañada. Yo suspiré.

A veces los niños se comportan de forma rara, pensé. Aunque, en cualquier caso, ¿qué más daba un volcán u otro? —De acuerdo, al Santa Margarita —concedí. Claudia soltó un grito de alegría y me besó con fuerza. Su cara era un puro fulgor de alivio.

El camino que conducía al cráter discurría al principio por un denso hayal, sombrío y llano. Luego iniciaba una subida muy pronunciada para volver a nivelarse en su último tramo. Apenas eran dos kilómetros y medio, pero había tanto barro que tardamos casi una hora en llegar al volcán. No nos cruzamos con nadie en todo el trayecto, lo que no era extraño, ya que la temporada de verano acababa de comenzar y los turistas todavía no habían invadido la zona. Aun así, resultaba un poco irreal una soledad tan extrema, aquel silencio casi sobrenatural.

Finalmente llegamos al borde del cráter. Aquello era increíblemente bello. El volcán, completamente circular, tendría unos quinientos metros de diámetro por setenta de profundidad. El fondo, cubierto de hierba, era totalmente plano. En el centro se alzaba un pequeño menhir de piedra pómez. A su lado, una minúscula ermita románica.

Pero había algo más en el cráter: un grupo de siete personas se alineaban formando un círculo en torno al menhir. No parecían hacer nada, tan sólo estaban allí, quietos, mirando hacia la piedra clavada en el suelo.

—Es impresionante —comentó Susana.

Asentí. Sin duda, aquél era un lugar mágico.

—Vamos a bajar, papá.

Claudia comenzó a descender por el camino que bordeaba la ladera interior del cráter.

—¿No encuentras a Claudia un poco rara? —preguntó Susana.

Me encogí de hombros.

—Quizá. Parece que le ha impresionado este lugar.

—Le ha impresionado demasiado. No sé, es como si... —Susana vaciló unos instantes, intentando encontrar la forma de expresar algo todavía inconcreto. Finalmente sacudió la cabeza—. Da igual, son imaginaciones mías. —Levantó la mirada y añadió—: Se está nublando.

Miré al cielo. Una muralla de negros nubarrones se cernía por el oeste.

—Quizá debiéramos irnos —señaló Susana—. Va a llover. —Esas nubes todavía están lejos —dije despreocupadamente—. Echamos un vistazo rápido y luego nos volvemos.

Susana frunció el ceño, pero no hizo ningún comentario. Me siguió en silencio mientras bajábamos por el sendero cubierto de puzolana. Entonces me fijé en algo que no había advertido antes. En una de las laderas del cráter, alguien había construido una casa. Increíble: ¿quién podía tener un chalé en un parque natural ? Porque aquella construcción moderna rompía en cierto modo el hechizo de aquel lugar... Aunque debo reconocer que más tarde nos resultaría de gran utilidad.

En unos minutos llegamos al fondo del cráter. Claudia se nos había adelantado y estaba hablando con las personas que rodeaban el menhir. Mientras nos acercábamos tuve la oportunidad de echar un vistazo a los componentes de aquel peculiar grupo. Eran dos mujeres y cinco hombres de las más variadas edades y aspectos. Una de las mujeres parecía joven (no más de veinticinco años), de aspecto menudo y frágil. La otra era una septuagenaria gruesa y jovial. Entre el grupo de hombres había un sacerdote —el alzacuello así me lo hizo saber— cincuentón. A su lado se encontraban un individuo calvo, de edad indefinida, y junto a él un joven sonriente, y un sujeto maduro de aspecto pulcro y aseado, con una fina y bien recortada barba; y finalmente un hombre de unos cuarenta años, moreno y muy fornido, que parecía tener algo extraño en la frente, aunque desde donde me encontraba no podía ver con claridad de qué se trataba.

Cuando llegamos junto a ellos, Claudia se volvió con la cara iluminada:

—Están captando energía cósmica, ¿sabéis? Por lo visto este volcán es una especie de acumulador meta... meta...

—Metapsíquico —apuntó el hombre joven.

—Eso. Un acumulador metapsíquico de energía cósmica.

Ay, ay, ay... ¿Energía cósmica? ¿Acumulador metapsíquico? Maldije interiormente mi mala suerte. Aquel día, precisamente aquel día, tenía que ir a toparme con un grupo de chalados, una especie de secta o algo así.

—Vamos, Claudia, no molestes a esos señores —dije, mientras simulaba interesarme por la pequeña y austera ermita románica.

—Preciosa hija suya no molesta —dijo la gruesa anciana con un fuerte acento extranjero que no pude identificar—. Hermosa hija suya muchachita muy lista y gentil es. Y muy sensible, ¿cierto no es, pequeña Claudia?

—Pero ustedes estaban ocupados con sus cosas —protesté, con tanta amabilidad como determinación; en modo alguno quería enredarme en una conversación con aquellos locos—. No se preocupen por nosotros. Sigan a lo suyo.

—¿Sabe qué día es hoy? —preguntó de repente el cuarentón fornido.

Entonces pude ver con claridad su frente: estaba cubierta de tatuajes geométricos, rojos y negros. ¡Tatuajes! Aquel hombre era claramente occidental, pero parecía un salvaje. Parpadeé sorprendido.

—¿Perdón...?

—Le preguntaba si sabe cuál es la fecha de hoy. —Su aspecto decididamente feroz contrastaba con la suavidad de su acento, también extranjero, brasileño o portugués.

—Martes. Creo que veintiuno.

—Aja —asintió el hombre tatuado—. Veintiuno de junio. ¿No le dice nada esa fecha?

—¡Hoy empieza el verano! —exclamó Claudia.

—Eso es, pequeña. El verano comenzará exactamente a las dos y cuarenta y ocho minutos de la tarde. Es el día del solsticio, una fecha muy especial.

—El día más largo del año —intervino el individuo calvo; pese a ser un hombre extremadamente menudo su voz era grave y profunda—. La luz vence hoy a las tinieblas.

—Eso es —añadió el hombre tatuado—. El triunfo de la luz, pero también el inicio de su caída. A partir de este momento, las noches se irán volviendo más largas y la oscuridad aumentará progresivamente su dominio. Por eso el solsticio es un asunto importante.

—Era inevitable que ustedes estuvieran hoy aquí, con nosotros —prosiguió el individuo calvo—. Estaba escrito, igual que está escrito el momento exacto en que cada tallo debe brotar.

Tragué saliva. Indudablemente, la razón de aquellas personas estaba mucho más extraviada de lo que nadie hubiera podido suponer. Miré a Susana buscando algún tipo de ayuda, pero descubrí que mi mujer sonreía divertida. Siempre le habían gustado los personajes extravagantes. Ella solía afirmar que ése era el motivo que la llevó a casarse conmigo.

—Sí, bueno, posiblemente —comenté, algo balbuceante—. Pero se está haciendo un poco tarde y...

—Usted no cree.

Me volví hacia quien había hablado. Era el sacerdote. —¿Disculpe...?

—Usted no cree en nada. —Su mirada era tan acusadora, su porte tan severo, que por unos instantes me sentí transportado a mi infancia, de nuevo en el colegio. El sacerdote prosiguió—: Usted es el típico descreído. En su mente materialista no cabe noción alguna que se aparte de aquello que puede ser tocado, medido y pesado. Conozco a la gente como usted. Creen saberlo todo, pero sólo son unos ignorantes. —Masculló algo, creo que en catalán. Luego añadió—: Estoy seguro de que ni siquiera ha bautizado a su hija.

Aquello estaba adquiriendo tintes decididamente surrealistas: me sentía como el personaje de una película de Buñuel. Había que irse de allí con toda rapidez, de modo que me disponía a improvisar una excusa cuando la anciana intervino de nuevo.

—¡Bautismo! ¡Bah! ¿Tú crees que preciosa niña pecado puede albergar? —La anciana contemplaba desafiante al sacerdote. Con un gesto de dulce protección le pasó un brazo por los hombros a Claudia—. Es inocencia lo que en ella veo, viejo loco. Lavar no necesita pecado alguno. Único pecado es el tuyo. Pecado de orgullo, pecado de arrogancia.

El sacerdote abrió la boca, pero no dijo nada. Frunció el ceño, entrelazó las manos por detrás de la espalda y se alejó unos pasos, con aire malhumorado. El hombre joven se aproximó a mí. No parecía tener más de veintiséis o veintisiete años, pero bajo su cuidada apariencia —un informal conjunto italiano de chaqueta y pantalón grises, camisa blanca de seda y zapatos de ante— se adivinaba una extraña energía, un intenso magnetismo.

Other books

Pegasus in Flight by Anne McCaffrey
The Sorceress of Belmair by Bertrice Small
The Secrets of Life and Death by Rebecca Alexander
The Woman from Bratislava by Leif Davidsen
Jingle Hells by Misty Evans
Blessings by Kim Vogel Sawyer
Darker Nights by Nan Comargue
Without Doubt by Cj Azevedo