El Círculo de Jericó (21 page)

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Authors: César Mallorquí

Aquello estaba cubierto por el manto del misterio. Grandes platos se cocían en aquel laboratorio subterráneo (que algún pedante chistoso había dado en llamar «el Hades»), pero sobre la naturaleza de aquellos manjares... Ah, nadie sabía nada. Ni siquiera el propio Martín Seoanes, como pude descubrir más tarde.

El caso es que ya me había resignado a una actividad profesional de tercera fila cuando Martín me llamó a su despacho. Eso ocurrió poco después de que nos sometiésemos al examen médico que GenCorp prescribía anualmente a su personal. ¿Cómo podía pensar entonces que mientras el médico de la empresa me extraía una muestra de sangre, mi destino se torcía en dirección al abismo? ¿Quién iba a imaginar que aquel rutinario análisis clínico era mi sentencia de muerte?

—Vas a descender, (?). Los Grandes Cerebros te reclaman —Contemplé desconcertado el barbudo rostro del director. Martín sonrió e hizo un gesto en dirección al suelo—. El Hades. Cambio de destino. Vas a jugar en primera división.

No sabía qué decir. Había aceptado un futuro jalonado de mediocridad y no estaba preparado para aquella noticia.

—¿Por qué? —logré musitar. Martín se encogió de hombros.

—El propio Nanda lo ha solicitado. Y ha insistido mucho en que tus nuevas responsabilidades requieren un aumento de sueldo. Felicidades.

Mis ingresos se incrementaron en un setenta y cinco por ciento. Me dieron una tarjeta especial y un número en clave que borraría a mi paso todas las barreras de seguridad. Tres días más tarde me encontraba en el Hades. ¿Y quién era mi guía por el laberinto del infierno?

El mismísimo, el único, su altísima majestad, Jaw Nanda.

Enjuto, poco más de un metro sesenta de estatura, calvo, de piel tostada, frágil... El pequeño genio indoamericano parecía un gnomo hablador, simpático e ingenioso.

—Bienvenido, bienvenido —Hablaba un extraño y a veces confuso español—. Es suerte para nosotros contar con jóvenes de su talento. Créame, le necesitamos.

¿Jóvenes de mi talento? ¿Me necesitaban? Comencé a descubrir que a nadie, por muy genial que sea, le dan tres premios Nobel sin ser un seductor profesional.

Nanda cogió mi brazo y, alfombrando el camino de amables palabras, me mostró la geografía del Laboratorio 7. Paso a paso me llevó por los nueve círculos del Hades, explicándome algo y omitiendo mucho. Finalmente nos detuvimos frente a un ascensor que ostentaba, en tres idiomas, el cartel de
PROHIBIDO EL PASO
y, debajo, el signo internacional de peligro por contaminación biológica.

—Muchos llaman a este lugar Hades, el infierno. Es error, ¿no? Los griegos nunca dijeron que Hades fuera sitio. Usted ya sabe, Hades era dios de infierno, el Invisible, el Ilustre. Nunca lugar. Pero... El Laboratorio 7 no sería infierno, más bien sería Estigia, antesala del reino de los muertos. El infierno —sonrió e hizo un ademán teatral hacia el ascensor— está la puerta cruzando. Por ascensor bajando y llegando a hielo. Un infierno frío. Pero déjeme que le sorprenda: usted será Caronte, el ascensor su barca, y en sus manos las almas descenderán a un helado lugar. Ése será su trabajo. Sí. Usted será Caronte.

Tras pulsar la combinación adecuada, las puertas del ascensor se abrieron. Lentamente bajamos al último sótano. Se trataba de un lugar acorazado, de paredes metálicas que reflejaban el rojo tono de la débil iluminación. Hacía mucho frío. Algo normal si tenemos en cuenta que allí estaban los congeladores donde, a muchos grados bajo cero, se guardaban los biocultivos mutados, rediseñados por Nanda y sus acólitos.

—Éste es la cosecha de GenCorp —Nanda ignoró al solitario guardia de seguridad y fue pulsando las combinaciones que abrían las sucesivas puertas herméticas que se interponían a nuestro paso—. Aquí duerme el fruto de esfuerzo nuestro. Trabajo suyo cuidar de él será, protegerlo de todo mal.

Así que había abandonado mi aburrida labor entre las probetas para convertirme en una especie de archivero biológico. Eso era todo, procurar que a los congelados no les saliera moho. Decepcionante, pero el entusiasmo de Nanda borró cualquier atisbo de desilusión. El hindú corrió a una consola de ordenador, tecleó algo y la pantalla se llenó de números y palabras —Mil ciento treinta y siete cultivos aquí hay. Formas de vida nuevas, nunca antes vistas en la Tierra. Prodigios de la bioingeniería. Milagros criogenizados —Se detuvo un instante para buscar algo en la pantalla—. Ejemplo, cultivo 42-C; bacteria que metaboliza plástico y convierte en anhídrido carbónico. Ejemplo, cultivo 5-D; virus-vector que modifica carcinomas, no más cáncer quizá. —Como si se tratara de un mantra pagano, Nanda fue recitando ejemplos de los prodigios contenidos en aquellas cornucopias escarchadas; de pronto se detuvo y su rostro se iluminó con una sonrisa orgullosa—. Ah, Kali... La Madre Negra...

Se levantó y me indicó con un gesto que le siguiera. Nos dirigimos a uno de los congeladores. Nanda se puso un grueso par de guantes protectores. Al abrir la puerta una niebla gélida serpenteó en el aire. El científico cogió una caja de metacrilato transparente con probetas selladas en su interior. Me la mostró.

—Cultivo 36-J. Vector-Kali. Viruela rediseñada. Super Viruela. Si este grupo de virus quedase libre, mataría a toda la humanidad en breve tiempo. Nadie ni nada podría detener al Vector-Kali. Posee propiedad recombinante y se contagia de docenas de maneras diversas. Un estornudo y el fin del mundo. Una obra maestra.

Contemplé con horror aquella caja traslúcida.

—¿Qué utilidad tiene? —pregunté con un murmullo.

—Oh, espero que ninguna tenga. Es ejercicio, una prueba.

—¿Y no sería mejor destruirlo?

Me miró sinceramente desconcertado.

—¿Por qué? Sólo se destruye lo incorrecto, y Vector-Kali es perfecto... —Me contempló con seriedad unos segundos y luego extrajo otra caja del congelador—. Cultivo 35-J. Bacteria que produce determinada y precisa cantidad de insulina en riego sanguíneo. No más diabetes. Atención, en una mano vida, en la otra muerte. Pero las cajas son iguales —Se encogió de hombros—. ¿Entonces? Vida y muerte son la misma cosa.

Sonrió y me miró con la expresión de quien acaba de enunciar un principio evidente.

Desgraciadamente tampoco aquella vez le entendí.

Como descubrí al poco tiempo, la monótona labor que hasta entonces había realizado era el paradigma de la diversión comparada con mi nuevo trabajo en el Hades. Todos los controles de los congeladores eran informáticos. Yo me limitaba a incorporar nuevo material genético y a introducir su clave en el ordenador. Todo lo demás era automático. Se trataba de sistemas tan perfectos que, en caso de un hipotético accidente, activarían unidades autónomas, generadores y programas que, aunque el fluido eléctrico externo fallase, mantendrían en su lecho de hielo a los cultivos biológicos durante cinco años.

La mano del hombre era allí un arcaísmo.

Por lo demás, nada supe de los proyectos que se desarrollaban en el Hades. Todo era secreto y nadie parecía dispuesto a charlar sobre su trabajo.

Había una zona en particular que se llevaba la palma del hermetismo. El Sector M. La zona de trabajo de Nanda y Malt-man. Aquello era un agujero negro, en el que todo entraba, pero nada salía.

Sólo tres incidentes turbaron mi suave tedio El primero ocurrió en el aparcamiento de GenCorp. Eran las siete de la tarde y me dirigía en busca de mi coche, cuando vi salir de entre las sombras a Martín Seoanes. Nunca antes había visto tan serio su rostro usualmente risueño.

—(?) —me llamó—. ¿Puedo hablar contigo un momento?

—Por supuesto.

—Escucha, se trata de algo confidencial —Parecía no encontrar las palabras adecuadas—. Me gustaría que no comentases esto con nadie. ¿Puedo confiar en ti?

Asentí, sin conseguir disimular mi desconcierto.

—(?), esto es importante —Martín hablaba con nerviosismo—. Trabajas en el Hades, y supongo que prestarás atención a lo que sucede a tu alrededor... ¿Has oído hablar del Proyecto Maya?

—Nadie habla mucho en el Hades. No tengo ni idea de lo que están haciendo. ¿Qué es el Proyecto Maya?

La expresión de Martín se había convertido en una máscara de desilusión.

—Por favor, si en algún momento escuchas la palabra «Maya», házmelo saber. Con discreción. ¿Lo harás?

—Claro. Pero ¿de qué se...?

Me interrumpí. Martín se había desvanecido tan rápida y nerviosamente como había llegado.

El segundo incidente, si es que se le puede llamar así, llegó con la Navidad. La tarde del veintitrés de diciembre se celebró una pequeña fiesta para el personal en la sala de reuniones de GenCorp. Como suele ocurrir, la gente bebió demasiado y un par de horas más tarde la camaradería dio paso a la libido. La mitad de los asistentes intentaban llevarse a la cama a la otra mitad. Generalmente a la mitad equivocada. Me mantuve aparte, contemplando con divertido distanciamiento las diversas maniobras de acercamiento y rechazo, los furtivos emparejamientos y las ebriedades escandalosas. De pronto noté un cosquilleo en la nuca. Me sentía intensamente observado. Por el rabillo del ojo, descubrí a David Maltman mirándome fijamente. Nunca había hablado con él, ni siquiera nos habían presentado. Era un hombre extremadamente serio y poco sociable. Sin embargo, en aquella ocasión se acercó a mí y me tendió la mano.

—Soy David Maltman —dijo en inglés—. Usted es (?), si no me equivoco.

Asentí. Él se sentó a mi lado. Llevaba en la mano un vaso con jugo de tomate, y podría jurar que eso era todo lo que había bebido. Estaba sobrio, pero me miraba de una forma extraña, intensa, como si entre nosotros hubiera un microscopio. Y la ameba fuese yo.

Permanecimos en un embarazoso silencio durante varios segundos, hasta que Maltman se inclinó hacia delante y me hizo una pregunta estúpida.

—¿Ha olvidado alguna vez el paraguas o el abrigo? —Negué con la cabeza, sorprendido—. Entonces, ¿tiene usted buena memoria?

—Supongo que lo normal.

—No existe lo normal. Cada persona posee su propio archivo eidético, diferente del de los demás —Bebió un sorbo de tomate sin dejar de mirarme—. La memoria lo es todo. Fuera de ella nada existe.

—El mundo está ahí. Existe —repliqué.

—El mundo, amigo mío, solo cobra relevancia cuando lo percibimos. Y la percepción no es instantánea, requiere un tiempo. Cuando veo este vaso, lo que estoy viendo es una imagen procesada por mi cerebro e integrada en mi memoria. El vaso auténtico no existe, sólo hay un nebuloso fantasma codificado por mi ARN. Usted y yo no nos estamos hablando, nos estamos recordando. ¿Entiende? Todo lo que conocemos, todo lo que percibimos, está encerrado en nuestro cráneo. Todo es un juego de la memoria.

Bueno, quizá Maltman no estuviese borracho. Pero probablemente había respirado algo de óxido nitroso, o tal vez un exceso de oxígeno puro. O, quién sabe, es posible que ésa fuese su manera de ser. Tan raro como un político honesto.

—Quizá tenga razón —le dije con amabilidad—. Pero muchas veces la memoria falla.

Maltman sonrió por primera vez y enarcó las cejas. Se levantó.

—Siempre falla. Por eso el mundo es imperfecto.

Y se fue.

Más tarde comprendí la razón de aquel repentino interés por mí, así como el sentido de sus palabras. No estaba loco. Era un hijo de puta, pero no un excéntrico.

El tercer incidente, si merece tal nombre. Con él comenzó mi particular calvario, mi lenta decadencia.

Todo ocurrió un jueves de mediados de enero. Un ayudante de Nanda me entregó una caja hermética de metacrilato con su correspondiente cultivo dentro. Me extrañó, ya que tan sólo el día anterior había «archivado» otro cultivo, el 13-L, y no era usual tanta frecuencia en la labor de congelado. Me encogí de hombros y bajé en el ascensor a la cámara criogénica. Saludé al guardia de seguridad mientras me dirigía a los congeladores. Abrí el marcado con la letra L, y...

Y algo cayó al suelo rompiéndose en pedazos. Bajé la mirada y contemplé la destrozada caja que había contenido el cultivo 13-L.

Luego me di cuenta de otra cosa. El interior del congelador no estaba de ninguna manera frío. Por algún motivo, por algún extraño e incomprensible fallo, el congelador se encontraba a temperatura ambiente.

Eso significaba que el cultivo, que ahora se esparcía juguetón ante mis pies, era activo.

Suspiré y luego, como si todo se desarrollase a cámara lenta, me acerqué a un panel próximo a la puerta hermética. Oprimí el botón rojo y una alarma comenzó a sonar. Escuché cómo los sellos encajaban en sus alvéolos. De repente me sentí muy aislado, tremendamente solitario. Se había levantado una muralla infranqueable cuyo único fin era separarme del mundo. Estaba en cuarentena.

Era el leproso, el apestado.

Un extraño sentimiento de irrealidad me asalta mientras rememoro aquel momento. Estoy aquí, en el mismo lugar donde todo comenzó. Las paredes metálicas son las mismas, los congeladores ronronean igual que lo hacían hace más de dos años y las luces continúan tintando de rojo este pequeño microuniverso. Pero todo lo demás ha cambiado. Por encima de mi cabeza GenCorp no es más que un montón de ruinas y el mundo ha alcanzado la locura total adorando a un dios absurdo. Sin embargo, una sutil inversión se ha producido. Si en aquel entonces yo era el enfermo infeccioso aislado, ahora, encerrándome voluntariamente a veinte metros bajo tierra y protegiéndome tras incontables toneladas de acero, he sido yo quien ha puesto en cuarentena al mundo. Son ellos los enfermos, son ellos los que se retuercen tras las murallas del aislamiento y la soledad. Y yo soy el que mira tras los cristales contemplando cómo evoluciona la enfermedad que aqueja a una humanidad condenada.

Pero algunas cosas permanecen. El cultivo 13-L sigue dentro de mí. Y mi amor por Helena, la rubia ninfa tallada en miel y cereal, continúa acrecentándose, segundo a segundo, sumiéndome en una extraña pasión caníbal.

Hombres vestidos con trajes aislantes, como astronautas de guardarropía, instalaron la improvisada enfermería en una sala contigua a los congeladores. Pusieron una cama y trajeron una televisión, y libros, y alimentos, incluso instalaron un compacto. Había una gruesa vidriera a través de la que podía ver el ascensor y las consolas. También los demás podían mirarme a mí, como quien contempla a una cobaya inoculada.

—Tranquilo, amigo mío. Usted peligro no corre —me dijo Nanda mediante un micrófono—. El cultivo 13-L es variedad mutada de la gripe. Posiblemente ningún problema haya.

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