Read El Círculo de Jericó Online
Authors: César Mallorquí
Y Sara volvió a pensar en Dostigres, y pensó que se había portado mal con aquel hombre solitario, que no debía haberle dicho las cosas que le dijo, y que le gustaría tener la oportunidad de disculparse.
—Ya falta poco —dijo Tomás, más que otra cosa por romper el silencio que flotaba entre los dos. Y añadió—: ¿Sabes?, mi madre quiere que sean rosas blancas.
—¿Cómo...?
—Para decorar la iglesia. Yo pensaba en claveles, pero ella se casó con rosas, e insiste... ¿Tú qué prefieres?
—No sé... —de pronto Sara sonrió—: orquídeas azules.
—¿Orquídeas azules? Deben de ser muy caras. Además, nunca he visto orquídeas azules.
—Alguien que conozco las tiene en su invernadero...
—Bueno, quizá nos haga un buen precio... Aunque no me gustaría darle un disgusto a mi madre, ya sabes como es. Por cierto, me ha pedido que te avise de que el jueves tenéis hora con la modista. Dice que ha elegido un vestido de novia precioso, con la cola muy larga...
—Tomás, ya hemos hablado de eso. Preferiría un traje sencillo.
—Pero Sara, hazlo por ella. Desde que murió papá no levanta cabeza...
—Es nuestra boda, no la suya.
—No seas mala. Mira, está tan ilusionada que quiere regalarnos el viaje de novios. A Mallorca, justo al mismo sitio donde ella pasó su luna de miel.
—¿Mallorca...? —Sara se estremeció. Había pensado en destinos más exóticos: quizás el Nepal, o México, o Tailandia, o Kenya... pero ¿un hotel turístico en Mallorca? No, eso no entraba en su idea de un viaje romántico.
Pero Sara no dijo nada. Perdió la mirada por entre las ventanas (abiertas y sin cristales) del edificio sentenciado. Respiró hondo.
Algo marchaba mal. Había algo tremendamente equivocado en... en ella misma. Experimentó una especie de ahogo. Cerró los ojos. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué vida le aguardaba? Tomás la quería, sí, y ella se iba a convertir en su mujer, sí, la esposa del notario, sí, y tendrían hijos, y sólo viajarían durante las vacaciones de verano, sí, y llevarían una vida tranquila y ordenada, ¡sí, sí...! ¡Sí!
Sara abrió los ojos y parpadeó, sobrecogida por la súbita descarga de adrenalina que, sin saber por qué, había experimentado. Escuchó un ruido de pasos a su izquierda. Era uno de los hombres de chaqueta amarilla y casco de plástico que, rodeando la línea protectora de vallas y cintas, se acercaba a ellos.
—Buenos días —dijo cuando llegó a su altura—. La demolición se va a llevar a cabo en cinco minutos. Yo en su lugar me alejaría un poco. Cuando activemos las cargas explosivas algunos cascotes pueden salir despedidos más lejos de lo previsto, ya saben.
El hombre saludó con la cabeza y continuó dando la vuelta en torno al edificio, hasta perderse de vista.
—Venga —dijo Tomás, señalando hacia el fondo de la calle—, vamos a ponernos allí.
—Espera...
Sara buscó con la mirada la terraza de su piso; en vano, ya que se encontraba justo en el lado opuesto.
Su terraza, la
sala del atardecer
, el lugar donde, de niña, jugaba a ser Alexandra David-Neel explorando el Tíbet, Howard Cárter descubriendo la tumba de Tutankhamon, o Lady Anne Blunt viajando por Arabia. Allí, en esa terraza llena de recuerdos, estaba parte de su niñez. Si cerraba los ojos, Sara todavía podía escuchar el cálido sonido de las teclas golpeando la cinta entintada y el papel, en la vieja máquina de escribir de su madre. Y ahora esa terraza iba a desaparecer para siempre.
¿O no...? Quizás aún estuviese conectada a Mansión, quizás en su salón se alzase todavía una puerta mágica, la entrada a un palacio encantado...
—¡Sara! —La voz de Tomás era apremiante—. Vámonos, este lugar no es seguro.
Sara parpadeó. Notaba su corazón palpitando desbocado en el pecho. Miró alternativamente a su novio y a la casa. Tragó saliva y consultó el reloj. Faltaban apenas dos minutos...
Y entonces Sara supo lo que tenía (lo que quería) hacer. Se aproximó a Tomas y le abrazó con fuerza. Luego le besó intensamente.
—Perdóname —dijo, apartándose de él. Y, sin la menor vacilación, saltó por encima de las vallas y echó a correr hacia la casa.
—¡Sara! —gritó Tomás asustado—. ¡No seas loca, vuelve! Sara continuó corriendo, mientras en su interior, como quien formula una oración, pensaba: «Dostigres, ojalá no se te haya ocurrido retirar la puerta de mi salón...»
Tomás, entretanto, intentaba traspasar la línea de vallas, pero su pie escayolado era un poderoso impedimento. Además, si apenas podía andar, ¿cómo iba a dar alcance a Sara? —¡Sara! —gritó a pleno pulmón— ¡Vuelve! Aterrado, Tomás vio que la mujer cruzaba la puerta trasera del edificio y desaparecía en su interior.
«La explosión va a matarla», pensó Tomás. Había que impedir aquella demolición. Miró en derredor, pero no vio a nadie, estaba solo. Comenzó a caminar rápido, casi a la pata coja, hacia donde debían encontrarse los obreros.
¡Oh, Dios, iba muy despacio! Aceleró el paso. Gritó: —¡Paren, deténganse! ¡Hay una mujer dentro de la casa! De pronto tropezó y cayó al sueloSe puso de rodillas y buscó la muleta. Se incorporó y comenzó a caminar otra vez. Cada paso que daba era un latigazo de dolor en el extremo de su pierna.
Por fin consiguió llegar hasta la esquina. La dobló y vio, a lo lejos, que un grupo de personas, los técnicos en demoliciones, permanecían reunidos frente al edificio.
—¡Paren! —gritó Tomás—. ¡Hay alguien dentro!
Pero los técnicos y los obreros miraban en dirección a la casa. No le veían. Tomás cogió la muleta por un extremo y comenzó a agitarla sobre su cabeza.
—¡Deténganse! —aulló—. ¡Van a matarla!
De pronto, uno de los hombres de amarillo se volvió hacia él y le vio. Permaneció unos segundos congelado, y luego, como a cámara lenta, comenzó a volverse hacia sus compañeros...
Y entonces un rugido ensordecedor llenó el aire tenue de la mañana.
Tomás se dio la vuelta y comprobó, con el corazón encogido, que toda la parte baja del edificio era engullida por una densa nube de humo y polvo, mientras la estructura vibraba y se tambaleaba, para luego hundirse sobre sí misma, lentamente, como un gigante herido derrumbándose sobre las arenas del desierto.
Tomás soltó la muleta y se dejó caer de rodillas. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Sara... —musitó.
Y el suave gemido de sus palabras se perdió en el fragor de la piedra destruida y el metal doblado.
KAPH (EPÍLOGO)
Nunca encontraron el cadáver de Sara. Aún así, el testimonio de Tomás bastó para que la dieran por muerta. Suicidio, dijeron. Una extraña forma de matarse.
Tomás mandó construir una tumba para ella. Y, aunque estaba vacía, solía ir todos los fines de semana a visitarla. La oposición se convocó para finales de verano; irónicamente, el examen tuvo lugar el mismo día que tenían previsto para la boda. Tomás ni siquiera se presentó.
Pero el tiempo es el mejor bálsamo para las heridas del corazón. Tomás poco a poco fue olvidando, y volvió a preparar la oposición, y dos años después aprobó el examen, convirtiéndose en el respetado notario de una pequeña ciudad de provincias. Allí conoció a una mujer, complaciente y discreta, con la que se casó poco después.
Y de ese modo, Tomás olvidó a Sara.
Pero doce años más tarde ocurrió un hecho extraordinario. Un mediodía, como todos los mediodías, Tomás abrió el buzón de su casa. Dentro encontró un extraño sobre de color verde, con su nombre en el dorso, pero sin sello ni matasellos. Lo abrió y comprobó que en su interior sólo había una bolsita de celofán conteniendo pequeñas semillas, y una nota escrita a mano en un papel también verdoso. El corazón le dio un vuelco.
Querido Tomás. Después del daño que te hice no sabes lo feliz que me siento al saber que las cosas te han ido tan bien en la vida. Ojalá que todo siga así, y que hasta el menor de tus deseos se cumpla.
Junto a esta nota encontrarás unas semillas. Son de orquídeas azules (te hablé de ellas hace mucho tiempo, ¿recuerdas?). Plántalas, y cuando florezcan ponías en tu mesilla de noche y duerme a su lado. Quizá logren inspirarte un sueño tranquilo y sereno. Con todo mi cariño, recibe un beso muy fuerte.
La carta no estaba firmada, pero no hacía falta. Aunque habían pasado muchos años, Tomás reconoció al primer vistazo la letra de Sara. Se apoyó en la pared y, con los ojos aun incrédulos, comenzó a llorar como un niño.
Mas tarde, siguiendo las instrucciones de la carta, plantó las semillas, y semanas después, cuando florecieron las orquídeas, las puso junto a su cama.
Y, aunque algunos malintencionados lo atribuyeron a los delirios de un nuevo rico, lo cierto es que a partir de aquel momento, Tomás dedicó todo su esfuerzo y dinero a construir una nueva casa, hermosa y equilibrada, original y exquisita; un recinto adecuado para formar parte de Mansión.
La casa del doctor Pétalo se extiende por el tiempo y el espacio, a través de las dimensiones y de los universos, sutil como una presencia intuida, inmensa como la eternidad.
Un hombre grotesco y deforme recorre sus pasillos sinuosos y extravagantes. No sonríe porque no sabe sonreír, igual que tampoco sabe llorar; pero si pudiera, ahora sonreiría.
Ya no está solo.
Mientras tanto, en el Invernadero de hierro y cristal, las plantas crecen y la savia fluye.
En un rincón, apartadas de la vista, las pequeñas orquídeas azules moteadas de naranja continúan soñando...
8. El círculo rotoA la mañana siguiente, la Bella se volvió a. encontrar, como por encanto, en el palacio de la Bestia. Enseguida se vistió y empezó a dar vueltas por aquellas amplias salas, por aquellas largas galerías. Se sentía cada vez más inquieta y miraba a cada momento el gran reloj de péndulo que estaba a la entrada. Según su costumbre, la Bestia no se presentaba nunca antes de la hora de la cena.
Madame Le Prince de Beaumont
, La Bella y la Bestia
Madame Kádár entrelazó los dedos e inclinó la cabeza. El tremor de las velas danzó en sus pupilas hasta que los párpados se cerraron, sumiéndose el rostro en una expresión de cansancio.
Entonces, el padre Silveira comenzó a aplaudir, con respeto, suavemente, como si temiese que un ruido excesivo pudiera quebrar la cristalina atmósfera del salón. Casi al instante, el resto de sus amigos se unió al aplauso, y también Claudia y Susana... El padre Kindelán, que dormitaba sobre el sillón, con el sempiterno rosario entre sus manos, se despertó sobresaltado, parpadeó confuso y, tras refunfuñar unas palabras incomprensibles, retornó a la monótona letanía de sus plegarias. —Un hermoso relato —murmuró Héctor Arauco. —Precioso —dijo Claudia—. Pero, señora Kádár, ¿quién le contó esa historia?
La anciana abrió los ojos y contempló a mi hija con aire confuso.
—¿Quién la historia me contó...?
—Sí —intervino Susana—. Usted ha dicho que pasó la noche en la habitación del palacio italiano donde había aparecido la puerta misteriosa, y que de madrugada se despertó y encontró a su lado a una persona. ¿Quién era?
—Oh, bueno, su nombre no me dijo. —Madame Kádár sonrió—. Pero de una mujer se trataba.
—¿Sara Aludel? —pregunté.
—Contestarle no sabría. Una mujer joven era, morena y de facciones dulces. Añadir sólo puedo que embarazada estaba. —La anciana respiró hondo—. Si esta historia he contado no ha sido porque algo haya que conjurar. De un relato de amor se trata, inocente y triste, como siempre el amor es. Pero lo que sí mi pequeña historia muestra es que la realidad más allá de lo que vemos se extiende. Y aunque mantener el orden de las cosas procuremos, aunque en aferrar el hilo de la realidad nuestro empeño pongamos, siempre habrá una casa del doctor Pétalo que ante nosotros se alce, recordándonos que forjados estamos en la materia de que los sueños están hechos. —Madame Kádár permaneció unos instantes en silencio. Luego se incorporó con esfuerzo—. Ya tarde es —dijo—; hora de irnos a dormir.
Poco a poco, como saliendo de un pesado estupor, nos fuimos poniendo en pie. Acordamos con rapidez el reparto de las habitaciones: madame Kádár, Susana y Claudia ocuparían el dormitorio más grande, donde había tres camas, el doctor Arauco y su mujer se instalarían en el segundo dormitorio, Azarías Jerusalén y el padre Kindelán dormirían en el tercero. En cuanto al padre Silveira, Aníbal Zarko y yo... bueno, haríamos lo posible por acomodarnos en el salón.
Media hora más tarde, la casa se encontraba en relativo silencio: a lo lejos podía oír la pesada respiración del padre Kindelán y, por todas partes, el rítmico golpeteo de la lluvia sobre el tejado.
A mí me había correspondido el sofá. Aunque insistí en sortearlo, Aníbal Zarko y el padre Silveira se mostraron inflexibles en su decisión de cedérmelo. El ilusionista tomó asiento en un sillón, puso los pies sobre un taburete y, sin siquiera despojarse de la chaqueta, se quedó profundamente dormido. El misionero jesuita, por su parte, extendió una manta sobre el suelo y se tumbó encima. Yo objeté que aquello debía de ser muy incómodo.
—No lo crea —dijo el sacerdote—. Muchas veces he tenido que dormir en el suelo y, por lo menos, aquí no debo preocuparme de que una serpiente coral se introduzca entre mis ropas.
Por un instante tuve la visión de una selva húmeda y oscura, infestada de crótalos, arañas e insectos. Agradecí interiormente la suerte que tenía al encontrarme en un parque natural cercano a los Pirineos, sin otra preocupación que la inclemencia del tiempo. Tras desearle las buenas noches al jesuita, me arrebujé en la manta y cerré los ojos.
Pensé que iba a tardar en dormirme, pero el sueño, a decir verdad, acudió a mí con la premura de una amante solícita.
Me despertó la claridad de la mañana. Abrí los ojos y, al no recordar dónde me encontraba, parpadeé varias veces, sintiéndome momentáneamente desorientado. Luego miré el reloj: eran las siete y media de la mañana. Me incorporé en el sofá y comprobé que Aníbal Zarko seguía profundamente dormido. Pero el padre Silveira ya no estaba en el salón. Me puse en pie y extendí los brazos hacia arriba, desperezándome como un gato. Entonces la puerta del cuarto de baño se abrió y el torso desnudo, plagado de dibujos, del jesuita asomó por el umbral. Le saludé con la mano y él me devolvió el saludo, llevándose luego un dedo a los labios para avisarme que los demás seguían dormidos. Asentí con la cabeza y miré a través de la ventana. Las nubes habían desaparecido, dejando tras su paso el brillo dorado de una radiante mañana de verano.