Read El Círculo de Jericó Online
Authors: César Mallorquí
Me dirigí a la puerta principal y la abrí con cuidado. Salí al exterior; el aire todavía era fresco. Recorrí el breve jardín que se extendía por delante de lacasa y me asomé a la barandilla de madera que daba al interior del volcán. Supongo que esperaba encontrar el fondo del cráter convertido en un pequeño lago, de modo que me sorprendió ver que ni tan siquiera podía distinguirse un simple charco en el amplio círculo de hierba verde. Pero mayor fue mi sorpresa al advertir que dos figuras humanas estaban sentadas al pie de la ermita románica, cerca del menhir. Eran madame Kádár y Claudia, mi hija, hablando entre sí con las cabezas muy próximas.
Me quedé quieto, muy quieto, contemplándolas en silencio, escuchando, entre el murmullo del viento y el trinar de las aves, el lejano e indescifrable rumor de su conversación.
¿Qué hacían despiertas tan temprano, allí, en el volcán? ¿Y de qué hablaban...?
Claudia alzó de pronto la cabeza, como si hubiese presentido que alguien la estaba mirando, y advirtió mi presencia. Se incorporó, levantó una mano y la agitó. Devolví su saludo con algo de timidez, sintiéndome pillado en falta, igual que si me hubieran descubierto espiando una escena demasiado íntima y privada.
Entonces Claudia comenzó a correr hacia mí por el sendero que remontaba la ladera del cráter. Y pude ver el resplandor de una sonrisa centelleando en su cara, y la ondulación de sus cabellos jugando con la brisa, y el brillo del sol perfilando su silueta.
Y supe instantáneamente que debía atesorar esa imagen, guardándola en un rincón privilegiado de mi memoria, porque sin duda aquél era un instante de pura e irracional felicidad.
De pronto, una extraña idea me vino a la cabeza.
Pensé que, durante el día y la noche que permanecí en la casa del cráter, en compañía de aquellos extraños, había tenido la oportunidad de asistir a un acontecimiento único, a un milagro pequeño y cotidiano, como el germinar de una flor, pero al tiempo prodigioso y fantástico.
Un pensamiento absurdo, desde luego. Pero, ignoro la razón, me fue imposible apartar esa idea de mi cabeza, y aún hoy, en lo más recóndito de mi mente, continúo creyendo que durante las veinticuatro horas que permanecí en el volcán de Santa Margarita, refugiándome de una lluvia torrencial, fui testigo de un hecho asombroso, tan vago e impreciso que ni siquiera puedo comenzar a describirlo.
Desayunamos café con leche y galletas. Luego limpiamos lo que habíamos ensuciado y lo colocamos todo en su sitio. Calculamos el coste de los artículos consumidos y dejamos el dinero, junto a una nota explicativa, encima de la mesa del salón. Finalmente, abandonamos la casa.
Susana y Claudia comenzaron a despedirse de aquel exótico grupo de personas. Intercambiaban besos y números telefónicos, promesas de visitas futuras e, incluso, como comprobé al observar los ojos de mi hija y de madame Kádár, alguna que otra lágrima.
Miré en derredor y descubrí que el padre Silveira se encontraba algo apartado de los demás, contemplándome con mirada afable. Me acerqué a él, le tomé del brazo y nos alejamos unos metros del grupo.
—¿Qué sucede aquí? —le pregunté. El sacerdote se mostró desconcertado. —Pues... que yo sepa, no sucede nada. Respiré hondo. ¿Qué podía decirle? ¿Que tenía la vaga intuición de que tras aquel aparentemente fortuito encuentro existía un propósito, una intención oculta? Sólo de pensarlo me sentía ridículo, de modo que me limité a preguntar: —¿Quiénes son ustedes? —Ya lo sabe. Ayer nos presentamos... —No —le interrumpí—. Su círculo, su grupo, su secta, como quiera llamarlo... ¿Qué es? Ya sé, ya sé... mantener estable la realidad y contar historias. De acuerdo, pero ¿qué más?
—No hay más, somos lo que usted acaba de decir. —El padre Silveira parecía ahora apenado—. Pero supongo que eso no le basta... Mire, véalo de esta forma: ningún ser humano es absolutamente completo. Nadie posee todas las virtudes y capacidades necesarias para afrontar con éxito una empresa de cierta complejidad. Por eso las personas se organizan, crean estructuras más fuertes y duraderas que ellos mismos. —Se encogió de hombros—. Eso es nuestro círculo: un esquema que se perpetúa, un conjunto en el que el total resulta más grande que la suma de las partes.
Todo aquello estaba muy bien, incluso resultaba poético. Pero seguía sin aclararme nada. Miré fijamente al sacerdote.
—¿Por qué estaban ustedes aquí? Y no me hable del solsticio; ¿por qué ayer?, ¿por qué aquí?
El jesuita me contempló en silencio durante unos instantes.
Luego dijo:
—Por María Kádár.
Enarqué las cejas.
—No le entiendo —musité—. ¿Qué quiere decir?
Entonces, el padre Silveira, con una triste sonrisa flotando en su boca, me explicó lo que ocurría.
—Madame Kádár está gravemente enferma. Sólo le quedan unos meses de vida.
Abrí la boca, pero no supe qué decir. El sacerdote palmeó suavemente mi brazo, como si quisiera prestarme ánimos.
—No se preocupe. A fin de cuentas, no es algo que le concierna personalmente. —Se inclinó y cogió un guijarro del suelo; me lo ofreció—. Tenga, conserve esto como recuerdo de nuestro encuentro.
Observé la pequeña piedra, un fragmento de material volcánico, absolutamente negro e irregular. Casi sin darme cuenta de lo que hacía, lo guardé en el bolsillo. Me sentía perplejo.
—¿Nos vamos...? —La voz de Susana me sacó del ensimismamiento en que estaba sumido.
Me despedí maquinalmente de aquellas personas, estrechando sus manos una a una. Al llegar a la altura de madame Kádár vacilé un momento, luego me incliné para besar sus mejillas arrugadas. La anciana acercó sus labios a mi oído y susurró:
—Nuestras historias le regalamos... Escríbalas, amigo mío.
Asentí con un gesto vago. Aún estaba afectado y confuso por lo que me había revelado el padre Silveira.
—¿Van a quedarse aquí? —pregunté.
—Creo que sí —repuso con una sonrisa Aníbal Zarko—. Todavía tenemos cosas que hacer.
Nos despedimos con un último saludo y Susana, Claudia y yo comenzamos a recorrer el camino que conducía de vuelta a la carretera.
Mientras descendíamos por el sendero, observé con sorpresa que el terreno no se encontraba, ni mucho menos, todo lo húmedo y embarrado que debía estar después de una tormenta tan intensa. De hecho, parecía como si la tierra estuviese más seca que el día anterior.
Me detuve.
Lo que había dicho el padre Silveira sobre madame Kádár era terrible, es cierto. La muerte de esa anciana encantadora supondría una dolorosa pérdida, pero aquello no explicaba en absoluto su presencia allí. Esa revelación, lejos de aclarar mis dudas, planteaba nuevas preguntas.
—¿Qué sucede? —preguntó Susana.
—He olvidado algo —dije—. Esperadme aquí, enseguida vuelvo...
Me di la vuelta y comencé a subir apresuradamente por la senda forestal. Diez minutos después alcanzaba, jadeante, la cima del volcán.
Pero el cráter se encontraba en absoluta soledad; no había nadie.
Comprobé que la casa estaba vacía y cerrada. Luego exploré los alrededores, sin encontrar ni rastro de los dos sacerdotes, del ilusionista, de la pareja sudamericana, del profesor hebreo, de la anciana húngara... Era como si se hubiesen esfumado en el aire.
No obstante, aquello no me sorprendió.
En cierto modo, era lo que esperaba.
Cuando volvimos al hotel, pregunté en la recepción si la tormenta había causado muchos daños. El conserje me miró extrañado y afirmó que no sabía de qué tormenta le estaba hablando. Según dijo, el sol había brillado durante todo el día anterior. No llovió en ningún momento.
Bueno, tampoco era tan extraño. Supuse que aquella tromba de agua había sido un fenómeno local. Algo, a fin de cuentas, muy corriente en las montañas. Pero no acababa de sentirme del todo convencido, de modo que, sin decirle nada a Susana, llamé por teléfono al servicio meteorológico. Un amable funcionario me aseguró que en las últimas veinticuatro horas no se había registrado ni una sola precipitación en la región. Cero centímetros cúbicos. Ni un ligero chubasco siquiera.
No sabía qué pensar de todo aquello... Dé modo que no pensé nada. La sensación de prodigio e irrealidad que había experimentado en el cráter se difuminaba ahora, al encontrarme de nuevo en el mundo normal. Sin duda, todo había sido fruto de mi imaginación, sugestionada por el extraño paisaje del volcán Santa Margarita y por las raras historias que allí escuché.
Todo era pura fantasía. Y no había que darle más vueltas.
Así que nuestras vacaciones prosiguieron sin más incidentes y, al poco, desterramos de nuestra memoria la jornada que pasamos en la casa del cráter.
A mediados de julio volvimos a Madrid. Durante nuestra estancia en la Costa Brava había bosquejado al argumento de una novela histórica, una especie de thriller medieval ambientado en el siglo catorce. Así que, mientras Susana volvía al trabajo y Claudia proseguía sus vacaciones en un campamento juvenil, yo me dedicaba a buscar documentación para mi nuevo libro.
Una mañana de finales de agosto, mientras me hallaba enfrascado en la lectura de La civilización del occidente medieval, metí la mano en el bolsillo del pantalón y encontré algo que iba a alterar por completo mis planes de trabajo.
Era un simple guijarro, la pequeña piedra volcánica que me diera el padre Silveira como recuerdo de nuestro encuentro.
Y puedo asegurar que fue un eficaz recuerdo, porque instantáneamente volvió a mi cabeza todo lo acontecido en la casa del cráter. Sin embargo, no fue ese fenómeno de súbita memoria lo que me sorprendió, sino el hecho de haber olvidado completamente las experiencias que vivimos en el volcán Santa Margarita. ¿Cómo era posible olvidar la intensa tormenta que nos mantuvo aislados en aquella casa, el insólito grupo de personas que allí conocimos, o las extravagantes historias que nos contaron...?
Las historias, sí... A partir del momento en que encontré aquel guijarro en mi bolsillo, los relatos del círculo de madame Kádár se impusieron en mi cabeza a todo lo demás. Una y otra vez, aquellas historias invadían mi mente, impidiéndome la concentración, distrayéndome de toda actividad que no fuera rememorarlas.
Me obsesionaban hasta tal punto que me resultó imposible seguir trabajando.
Flavio Tursi, aquel perro y su rebaño, Gedeón Montoya, el ayudante de laboratorio que luchó contra Dios, la tribu de los pchapchá, el Hombre Dormido, el doctor Pétalo y su casa encantada... Todos aquellos personajes y argumentos daban vueltas en mi cabeza, acercándose y alejándose, como una bandada de palomas en torno a una estatua.
Entonces recordé algo: «La mejor forma de conjurar una historia es contarla.» Así que dejé a un lado la novela medieval y me dediqué de lleno, yo diría que con intensidad maníaca, a la labor de transcribir las historias que escuché en el cráter. Las convertí en un libro. En este libro. Así que las historias han sido definitivamente conjuradas. No obstante, aquel guijarro volcánico resucitó en mí una segunda obsesión: de nuevo, tenía la irracional certeza de que nuestro encuentro en el cráter con madame Kádár y su círculo de amigos no había sido fruto de la casualidad, sino un hecho premeditado. Por supuesto, se trataba de un pensamiento absurdo; fue el azar lo que nos condujo aquel día de junio al volcán Santa Margarita.
Y, sin embargo, yo estaba seguro de que habían sido ellos los que propiciaron nuestro encuentro. ¿Cómo...? Lo ignoro. ¿Por qué...?
Para contestar a esa pregunta desarrollé una teoría: ellos querían contarme sus historias para que yo, a mi vez, las escribiese y publicase. Madame Kádár y sus compañeros habían insistido en que para evitar que algo suceda —que la realidad se desestabilice— basta con contarlo. Entonces, ¿qué mejor forma de narrar algo que escribir un libro?
De modo que era yo su objetivo, yo la razón de aquel extraño rendez-vous en el cráter.
O, al menos, eso creía hasta que, recientemente, me desperté en mitad de la noche y descubrí lo equivocado que estaba...
Ocurrió el último día de noviembre. Había pasado la jornada trabajando con el procesador de textos y me sentía realmente cansado. Un fuerte dolor de cabeza, inusitadamente resistente a las aspirinas, me atormentaba desde primeras horas de la tarde. Así que me acosté pronto. Pensaba que la migraña iba a impedirme conciliar el sueño, pero el caso es que me dormí con rapidez.
Hasta que algo me despertó de madrugada.
Fue una transición brusca del sueño a la vigilia. De pronto, me encontraba totalmente espabilado, en la oscuridad del dormitorio, con una intensa sensación de alarma martilleándome en la cabeza. Los diodos luminosos del despertador marcaban las cuatro y veinticinco. Susana dormía profundamente a mi lado.
Me incorporé en la cama. ¿Qué me había despertado? ¿Un ruido...? Agucé el oído y permanecí unos segundos expectante.
Entonces escuché algo, un murmullo, quizás un llanto apagado... Fuera lo que fuese, provenía del cuarto de Claudia. Sin encender la luz, me puse la bata y salí apresuradamente de la habitación.
Y vi algo...
Algo que me dejó paralizado, inmóvil como un bloque de hielo en mitad del pasillo: por las rendijas de la puerta que daba al dormitorio de Claudia, se filtraba una luz lechosa, una luminosidad fantasmal, vagamente azulada, de extraordinaria brillantez.
Jamás había visto algo así, y en ese momento tuve la seguridad de que aquel resplandor en modo alguno podía tener una causa natural.
Un nuevo sollozo quebró el silencio de la noche. Corrí hacia la puerta y la abrí bruscamente.
Jadeé, desconcertado.
No sé lo que esperaba encontrar, pero la habitación de Claudia estaba en completa oscuridad. Permanecí unos instantes apoyado contra el marco de la puerta, sintiendo que la cabeza me daba vueltas. Entonces escuché con nitidez el llanto quedo de mi hija.
Me aproximé a ella y encendí la lámpara que había sobre su mesilla de noche. Claudia estaba sentada sobre la cama, con los ojos enrojecidos por el llanto y una infinita tristeza en su mirada. Al verme, se echó en mis brazos y me agarró con fuerza.
—Ha muerto, papá —murmuró entre sollozos. Y repitió—: Ha muerto...
—Cálmate, mi niña —dije, acariciándole la cabeza—. Sólo ha sido una pesadilla...
—¡No, no! —insistió Claudia—. ¡Ella ha muerto...!
Un escalofrío se deslizó por mi espalda.
—¿Quién ha muerto...? —pregunté, casi sin atreverme a hacerlo.