El cisne negro (45 page)

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Authors: Nassim Nicholas Taleb

En el ejemplo sobre la altura que poníamos más arriba en este mismo capítulo, empleaba yo unidades de desviación de diez centímetros, y demostraba que la incidencia disminuía a medida que aumentaba la altura. Eran desviaciones de una sigma. La tabla de la altura también sirve de ejemplo de la operación de «escalar a una sigma», tomando sigma como unidad de medida.

Esos supuestos reconfortantes

Señalemos los supuestos principales que establecimos en el juego de lanzar la moneda y que nos llevaron a lo protogaussiano, o aleatoriedad suave.

Primer supuesto fundamental, los lanzamientos son independientes. La moneda no tiene memoria. El hecho de que salga cara o cruz en un lanzamiento no cambia las probabilidades de sacar cara o cruz en el siguiente. No nos hacemos «mejores» lanzadores con el tiempo. Si introducimos la memoria o las destrezas en el lanzamiento, toda la estructura gaussiana se tambalea.

Recordemos lo que decíamos en el capítulo 14 sobre el apego preferencial y la ventaja acumulativa. Ambas teorías establecen que ganar hoy hace más probable que ganemos en el futuro. Por consiguiente, las probabilidades dependen de la historia, y el primer supuesto básico que lleva a la campana de Gauss falla en la realidad. En los juegos, evidentemente, no se supone que las ganancias pasadas se traduzcan en una mayor probabilidad de ganancias futuras, cosa que no ocurre en la vida real, de ahí que me dé miedo enseñar sobre la probabilidad basándome en los juegos. Pero cuando el ganar lleva a más ganar, tenemos muchísimas más probabilidades de ver cuarenta ganancias seguidas que con un método protogaussiano.

Segundo supuesto fundamental: no existen saltos «bruscos». La medida del paso en el elemento constitutivo del andar aleatorio básico siempre se conoce: es un paso. No existe incertidumbre alguna respecto al tamaño del paso. No encontramos situaciones en las que el movimiento varíe de manera drástica.

Recordemos que si cualquiera de estos dos supuestos no se cumple, nuestros movimientos (o los lanzamientos de la moneda) no conducirán de forma acumulativa a la curva de campana. Dependiendo de lo que ocurra, pueden llevar a la extrema aleatoriedad de estilo mandelbrotiano y escala invariable.

«La
ubicuidad de la campana de Gauss»

Uno de los problemas con que me suelo encontrar es que, siempre que digo a alguien que la campana de Gauss no está omnipresente en la vida real, sino sólo en la mente de los estadísticos, se me exige que lo «demuestre» —algo fácil de hacer, como veremos en los dos capítulos siguientes—, pero nadie ha conseguido demostrar lo contrario. En cuanto sugiero un proceso que no sea gaussiano, se me pide que justifique tal sugerencia y que, más allá de los fenómenos, «exponga la teoría en que me baso». En el capítulo 14 veíamos los modelos del rico que se hace más rico, modelos que proponíamos con el fin de justificar que no debemos emplear la campana de Gauss. Los modeladores se vieron obligados a formular teorías sobre posibles modelos que generen lo escalable, como si tuvieran que pedir disculpas por ello. ¡Dichosa teoría! Aquí se me presenta un problema epistemológico, el de la necesidad de justificar el fracaso del mundo en parecerse a un modelo idealizado que alguien ciego a la realidad ha conseguido alentar.

En vez de estudiar los modelos posibles que generen aleatoriedad que no sea del tipo de la curva de campana, con lo que cometeríamos el mismo error de teorizar a ciegas, mi teoría consiste en hacer lo contrario: conocer la curva de campana tan profundamente como sea capaz y determinar dónde se puede aplicar y dónde no. Yo sé dónde está Mediocristán. Creo que a menudo (no, casi siempre) son los usuarios de la curva de campana quienes no la entienden bien, y tienen que justificarla, no al revés.

La ubicuidad de la campana de Gauss no es una propiedad del mundo, sino un problema de nuestra mente que surge del modo en que contemplamos aquél.

En el próximo capítulo, abordaremos la invarianza de escala de la naturaleza y nos ocuparemos de las propiedades de lo fractal. En el capítulo que lo sigue, analizaremos el mal uso de lo gaussiano en la vida socioeconómica y «la necesidad de formular teorías».

A veces me pongo un poco sentimental, porque he dedicado buena parte de mi vida a reflexionar sobre este problema. Desde que empecé a hacerlo, y a dirigir una serie de experimentos de pensamiento como he hecho más arriba, no he encontrado en ningún momento de mi vida a ninguna persona del mundo de los negocios o de la estadística que fuera intelectualmente coherente y aceptara el Cisne Negro, a la vez que rechazaba lo gaussiano y las herramientas gaussianas. Muchas personas aceptaban mi idea de Cisne Negro pero no sabían llevarla a su conclusión lógica, es decir, que en la aleatoriedad no podemos usar una única medida llamada desviación típica (a la que llamamos «riesgo»), porque no podemos esperar que una respuesta sencilla caracterice la incertidumbre. Para dar el paso siguiente se necesita coraje, compromiso y capacidad para unir los puntos, un deseo de comprender por completo lo aleatorio. También supone que no podemos aceptar como palabra revelada la sabiduría de otras personas. Luego me encontré con físicos que habían rechazado las herramientas de Gauss, pero habían caído en otro pecado: la credulidad en unos modelos predictivos precisos, en su mayor parte elaboraciones en torno al apego preferencia] del capítulo 14, otra forma de platonicidad. No pude encontrar a nadie con profundidad y técnica científica que observara el mundo de la aleatoriedad y comprendiera su naturaleza, que contemplara los cálculos como una ayuda, no como una meta importante. Me llevó casi quince años encontrar a ese pensador, el hombre que hizo que muchos cisnes fueran grises: Mandelbrot, el gran Benoît Mandelbrot.

LA ESTÉTICA DE LO ALEATORIO
El poeta de lo aleatorio

Aquella tarde yo olía, con gesto melancólico, los viejos libros de la biblioteca de Benoît Mandelbrot. Era un caluroso día de agosto de 2005, y el calor agudizaba el olor a moho de la cola de los viejos libros franceses, que traía consigo una fuerte nostalgia olfativa. Por lo general consigo frenar tales excursiones nostálgicas, pero no cuando me llegan en forma de música u olor. El aroma de los libros de Mandelbrot era el de la literatura francesa, de la biblioteca de mis padres, de las horas pasadas en las librerías en mi adolescencia, cuando la mayor parte de los libros que me rodeaban estaban (¡ay!) en francés, cuando creía que la literatura estaba por encima de todo. (No he tenido contacto con muchos libros franceses desde que era adolescente.) Por muy abstracto que yo quisiera ser, la literatura tenía una encarnación física, tenía olor, y eso era lo que ocurría.

La tarde era también sombría, porque Mandelbrot se mudaba, precisamente cuando se me había concedido el derecho de llamarlo a horas intempestivas en caso de que tuviera alguna pregunta que hacerle, por ejemplo la de por qué las personas no se daban cuenta de que el 80/20 podía ser el 50/1. Mandelbrot había decidido mudarse a la zona de Boston, no para jubilarse, sino para trabajar en un centro de investigaciones patrocinado por un laboratorio nacional. Se trasladaba a un apartamento de Cambridge, y abandonaba su gran casa en la zona residencial de Winchester, Nueva York, de ahí que me ofreciera quedarme con la parte que me apeteciera de sus libros.

Hasta los títulos de los libros sonaban a nostalgia. Llené una caja con títulos franceses, como un ejemplar de 1949 de
Matière et mémoire
, de Henri Bergson, que al parecer Mandelbrot compró cuando era estudiante (¡qué olor!).

Después de mencionar su nombre a diestro y siniestro a lo largo de este libro, voy a presentar por fin a Mandelbrot, sobre todo como la primera persona con título académico con quien siempre hablé de la aleatoriedad sin sentirme defraudado. Otros matemáticos de la probabilidad solían remitirme sin más a teoremas de nombre ruso como «Sobolev», «Kolgomorov», la medida de Wiener, sin los cuales estaban perdidos; les costaba mucho llegar al núcleo del tema o salir de su estrecha caja el tiempo suficiente para considerar sus fallos empíricos. Con Mandelbrot, las cosas eran diferentes: era como si ambos procediéramos del mismo país, como si nos hubiéramos encontrado después de años de frustrante exilio, y al final pudiéramos hablar en nuestra lengua materna sin tensiones. Es el único profesor de carne y hueso que he tenido (mis profesores suelen ser los libros de mi biblioteca). Yo sentía demasiado poco respeto por los matemáticos que se ocupaban de la incertidumbre y la estadística para considerar a ninguno de ellos mi profesor; pensaba que los matemáticos, formados para las certezas, nada tenían que hacer en el campo de lo aleatorio. Mandelbrot me demostró que estaba equivocado.

Mandelbrot habla un francés preciso y formal fuera de lo común, muy similar al de los levantinos de la generación de mis padres o al de los aristócratas del Viejo Mundo. Por ello, cuando en alguna ocasión oía su inglés con acento pero muy estándar y coloquial, me sonaba raro. Mandelbrot es alto y grueso, lo que le da un aire infantil (aunque nunca le he visto tomarse una comida copiosa) y tiene una sólida presencia física.

Desde fuera, se diría que lo que Mandelbrot y yo tenemos en común es una incertidumbre disparatada, Cisnes Negros e ideas estadísticas aburridas (y a veces menos aburridas). Pero, aunque somos colaboradores, no es ésta la materia de nuestras principales conversaciones. Hablamos sobre todo de temas literarios y estéticos, o de chascarrillos históricos sobre personas de un refinamiento intelectual extraordinario. Digo refinamiento, no logros. Mandelbrot podía contar muchas cosas sobre la excepcional diversidad de personas célebres con las que había trabajado durante e) siglo pasado; pero en cierto modo, yo estoy programado para considerar a los personajes de la ciencia menos interesantes que a los coloristas eruditos. Al igual que a mí, a Mandelbrot le interesan los individuos urbanos que combinan rasgos que normalmente parece imposible que coexistan. Una persona de la que suele hablar es el barón Pierre jean de Menasce, a quien conoció en Princeton en la década de 1950, donde De Menasce compartía habitación con el físico Oppenheimer. De Menasce es exactamente el tipo de persona que me interesa, la encarnación de un Cisne Negro. Procedía de una opulenta familia judía de mercaderes de Alejandría que, como todos los levantinos sofisticados, hablaba francés e italiano. Sus antepasados habían adoptado una grafía veneciana para su nombre árabe, añadiendo de paso un título nobiliario, y se codeaban con la realeza. De Menasce no sólo se convirtió al cristianismo, sino que llegó a ser sacerdote dominico y un gran erudito en lenguas semíticas y persas. Mandelbrot no dejaba de preguntarme sobre Alejandría, porque siempre buscaba ese tipo de personajes.

La verdad es que los personajes intelectualmente sofisticados eran exactamente lo que yo buscaba en la vida. A mi estudioso y erudito padre —que, de estar vivo, sólo tendría dos semanas más que Benoît M.— le gustaba la compañía de los cultos sacerdotes jesuítas. Recuerdo que esos visitantes jesuitas ocupaban mi silla en la mesa. Recuerdo también que uno estaba licenciado en medicina y doctorado en física, pero enseñaba arameo en el Instituto de Lenguas Orientales de Beirut. Es posible que su trabajo anterior fuera el de profesor de física en algún instituto de enseñanza media, y el anterior, tal vez en la Facultad de Medicina. Este tipo de erudición impresionaba a mi padre mucho más que el trabajo científico tipo cadena de montaje. Es posible que lleve en mis genes algo que me aleje del Bildungsphilister (el hombre integrado, se diría hoy).

Mandelbrot se asombraba a menudo del temperamento de los eruditos de altos vuelos y de los científicos notables aunque no tan famosos, como su viejo amigo Carleton Gajdusek, un hombre que lo impresionaba por su habilidad para desvelar las causas de las enfermedades tropicales; pero pese a ello no parecía que tuviera ganas de pregonar su asociación con aquellos que consideraba grandes científicos. Tardé cierto tiempo en descubrir que había trabajado con una lista impresionante de científicos, al parecer de todos los campos, algo que esos a quienes les encanta darse tono mencionando a gente importante no hubieran dejado de repetir. Aunque llevo trabajando con él varios años, no fue hasta el otro día, mientras charlaba con su esposa, cuando descubrí que había sido colaborador del psicólogo Jean Piaget durante dos años. También me sorprendí cuando me enteré de que había trabajado con el gran historiador Fernand Braudel, pero éste no parecía interesar a Mandelbrot. Tampoco tenía interés en hablar de John von Neuman, con quien había trabajado como colaborador de posdoctorado. Su jerarquía estaba invertida. En cierta ocasión le pregunté por Charles Tresser, un físico desconocido que conocí en una fiesta y que escribía artículos sobre la teoría del caos e incrementaba sus ingresos como investigador elaborando pastelitos en una tienda que regentaba cerca de la ciudad de Nueva York. Fue categórico: «un homme extraordinaire», dijo; no dejaba de elogiar a Tresser. Pero cuando le pregunté por un determinado personaje famoso, respondió: «Es el típico bon élève, un alumno que obtiene buenas notas, sin profundidad, ni visión». El personaje en cuestión era un Premio Nobel.

La platonicidad de los triángulos

Veamos, pues, por qué llamo a todo esto aleatoriedad mandelbrotiana o fractal. Todas las piezas del rompecabezas han sido expuestas por otros pensadores, sean Platón, Yule o Zipf; pero fue Mandelbrot quien: a) unió los puntos, b) vinculó la aleatoriedad a la geometría (y dentro de ésta, a una rama especial) y c) llevó el tema a su conclusión natural. En efecto, muchos matemáticos son hoy famosos en parte porque él desenterró sus obras para apoyar sus tesis, que es la estrategia que yo estoy siguiendo en este libro. «Tuve que inventarme a mis predecesores para que la gente me tomara en serio», me dijo en cierta ocasión, y así empleó la credibilidad de los peces gordos como artilugio retórico. Casi siempre podemos husmear en nuestros predecesores acerca de cualquier idea. Siempre podemos encontrar a alguien que haya trabajado sobre una parte de nuestra tesis y emplear como apoyo su contribución; ni siquiera Charles Darwin, de quien los científicos incultos dicen que «inventó» la supervivencia de los mejor adaptados, fue el primero en hablar de ella. En la introducción de El origen de las especies escribe que los hechos que expone no son necesariamente originales; lo interesante según él eran las consecuencias (dicho así, con esa modestia victoriana). Al final, quienes prevalecen son quienes deducen las consecuencias y el grado de importancia de las ideas, viendo así su auténtico valor. Son quienes pueden hablar del tema.

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