—Salvaste a una chica y ahora la tienes atada. ¿Tienes previsto hacerle daño? —pregunta ella.
—No lo comprendes —dice Adrian.
—Porque no tiene sentido —le responde Cooper.
—Tienes miedo de tu madre —dice Adrian—. Siempre le has tenido miedo porque te ha tenido dominado toda la vida. Eso es lo que escribiste en tu libro. Eso es lo que todos escriben, toda la gente que sabe algo sobre asesinos en serie lo dice. Por eso está aquí ahora. Y tú mientes. Yo no maté a mi familia. Jamás tuve una hermana y jamás me puse sus vestidos.
—Deja que nos marchemos, por favor, te lo suplico —dice la señora Riley.
—No puedo. Cooper es demasiado valioso —lo mira—. Esperad aquí —dice antes de cerrar la puerta y desaparecer.
—Gracias a Dios que estás bien —dice su madre mientras lo abraza.
—Conseguiré que salgamos de aquí —le dice él—. Te lo prometo.
Lo único que debe hacer es pedirle que no vaya a la policía hasta que él haya descubierto si saben o no que es un asesino.
—Ya vuelve —dice Cooper al oír pasos al otro lado. La puerta se abre hacia fuera y aparece Adrian, todavía con la pistola en la mano, es imposible arrebatársela.
—Estoy haciendo esto para ayudarte —declara Adrian.
—¿Haciendo qué? —pregunta Cooper.
—Esto. —Levanta los faldones de la camisa y asido al cinturón lleva un pequeño walkman. Adrian pulsa el play y Cooper puede oír su propia voz y la de Adrian. En ese momento el destino de su madre queda decidido. Con setenta y nueve años ya ha vivido bastante. Tiene que aferrarse a eso y quiere pensar que ella se habría sacrificado por salvarlo. Porque ella es así. Lo ama. Pero él ama todavía más la libertad.
Me he acostumbrado un poco a estas carreteras y solo me equivoco un par de veces durante el camino de vuelta desde Grover Hills. Llego a un punto en el que decido detenerme y trasteo el ordenador portátil del coche patrulla de incógnito. Mientras el polvo del camino pasa flotando por el aire consulto la dirección que busco y cuando la encuentro subo el volumen de la emisora de radio y escucho los informes de las diferentes partes de la ciudad. Unos vecinos de la madre de Cooper Riley han descrito el coche de Adrian Loaner y Emma Green como el que han visto frente a la casa de la anciana. Ha sido uno de los vecinos el que ha llamado a la policía al ver que la metían en el maletero. En la escena del crimen se han encontrado ropas ensangrentadas, además de vendas, esparadrapo y trapos manchados de sangre sobre la mesa del comedor. Adrian obligó a la señora Riley a ayudarlo. Voy recibiendo más información a medida que conduzco. Se ha encontrado una fosa vacía en Sunnyview, lo más probable es que sea el lugar en el que había permanecido enterrada Jane Tyrone. Dentro de una de las celdas acolchadas se han encontrado huellas dactilares que coinciden con las del cepillo del piso de Emma Green. El fondo de las imágenes que había tomado Cooper coincidía con una de las habitaciones acolchadas de Sunnyview. Los perros de rescate están rastreando el terreno mientras esperan que llegue el georradar.
Cuando llego a la ciudad quedo atrapado en un atasco. Son casi las once y centenares de adolescentes que no tienen nada mejor que hacer han salido con sus coches tuneados a recorrer las cuatro avenidas que rodean el centro, para demostrarles a sus amigos y al resto de conductores que tienen todo un volcán de testosterona esperando a ser liberado, demostrándoles al consistorio y al gobierno que no les importa que sea ilegal circular a baja velocidad y en grupo en sus coches modificados, con lo que me están demostrando a mí que los adolescentes con esa mentalidad de capullos no son más que borregos que ansían desesperadamente sentirse aceptados. Escucho la frecuencia de la policía en el coche del inspector y descubro que según las estimaciones son mil quinientos los vehículos tuneados que circulan por las calles de la ciudad. Luces de neón en los bajos, carrocerías de colores chillones, muchos cromados y altavoces enormes, los cruces están bloqueados y la policía está demasiado atareada porque tiene otras cosas de las que ocuparse. Los pasajeros del coche que va delante de mí me saludan con el dedo corazón. Los miro fijamente mientras pienso en el tipo que mató a mi hija y en la cantidad de espacio libre que queda en el bosque para cavar más tumbas. La cola del tráfico pasa por delante de un coche aparcado ardiendo. Veo las luces de los camiones de bomberos unas manzanas más allá, incapaces de acercarse. Consigo torcer a la izquierda por una calle adyacente un minuto más tarde y me libro de todo eso.
Sigo conduciendo en dirección a Brighton, donde las casas tienen un aspecto más abandonado y donde hay menos gente a la que le preocupe ese hecho. Esta parte de la periferia cercana a la playa está pidiendo a gritos que llegue un maremoto medio decente y haga limpieza. Detengo el coche frente a la dirección que buscaba. Es una casita desvencijada que no debe de tener más que un par de habitaciones, ese tipo de lugar en el que te están tomando el pelo si el casero te reclama una suma de tres cifras a la semana. Las luces están encendidas, por lo que no despertaré a los inquilinos, pero cuando llamo no responde nadie. Vuelvo a llamar varias veces más y espero otro minuto antes de rodear la casa andando para echar un vistazo por las ventanas.
Jesse Cartman está sentado en el salón con la mirada fija en un televisor apagado. Va completamente desnudo a excepción de un álbum de fotos que descansa sobre su regazo y de dos sombrillas de cóctel que tiene sobre la barriga. Tiene los ojos muy abiertos y no parpadea. Doy unos toquecitos en la ventana y me mira. Se levanta lentamente, con lo que el álbum de fotos cae al suelo, y se acerca a la ventana lo suficiente como para que ciertas partes de su cuerpo queden aplastadas contra el cristal. Aún lleva las sombrillas de cóctel en la barriga, pegadas por el sudor y enredadas en el vello del vientre.
—Inspector —dice Jesse. Las palabras salen tan lentamente de sus labios que parece que esté hablando debajo del agua.
—Necesito hablar contigo —digo.
—Inspector —repite con la misma lentitud.
Voy hacia la puerta trasera. Está cerrada con llave, pero no ofrece mucha resistencia y una patada es suficiente para abrirla. Imagino que el propietario ni siquiera se dará cuenta de que le he reventado la jamba de la puerta, del mismo modo que no se ha dado cuenta de que el resto del edificio está a punto de derrumbarse. La casa huele a pis de gato pero no veo a ninguno. Cartman sigue de pie en el salón, de cara a la ventana, mirando en dirección a su descuidado jardín.
—Eh, Jesse —digo, pero no se da la vuelta—. ¿Te has olvidado de tomar la medicación?
—La medicación —dice, sin dejar de mirar hacia fuera.
—¿Dónde la tienes?
No responde. La casa es tan pequeña que no tardo ni cuatro segundos en encontrar el baño. Las juntas del alicatado están llenas de moho, el espejo está resquebrajado y plagado de motas de óxido. Abro el botiquín y encuentro un par de recipientes de píldoras. Leo las etiquetas y no tengo ni idea de qué son.
Cuando vuelvo al salón, Jesse sigue mirando hacia la ventana. Está tan cerca del cristal que ni siquiera puedo ver su reflejo.
—Deberías tomarte estas pastillas —digo.
—Tengo hambre.
—Vamos, Jesse, te ayudará.
—No quiero ayuda. Solo quiero olvidar.
—Necesito tu ayuda, Jesse.
No responde. Me acerco a él, le pongo una mano sobre el hombro y golpea el cristal de la ventana con la cabeza. No lo rompe, más bien rebota hacia atrás. Este no es el mismo tipo con el que he estado hablando hace unas horas. Ese hombre quería tomarse la medicación para mejorar. A ese hombre se le podían recordar cosas, mientras que este no consigue recordarlas. Lo ayudo a volver a su silla esperando que ofrezca resistencia, pero no es así.
—Escúchame, Jesse, es muy importante que me escuches.
—Todavía tengo hambre —dice.
Le está saliendo un chichón en la frente, aunque no parece que le preocupe. Saco un par de píldoras e intento dárselas, pero no está dispuesto a cogerlas. Ni siquiera las mira, parece como si no supiera que están aquí. Ni siquiera estoy seguro de que sepa que yo estoy ahí. Tiene una gran marca de una mordedura en el interior del brazo que sin duda coincide perfectamente con sus dientes. Tiene más hambre de lo que creía.
—Necesito que me hables de los Gemelos.
—Era tan guapa —dice—. Tan inocente. Tenía que probarla. Tenía que hacerlo. No dependía de mí, sino de la voz que me decía que lo hiciera. Me lo repetía una y otra vez por la noche, cuando estaba tendido en la cama, me dijo que lo hiciera y yo lo hice, era la única manera de acallar esa voz. Ese monstruo sin nombre vivía dentro de mí.
Contemplo el álbum de fotos. Está hablando de su hermana. La foto en la que aparecen mirándome no se parece en nada a la escena que presencié la última vez que los vi juntos.
—Tanta sangre —dice—, y yo odio… —Deja de hablar. Se detiene a media frase, cierra los ojos y empieza a mecerse lentamente, al principio son movimientos leves, pero van aumentando cada vez más hasta que cae de la silla y queda tendido en el suelo boca abajo. Le salto sobre la espalda, tiro de su cabeza hacia atrás, le abro la boca y le meto un par de pastillas dentro antes de mantenerle la boca cerrada y de taparle la nariz, aunque tampoco ofrece resistencia. Se traga las píldoras.
Lo ayudo a sentarse de nuevo en la silla y sigue mirando fijamente hacia delante como si nada hubiera ocurrido.
—Los Gemelos —digo—. ¿Eran realmente gemelos?
—El sabor era dulce —dice—. Como el de los caramelos.
Por algún motivo, no creo que fuera así.
—Jesse, escúchame, piensa en Grover Hills.
—No.
—Por favor.
—Nada de Grover Hills.
—Allí había dos camilleros.
—Los Gemelos —dice.
—¿Eran hermanos?
—Eran gemelos.
—¿Sabes sus nombres?
—Botones los sabe.
—¿Qué?
—Botones —repite mientras se clava un dedo en el antebrazo—. Botones también estaba allí.
—¿Botones es un gato?
—Un gato no —dice—. Botones —añade, luego se lleva los dedos a la boca y finge estar fumando un cigarrillo antes de simular que se lo apaga en el brazo. Un instante después echa la cabeza hacia atrás, cierra los ojos y se queda dormido.
Adrian no puede dormir.
Uno de los motivos es su pierna. El vendaje está ensangrentado porque la herida que tapa no para de picarle y no puede evitar rascárselo. Se pasa el rato hundiendo las uñas donde le pica intentando encontrar algún alivio, pero es en vano. La madre de Cooper le ha dicho que tendrían que suturarle la herida. Sin embargo, hace muchos años, cuando recibió aquella paliza brutal y se le mearon encima, le pusieron puntos, no le gustó nada y no ve por qué tendría que haber cambiado de opinión desde entonces.
Otro motivo por el que no puede dormir es que no logra desconectar su cerebro. Aún no ha encontrado el pegamento, a pesar de que está absolutamente seguro de que lo sacó del bolsillo de los pantalones y se lo metió en el par que se llevó puesto de la casa de la madre de Cooper, pero el problema es que cuanto más piensa en ello, menos seguro está de haberlo hecho y más empieza a cambiar su recuerdo de los acontecimientos. Recuerda haberse sentado en la cama con la ropa vieja para vaciarse los bolsillos, pero no recuerda nada después de eso.
Piensa en Theodore Tate y en lo cerca que ha estado de perder la vida esta noche, en lo que habría pasado si Tate no hubiera tenido la pistola en la mano vendada cuando le ha disparado. Adrian está seguro de que eso no le había permitido reaccionar más rápido. Piensa en los Gemelos, piensa en la gente que conoció en el centro de reinserción, piensa en su madre y piensa en su otra madre. No puede dejar de pensar en gente y eso le impide dormir. Piensa en la expresión del rostro de la madre de Cooper cuando ha reproducido la cinta. Solo ha tenido que reproducirla unos segundos antes de cerrar la puerta, a sabiendas de lo que ocurriría después, pero ella se lo merecía. Era una mala madre. Y las malas madres deben recibir su merecido.
La cama no es cómoda. Uno de los Gemelos, no está seguro de cuál de los dos, dormía en esta cama y esa es otra imagen que no puede quitarse de la cabeza, la de que un hombre que lo trataba tan mal viniera aquí por la noche, que se envolviera en esas sábanas, que su piel se escamara y los minúsculos restos quedaran presos entre las arrugas de las sábanas, entre los pliegues de la funda de la almohada y que ahora esos restos de piel se le están pegando a su propia piel y le provocan picores.
Al final, todo acaba siendo demasiado para él. La ventana está abierta y las cortinas se mueven ligeramente mecidas por la brisa, rozando el alféizar. Enciende la luz. Tiene los pantalones del pijama empapados en sudor y una mancha de sangre en la pernera derecha. Se los quita. La venda se le ha aflojado y le queda holgada. La tiene a medio muslo, a la misma distancia de la rodilla que de la cintura. Se la sujeta con la mano cuando sale fuera para que no se le deslice pierna abajo. No sabe a qué temperatura están, pero sigue haciendo calor. Sabe que es más de medianoche, pero tampoco muy tarde. Hace mucho más calor de lo normal para ser de noche, o al menos eso le parece, no es que suela salir habitualmente a estas horas. Cuando estaba en Grove lo encerraban en su habitación y eso resulta muy duro si tienes que usar el baño, porque lo obligaba a esperar. En el centro de reinserción, los dos únicos motivos por los que podías salir una vez había oscurecido eran si querías cometer un delito o si querías que lo cometieran contra ti.
Se baja la venda. Se rasca la pierna. Sale más sangre, siente más dolor y ve que supura algo amarillo, pero también nota el alivio de esos segundos en los que sus dedos arañan la superficie. Podría intentar que la madre de Cooper lo ayudara de nuevo, pero está bastante seguro de que no querrá hacerlo por más que intente convencerla. De todos modos está enfadado con ella porque no le ha creído. Era su hijo el que iba cubierto de sangre, el que había hundido el cuchillo en el cuerpo de la chica, pero aun así ha quedado como el bueno. Eso lo enfurece. No creía que Cooper fuera capaz de hacerle algo así. Se suponía que eran amigos, ¿no?
Ojalá pudiera curarse la herida él mismo. Tiene que limpiársela, eso lo sabe. Se le podría infectar. A veces, cuando una extremidad se infecta te la tienen que amputar. Eso también lo sabe.