—De acuerdo —asiente Adrian—, pónmelo.
Ella sonríe. Adrian quiere que no pare de sonreír. Emma le pone dos trozos de algodón en el muslo y frota con ellos hacia abajo.
—Te estás portando como un campeón —dice ella—. Ya falta poco.
—De acuerdo.
—Deberían suturarte la herida, Adrian.
—No puedo.
—Entonces haremos lo que podamos. Ahora tengo que cortar una gasa para taparlo.
—Lo haré yo. —Adrian se inclina hacia la cama y coge la gasa y las tijeras—. ¿De qué tamaño?
—Solo un poco más grande que la herida.
—Ah, claro. —Adrian corta la gasa, se la da a Emma y se guarda las tijeras en el bolsillo de atrás. Ella coloca la gasa en su sitio y luego un poco de algodón encima para protegerla.
—Ahora necesito que cortes unas tiras de esparadrapo.
—¿Cómo tienen que ser de largas?
—Solo un poco más que la gasa.
Ella le pasa el esparadrapo. Le resulta difícil cortarlo porque aún tiene la pistola en la mano, pero se las arregla para conseguirlo. Corta un trozo cada vez, se los va dando y ella los pega por el borde del parche, de manera que se adhieran a la piel. Cuando ya las ha puesto las cuatro, lo deja y se incorpora.
—Tiene buen aspecto —comenta ella—. ¿Cómo te lo notas?
—Mucho mejor —dice él. Le sonríe y ella le devuelve la sonrisa, Adrian piensa que es perfecto, simplemente perfecto.
—Bueno y ahora, ¿dónde están las vendas? —dice ella mientras se vuelve para mirar lo que hay encima de la cama—. Ah, aquí están —dice antes de cogerlas—. Ahora voy a ponerte esto y voy a tener que tensarlo un poco, aunque no mucho, ¿de acuerdo, Adrian? Si te duele, dímelo.
—No me dolerá —responde él, a quien el corazón le late con fuerza cada vez que oye cómo suena su nombre pronunciado por los labios de esa mujer. Se da cuenta de lo que Cooper vio en ella, pero lo que iba a hacerle está mal. Muy mal. No dejará que Cooper le haga daño. Jamás.
—Pero dímelo si te duele —dice ella—. No quiero hacerte daño, Adrian.
—Yo tampoco quiero que nadie te haga daño a ti.
Ella le pone una mano en el interior del muslo, Adrian nota un atisbo de excitación y se incomoda por la vergüenza que siente. Ella sujeta la venda por detrás de la pierna con la otra mano y le da la vuelta. Repite el movimiento una y otra vez, cruzando el vendaje hasta que queda bien firme y le cubre la mitad del muslo.
—Esto deberías hacerlo otra vez esta noche. Si quieres, a mí no me importa quedarme a pasar el día, y por la noche, cuando te lo haya vendado de nuevo, me llevas a casa. ¿Te parece bien, Adrian? Necesito ver a mis padres. Los quiero mucho y los echo de menos.
—¡Claro! Claro —dice, entusiasmado.
—¿Qué tal lo notas?
—Bien.
—Ahora tendrás que sujetarte el vendaje con las dos manos —explica ella—. Una aquí, en este lado, y la otra en el otro, para que pueda sujetártelo con el imperdible. Ten cuidado con la pistola, no vayas a dispararte en un pie. No me gustaría que te hicieras más daño, Adrian.
—De acuerdo. —Adrian baja la mano que le queda libre y sujeta la venda, luego baja la mano de la pistola y hace lo mismo para agarrarse la venda, presionando el lateral del arma contra la venda, apuntándose hacia el pie.
—¿La tienes?
—Sí —dice, deseando que las cosas hubieran sido así de sencillas con Cooper.
—Pues no la sueltes. Mantenla bien tensa.
—De acuerdo.
—A ver qué más tenemos aquí —dice ella mientras se vuelve hacia la cama para coger el imperdible—. Déjame que te lo sujete con esto.
Adrian piensa en el amanecer, en cómo, si ella le dejara, la tomaría de la mano mientras estuvieran sentados en el porche y soplara un viento cálido, bebiendo zumo de naranja. Piensa en un futuro con ella, en el sol apareciendo por encima de las copas de los árboles y reflejándose en el pelo de ella y piensa en lo guapa que estaría. Ya se ve en el porche al otro extremo del día, contemplando la puesta de sol tras las montañas que hay a lo lejos, Emma acurrucada junto a él para no pasar frío. Piensa que debe sujetar el vendaje bien tenso y no puede pensar en muchas cosas al mismo tiempo porque acabará olvidándose de algo.
Las manos de ella rozan las de Adrian, que observa cómo Emma manipula el imperdible, cómo hunde solo la punta para meterlo por debajo de la tela. Sus manos vuelven a tocarse, ella se mueve para poder cerrarlo mejor, pone una mano encima de la de él y entonces…
La pistola se dispara. Con su índice, Emma ha abrazado el de Adrian, que reposaba sobre el gatillo. El cañón sigue apuntando a su pie. Dos dedos del pie han desaparecido completamente y han quedado sustituidos por un revoltijo carnoso con aspecto de tomate triturado. Adrian ni siquiera siente el dolor, no tiene tiempo de notarlo antes de que Emma lance el brazo hacia arriba con el imperdible abierto, Adrian lo ve perfectamente porque lo dirige directamente a su cara. Continúa con las manos sobre el vendaje, aún con la pistola agarrada, y no las aparta, tal como ella le ha dicho que haga, al menos hasta que el imperdible le alcanza, le pincha y se hunde completamente en su ojo, hasta la pequeña bisagra en forma de O. Entonces sí, suelta las dos manos y grita.
Se lleva las manos a la cara y se golpea con la pistola en la sien lo suficientemente fuerte como para producirle un dolor de cabeza inmediato, pero aun así no la suelta. Cierra los ojos con todas sus fuerzas y el izquierdo envuelve el imperdible pero no acaba de cerrarse del todo, deja entrar la luz y le permite ver el resto de la aguja antes de desaparecer de su borrosa perspectiva. De repente empiezan a brotar las lágrimas. Siente dolor en el ojo y en el pie al mismo tiempo y ambos son mucho peores de lo que jamás llegó a sufrir en la Sala de los Gritos. El dolor tiene un cierto peso, un peso dentro de su cabeza que le obliga a bajar la mirada hacia el suelo, un dolor intenso y agudo que empieza en el ojo y pasa por el cerebro antes de extenderse hacia los hombros, mientras que el del pie es más tosco y le sube hasta la barriga. Se toca el imperdible con la mano libre, intenta tirar de él, el dolor se extiende aún más e inmediatamente vomita, sin previo aviso; la bilis del estómago sale derramada por su barbilla y le cae sobre la camiseta. De repente nota una punzada de dolor en la entrepierna que se extiende por todo su cuerpo y no sabe qué está ocurriendo.
La chica le está gritando, pero Adrian no es capaz de captar las palabras. Todo son insultos, no consigue comprenderlos, pero reconoce el tono, el dolor vuelve a estallar en su entrepierna y se da cuenta de que le está pegando patadas. Levanta el brazo, pulsa el gatillo y el arma se dispara, pero no ve si le ha dado a la mujer o a la pared, por lo que vuelve a disparar de nuevo y luego una vez más; el ruido es ensordecedor, le duelen los oídos. Adrian se tambalea hacia un lado, dejando atrás uno de los dedos mientras otro le queda colgando y no puede apoyar el peso en el pie, cae y se golpea contra el suelo. Su pie descalzo ya está bañado en sangre, su cuerpo golpea la cómoda y la Taser cae sobre su regazo. Con los dedos agarra el imperdible, respira hondo y tira de él. Nota cómo el globo ocular se desplaza hacia delante, el dolor es demasiado intenso y tiene que soltarlo, es como si el imperdible fuera mucho más largo ahora que lo tiene clavado dentro, tan largo que le llega directamente al centro del cerebro. Abre el ojo bueno y tiene que mantenerlo abierto con los dedos para evitar que se le cierre de nuevo. Algo sale disparado del imperdible y le gotea sobre la mejilla. Mira a su alrededor en la habitación y ve que está solo. Vuelve a agarrar el imperdible, deja la pistola, con los dedos de la otra mano se sujeta el ojo para evitar que le salga y tira con todas sus fuerzas.
Suena la alarma y me despierto más cansado que antes de ir a dormir. Me recuerda a cómo me sentía el año pasado cuando me despertaba todas las mañanas con resaca. Pasé unos meses interminables intentando ahogar en alcohol los recuerdos de todo cuanto había hecho mal, hasta que el accidente con Emma Green me hizo sentar la cabeza al respecto. Con un par de tazas de café tengo bastante para ponerme a tono. Me doy una ducha fría y me tomo otra taza antes de arreglar las cuentas con el empleado del hotel, un tipo distinto del que me ha atendido hace dos horas.
En la calle me encuentro con el tráfico típico de primera hora de la mañana en fin de semana. La mayoría de la gente va con la ventana bajada y el brazo colgando por fuera, algunos con cigarrillos humeantes entre los dedos. No hay nada que indique de buena mañana que hoy vaya a refrescar respecto a ayer. Pienso en Botones y en lo que me dijo sobre los rumores dentro de una clínica psiquiátrica y me pregunto hasta qué punto lo que me contó anoche era cierto. Espero que Jesse Cartman esté mejor esta mañana, que hoy se haya tomado la medicación y que no lo encontrarán con las manos dentro de otra persona buscando la carne más tierna. Se ha formado un embotellamiento más adelante, un par de los coches tuneados de anoche han chocado y bloquean un carril, por lo que nos encontramos en un cuello de botella hasta llegar a un cruce mientras el sol nos abrasa a todos.
Consigo salir de la ciudad y dejo atrás el aeropuerto por una carretera con vistas a las pistas de aterrizaje mientras un avión vuela lo suficientemente bajo como para hacer temblar el coche. En la cuneta hay varias docenas de vehículos aparcados. Mientras esperan, los conductores leen el periódico y ven cómo los aviones vienen y van. Dejo atrás también más prados y más granjeros y vuelvo a pensar que debería comprarme una casa aquí para no tener que desplazarme desde tan lejos.
La idea de regresar a la cárcel no me vuelve precisamente loco. Tengo que pasar frente a la caseta del guardia y mostrar algún documento de identificación antes de poder entrar en el aparcamiento, donde hay unos cuantos coches más de gente que también ha venido de visita. Todo tiene exactamente el mismo aspecto que tenía hace unos días, cuando salí de aquí. El mismo tejado brillante. El mismo polvo flotando en el aire procedente del patio de ejercicios. Las mismas máquinas, los mismos andamios y los mismos obreros trabajando para ampliar los muros de la cárcel y crear así más espacio para las nuevas incorporaciones que llegan a diario en autobús, aunque tampoco tienen que trabajar muy rápido porque no hacen más que soltar presos. La entrada no revela lo que luego encuentras dentro. Un bonito jardín que rodea el aparcamiento y que ya empieza a adoptar una coloración parda debido al sol, unas puertas de cristal dobles automáticas, todo en un estilo moderno, con muebles que a lo sumo tienen un año. Tras el mostrador de recepción hay cuatro personas cuyo aspecto te hace pensar que deberían estar al otro lado de las rejas, especialmente la mujer con la que hablo. Tiene una abundante mata de pelo negro y algo de vello a la altura de su labio superior. Me mira como si intentara descubrir en cuántos trozos podría partirme e imagino que serían muchos. Debe de pesar al menos dos veces más que yo y la mayoría del peso lo concentra en los hombros y el pecho.
—Me gustaría ver a un prisionero —le digo.
—¿Ha concertado una cita?
—No.
—¿Ya está? ¿Solo dice «no»?
—Sí.
—No puede venir aquí sin haber concertado una cita.
—Entonces me gustaría concertar una cita —le digo.
—¿Para quién y para cuándo?
—Para Edward Hunter y ahora mismo.
—Ya le he dicho que no puede venir sin cita previa.
—Acabo de concertar una.
—No, no lo ha hecho —dice ella—. Solamente me la ha pedido. Hay una gran diferencia entre una cosa y la otra.
—Por favor, es importante.
—Eso es lo que dice todo el mundo.
Pienso en llamar a Donovan Green. En pedirle algo más de dinero para agilizar la transición entre no poder ver a Edward Hunter y ver a Edward Hunter, pero enseguida imagino que es demasiado arriesgado. Tengo la impresión de que a la mujer le parecería bien porque debe de gastarse la mayor parte del sueldo en esteroides, pero le parecería mal porque tendría que repartírselo con los que están debajo de ella.
—Por favor, de verdad, es muy importante —digo—. Creo que él sabe algo que me permitiría encontrar a Emma Green, la chica desaparecida. Por favor. Vengo de parte de su padre, está desesperado. Además, ¿qué hay de malo en que le haga una risita?
Ella se toma diez segundos largos para pensarlo. Sopesa las diferentes razones a favor y en contra y llega a la conclusión de que ayudarme podría ser su buena obra del día.
—Pero que no sirva de precedente —dice.
—Tranquila. Se lo prometo.
—Tardaré unos diez minutos. Siéntese y espere. Y si tardo más, no se queje.
Me siento y espero y no me quejo, aunque cuento cada uno de los minutos que van pasando.
Los gritos son potentes, algo amortiguados por las paredes acolchadas de la celda, pero lo suficientemente agudos como para llegar a oídos de Cooper y para que este se dé cuenta de que proceden de una mujer. Probablemente de Emma Green. Oye un segundo disparo y luego tres más. Cooper está desesperado por saber qué está pasando. ¿Ha llegado la policía? Espera que no.
Su madre está en el rincón opuesto de la celda. Él no la ve, todavía no se ve nada aquí dentro, ni siquiera sabe si ya ha amanecido, y tiene la vejiga tan llena que los fluidos deben de estar empezando a retroceder hasta su estómago, parece como si tuviera la entrepierna a punto de estallar. Su madre no le dice nada, no lo mira, y Cooper se odia a sí mismo por ello. Empieza a golpear la puerta de la celda. Tiene que golpear muy fuerte para producir un sonido lo suficientemente fuerte como para que se oiga desde fuera y utiliza el zapato como ya había hecho en Grover Hills.
—¡Eh, eh! ¿Qué pasa ahí fuera? ¿Adrian? ¡Eh! Déjame salir, déjame salir, ¡déjame salir!
Los gritos cesan de repente. Ya no se oyen disparos, tan solo silencio. Cooper sigue golpeando la puerta acolchada.
Y entonces se abre la escotilla que le queda a la altura de la cara.
—¿Quién es usted? —pregunta Emma Green.
Casi da un respingo al ver su rostro. En cierta manera, ha sido como ver un fantasma.
—¿Quién… quién eres? —pregunta él, fingiendo no saberlo—. Por favor, por favor, tienes que dejarme salir de aquí —añade intentando ocultar el shock que ha supuesto verla—. Este tipo está loco. Nos matará a todos.
—Tu cara… me suena.
—Por favor, tenemos que darnos prisa.