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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

El Comite De La Muerte (51 page)

—En seguida bajo.

Mr Samourian resultó decepcionante. Tendría entre cuarenta y cincuenta años, con ojos inquietos de perro de aguas, calvo y con un bigote moteado de pelos grises; era increíble que un hombre así, rechoncho y chaparro, hubiera podido destruir su hogar.

—¿Mr. Samourian?

—Sí. ¿El doctor Meomartino?

Se dieron la mano protocolariamente. Eran ya más de las diez y tanto la cafetería como «Maxie’s» estaban demasiado llenos para poder hablar con tranquilidad.

—Podemos hablar aquí —dijo Rafe, señalando uno de los cuartos de consulta.

—He venido para hablar con usted sobre Elizabeth —dijo Samourian, cuando se hubieron sentado.

—Ya lo sé —dijo Rafe—. Les tuve vigilados por un detective durante bastante tiempo.

El otro asintió, mirándole fijamente.

—Ya.

—¿Cuáles son sus planes?

—Está con el niño en la costa occidental. Yo voy a reunirme allí con ellos.

—Me dijeron que es usted doctor —dijo Rafe.

Samourian sonrió.

—Doctor en Filosofía. Enseño economía en el MIT, pero en septiembre me paso a la Universidad de Stanford —dijo—. Ella quiere pedir el divorcio inmediatamente y esperamos que usted no se oponga.

—Quiero a mi hijo —dijo Rafe.

Sintió como si algo se le agolpase en la garganta. Nunca hasta entonces había comprendido lo mucho que le quería.

—También ella le quiere. En general, los jueces suelen pensar que es mejor que los hijos sigan con sus madres.

—Quizás esta vez no ocurra así. Si trata de quitármelo me opondré y pediré también el divorcio por mi cuenta. Tengo suficientes pruebas. Informes escritos —dijo, pensando, sobriamente, que el único que iba a salir ganando de todo aquello era Kittredge.

—Debiéramos tener en cuenta ante todo lo más conveniente para el niño.

—Llevo mucho tiempo teniéndolo en cuenta —dijo Rafe—. He tratado de impedir el divorcio precisamente para que él tuviera un hogar.

Samourian suspiró.

—Lo que a mí me interesa es facilitarle esto a ella lo más posible. Está muy nerviosa. No podrá aguantarlo si las cosas se complican. La enfermedad de su tío la ha afectado enormemente, como sin duda ya sabe usted. Le quiere mucho.

—Pues entonces la verdad es que escogió buen momento para irse —dijo Rafe.

El otro se encogió de hombros.

—Cada uno expresa su amor a su manera. No podía seguir aquí, viéndole sufrir. —Miró a Meomartino—. Tengo entendido que apenas hay esperanza.

—No.

—Cuando muera, me temo que va a ser muy difícil impedir que pierda el equilibrio mental.

—Estoy completamente de acuerdo —dijo Rafe, mirándole con interés—. No sabía que la conociese tan bien.

Samourian sonrió.

—Conozco a Beth —dijo, en voz baja.

—¿Beth?

—Es como yo la llamo. A cambio de vida, cambio de nombre.

Rafe asintió.

—En todo esto sólo hay un fallo —dijo—. Tiene en su poder al niño, y es mío.

—Sí —dijo Samourian—, esto probablemente llevará tiempo, porque abogados y jueces trabajan despacio. Le doy mi palabra de honor que hasta que se decida todo esto Miguel vivirá en una casa decente. En cuanto tengamos dirección fija en Palo Alto le escribiré dándosela.

—Gracias —dijo Rafe, encontrando imposible odiarle—. ¿De qué es inicial la «V»? —le preguntó, levantándose.

—¿La «V»?

—Sí, en su nombre V. Stephen.

—Ah —Samourian sonrió—. Vasken. Es un viejo nombre de familia.

Salieron juntos. En la acera, el sol les asestó golpes gemelos y se dieron la mano, parpadeando.

—Buena suerte, Vasken —dijo Rafe—. Cuidado con los jardineros mexicanos, sobre todo los jóvenes.

Samourian le miró como si estuviera loco.

Aquella tarde, hallándose presentes los profesores de Cleveland, se celebró una reunión sobre las complicaciones quirúrgicas de la semana. Rafe apenas escuchaba el vaivén de las voces. Estaba sentado, pensando en muchas cosas, pero no tardó en darse cuenta de que ahora hablaban del caso Longwood.

—Me temo que esto es el fin —decía Kender—. La máquina puede seguir manteniéndole a flote, pero él se niega a seguir usándola, y esta vez no hay manera de hacerle cambiar de opinión. Prefiere la uremia y después la muerte.

—Eso no se puede permitir —dijo Miriam Parkhurst.

Sack gruñó.

—Sería otra cosa, Miriam, si tuviéramos alguna alternativa —dijo—, pero por desgracia no la tenemos. Podemos ofrecer al paciente diálisis, pero lo que no podemos es obligarle a que la acepte.

—Harland Longwood no es un paciente cualquiera —dijo ella.

—Es un paciente —dijo Sack, a quien molestaban las actitudes emotivas—. Hay que considerarle única y exclusivamente como paciente. Es la mejor manera de ayudarle.

La doctora Parkhurst evitaba la mirada de Sack.

—Aun cuando olvidemos todo lo que Harland ha hecho por todos y cada uno de nosotros y por la cirugía, hay una razón importante para no permitir que se haga esto a sí mismo. Algunos de nosotros hemos leído el manuscrito de un libro que está escribiendo. Es una verdadera aportación, el tipo de libro de texto que influirá, de manera importantísima, en generaciones enteras de jóvenes cirujanos.

—Doctora Parkhurst —dijo Kender.

—Quiero decir que si permitimos que este hombre muera resultarán perjudicadas vidas de gente que no está en este cuarto.

«Tenía razón», recordó Meomartino.

Miriam miró a los dos profesores visitantes de Cleveland.

—Ustedes son urólogos —dijo—. ¿Se les ocurre alguna solución?

El llamado Rogerson se inclinó hacia delante.

—Ante todo, hay que esperar a tener un cadáver adecuado con sangre B negativa.

—Pero es que no podemos —dijo ella, con desdén—. ¿No han estado escuchando?

—Miriam —dijo el doctor Kender—, tenemos que aceptar la situación tal y como es. No podemos conseguir un cadáver B negativo, y sin un cadáver B negativo no podremos salvar a Harland Longwood.

—Yo soy B negativo —dijo Meomartino.

«Lo discutieron demasiado tiempo», pensó él, sobre todo por lo que se refería a la influencia que pudiera tener en la duración de su vida.

—Tengo riñones de caballo —dijo Rafe—. Uno me durará tanto como dos.

Kender y Miriam Parkhurst hablaron con él en privado, dándole repetidas oportunidades de retirar honorablemente su ofrecimiento.

—¿Está seguro? —le preguntó Kender por tercera vez—. Lo normal es que el donante sea pariente.

—Es mi tío político —dijo Meomartino.

Kender dio un resoplido, pero Rafe sonrió. Ya habían hablado bastante y era evidente que se les habían acabado los argumentos. Tenían la conciencia tranquila y ahora aceptarían el riñón encantados.

Kender confirmó esto.

—Un donante, aunque no sea pariente, siempre es mucho mejor que un cadáver —dijo—. Tendremos que hacer ciertas pruebas con los dos. —Miró a Rafe—. La operación no debe preocuparle, todavía no se ha muerto un solo donante vivo.

—No me preocupa eso —dijo Rafe—, pero existe una condición: que no sepa de quién es el riñón.

La pobre Miriam le miró perpleja.

—No lo aceptaría, él y yo no nos llevamos bien.

—Le diré que el donante insiste en el anonimato —sugirió Kender.

—¿Y si ni aun así lo acepta? —preguntó Miriam.

—Repita entonces su discurso sobre la obra genial que será su libro cuando lo termine —dijo Meomartino—. Ya verá cómo entonces lo acepta.

—Esta vez usaremos suero antilinfocitico —dijo Kender—. Adam Silverstone ha calculado las dosis.

El único obstáculo posible fue resuelto cuando se compararon muestras de tejido de su cuerpo y el del viejo comprobándose que estaban dentro del margen de compatibilidad. En un tiempo que a él le pareció aterradoramente corto, Meomartino se vio en la sala de operaciones numero 3 diciéndose que era una cosa extraña que él estuviera allí así a pesar de ]a anestesia que Norman Pomerantz le había aplicado, amistosamente y sin dolor, en la nalga.

—Rafe —dijo Pomerantz, como vertiéndole las palabras en la oreja—. ¿Rafe, ¿me oyes, amigo?

Claro que te oigo trató de decir.

Veía a Kender, que se acercaba a la mesa, y a Silverstone.

«Corta bien, enemigo», pensó.

Contento, por una vez, de dejar a los otros la operación, cerró los ojos y se durmió.

La convalecencia fue lenta e irreal.

La ausencia de Liz se hizo más y más notoria, y ahora la gente parecía dar por supuesto que su matrimonio había terminado.

Tuvo muchos visitantes, que fueron haciéndose menos numerosos a medida que la cosa iba perdiendo novedad. Miriam Parkhurst le dio un breve beso y un cesto de fruta que era demasiado grande. Con el paso de los días, los plátanos se iban ennegreciendo, los melocotones y las naranjas criaban un moho blanco y olían de tal manera que acabó tirándolo todo menos las manzanas.

Su riñón estaba funcionando perfectamente en el cuerpo del viejo.

Él no hizo ninguna pregunta a ese respecto, pero era debidamente informado del desarrollo de la operación.

La televisión le servía de refugio temporal. Un día, estaba hojeando la TV Guide cuando entró en su cuarto Joan Anderson con agua helada.

—El partido de hoy, ¿es en la televisión o en la radio? —preguntó.

—En la televisión. ¿Oyó lo de Adam Silverstone?

—¿Qué es?

—Le dieron el puesto de la Facultad.

—No, no lo sabía.

—Profesor de Cirugía.

—Vaya, me alegro. ¿Por qué canal dan el partido?

—El quinto.

—¿Me lo quiere poner? Vaya, buena chica —dijo.

Pasó mucho tiempo echado y pensando. Una tarde, vio un anuncio en el Massachusetts Physician y lo leyó varias veces con creciente interés, mientras la idea iba cobrando forma en su mente.

El día que le dieron de alta del hospital cogió un taxi y fue al Edificio Federal, donde tuvo una grata conversación con un representante de la Agencia Norteamericana de Desarrollo Internacional, al término de la cual firmó los documentos necesarios para ser cirujano civil durante dieciocho meses.

De vuelta al vacío apartamento, se detuvo en una joyería y compró una caja de terciopelo rojo bastante parecida a la que, siendo él niño, usaba su padre para guardar el reloj. Al llegar a casa se sentó en el silencioso despacho, cogió papel y pluma y comenzó varios borradores, poniendo Mi querido Miguel, y luego cambiándolo por Mi querido hijo, y decidiéndose finalmente por un término medio.

Mi querido hijo Miguel:

Quiero empezar dándote las gracias por haberme dado más felicidad que ninguna otra persona en este mundo. En el corto tiempo de tu vida me has demostrado que posees todas las mejores cualidades de mi familia y ninguna de sus torpes debilidades que, por desgracia, descubrirás tú por ti mismo en el mundo, y en nosotros, sus habitantes, también. Si en el futuro, cuando seas lo bastante mayor para comprender esta carta, te la dan a leer, será porque no habré vuelto del viaje que ahora voy a emprender. Porque, si vuelvo, moveré todos los recursos legales del mundo para conseguir que me devuelvan a mi hijo, y, si esto resultase imposible, veré la forma de visitarte periódicamente y con frecuencia.

Es posible, sin embargo, que leas estas líneas. Por lo tanto, me gustaría convertirlas en código de conducta, en la esencia misma de lo que un padre da a su hijo en el transcurso de su vida, o, por lo menos, en prudencia quintaesenciada que le alivie el precioso dolor de la vida. Por desgracia, esto no me es posible.

Lo único que te aconsejo es que trates de vivir de modo que causes el menor daño posible a los demás. Trata de hacer o de reparar, antes de morir, alguna cosa que, sin tu paso por la tierra, no hubiera podido existir.

Por lo que a mí se refiere, he aprendido que cuando se tiene miedo lo mejor es enfrentarse con lo que le asusta a uno y avanzar hacia ello con resolución. Me doy cuenta de que a un hombre desarmado que se ve las caras con un tigre hambriento este consejo puede parecerle bastante dudoso. Voy a Vietnam a enfrentarme con el tigre y a descubrir si poseo o no armas morales como ser humano y como hombre.

El reloj que te mando con esta carta ha sido pasado de mano en mano a lo largo de muchas generaciones, siempre al hijo mayor. Te ruego, por tanto, que, por intermedio tuyo, continué pasando de mano en mano muchas veces. Saca brillo a los ángeles de vez en cuando y echa un poco de aceite en el mecanismo. Sé bueno con tu madre, que te quiere mucho y necesitará tu cariño y tu apoyo. Recuerda de qué familia procedes y que tuviste un padre que sabía las cosas buenas que vas a hacer.

Con todo mi cariño,

R
AFAEL
M
EOMARTINO
.

Envolvió cuidadosamente el reloj, llenando primero la caja con papel del Christian Science Monitor, para protegerlo contra los golpes. Luego escribió una nota breve a Samourian, explicándole el envío.

Cuando hubo terminado estuvo un rato sentado en el cuarto, fresco y grato, pensando en subarrendar el apartamento, pensando en depositar los muebles en un almacén. Pocos minutos después fue al teléfono y llamó a Ted Bergstrom, en Lexington, preguntando por un número de teléfono en Los ángeles, que el otro le dio, aunque con cierta frialdad. Pidió inmediatamente la conferencia pero no había contado con la diferencia de tres horas que hay entre Boston y Los Ángeles.

Hasta las diez de la noche no sonó el teléfono y le contestaron.

—¿Peg? —dijo—. Aquí, Rafe Meomartino. ¿Cómo estás…? Bien. Estoy bien, estupendo. Me he divorciado, o me divorciaré de un momento a otro… Sí, bien… Mira, tengo que pasar por California dentro de un par de semanas, y me gustaría muchísimo verte…

¿Sí? ¡Estupendo! Oye, ¿te acuerdas que una vez me dijiste que tú y yo no teníamos nada en común? Bueno, pues no sabes la gracia que te va a hacer cuando te diga…

18

ADAM SILVERSTONE

La inminente paternidad había convertido a Adam en un experto palpador de estómagos.

—Vamos a la plaza a ver gente —dijo a su mujer un domingo por la mañana, tocándole el vientre.

Gaby llevaba sólo tres meses de embarazo y apenas se le notaba. Ella decía que era gas, pero Adam sabía que no. El embarazo la había convertido en una mujer rubensiana en miniatura, dando, por primera vez en su vida, un matiz de pesadez y grosor a sus pequeños pechos y cierta prominencia a sus caderas y nalgas, y creando en la tripa, donde estaba el cargamento, una curva elíptica demasiado bonita para ser gas. La cariñosa palma amante de Adam no notaba otra cosa que la piel de la carne inmaduramente florecida de su esposa, rota por el hoyuelo del ombligo, pero en su mente veía a través de las capas la diminuta cosa viva y flotante en líquido amniótico, ahora pez insignificante, pero a punto de ir desarrollando sus facciones y las de ella, brazos, piernas, órganos sexuales.

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