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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

El Comite De La Muerte (48 page)

Se preguntó si gente echada innecesariamente a perder, como Speed Nightingale, podría ser redimida por alguien del vecindario que estuviese dispuesto a ayudar a los drogadictos a liberarse de su vicio.

El que había escrito el letrero había dejado pedazos de tiza en el suelo. Spurgeon recogió uno y se puso a hacer un pequeño juego, dibujando compartimientos y creando así una sala de espera junto a la puerta, una mesa, una clínica de urgencia, un rincón de Rayos X y, en el excusado, habitado por espesas telas de araña y tres polillas muertas, una cámara oscura.

Luego volvió a sentarse en cuclillas y se puso a estudiar las líneas blancas en el sucio suelo de la tienda vacía.

Aquella tarde anduvo por el departamento del servicio quirúrgico hasta que dio con una persona que conocía, representante de productos farmacéuticos.

Se llamaba Horowitz, simpático y lo bastante ducho en su oficio para saber que los internos jóvenes tenían tendencia a convertirse, a los pocos años, en clientes importantes.

Se sentaron a tomar café en «Maxie’s» y escuchó lo que estaba diciéndole Spurgeon.

—No es tan fantástico —dijo después—. Frank Lahey comenzó la Clínica Lahey en 1923 con sólo una ayudante quirúrgica.

Frunció el ceño y comenzó a escribir cifras en una servilleta de papel.

—Te podría conseguir algunas cosas gratis, porque la industria farmacéutica apoya este tipo de planes. Cierta cantidad de medicinas, vendas. Parte de los instrumentos los podrías comprar de segunda mano. No te harían falta Rayos X, porque podrías enviar a los pacientes al hospital.

—Sí que nos harían falta Rayos X —dijo Spurgeon—. La idea es tener en el barrio negro una clínica a la que la gente iría voluntariamente, fiándose completamente de ella, porque es suya. Y esa gente tiene tuberculosis, enfisema, toda clase de problemas respiratorios. Diablos, viven en el aire contaminado de la ciudad. Hemos de tener Rayos X.

Horowitz se encogió de hombros.

—De acuerdo, Rayos X. Para la sala de espera, podrías comprar muebles viejos. Ya sabes, sillas plegables, una mesa, cosas así, ¿no?

—De acuerdo.

—Te haría falta una mesa de examen y otra de operaciones. Instrumentos quirúrgicos y un autoclave para esterilizarlos. Lámparas para examinar, EKG, diatermia, un par de estetoscopios, un otoscopio, un microscopio, un oftalmoscopio. Cámara oscura y material para revelar. Y probablemente algunas cosas más que ahora no se me ocurren.

—¿Cuánto costaría todo?

Horowitz volvió a encogerse de hombros.

—Es difícil saberlo. No siempre se encuentra todo esto de segunda mano.

—Déjate de segundas manos. Esa gente no tuvo nunca en su vida nada de primera mano. Sillas viejas, de acuerdo. Pero el material médico ha de ser nuevo.

El representante hizo unas sumas y dejó a un lado el bolígrafo.

—Nueve mil dólares —dijo.

—Hum…

—Y una vez que hayas abierto deberá seguir estándolo. Algunos de tus pacientes tendrán sin duda seguro médico, pero la mayoría no. Unos pocos podrán pagar algo por el tratamiento.

—Y luego tenemos el alquiler y la electricidad —dijo Spurgeon—. ¿Crees que con doce mil saldríamos adelante el primer año?

—Yo creo que sí —respondió Horowitz—. Si puedo serte útil en algo, dímelo.

—De acuerdo, gracias.

Estuvo allí sentado un rato más y tomó otra taza de café, y luego una tercera.

Finalmente, pagó y pidió a Maxie un dólar en moneda fraccionaria. Canturreaba mientras marcaba el número, pero tenía el estómago tenso a causa del nerviosismo.

No tuvo ninguna dificultad en establecer comunicación, hasta que llegó al último bastión, la secretaria inglesa de voz gélida, que defendía a Calvin Priest de los mortales.

—Mr. Priest tiene ahora visita, doctor Robinson —le dijo con una voz que siempre parecía estar riñendo—. ¿Es muy importante?

—No, no —dijo, e inmediatamente se sintió descontento de sí mismo—. Bueno, en realidad sí, es importante. ¿Quiere decirle que su hijo está al teléfono y necesita su ayuda?

—Sí, señor. ¿Cuelga o le digo a Mr. Priest que le llame a usted?

—Esperaré a mi padre —dijo él.

Al día siguiente llevó a Dorothy a ver el local. Ya había tenido toda la noche para esclarecer sus dudas e inventar muchos obstáculos, bastantes de los cuales no habían sido superados aún con razones. La casa y el local parecían más deprimentes aún que cuando los había visto por primera vez. Alguien había usado parte de la tiza para pintar en la acera una pareja en diversas posturas sexuales, o quizá fueran varias parejas, una orgía callejera. El artista había dejado allí la tiza, y ahora dos niñas, haciendo caso omiso de la bacanal, estaban jugando con gran seriedad. Dentro, el local parecía más espacioso, y más sucio Ella le escuchó y miró las líneas de tiza del interior.

—Parece una cosa permanente —dijo.

—Sí, claro.

—Comprendo que no podrías hacerlo provisionalmente —prosiguió Dorothy.

Guardaron silencio y se miraron con mutua inquietud, y él veía que Dorothy estaba diciendo adiós a Hawai y a los pequeños nietos con ojos oblicuos.

—Te prometí coronas de flores de franchipán —dijo él, sintiéndose culpable.

—Spurgeon, no las conocería si las viese.

Se echó a reír y un momento después también Spurgeon reía.

—¿Tienes miedo? —le preguntó Dorothy.

—Sí, ¿y tú?

—Muchísimo.

Se arrojó en sus brazos buscando consuelo, y él cerró los ojos y enterró su cabeza en la lana negra. Las dos niñas les miraban por el escaparate.

Cuando terminaron de besarse, Spurgeon fue al «As Alto» y pidió al barman una escoba, con la que Dorothy barrió el suelo. Mientras él eliminaba las telas de araña y las polillas de la cámara oscura, ella humedeció su pañuelo y borró las figuras de la acera. Luego dio a las niñas una lección de dibujo. Cuando Spurgeon salió, el sol ya había secado el cemento y la acera estaba decorada con flores de tiza. Un campo de lirios.

Cuando llegó abril, fue como si un reloj interior de Gaby estuviese necesitado de cuerda.

Jadeaba un poco al subir la cuesta, parecía menos deseosa de hacer el amor, y comenzó a echar prolongadas siestas por la tarde. Un año antes, las preocupaciones le habrían provocado insomnio y hubiera ido al médico. Ahora se decía a sí misma con firmeza que todo aquello había pasado, que ya no era una hipocondríaca.

Aquel invierno le había parecido excesivamente largo y creía que con la llegada de la primavera había cogido la gripe. No dijo nada a Adam ni al simpático psiquiatra del «Beth Israel», al que visitaba una vez a la semana, y que ahora estaba escuchando la interesante historia de la boda de sus padres, haciendo de vez en cuando alguna pregunta con un tono de voz adormilado y casi indiferente. A veces, una sola respuesta llevaba semanas y dolía increíblemente, ocasionando cicatrices de cuya existencia ella no había estado enterada hasta entonces. Comenzó a odiar menos a sus padres y a compadecerles más. Prescindió de unas pocas clases y esperó a que el buen tiempo cambiase los jardines públicos y los patios de las viviendas de la colina, imprimiendo más verdor a los arbustos y a las flores y más vigor a ella misma. En el apartamento, la planta del aguacate se estaba volviendo amarilla, por lo que Gaby la abonó, y la regó y cuidó solícitamente de ella. Un día, al hacer la cama, se dio un golpe en la espinilla y le quedó un cardenal, que no desaparecía por mucho que lo frotase con crema.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Adam una mañana.

—¿Es que me has oído quejarme?

—No.

—Claro que estoy bien. ¿Y tú?

—Nunca estuve mejor.

—Me alegro, querido —dijo Gaby, en tono de orgullo.

Pero cuando llegó la fecha de la regla y ésta no se presentó, descubrió, con gélida certidumbre, lo que la tenía tan inquieta.

La condenada píldora había fallado y ahora estaban cogidos.

A pesar de que tenía la sensación de sentirse fatigada, pasó la noche sin dormir. Por la mañana, fue al servicio médico de estudiantes y pidió fecha para una consulta.

El médico se llamaba Williams. Tenía el pelo gris y el vientre prominente, y llevaba dos puros en el bolsillo del pecho.

«Más paternal que su propio padre», pensó Gaby. Por lo tanto, cuando le preguntó lo que le pasaba, le dijo con gran tranquilidad que sospechaba haber quedado embarazada.

El doctor Williams había sido médico universitario durante diecinueve anos, habiendo trabajado antes otros seis de médico en un colegio de chicas. Por espacio de un cuarto de siglo siempre había acogido esta noticia con simpatía.

—Bueno, veamos —dijo.

Con una gota de su orina, mezclada con una gota de antisuero y dos gotas de antígeno y aglutinada contra un cristal, al cabo de un par de minutos pudo decir a Gaby que no iba a ser madre.

—Pero la regla… —dijo ella.

—A veces se retrasa. Espere y ya verá cómo acaba teniéndola.

Gaby sonrió, aliviada, y ya se disponía a marcharse cuando él hizo un ademán.

—¿A dónde va tan de prisa?

—Doctor —respondió ella—, me siento idiota. Soy una de esas tontas que ustedes los médicos llaman a veces galantemente apacientes demasiado nerviosos. Creí que ya no me asustaba de nada, pero evidentemente no es así.

El doctor Williams vaciló. La había visto ya en varias ocasiones y sabía que lo que estaba diciendo era verdad. Su ficha, en su mesa de trabajo, estaba llena de enfermedades imaginarias que se remontaban a seis anos antes, a su primer curso universitario.

—Dígame qué otras cosas ha sentido recientemente —dijo—. Ya que está aquí, podríamos hacerle un pequeño reconocimiento.

—Bueno —dijo Gaby, casi una hora más tarde—, ¿puedo confesarle al psiquiatra que caí otra vez?

—No —dijo él—, se siente usted fatigada porque está anémica.

Ella sintió un absurdo alivio, porque parecía ser que, después de todo, no era tan neurótica como había pensado.

—¿Y qué tengo que hacer? ¿Comer mucho hígado crudo?

—Voy a hacer un examen más.

—¿Tengo que desnudarme?

—Sí, haga el favor.

Llamó a la enfermera, y Gaby no tardó en sentir el frío beso de un trapo empapado en alcohol en la cadera, sobre la nalga izquierda, y el pinchazo de una aguja.

—¿Nada más? —preguntó.

—Aún no lo hice —dijo él, y la enfermera rió—. Le he administrado un poco de novocaína.

—¿Por qué? ¿Dolerá?

—Voy a extraer un poco de médula; la molestará un poco.

Cuando lo hizo, Gaby gimió y se le humedecieron los ojos.

—Hija —dijo él sin alterarse, administrándole un poco—, vuelva dentro de una hora.

Gaby fue mirando escaparates, fijándose en muebles, pero sin ver nada que le gustase.

Compró una felicitación de cumpleaños y se la mandó a su madre.

Cuando volvió a la clínica del doctor Williams le vio muy ocupado con papeles.

—A ver, quiero que se haga transfusiones de sangre.

—¿Transfusiones?

—Sufre usted de una anemia que se llama aplástica. ¿Sabe en qué consiste?

Gaby se cruzó las manos sobre el regazo.

—La médula de sus huesos, por la razón que sea, ha dejado de producir suficientes hematíes y se ha vuelto grasienta. Por eso le van a hacer falta las transfusiones.

Gaby lo pensó un momento.

—Pero si el cuerpo no produce hematíes…

—Tenemos que proporcionárselos por medio de transfusiones.

Su propia lengua le parecía como ajena.

—¿Es grave esa enfermedad? ¿Cuántos años puede vivir una persona en mi situación?

—Pues… años y años.

—¿Cuántos años?

—Eso no se puede predecir así como así. Trataremos de curarla en los primeros tres o seis meses, y luego todo irá como sobre ruedas.

—¿Y la gente que muere, muere en tres o seis meses en la mayor parte de los casos?

Él la miró molesto.

—Hay qué mirar el lado positivo de estas cosas. Mucha gente, pero mucha, se cura completamente de la anemia aplástica. No hay motivo para que no sea usted una de esas personas.

—¿Qué porcentaje se cura? —preguntó ella, a sabiendas de que estaba dificultándole la tarea. —El diez por ciento.

—Vaya.

«Mi querido Dios», pensó Gaby.

Volvió al apartamento y estuvo allí sentada sin encender ninguna luz, a pesar de que por la única ventana no entraba suficiente claridad.

Nadie llamó a la puerta. El teléfono no sonó. Al cabo de largo rato se dio cuenta de que la pequeña mancha solar que, tres horas todas las tardes, caía sobre el aguacate, había desaparecido. Miró de cerca la planta amarillenta y pensó darle algo más de abono y regarla, pero luego decidió no hacer ninguna de ambas cosas. Eso era lo malo —se dijo—, que la había alimentado demasiado y empapado en agua con exceso; en el fondo del tiesto las raíces debían de estar pudriéndose.

Un momento después vio a Mrs. Krol acercarse a la escalera de la entrada, y entonces cogió la planta de aguacate y corrió a su encuentro.

Bertha Krol la miró.

—Tenga, cuídela, a lo mejor sigue creciendo. Póngala al sol, ¿me entiende?

Bertha Krol no dio muestras ni de entender ni de no entender. Se limitó a quedarse mirando a Gaby, hasta que ésta dio media vuelta y volvió al apartamento.

Se sentó en el sofá, preguntándose por qué habría regalado la planta.

Finalmente, se dio cuenta de que, aunque un momento antes deseaba que llegase la mañana, era evidente que cuando Adam volviese a casa ella no estaría allí para recibirle.

Hizo la maleta, llevándose la ropa, pero dejando todo lo demás. Cuando la hubo cerrado, se sentó y escribió a toda prisa una nota, por miedo a no ser capaz de escribir nada si lo hacía despacio. La dejó en el sofá sujetándola con el tiesto de flores de papel, para que no pudiera dejar de verla.

Salió en coche de la ciudad y cuando miró a su alrededor se encontraba ya en la carretera 128, pero en dirección contraria, hacia el Norte, hacia Nueva Hampshire. ¿Una tendencia instintiva de ir a ver a su padre? «No, gracias», pensó. Dio la vuelta en Stoneham y fue de nuevo hacia el Sur, con el pie bien firme sobre el acelerador. Ni el duro policía que les paró una vez en esta misma carretera, ni ninguno de sus colegas, aparecieron para humillarla, y el «Plymouth» se convirtió en un verdadero proyectil, marchando velozmente por entre los enormes pilares de cemento de los pasos superiores.

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