Read El Comite De La Muerte Online

Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

El Comite De La Muerte (22 page)

Hacia las once y media salió el sol, por lo cual ya no sentía tanto frío, y cuando volvió de comer había empezado a llegar gente, aunque seguía soplando la brisa y la muchacha no aparecía por ninguna parte. Pasó la tarde sorteando piernas, buscándolas negras y sensuales. Pero no encontró el par que buscaba, de modo que se dedicó a practicar la natación y a echar la siesta, despertándose periódicamente para levantarse y otear la playa. Por fin ligó con una chica de seis años llamada Sonia Cohen, y los dos construyeron Jerusalén en la arena, operación interreligiosa que fue destruida por una ola católica a las cuatro y siete minutos. La niña se sentó junto a las olas y se echó a llorar. Se fue de la playa lo antes que pudo volviendo al hospital con tiempo suficiente para una rapidísima ducha y reanudar sus actividades, con arena de la paleta de Sonia haciéndole aún cosquillas en el cuero cabelludo. Aquel turno era monótono, pero fácil de aguantar. Entonces, ya se había resignado a no volver a ver nunca más a la muchacha, convenciéndose de que no podía ser realmente tan espectacular como le decía su memoria. El jueves por la noche, el cretino de Potter se diagnosticó a sí mismo un virus, lo que probablemente quería decir otra cosa muy distinta, y se recetó cama. Adam reajustó los turnos y el resultado fue que a Spurgeon le tocaron cuatro horas de clínica de urgencia.

Cuando llegó, encontró a Meyerson sentado en un banco, aburrido, leyendo el periódico.

—¿Qué tengo que aprender, Maish?

—Poca cosa, doctor —dijo el conductor de ambulancia—. Recuerde únicamente que si viene alguien con aire de querer irse hay que admitirle en la clínica sin más. Es una vieja regla de aquí.

—¿Por qué?

—En las horas punta esta clínica está llena. A veces los pacientes tienen que esperar horas. Pero lo que se dice horas. Se corre la voz de que alguien la ha palmado en la clínica de urgencia, y lo primero que piensan los demás es que a lo mejor también ellos se mueren sin que nadie les haga caso.

En vista de las circunstancias Spurgeon se preparó para lo peor, pero fueron cuatro horas tranquilas, sin la frenética actividad que había esperado. Levó tres veces el único aviso.

PARA: Todo el personal.

DE: Emmanuel Brodsky, enfermero farmacéutico en jefe.

PROBLEMA: Blocs de recetas desaparecidos.

Se nos ha informado en el Departamento de Farmacia que en estas dos semanas han desaparecido de algunas clínicas varios blocs de recetas
.

Este verano se ha notado también la falta de cierta cantidad de barbitúricos y anfetaminas. En vista del apremiante problema que plantea la escasez de medicamentos este departamento sugiere que se tomen medidas para evitar que tanto tos blocs como los mencionados medicamentos caigan en manos irresponsables
.

Al principio de la velada, Maish llegó con una mujer alcoholizada que le dijo, sin demasiada convicción, que su cuerpo maltratado era una masa de contusiones como consecuencia de haber caído escaleras abajo. Él se dio cuenta de que alguien, quizá su marido, o su amante, le había pegado. Los Rayos X resultaron negativos, pero Spurgeon esperó a darla de alta hasta ponerse en contacto con un jefe de residentes, siguiendo en esto la costumbre del hospital de que sólo los residentes veteranos podían tomar decisiones finales sobre los pacientes del departamento de accidentes. Adam tenía libre aquel día y estaba trabajando en Woodborough. Meomartino llegó por fin y mandó a la mujer a casa, con orden de que tomara un baño caliente. Era exactamente lo mismo que habría hecho él, sólo que veinte minutos antes, pensó Spurgeon, desdeñando el reglamento del hospital.

Poco después de las diez hizo su aparición una pareja de color, apellidados Sampson, con su hijo de cuatro años, que lloraba a gritos y sangraba por la palma lacerada de una mano. Spurgeon, después de extraer fragmentos de cristal, le aplicó seis puntos de sutura. El niño, por lo visto, se había caído del lavabo del cuarto de baso con un frasco de medicina en la mano.

—¿Qué había en el frasco?

La mujer pestañeó.

—No sé. Era como de color rojo. Llevaba allí muchísimo tiempo.

—Pues han tenido suerte, porque podría habérselo bebido, y a estas alturas probablemente ya estaría muerto.

Movieron la cabeza, como separados de él por un idioma distinto.

«Qué gente», pensó Spurgeon.

Lo único que podía hacer era darles un botellín de ipecacuana y pedir a Dios que si el niño bebía alguna vez algo venenoso, pero no corrosivo, tuvieran el sentido común de administrarle inmediatamente una dosis para forzarle a vomitar mientras llegaba el médico.

«Si es que se les ocurre llamar al médico», pensó.

Poco después de medianoche un coche de la Policía le trajo a Mrs. Therese Donnelly, agitada, pero furiosa.

—Sé una adivinanza. ¿A que no sabe usted en qué se convierte un irlandés cuando se hace policía?

—No sé —dijo él.

—Pues en un inglés.

El policía que la traía mantuvo una expresión cuidadosamente seria.

Mrs. Donnelly tenía setenta y un años. Su coche había chocado violentamente contra un árbol. Ella había recibido un golpe en la cabeza, pero insistía en que se encontraba perfectamente. Era el tercer accidente que tenía en más de treinta y ocho años de conducir, repetía.

—Los otros dos fueron insignificantes, ¿me comprende?, y ninguno culpa mía. La gente muestra su verdadero carácter cuando se pone al volante, so bestias.

Al tiempo que indignación exudaba leves vapores de alcohol embotellado.

—También yo sé un acertijo —dijo Spurgeon, sacándose de la memoria uno que indudablemente había leído años antes en alguna revista cómica ya olvidada—. Si se hundiera Irlanda, ¿qué es lo que flotaría?

El policía y la vieja dama mostraron gran interés, pero no dieron ninguna respuesta.

—Cork
[20]
—dijo él.

La vieja rió ruidosamente.

—¿Qué es lo más grande que tiene un caballo?

Por encima de su cabeza, Spurgeon y el policía cambiaron sonrisas, como el apretón de manos de una sociedad secreta.

—No, no es eso, ¡qué mal pensados son ustedes! Lo más grande es la melena.

«¿Sería senilidad?», se preguntó. Parecía bastante vivaz para quejarse y protestar constantemente durante el reconocimiento físico a que la sometió, y que no dio resultados notables.

Mandó sacar una radiografía del cráneo, y estaba mirándola cuando llegó su hijo. Arthur Donnelly tenía cara de matón y estaba evidentemente preocupado.

—¿Se encuentra bien?

La radiografía no revelaba fracturas en el cráneo.

—Eso parece. Pero a su edad no estimo prudente que conduzca.

—Sí, ya lo sé, pero es uno de sus más grandes placeres. Desde la muerte de mi padre, lo único que realmente le gusta es ir en coche a visitar a sus amigas. Juegan al bridge y toman una copa.

«O dos», pensó Spurgeon.

—Parece que está bien —dijo—, pero teniendo en cuenta que tiene ya setenta y un años será mejor que pase aquí la noche, para observarla mejor.

Mrs. Donnelly se puso seria al oír esto.

—¿Qué es un tonto? —preguntó.

—Me rindo —dijo él, sin saber qué decir.

—Pues una persona que no se da cuenta de que después de todo lo que he tenido que aguantar lo que quiero es dormir en mi propia cama.

—Mire, conocemos este sitio —dijo su hijo—, mi hermano Vinnie…, ¿le conoce, no?, el representante del Estado, Vincent X. Donnelly.

—Pues no.

Donnelly pareció molesto.

—Bueno, pues es uno de los fideicomisarios del hospital, y estoy seguro de que preferiría que mi madre volviese a casa.

—Aquí podemos hacer objeto a su madre de todas las atenciones que necesita, Mr. Donnelly —dijo Spurgeon.

—Al diablo con eso. Le digo que conocemos este sitio, y no es un lecho de rosas. Ustedes tienen ya bastante gente que atender para que encima se preocupen de nuestra madre. Sea razonable y deje que la lleve a casa, a su propia cama. Llamaremos al doctor Francis Delahanty, que la conoce desde hace treinta años, y si hace falta contrataremos incluso enfermeras para que la cuiden. Todo el tiempo que usted quiera.

Telefoneó a Meomartino, que le escuchó con impaciencia mientras él explicaba lo que había visto en la vieja.

—Estoy vigilando un paro cardiaco, además de otras cosas —dijo Meomartino—. Esta noche todavía no he dormido. ¿Hago realmente falta allá?

En el mejor de los casos era un voto tácito de confianza, pero Spurgeon se asió a él como a un clavo ardiendo.

—No, yo lo resuelvo —dijo.

Dio de baja a la vieja y comenzó a sentirse médico de verdad.

El resto de la noche fue tranquilo. Siguió con sus visitas, entregó algunos medicamentos, cambió unos pocos vendajes, dio las buenas noches al viejo edificio e incluso consiguió descansar tres horas seguidas antes de la mañana, volviendo a la cama al final de su turno y durmiendo hasta el mediodía.

Yendo ya al comedor a almorzar, a mitad de camino cambió de idea y, sin molestarse en subir a buscar el traje de baño, se fue del hospital y condujo su furgoneta hacia la playa de Revere.

Sonia Cohen no estaba a la vista, pero si la muchacha negra, en el mismo sitio donde la viera la vez anterior. Le miró acercarse a ella con arena en los zapatos de ante oscuro.

Le pareció vislumbrar algo, ¿quizás un relámpago de descuidada alegría?, antes de que su mirada le enfocara, como si aquélla fuera la primera vez que se veían.

—¿Puedo sentarme con usted?

—No.

Enarenándose los zapatos, fue hacia las rocas, que no estaban lejos, hacia el lugar de los admiradores silenciosos, donde el primer día había extendido la manta. Al sentarse, las rocas, a través de la manta, le quemaron la carne.

Estuvo allí, mudo, mirándola. El sol calentaba mucho.

La muchacha trataba de comportarse como si estuviera sola en la playa; de vez en cuando se movía con gracia instintiva al entrar en el agua, nadaba con un placer que parecía auténtico y nada afectado, y salía luego para volver a sentarse en la manta de la marina norteamericana, bajo el calor dorado.

Era uno de esos días de comienzos de otoño que llegan a veces a Nueva Inglaterra procedentes directamente de los trópicos. Spurgeon estaba sentado bajo el sol y sentía sus jugos fluir por los poros hasta que le empaparon el pelo ensortijado y cortado casi al rape, y haciendo que la ropa se le pegase al cuerpo.

Se había perdido el almuerzo. A las tres de la tarde tenía la cabeza como hueca y ligera, como una ceniza que ardiera sin peso bajo el gran sol agresivo. Los ojos le dolían por culpa de su propia sal. Cuando los abría veía tres chicas moverse grácilmente al unísono, como un grupo de elegante ballet moderno. «Estrabismo periódico», se dijo, pensando en lo maravillosamente eficientes que suelen ser los músculos ópticos.

Poco después de las tres y media la muchacha se rindió y escapó, como había hecho el día anterior. Esta vez, sin embargo, Spurgeon la siguió.

Estaba esperándola a la salida de la barraca de bañistas cuando salió; se había puesto un vestido de algodón amarillo y tenia la manta y la ropa de baso bajo el brazo. Se dirigió hacia ella.

—Oiga —dijo.

Notó que estaba asustada.

—Por favor —insistió—, no soy un pervertido, ni un chulo, ni nada de eso. Me llamo Spurgeon Robinson y soy respetable a más no poder, casi aburrido de puro respetable, pero lo que no quiero es correr el riesgo de no volverla a ver más. No hay aquí nadie que nos presente.

Ella comenzó a alejarse.

—¿Vendrá mañana? —preguntó, siguiéndola.

Ella no contestó.

—Por lo menos dígame su nombre.

—Yo no soy lo que usted busca —dijo la muchacha. Se paró y se enfrentó con él, y a Spurgeon le gustó el duro desprecio que relucía en sus ojos—. Lo que usted quiere es una chica fácil con quien pasarlo bien un día en la playa. No tengo nada que darle, caballero; lo mejor es que pruebe con alguna otra.

La otra vez que se volvió a mirarle fue cuando llegaron al fondo de las escaleras del «elevado».

—Por favor, dígame su nombre. Nada más.

—Dorothy Williams.

Allí, en pie, mirándola subir las empinadas escaleras, Spurgeon se dijo que no estaba quedando muy bien, pero no podía apartar los ojos de ella, hasta que, por fin, la vio meter la moneda en el torniquete y desaparecer por la puerta giratoria.

No tardó en llegar un tren, como un dragón jadeante, que se interpuso entre él y la luz y se la llevó. Spurgeon se marchó de allí.

El sol brillaba, pero ahora el calor se había ido, sin duda para no volver. Spurgeon llevaba sus pantalones de baso y no le sorprendió encontrarla allí al llegar. Se saludaron tímidamente, y ella no le prohibió extender la manta a su lado, donde la arena era más fina.

Hablaron.

—Me pasé la semana buscándola; casi me quedé ciego de tanto mirar.

—Estaba en el colegio. Ayer fue mi primer día libre.

—¿Es usted estudiante?

—Maestra. Enseño arte en la escuela secundaria, séptimo y octavo grados. ¿Es usted músico?

Él asintió, diciéndose que no era una mentira y no queriendo entrar aún en detalles, más interesado en saber cosas de ella.

—¿Usted pinta, o esculpe en piedra, o modela en arcilla?

Ella asintió.

—¿Cuál? —insistió él—. Quiero decir que cuál es su especialidad.

—Me salen bastante bien las tres, pero lo que se dice bien de verdad, ninguna. Si yo supiera modelar como usted toca la guitarra…, entonces estaría modelando todo el tiempo.

Sonrió y movió la cabeza.

—Eso es cosa de aficionado. «Hasta la última gota de sangre por la creación artística, ustedes, los genios, mientras los demás mortales, desgraciados que somos, os observamos tranquilamente».

—No tiene derecho a llamarme hipócrita —dijo ella.

Incluso su desagrado agradó a Spurgeon.

—No me ha entendido. Lo que pasa es que mi primera impresión de usted es que no es de las que se arriesgan fácilmente.

—Una solterona prematura.

—No, diablos, no quise decir eso.

—Pues soy una especie de solterona —admitió ella.

—¿Cuántos años tiene?

—Veinticuatro, cumplidos en noviembre.

Le sorprendió; sólo un aso menos que él.

—¿Quiere decir que ya se considera demasiado vieja para el matrimonio?

Other books

First Beginnings by Clare Atling, Steve Armario
Spartan Gold by Clive Cussler
Virtually His by Gennita Low
Girl Underwater by Claire Kells
The Gropes by Tom Sharpe
Spider Dance by Carole Nelson Douglas
Opening the Marriage by Epic Sex Stories
Unmerited Favor by Prince, Joseph
La guerra de Hart by John Katzenbach