—Spurgeon.
Sus ojos relucían, blancos, en la oscuridad de la vid que cubría la entrada.
—Tampoco a mí me gusta mendigar, pero ven antes de comer y ponte un jersey de abrigo. Daremos un paseo —sonrió—. Me resfrié el trasero esperando a que llegases a esa condenada playa.
El hospital estaba exactamente como lo había dejado. El mismo olor a pobreza enferma se cernía, espeso y hosco, en el aire. El ascensor crujía y gemía al subir lentamente piso tras piso. Impulsivo, Spurgeon bajó en el cuarto piso y fue a ver cómo iban las cosas. Faltaba personal; algunas de las enfermeras estaban en cama con el mismo virus que había tumbado a Potter y a otros médicos.
—Por favor —dijo una voz.
Detrás de la cortina estaba la vieja dama polaca, con miembros como leños, cubiertos de llagas, muriendo poco a poco entre el terrible hedor de su propio cuerpo. La limpió, la lavó cuidadosamente, le dio un grano y medio de calmante ajustó el catéter urinario, aceleró la velocidad de paso del líquido intravenoso, y dejó que muriera más dulcemente que hasta entonces.
Al pasar junto al despacho de Silverstone, de vuelta al ascensor, se abrió la puerta.
—Spurgeon.
—Hola, jefazo.
—¿Quieres hacer el favor de entrar?
De nuevo se sentía feliz, olvidado ya de la vieja cuya vida se escapaba y recordando sólo a la joven cuya vida estaba en plena madurez.
—¿Qué pasa?
—La otra noche, en la clínica de urgencia tuviste una paciente llamada Therese Donnelly, ¿no?
La vieja de los acertijos. Un ligero atisbo de recelo se le formó en el pecho.
—Sí, claro, la recuerdo.
—Volvió al hospital hace seis horas.
El atisbo se volvió certidumbre. Se puso tenso.
—¿Quieres que vaya a ver cómo está?
Los ojos de Adam eran penetrantes y firmes.
—Creo que no estaría de más que los dos fuéramos mañana por la mañana a ver lo que el patólogo hace con ella —dijo.
ADAM SILVERSTON
En el mundo interior de Adam Silverstone los patólogos merecían gran respeto, pero muy poca envidia. Él había hecho con bastante frecuencia el mismo y vital trabajo y se daba cuenta de que requería conocimientos de hombre de ciencia y pericia de detective, pero emocionalmente nunca había comprendido que haya gente cuyo ideal es pasarse la vida dedicado a practicar con gente viva la patología, en lugar de la medicina, pura y simple.
Después de tanto tiempo seguían sin gustarle las autopsias.
El cirujano acaba considerando al cuerpo humano como una maravillosa máquina de carne, envuelta en un notable envase epidérmico. La máquina, además, contenía múltiples procesos y funciones. Sus jugos y fibras, las increíbles complejidades de su maravillosa sustancia, hervían de vida constante y constante cambio; las enzimas reaccionan químicamente, las células se sustituyen unas a otras, a veces criminalmente; los músculos ponían en juego palancas, y los miembros se movían sobre rodamientos a bolas; bombas, válvulas, filtros, cámaras de combustión, redes nerviosas más complejas que los circuitos electrónicos de una computadora gigantesca, todo funcionaba, mientras el médico trataba de anticiparse a las necesidades del conjunto orgánico integrado.
Por el contrario, el patólogo trabajaba con objetos putrescentes, en los que no funcionaba ya nada.
Entró el doctor Sack, ansioso de tomar su café matinal.
—¿Qué es lo que le trae por aquí? —saludó Adam—. ¿Sed de ciencia? Era su paciente, ¿no?
Se preparó un café en una enorme taza verde agrietada en la que se leía la palabra MADRE.
—No, pero fue tratada en mi servicio.
El doctor Sack gruñó.
Cuando hubo apurado el café le acompañaron a la sala de autopsias, cubierta de azulejos blancos. El cuerpo de Mrs. Donnelly estaba sobre la mesa. Los instrumentos estaban listos.
Adam miró la sala, aprobadoramente.
—Debe de contar con un buen asistente —dijo.
—Así es —dijo el doctor Sack—. Lleva once años conmigo. ¿Qué sabe usted de asistentes?
—Lo fui yo, de estudiante. Con el examinador médico de Pittsburgh.
—¿Jerry Lobsenz? Dios le tenga en su gloria. Fue buen amigo mío.
—También mío —dijo Silverstone.
El doctor Sack no parecía tener prisa por empezar. Se sentó en la única silla que había en la sala y pasó revista cuidadosamente al historial clínico de la difunta, mientras los otros esperaban.
Finalmente, se levantó y se dirigió hacia el cadáver. Cogiendo la cabeza con ambas manos, la movió de un lado para otro.
—Doctor Robinson —dijo al cabo de un momento—, ¿quiere hacer el favor de venir?
Spurgeon se acercó y Silverstone fue detrás de él. El doctor Sack volvió a mover la cabeza. Muerta, la vieja parecía estar negando algo tercamente.
—¿Oye?
—Si —repuso Spurgeon.
Junto a él, Adam oyó también un leve ruido, como de raspar.
—¿Qué es?
—Pronto lo sabremos con seguridad —respondió al doctor—. Ayúdenme a darle la vuelta. Creo que vamos a encontrar una fractura del proceso odontoideo —dijo a Spurgeon—. En resumen, que la pobre se rompió el cuello cuando se golpeó la cabeza en el accidente de automóvil.
—Pero cuando yo la vi no sentía ningún dolor —dijo Spurgeon.
El doctor Sack se encogió de hombros.
—No tiene necesariamente que haber sentido dolor. Sus huesos eran viejos y frágiles y podían romperse fácilmente. El proceso odontoideo es pequeño, una prominencia ósea de la segunda vértebra cervical. Su hijo dice que anoche se encontraba muy bien, comió con buen apetito, en fin, una hora antes de la muerte. La metieron en la cama, con tres almohadas para que descansase bien. Se deslizó hacia abajo y volvió a enderezarse contra las almohadas. Me imagino que la incomodidad, más el esfuerzo de volver la cabeza sobre los huesos del cuello, empujó al fragmento suelto contra la médula espinal, causándole la muerte casi instantáneamente.
Realizó la laminectomía, cortando la parte trasera del cuello para poner al descubierto los nudillos de la espina cervical y seccionando certeramente el músculo rojo y los ligamentos blancos.
—¿Nota la duramadre espinal, doctor Robinson?
Spurgeon asintió.
—Igual que la membrana que envuelve el cerebro.
Con la punta enguantada del dedo y el bisturí ensanchó la incisión para que pudieran ver la zona de la hemorragia, y la médula espinal, aplastada por el fragmento de hueso, el asesino.
—Ahí está —dijo, contento—. ¿No mandó hacer radiografía del cuello, doctor Robinson?
—No.
El doctor Sack apretó los labios y sonrió.
—Pues profetizo que la próxima vez si que lo hará.
—Si, doctor —dijo Spurgeon.
—Denle la vuelta otra vez —dijo el doctor Sack. Miró a Silverstone—. Veamos qué tal le enseñó a usted el viejo. Jerry —añadió—. Acábela por mí.
Sin vacilar, Adam cogió el bisturí que el otro le tendía e hizo la ancha, honda incisión en «Y» sobre el esternón. Cuando, unos momentos después, levantó la vista vio que los ojos del doctor Sack relucían de satisfacción, pero miró a Spurgeon y su sensación placentera desapareció. Los ojos del interno estaban fijos en el bisturí de Adam, pero sus facciones estaban tensas y llenas de depresión.
Lo cierto es que, fueran sus pensamientos los que fuesen, en aquel momento Spurgeon se hallaba muy lejos del pequeño grupo que se había congregado en torno a la mesa.
A Adam, Spurgeon le era simpático, pero la certidumbre desconcertante de ser el único responsable de una muerte era como una Gorgona que tarde o temprano se presentaba ante los ojos de todos los médicos, y él sabia instintivamente que lo mejor era dejar que el interno se defendiera él solo a su manera.
También Adam tenía sus problemas en el laboratorio de experimentación de animales.
El perro pastor alemán llamado Wilhelm, el primer perro al que había dado una fuerte dosis de Imurán, reaccionó clínicamente casi igual que Susan Garland. A los tres días Wilhelm había muerto, víctima de una infección.
La perra llamada Harriet, a la que había administrado una dosis mínima del fármaco inmunosupresor, rechazó el riñón trasplantado el mismo día en que murió Wilhelm.
Adam había operado a gran número de perros, algunos de ellos viejos y feos, otros aún cachorros y tan bonitos que tenía que hacer un gran esfuerzo para no recordar con emoción los anuncios de periódicos, realmente absurdos, de los grupos antiviviseccionistas, cuyos miembros preferirían sacrificar a niños con tal de salvar vidas animales. Gracias a estas operaciones, Adam iba comprobando las dosis exactas y eficaces, reduciendo las cantidades máximas y aumentando las mínimas y tomando cuidadosas notas en el cuaderno manchado de café del doctor Kender.
Tres de los perros que habían recibido grandes cantidades del medicamento cogieron infecciones y murieron.
Cuando hubo reducido el número de posibilidades, resultó evidente que la gama de dosis eficaces, pero no peligrosas, era limitadísima, con el rechazo del riñón trasplantado, por una parte, y una invitación cordial a la infección, por otra.
Siguió experimentando con otros fármacos y había completado ya sus estudios de los animales con nueve de los agentes cuando el doctor Kender recibió a Peggy Weld en el hospital para un examen físico preliminar a la operación.
Kender estudió cuidadosamente el cuaderno de notas del laboratorio. Juntos, tradujeron los pesos animales a términos de peso humano y calcularon dosis equivalentes de medicamentos.
—¿Qué inmunosupresor piensa darle a Mrs. Bergstrom? —preguntó Adam.
Kender, sin contestar, hizo crujir los nudillos; luego, se tiró de la oreja.
—¿Cuál usaría usted?
Adam se encogió de hombros.
—Por lo que se refiere a los agentes que he usado hasta ahora no parece haber ninguna panacea. Yo diría que cuatro o cinco no son satisfactorios. Un par, creo, son tan eficaces como el Imurán.
—¿Pero no mejores?
—Yo diría que no.
—Estoy de acuerdo. El suyo es el vigésimo estudio que hemos hecho aquí. Yo mismo he hecho diez o doce. Por lo menos uno de nuestros equipos de trasplantes conocen el medicamento. Seguiremos con el Imurán.
Adam asintió.
Programaron la operación de trasplante para el jueves por la mañana. Mrs. Bergstrom iría a la sala de operaciones número 3, y Miss Weld a la número 4.
Miriam Parkhurst y Lewis Chin, los dos cirujanos externos, habían practicado una operación de urgencia en la sala de operaciones número 3 durante las primeras horas de la madrugada del jueves; un caso bastante sucio, o sea, que toda la sala tenía que ser bien lavada antes de llevar a él a Mrs. Bergstrom. Adam esperó en el pasillo, fuera de la sala de operaciones, en compañía de Meomartino, junto a las literas con ruedas en que yacían las gemelas, conscientes, aunque les habían administrado calmantes.
—Peg —dijo Melanie Bergstrom, adormilada.
Peggy Weld se incorporó sobre un codo y miró a su hermana.
—Ojalá nos hubieran dejado ensayar esto.
—No, esta vez hay que improvisar.
—Peg.
—¿Qué?
—Se me había olvidado darte las gracias.
—No empieces ahora, no podría aguantarlo —dijo Peggy Weld, con sequedad. Sonrió—. ¿Te acuerdas de cómo solía yo llevarte al retrete de señoras cuando éramos pequeñas? Pues todavía te estoy llevando al retrete de señoras.
Medio embriagadas de pentotal, las dos rompieron a reír, hasta que gradualmente volvieron a guardar silencio.
—Si me pasa algo, cuida de Ted y de las niñas —dijo Melanie Bergstrom.
La otra no contestó.
—¿Me lo prometes, Peg? —dijo Melanie.
—Cállate, tonta.
Las puertas de la sala de operaciones número 3 se abrieron de par en par y salieron dos asistentes, sacando dos cubos de basura con ruedas, que empujaban con los pies.
—Para usted para siempre, doctor —dijo uno de ellos.
Adam asintió y los dos llevaron a Mrs. Bergstrom a la sala.
—Peg.
—Te quiero, Mellie —dijo Peggy Weld.
Estaba llorando mientras Adam empujaba la litera hacia la sala de operaciones número 4. Sin necesidad de que se lo dijera nadie, el gordo le administró otra inyección en el brazo antes de extenderla sobre la mesa.
Adam se fue a lavarse. Cuando volvió, el anestesista ya estaba sentado en su taburete, cerca de la cabeza de ella, manipulando los mandos. Rafe Meomartino, que trabajaba en la otra sala de operaciones, estaba inclinado sobre Peggy Weld, secándole suavemente la humedad del rostro con un pedazo de gasa esterilizada.
Todo fue a pedir de boca. Peggy Weld tenía los riñones en perfecto estado, y Adam ayudó mientras Lew Chin le extraía uno y luego lo bañaba; después, fue a la otra sala de operaciones a ver a Meomartino ayudar a Kender en el trasplante.
El resto del día fue aburrido y transcurrió lentamente. Por eso se sintió muy contento cuando, por la tarde, Gaby llegó en coche al hospital a buscarle.
Por el camino se hablaron muy poco. El paisaje era bonito de una manera otoñal y desnuda, pero no tardó en ponerse gris, hasta el punto de que ya no se veía nada por la ventanilla, excepto sombras móviles. Dentro, a la tenue luz de los mandos, Gaby no era más que una silueta, bella y cambiante en algún detalle de vez en cuando, como cuando sorteaba coches conducidos con más sentido común que el suyo, o frenaba para evitar un choque con un camión. Iba demasiado de prisa; corrían como si les persiguiera el diablo, o el mismísimo Lyndon Johnson.
Vio que Adam estaba mirándola y sonrió.
—Fíjate en la carretera —dijo él.
Al adentrarse por las laderas de las colinas la temperatura comenzó a bajar. Adam bajó el cristal de la ventanilla y olió en el aire el mordisco del otoño, que llegaba a ellos de las colinas color ciruela, hasta que Gaby le dijo que cerrara, porque tenía miedo de resfriarse.
El lugar de veraneo de su padre se llamaba Pender’s North Wind. Era una finca rural grande y extensa, que en pasados tiempos había sido escenario de mayores esplendores. Gaby sacó el coche de la calzada principal, entre dos gárgolas de piedra, y siguieron por una larga avenida cubierta de guijo crujiente, hasta llegar a una mansión victoriana que se levantaba increíblemente ante ellos, y en la que sólo la parte central del entresuelo estaba iluminada.
Al bajar del coche, algo que había cerca, animal o pájaro, emitió un chillido triste y agudo, que se repitió una y otra vez como una deprimente letanía.