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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

El Comite De La Muerte (41 page)

No estaba contenta de la distribución de las cosas en los cajones de la cómoda, por lo que se puso a sacar la mitad del cajón de él y la mitad del de ella, poniéndolo en el otro cajón, de modo que todos los compartimientos resultaron bisexuales. Los calcetines de Adam puritanamente junto a sus medias, y las bragas de ella junto a los calzoncillos. Bajo las blusas y junto a las camisas puso la cajita redonda de madreperla falsa que contenía las píldoras en que se basaban sus relaciones, las pociones mágicas que hacían posible su vida conyugal.

Estudió hasta las diez, luego cerró la puerta con llave, sujetó bien la cadena de la cerradura, tomó una de las píldoras, apagó las luces y se acostó.

«Echada, en la oscuridad, se sentía más solitaria que nunca», pensó al cabo de un rato.

El apartamento apestaba a pintura. Mrs. Krol chilló tres veces pero esta vez no parecía hacerlo con mucho interés, ni tampoco tiró nada por la ventana que hiciera ruido al caer.

Del lado del Hospital General de Massachusetts llegó el bramido de la sirena de una ambulancia, lo que la hizo sentirse más cerca de Adam. Al pasar los coches por la calle de Phillips los faros seguían dibujando monstruos, que se perseguían unos a otros por las paredes.

Ya había comenzado a dormirse cuando alguien llamó a la puerta.

Saltó de la cama y se puso junto a la puerta, en la oscuridad, abriendo sólo un poquitín, lo que daba de sí la cadena.

—¿Quién es?

—Vengo de parte de Janet.

Por la rendija, a la luz de la farola, Gaby vio un hombre, no un muchacho. Era muy alto, con el pelo rubio y largo, que en la oscuridad parecía casi del mismo color que el de Janet.

—¿Qué quiere?

—Le manda una cosa —respondió, mostrando un paquete informe.

—¿Quiere dejarlo ahí? No estoy vestida.

—De acuerdo —dijo él, afablemente.

Lo dejó en el suelo y su sombra osuna se fue a grandes zancadas. Gaby se puso la bata, encendió todas las luces y aguardó mucho tiempo hasta reunir suficiente valor para descorrer rápidamente la cadena, recoger el bulto y cerrar de golpe, volviendo a atrancar la puerta. Luego se sentó en la cama con el corazón latiéndole aceleradamente. Envuelto en una amplia crisálida de periódicos viejos había un ramo de flores de papel de colores. Eran flores grandes, negras, amarillas y de color naranja, de diversos matices. Precisamente los colores que necesitaba.

Volvió a acostarse con las luces encendidas, y estuvo así, admirando el cuarto, menos asustada. Finalmente, dejó de imaginar que oía pasos y no tardó en quedarse dormida, sintiendo por primera vez que estaba en su propio hogar.

13

RAFAEL MEOMARTINO

Cuando Meomartino era pequeño solía acompañar a Leo, el factótum familiar, a San Rafael, una pequeña iglesia enjalbegada de blanco, rodeada por todas partes por campos de caña de su padre, para recibir en la lengua la hostia de manos del padre Ignacio, sacerdote obrero guajiro
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, a quien confesaba periódicamente los pecados de su temprana adolescencia y recibía las respetuosas penitencias de los privilegiados.

He tenido malos pensamientos, padre.

Cinco avemarías y cinco actos de contrición, hijo mío.

He hecho cosas malas, padre.

Cinco avemarías v cincuenta Padre nuestros contra las debilidades de la carne; hijo mío.

Para bodas y funerales la familia prefería la pompa de la catedral de La Habana, pero en circunstancias ordinarias Rafe se sentía más a gusto en la pequeña iglesia, que los obreros de su padre habían empezado a construir el día en que nació él. Arrodillado en el oscuro y húmedo interior, ante la estatua de yeso de su santo patrón, rezaba la penitencia y luego pedía al arcángel que intercediera por él contra un maestro tiránico, que le ayudara a aprender latín, o le protegiera de Guillermo.

Ahora, acostado junto a la dormida esposa a quien una hora antes había dado un amor frío y desesperanzado, Rafe pensaba en San Rafael y deseaba fervientemente volver a tener doce años.

Estando en Harvard había dejado de creer. Hacía mucho tiempo que no se confesaba, años y años que no había hablado con un sacerdote.

San Rafael, dijo, silencioso, en la habitación oscura.

Muéstrame cómo puedo ayudarla.

Ayúdame a ver en qué le he fallado, por qué no la satisfago, por qué se va con otros hombres.

«Silverstone», pensó.

Él era mejor hombre y mejor cirujano, y, sin embargo, Silverstone amenazaba su existencia en ambas direcciones.

Sonrió sin alegría al pensar que Longwood había decidido que hay cosas peores que tener un cubano en la familia. El viejo había quedado totalmente desconcertado al ver a Liz en compañía de Silverstone. Desde aquella noche se había mostrado bastante cálido y amistoso con él, como si tratara de hacerle ver que se hacía cargo de lo difícil que era su sobrina.

Pero ahora Longwood estaba presionando a diario para conseguir que fuese él, y no Silverstone, el que se llevara el puesto de la Facultad.

Meomartino estaba perplejo.

«San Rafael», se dijo.

¿Es que no soy bastante macho? Soy médico, me doy cuenta de que cuando terminamos ella queda satisfecha.

Hazme ver lo que tengo que hacer. Prometo confesarme, comulgar, volver a ser un buen católico.

En la oscura alcoba reinaba el silencio; sólo se oía el ruido de la respiración de ella.

Recordó que, a pesar de tanto arrodillarse ante la imagen, le habían suspendido en latín, y que su cuerpo estaba normalmente negro por las palizas que le daba Guillermo, hasta que creció y se hizo lo bastante fuerte para vencer a su hermano mayor.

Tampoco en esto san Rafael le había ayudado.

Por la mañana, con los ojos soñolientos, fue al hospital y trabajó como pudo. Estaba de pésimo humor cuando, a la cabeza de los cirujanos, fue a hacer las visitas, y se puso peor aún cuando vio a James Roche, un caballero de sesenta y nueve años con carcinoma del colon en estado avanzado, que iba a ser operado a la mañana siguiente.

Mientras las enfermeras y los dietéticos iban por la cuadra con bandejas, Meomartino, sereno, explicó el caso, que casi todos sus oyentes conocían, e iba a hacer unas cuantas preguntas docentes.

Pero se detuvo a media frase.

—Cristo. No puedo creerlo.

Mr. Roche estaba comiendo. En el plato había pollo, patatas, judías.

—Doctor Robinson, ¿por qué está comiendo este hombre lo que está comiendo?

—No tengo la menor idea —respondió Robinson—. La orden de cambiarle de régimen está en el libro. La escribí yo mismo.

—Por favor, tráigame el libro.

Cuando lo abrió lo vio allí, escrito de puño y letra de Robinson, pero esto no calmó su ira.

—Mr. Roche, ¿qué desayunó usted?

—Lo de siempre. Zumo de fruta, un huevo y un poco de gachas. Y un vaso de leche.

—Borren este nombre del programa de operaciones de mañana —dijo Meomartino—. Pónganle en el de pasado mañana. ¡Diablos!

—Ah —dijo el paciente—, y una tostada.

Meomartino miró a sus oyentes.

—¿Se imaginan ustedes lo que hubiera ocurrido si llegamos al colon de este hombre con tanta materia dentro? ¿Se imaginan lo que sería tratar de contener la sangre con tanta basura? ¿Se imaginan la infección? Háganme caso, no se lo podrán imaginar hasta que no lo hayan visto.

—Doctor —dijo el paciente, inquieto—, ¿dejo el resto de la comida?

—Coma a gusto y que le aproveche —respondió él—. Mañana por la mañana comenzará usted el régimen que debiera haber empezado hoy, régimen líquido. Si alguien trata mañana de darle algo sólido no lo coma, mándeme llamar inmediatamente. ¿Comprende?

El otro asintió.

Misteriosamente, ninguna de las enfermeras sabía quién había servido a Mr. Roche el desayuno y la comida.

Veinte minutos después, Meomartino fue a su despacho y preparó una queja oficial contra la enfermera desconocida que había servido las dos bandejas, la cual firmó con una airada rúbrica.

Aquella tarde, Longwood le llamó por teléfono.

—Estoy descontento con el número de permisos de autopsia de usted.

—Hago lo que puedo por conseguirlos —dijo él.

—Los encargados del servicio quirúrgico de otros departamentos han conseguido hasta el doble de permisos que usted.

—Es posible que en esas secciones haya más defunciones.

—En el servicio de usted, este año hay otro cirujano que ha conseguido muchos más permisos que usted.

No hacía falta que Longwood dijera el nombre del cirujano en cuestión.

—Haré lo que pueda —dijo.

Un rato después, Harry Lee entró en su despacho.

—Acabo de recibir un rapapolvo, Harry. El doctor Longwood quiere más permisos de autopsia en mi servicio. Voy a pasar la buena noticia a todos los que trabajan en mis casos.

—Siempre que perdemos a un paciente hemos presionado cuanto nos ha sido posible a los parientes —dijo el residente chino—. Eso lo sabes de sobra. Cuando aceptan, siempre tenemos su firma. Si aducen poderosos motivos personales para rehusar…

Y se encogió de hombros.

—Longwood me dio a entender que Adam Silverstone ha conseguido muchos más permisos que yo.

—No sabía yo que estuvieseis compitiendo —dijo Lee, mirándole con curiosidad.

—Pues ahora ya lo sabes.

—Sí, ya lo sé. ¿Sabes cómo consiguen permisos en algunos servicios?

Rafe aguardó.

—Asustan a los parientes, debilitando su resistencia con insinuaciones de que la familia entera puede tener alguna tara hereditaria que fue causa de la muerte del paciente, y que lo único que se persigue con la autopsia es salvar la vida de todos.

—Eso es repugnante.

—De acuerdo. ¿Quiere que también nosotros usemos ese método?

Rafe le miró y sonrió.

—No, simplemente que hagáis lo que podáis. ¿Cuántos permisos entregaste este mes?

—Ninguno —repuso Lee.

—Diablos. Eso es exactamente lo que quería decir.

—No sé cómo íbamos a conseguir permisos de autopsia —dijo Lee, con suavidad.

—¿Y por qué demonios no?

—Pues porque el mes pasado no perdimos ningún paciente.

«No me excusaré», pensó.

—Eso quiere decir que te debo un convite.

Lee asintió.

—Así es. Tú o Silverstone.

—Pues pagaré mi deuda —dijo Meomartino—. Tengo un apartamento.

—Al parecer, también Adam tiene ahora un apartamento —dijo Lee—. Por lo menos ya no vive en el hospital.

«De modo que allí es a donde va Liz», pensó, con amargura, Meomartino.

Lee sonrió.

—Une necessité dé amour, quizás. Incluso en Formosa recurrimos a estos métodos.

Meomartino se dio cuenta, con irritación, de que estaba frotando de nuevo los ángeles del reloj de bolsillo con el dedo gordo.

—Puedes difundir la noticia por ahí —dijo—. El convite corre de mi cuenta.

Liz se mostró encantada.

—¡Con lo que me gustan a mí los convites y las fiestas! Ya verás. Seré el tipo de anfitriona que le consigue a su marido el puesto del tío Harland cuando se retire —dijo.

Dobló las largas piernas sobre el sofá, y empezó a hacer en el cuaderno de notas la lista de las cosas necesarias: licores, canapés, flores, servicio…

Meomartino, repentina e incómodamente, se sintió consciente de que la mayor parte del personal de su servicio no estaba acostumbrado a gastar dinero en flores y servidumbre cuando daba una fiesta.

—No exageremos —dijo.

Por fin, se pusieron de acuerdo: un barman y Helga, la mujer que trabajaba de interina en el apartamento.

—Liz —dijo—, te agradecería mucho que no…

—No beberé lo que se dice ni una gota.

—No tanto, mujer; basta con que te moderes.

—Ni una gota, digo. Eso soy yo quien tiene que decidirlo. Quiero demostrarte de lo que soy capaz.

La tregua con la muerte no duró. El viernes, el día antes de la fiesta, Melanie Bergstrom enfermó de pulmonía. Ante la temperatura cada vez más alta y la evidencia de que estaban afectados ambos pulmones, Kender la atiborró de antibióticos.

Peggy Weld estuvo junto a la cama de su hermana, dándole la mano, bajo la tienda de oxígeno. Meomartino buscó excusas para entrar en el cuarto, Pero Peggy no mostró interés por él. Tenía los ojos fijos en el rostro de su hermana. Sólo una vez oyó él su conversación.

—Aguanta, niña —ordenaba Peggy.

Melanie se lamía los labios resecos por su fatigosa respiración.

—¿Cuidarás de ellos?

—¿De qué?

—De Ted y de las niñas…

—Escucha —la interrumpió Peggy—, he tenido que sacarte las castañas del fuego toda mi vida. Vas a ser tú quien cuide de ellos.

Melanie sonrió.

—¡No vas a rendirte así como así!

Pero murió a la mañana siguiente, en la clínica de tratamiento intensivo.

Descubrió el cadáver Joan Anderson, la pequeña enfermera rubia. Estaba serena y lúcida, pero después de informar a Meomartino comenzó a temblar.

—Que la manden a casa —dijo él a Miss Fultz.

Pero la jefa de enfermeras había visto a cientos de muchachas jóvenes descubrir de pronto a la muerte. Durante el resto del día asignó a Miss Anderson el cuidado de los pacientes menos agradables de la cuadra, hombres y mujeres saturados de amargura que se quejaban de la vida.

Meomartino estaba esperando a Peggy Weld cuando ésta llegó corriendo al hospital.

—Hola —dijo.

—Buenos días. ¿Sabe cómo se encuentra mi hermana?

—Siéntese un momento y hablemos.

—Ha ocurrido, ¿no? —preguntó ella, en voz baja.

—Sí —respondió él.

—¡Pobre Mellie!

Dio media vuelta y se alejó.

—Peg —dijo él, pero ella movió la cabeza y siguió alejándose.

Unas horas más tarde volvió para recoger las cosas de su hermana. Estaba pálida, pero Meomartino vio que tenía los ojos secos, lo que le preocupó. Estaba seguro de que era el tipo de mujer capaz de esperar todo el tiempo que hiciera falta, semanas incluso, hasta verse sola, y entonces volverse completamente histérica.

—¿Se encuentra bien? —preguntó.

—Sí. He estado dando un paseo.

Estuvieron sentados un rato juntos.

—Merecía un fin mejor —dijo ella—, de verdad. Debiera haberla conocido cuando estaba bien.

—Lástima no haberla conocido entonces. ¿Y qué va a hacer ahora? —preguntó, con voz suave.

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