Ella se encogió de hombros.
—Lo único que sé hacer. Después… de todo… Llamaré a mi agente y le diré que estoy lista para volver a trabajar.
—Eso está bien —dijo él, con cierto alivio en la voz.
Ella le miró con curiosidad.
—¿Qué quiere decir?
—Lo siento. Entreoí una conversación.
Ella le miró y sonrió pensativa.
—Mi hermana era muy poco práctica. Mi cuñado no me querría ni regalada —dijo—. Piensa que soy una mujer perdida. Y, si quiere que le diga la verdad, yo a él tampoco le aguanto.
Se levantó y le alargó la mano.
—Adiós, Rafe Meomartino —dijo, sin tratar siquiera de ocultar la pena que sentía.
Él le tomó la mano y pensó que las vidas humanas se cruzan en ritmos carentes de sentido, preguntándose al mismo tiempo qué habría ocurrido si hubiese llegado a conocer a esa mujer antes de la noche en que Liz había salvado de la lluvia a un extraño ebrio.
—Adiós, Peggy Weld —dijo, dejando que se fuese.
Aquella tarde, con el doctor Longwood ausente y el doctor Kender presidiendo, el servicio se reunió en la Conferencia de Mortalidad y dedicó la sesión entera a examinar el caso de Melanie Bergstrom.
El doctor Kender examinó la cuestión serenamente, atribuyendo la muerte a una infección producida por exceso de fármacos inmunosupresores.
—El doctor Silverstone sugirió dosis de cien miligramos —dijo—, pero yo opté por dosis de ciento treinta miligramos.
—En su opinión, ¿se habría presentado la pulmonía de haberse administrado la dosis de cien miligramos propuesta por el doctor Silverstone? —preguntó el doctor Sack.
—Probablemente no —respondió Kender—, pero tengo una razonable seguridad de que con sólo cien miligramos habría rechazado el trasplante. El doctor Silverstone ha estado realizando estudios con animales y les dirá que no se trata sencillamente de X unidades de peso corporal contra Y unidades de medicamentos. Intervienen en el problema otros factores: la resistencia del paciente, el vigor de su corazón, su energía vital, y, sin duda, también, otras cosas que aún no conocemos.
—¿Y qué deducimos de esto, doctor? —preguntó Sack.
Kender se encogió de hombros.
—Hay una sustancia que se produce inyectando caballos con nódulos linfáticos triturados procedentes de cadáveres humanos. Se llama suero antilinfocito; abreviado, es «ALS». Hay ya informes preliminares de que, en casos como el que nos ocupa, es muy eficaz. Creo que deberíamos comenzar en seguida a experimentarlo con animales.
—Doctor Kender —preguntó Miriam Parkhurst—, ¿cuándo piensa dar un riñón a Harland Longwood?
—Estamos buscando un cadáver —dijo Kender—. Su tipo sanguíneo es B negativo. En cualquier caso, hay pocos donantes, pero aquí tenemos la complicación extra del tipo de sangre poco frecuente.
—¿Ha advertido a otros hospitales que buscamos un cadáver con tipo de sangre B negativo? —preguntó Miriam.
Kender asintió.
—Hay otra cosa que creo deberían saber ustedes —dijo—. Podemos conservar físicamente al doctor Longwood gracias a la máquina de diálisis, pero, psicológicamente, el tratamiento no le va. Por razones psiquiátricas no podrá seguir usando la máquina mucho más tiempo.
—Eso es precisamente lo que yo quería decir —dijo Miriam Parkhurst—. Tenemos que hacer algo. Desde hace años, algunos de nosotros conocemos a este hombre, a este gran cirujano, como maestro y amigo.
—Doctora Parkhurst —dijo Kender, con suavidad—, estamos haciendo todo lo posible. Ninguno de nosotros puede hacer milagros.
Evidentemente, el doctor Kender decidió volver a dar un tono profesional a la reunión, porque se volvió hacia Joel Sack.
—¿Se ha hecho ya la autopsia de Mrs. Bergstrom?
El doctor Sack denegó con la cabeza.
—No he recibido permiso para la autopsia.
—Yo hablé con Mr. Bergstrom —dijo Adam Silverstone—. Se niega a permitir la autopsia.
Kender frunció el ceño.
—¿Y cree que cambiará de idea?
—No, doctor —respondió Silverstone.
—Me gustaría tratar de convencerle —dijo Meomartino de pronto.
Todos le miraron.
—Naturalmente, si el doctor Silverstone no se opone a ello.
—Por supuesto que no. No creo que haya fuerza humana capaz de hacerle firmar el documento, pero si quiere usted intentarlo…
—No se pierde nada con probar de nuevo —dijo Kender, echando una ojeada de aprobación a Meomartino.
Miró a los cirujanos allí reunidos.
—Si no podemos estudiar los resultados de una autopsia será inútil votar en este caso. Pero parece evidente que, dados nuestros conocimientos actuales sobre el fenómeno del rechazo, esta muerte no podía preverse.
Aguardó por si alguien tenía algo que objetar, y luego, ante el acuerdo general, indicó con un movimiento de cabeza que la reunión había terminado.
Meomartino hizo la llamada telefónica desde su despacho.
—¿Sí? —dijo Ted Bergstrom.
—¿Mr. Bergstrom? Soy el doctor Meomartino, del hospital.
—¿De qué se trata? —preguntó Bergstrom.
Y en su voz Meomartino percibió el odio subconsciente del pariente hacia los cirujanos que habían perdido la batalla.
—Es acerca de la autopsia —respondió.
—Ya he dicho bien claro cuando hablé con el otro médico que esto se acabó. Ya hemos sufrido bastante. Está muerta, y asunto terminado.
—Hay una cosa que querría decirle —dijo Meomartino.
—Pues desembuche.
—Tiene usted dos hijas.
—¿Y qué?
—No creo, en absoluto, que corran peligro. No tenemos pruebas serias de que la predisposición a enfermedades del riñón sea hereditaria.
—¡Dios mío! —exclamó Bergstrom.
—Estoy seguro de que una autopsia revelará que no tiene motivo alguno para preocuparse.
Bergstrom guardó silencio. Luego, del otro extremo de la línea, llegó el gemido de un animal dolorido.
—Mandaré en seguida a su casa el documento. Lo único que tiene que hacer es firmarlo —dijo.
Meomartino siguió allí sentado, escuchando el terrible gemido durante mucho tiempo, o tal le pareció. Luego, con suavidad, colgó el auricular.
Aquella tarde, a las ocho y veinte, cuando sonó el timbre indicando la presencia del primer invitado, él mismo fue a abrir la puerta.
—Hola, doctor —dijo Maish Meyerson.
Meomartino hizo pasar al conductor de ambulancia y le presentó a Liz. Aquella mañana Liz había ido a la peluquería, y le había sorprendido volviendo a casa con el pelo negro.
—¿Te gusta? —había preguntado, casi tímidamente—. Dicen que volvería a crecer con su color natural, de modo que apenas se notaria la diferencia.
—Sí, mucho.
Le asustaba un poco. Le parecía aún más ajena, casi como una completa desconocida. Pero había estado instándola a ello desde hacia tiempo y le agradó mucho que por fin hubiese accedido, diciéndose, esperanzado, que era buen signo.
Meyerson pidió «Bourbon
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». Brindaron.
—¿Y nada para usted, Mrs. Meomartino?
—No, gracias.
Los dos apuraron sus copas, y la impresión les dejó un instante silenciosos.
—¿Qué pasa, Maish? —preguntó Meomartino.
—¿Qué?
—Nada, todo este asunto.
—No tengo la menor idea.
Ambos se sonrieron. Meomartino llenó primero el vaso de Maish y luego el suyo.
Volvió a sonar el timbre y el rostro de Liz expresó alivio, pero sólo un instante. Esta vez era Helen Fultz. Helga le quitó el abrigo y ella se unió al grupo en el cuarto de estar, pero se obstinó en tomar zumo de tomate, sin nada. Los cuatro se sentaron, mirándose y tratando de hablar, hasta que, menos mal, el timbre comenzó a sonar con frecuencia y el cuarto de estar a llenarse. Poco después había gente por todas partes, y el ruido era el que suele haber en las fiestas. Meomartino se preguntó si Peggy Weld habría tenido ya oportunidad de echarse a llorar; luego, como buen anfitrión, comenzó a ahogarse en un mar de gente.
Algunos de los cirujanos estaban casados y llegaron con sus mujeres.
Mike Schneider, de cuyo matrimonio se decía que estaba a punto de disolverse, se presentó con una pelirroja obesa, diciendo que era su prima de Cleveland, Estado de Ohio.
Jack Moylan estaba con Joan Anderson, «cuyos ojos parecían relucir demasiado», pensó Meomartino, aunque su disgusto anterior no había dejado en ella mucha huella.
—Nunca me he emborrachado, Rafe —dijo Joan—. ¿Puedo empezar hoy?
—Haz lo que quieras.
—Empezar es la palabra justa; abajo con el orden establecido —dijo Moylan, llevándola al bar.
Harry Lee, a quien nadie había visto nunca con mujeres, apareció con Alice Tayakawa, la anestesista.
Spurgeon Robinson, acompañado por una Venus negra, a quien presentó fríamente a Meomartino, había llegado con Adam Silverstone y una rubia pequeña, de piel atezada. Meomartino la observó mientras hablaba con la anfitriona.
Liz la miró con curiosidad.
—Encantada —dijo.
—Encantada.
Las dos mujeres se sonrieron.
A las diez y media, Meyerson había ya convencido a Helen Fultz de que se tomase un
screwdriver
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, porque el zumo de naranja contenía vitamina C. Harry Lee y Alice Tayakawa estaban sentados en un rincón, discutiendo acaloradamente sobre los peligros del hígado enfermo en relación con cierto tipo de anestesia.
—Toma otro —le decía Jack Moylan a Joan Anderson.
Ésta iba ya lo bastante adelantada en su programa para estar imitando bastante bien el nirvana bajo un cortinaje que llegaba hasta tres palmos del suelo, mientras Moylan y Jack Schneider la observaban clínicamente.
—Pelvis estrecha —observó Moylan.
—Masters y Johnson deberían escribir un ensayo sobre la receptividad fálica de las enfermeras jóvenes como consecuencia de una experiencia inicial con la muerte —dijo Schneider, mientras la chica, arqueando la espalda, pasaba por debajo de la cortina.
Moylan se apresuró a ir al bar a llenarle de nuevo el vaso.
—¿Puedo traerle una copa? —preguntó Meyerson a Liz Meomartino.
Ella le sonrió.
—No, gracias —repuso.
—Y entonces le suturé la herida del deltoides —estaba diciendo Spurgeon—. Fui y le dije: «Claro, en la confusión resultó herida». Y ella a mí: «No, doctor, en el hombro».
Esto dio comienzo a una ronda de anécdotas sobre descripciones de pacientes de sus propias enfermedades: fibroides del útero que se convertían en bolas de fuego, anemia avanzada en anemia desatada, viejas solteronas con glándulas hinchadas que insistían en que tenían indigestión, y niños con sarpullido que era, según ellos, carne de gallina. Meyerson dio otro sesgo a la conversación contando el caso de una señora que había ido a la tienda de comestibles de un tío suyo pidiendo harina para tortitas marca «Tía Vagina».
—¿Piensa volver a Formosa? —preguntó Alice Tayakawa a Harry Lee.
—En cuanto termine mis prácticas.
—¿Cómo es la vida allí?
Él se encogió de hombros.
—Bajo muchos aspectos sigue siendo algo chapada a la antigua. La gente casada y respetable no se reuniría así…
Alice Tayakawa frunció el ceño. Había nacido en Darien, Estado de Connecticut.
—Eres un hombre muy serio —dijo.
Él volvió a encogerse de hombros.
—Querría hacerte una pregunta —prosiguió ella, con tímida seriedad.
—¿Qué es?
—¿Es cierto eso que se dice de los hombres chinos?
Harry la miró sorprendido. Luego, parpadeó.
Con gran sorpresa se dio cuenta de que estaba sonriendo.
«Lo del pelo había sido un completo fracaso», pensó Elizabeth Meomartino, deprimida. Cuando su pelo fue rubio no podía compararse con el bronceado suave y soleado de aquella chica Pender, y ahora que había recobrado su color verdadero el lustre de la muchacha negra lo dejaba en lo que realmente era, paja teñida. Miró con resentimiento a Dorothy Williams; luego, se fijó en que Adam Silverstone y Gaby Pender estaban bailando muy juntos. Gaby sonrió a algo que Adam le estaba susurrando y le rozó la mejilla con los labios.
—Después de todo, voy a tomar un martini, pero muy pequeño —le dijo a Meyerson.
—Aquí hace mucho calor —dijo Joan Anderson.
—Te traigo otra copa —dijo Moylan.
—Estoy mareadísima.
—Vamos a otro cuarto que esté más ventilado.
Cogidos de las manos se dirigieron a la cocina, y de allí a una alcoba.
Había un niño dormido en la cama.
—¿Dónde podemos ir? —murmuró ella.
Él la besó, sin despertar al niño, y fueron por el pasillo a la alcoba grande.
—Creo que debías echarte —dijo Moylan, cerrando la puerta.
—Pero hay abrigos en la cama.
—No los estropearemos.
Se echaron sobre su nido de abrigos y la boca de él encontró el rostro de la chica, la boca, la garganta.
—¿Deberías hacer esto? —dijo ella, al cabo de un rato.
Él ni siquiera se molestó en contestar.
—Si, debes —dijo Joan, como en sueños—. Jack —llamó ella al cabo de unos instantes.
—¿Qué, Joannie? —respondió Moylan, ya completamente seguro de sí mismo.
—Jack…
—No estropeemos las cosas dándonos demasiada prisa.
—Jack, no entiendes, es que voy a vomitar.
Y vomitó.
Sobre su abrigo, vio Moylan, horrorizado.
—¿Hay muchos japoneses en Formosa? —preguntó Alice Tayakawa, apretando la mano de Harry Lee.
Rafe fue al cuarto de Miguel y lo arropó en torno a los hombros pequeños y finos. Se sentó en la cama y contempló al niño mientras del cuarto de estar llegaban ruidos de risa y música y la voz cargada de whisky de la pelirroja, que estaba cantando.
Alguien entró en la cocina. Por la puerta abierta oyó ruido de hielo al caer en vasos, y luego de líquido que se escanciaba.
«Spurgeon Robinson», pensó Meomartino.
—¿Estás solo aquí?
Era la voz de Liz.
—Si, preparándome un par de copas de repecho.
—Eres demasiado guapo para estar solo.
—Gracias.
—Eres muy grande, ¿verdad?
Oyó que ella le murmuraba algo.
—Todo el mundo conoce el talento principal de los negros —La voz de él se había vuelto de pronto algo monótona—. Eso que dices y el taconeo.
—De taconeos yo no sé nada —dijo ella.
—Mrs. Meomartino. Tengo una dama más dulce y suave en una tierra más verde y limpia.