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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

El Comite De La Muerte (25 page)

—Dios —dijo él—, ¿qué es eso?

Su padre salió a recibirles, mientras Adam sacaba del coche las maletas. Era un hombre alto, delgado y de buen aspecto, con pantalones de faena y camisa azul. Tenia el pelo gris, pero ondulado y tupido. Su expresión era limpia y agradable, y en su juventud tuvo que haber sido impresionante, porque aún podía calificársele de guapo.

Pero Adam notó que tenía miedo de besar a su hija.

—Bien —dijo—, por fin llegaste y con un amigo. Me alegro de que esta vez hayas traído a alguien.

Ella les presentó y se estrecharon la mano. Los ojos de Mr. Pender eran vivos y duros.

—Me llamo Bruce. Tuteémonos —ordenó—. Deja las maletas, yo me encargaré de que os las suban —se hizo a un lado para dejarles pasar, junto a un campo verde de jugar al golf, donde la última polilla revoloteaba aún en torno a la luz, y se detuvieron ante una silenciosa y reluciente extensión de agua—. ¿Nunca visteis una cosa así?

—No —dijo ella.

—Tamaño natural. Aquí podría bañarse un ejército entero. Celebramos carreras de natación. No sabéis lo que es esto en el verano, los fines de semana de mucho calor se llena literalmente de carne humana. Me costó lo suyo, pero vale la pena.

—Está muy bien —dijo ella, con voz curiosamente protocolaria.

Les llevó a una puerta lateral y bajaron por unas escaleras; luego fueron por un túnel, hasta que se vieron en un bar, en el sótano, donde cabrían unas doscientas personas. Frente a la gran chimenea, donde las llamas saltaban y chisporroteaban sobre los cadáveres de tres leños, una mujer y dos niñas pequeñas estaban sentadas, esperando. Sus pies descalzos, idénticamente delgados, estaban extendidos hacia el fuego, que se reflejaba en treinta uñas pulidas, dándoles el aspecto de pequeñas conchas de color rojo sangre.

—Ha traído a un amigo —dijo el padre.

Pauline, la madrastra de Gaby, era una pelirroja muy atildada, cuyo generoso cuerpo era aún joven, pero no tanto como proclamaba su cabellera. Las chicas, Susan y Buntie, eran hijas suyas de un matrimonio anterior. Tenían once y nueve años respectivamente. Su cauta madre hablaba poco, pero cuando lo hacía cada una de sus palabras parecía pensada de antemano.

Bruce Pender echó otro leño al fuego, demasiado vivo para el gusto de Adam.

—¿Comisteis?

Habían comido, pero hacia ya tanto tiempo que Adam volvía a tener hambre; así y todo los dos contestaron que sí. Mr. Pender sirvió las copas abundantemente.

—¿Qué sabes de tu madre? —preguntó a Gaby.

—Está muy bien.

—¿Sigue casada?

—Sí, que yo sepa.

—Vaya, me alegro. Buena persona.

—Yo creo que es hora de que os acostéis —dijo Pauline.

Las chicas protestaron, pero acabaron obedeciendo; se pusieron los zapatos y dieron las buenas noches medio adormiladas. Adam notó que Gaby las besaba con una simpatía que parecía incapaz de mostrar a su madrastra o a su padre.

—Pauline vuelve ahora mismo —dijo Bruce cuando estuvieron solos—. La casa está aquí cerca.

—Ah. ¿No vivís en el hotel?

Pender sonrió y movió la cabeza.

—Todo el verano, lo que se dice todo y todos los fines de semana durante la temporada de esquí, esto parece una casa de locos. Las camas chirrían que es un primor. Más de mil huéspedes, la mayoría gente soltera que viene aquí a armar jaleo y tener orgasmos.

—Ya notarás que mi padre es delicadísimo en el hablar.

Pender se encogió de hombros.

—A las cosas hay que llamarlas por su nombre. Gano dinero con un burdel legal. Todas las ventajas económicas y ninguno de los riesgos legales. Son neoyorquinos, pero gastan grandes cantidades de dinero.

Se produjo un silencio.

—Silverstone —dijo, mirando a Adam entornando un ojo—, ¿eres judío?

—Mi padre lo es. Mi madre era italiana.

—Ah.

Sirvió otra ronda de copas para los tres y también para la ausente Pauline. Adam tapó su vaso con la mano.

—El verano pasado, una madrugada, hacia las dos —dijo Pender—, casi se ahogó alguien en la fuente del prado. No en la piscina, en la fuente. Hace falta ingeniarse. Dos, universitarios, bebidos como cubas.

Gaby no dijo nada y bebió un sorbo.

—Algunas de las chicas están pero que muy bien. Pauline me tiene muy vigilado —prosiguió, bebiendo pensativamente—. Este sitio es de ella, claro. Quiero decir que lo he puesto a su nombre. La madre de Gaby me dejó lo que se dice limpio. Me hizo pagar hasta el último centavo.

—Razones tenía papá.

—Razones, al diablo. —Todavía recuerdo escenas de mi niñez, papá. ¿Tratáis tú y mi querida Pauline a Suzy y a Buntie de la misma manera que me tratabais a mí?

Pender miró a su hija de modo inexpresivo.

—Pensé que con un invitado serías más razonable —dijo.

Fuera, volvió a oírse el triste chillido.

—¿Qué es eso? —preguntó Adam.

Pender parecía querer cambiar de tema.

—Ven, te lo voy a enseñar.

Por el camino encendió una luz exterior que iluminaba una parte del prado en la parte trasera de la piscina. En una jaula de alambre para pollos, un gran mapache hembra se paseaba como un león; sus ojos rojos relucían fieramente detrás de la máscara negra de su rostro.

—¿Dónde la cazaste? —preguntó Adam.

—Uno de los universitarios la tiró de un árbol con una pértiga y la cubrió con una caja.

—¿Y la tienes aquí como… atracción turística?

—¡No, qué va! Son peligrosos. Un mapache hembra como ésta es capaz de matar a un perro.

Cogió una escoba y metió el mango por entre el alambre, dando con él al animal en las costillas. El mapache se volvió. Sus garras, como manecitas de dama elegante, cogieron el palo, y con su boca le arrancó astillas.

—Ahora está en celo. La tengo aquí para que atraiga a los machos —dijo, indicando dos cajas más pequeñas situadas al extremo de la luz—. Trampas.

—¿Y qué haces con los que cazas?

—Asados con boniatos, son exquisitos. Un verdadero manjar de dioses.

Gaby se apartó y se alejó. Los dos se unieron a ella dentro de la casa. Se volvieron a sentar y estaban tomando otra ronda de copas cuando volvió Pauline.

—Brrr —dijo, quejándose del frío de la noche.

Se sentó junto a su marido y preguntó a Gaby por sus estudios. Bruce le pasó el brazo por la cintura y le dio un solo pellizco en el pecho, redondo como un melón, para reafirmar su autoridad. Las dos mujeres siguieron hablando, fingiendo no haberlo notado.

La languideciente conversación volvió a reanimarse a veces con verdadera desesperación. Hablaron de teatro, dé béisbol, de política. Mr. Pender envidiaba a California porque tenía de gobernador a Ronald Reagan, murmuraba que el GOP
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había sido desacreditado por Rockefeller y Javits, e insistía en que los Estados Unidos deberían hacer un alarde de fuerza y borrar del mapa a la China comunista con una lluvia de bombas atómicas un día 4 de Julio
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. Adam, que entonces estaba ya intrigado por la enormidad de la aversión que le inspiraba aquel hombre, no pudo aparentar la seriedad necesaria para ponerse a discutir sobre la locura de masas.

Aparte de que se sentía tremendamente soñoliento. Por fin, después de haber bostezado tres veces, Pender cogió la botella de whisky casi vacía e hizo seña de que la velada había terminado.

—Aquí, a Gabrielle solemos darle una alcoba en la casa, con nosotros. Pero como ha traído un compañero de juegos os daremos a los dos, alcobas contiguas en el tercer piso.

Se despidieron de Pauline, que estaba sentada, rascándose pensativamente la suela de un pie blanco y estrecho, con uñas agudas que hacían juego con el color de sus enrojecidos dedos del pie. Pender les condujo escaleras arriba.

—Buenas noches —dijo Gaby, con frialdad; evidentemente, se había dirigido a los dos hombres por igual.

Entró en su cuarto sin mirarles y cerró la puerta.

—Cualquier cosa que necesites tendrás que buscártela tú mismo. Gabrielle sabe dónde está todo. Tenéis todo el edificio a vuestra disposición.

« ¿Cómo podía sonreír así una persona que sabe que la chica que él cree que va a acostarse con uno de un momento a otro es su propia hija?», se preguntó Adam.

Sabía que Gaby estaba escuchando al otro lado de la puerta cerrada.

—Buenas noches —dijo.

Pender hizo un ademán y se fue.

¡Santo cielo!

Se echó en la cama completamente vestido. Oyó a Pender bajar las escaleras y reír un poco con su mujer. Luego, oyó el ruido de ambos al irse del hotel. El viejo edificio estaba silencioso. En la habitación contigua se oía a Gaby moverse por el cuarto, sin duda preparándose para acostarse.

Ambas alcobas estaban separadas por un cuarto de baño. Lo cruzó y golpeó la puerta cerrada.

—¿Qué es?

—¿Tienes ganas de hablar?

—No.

—Bueno, pues buenas noches.

—Buenas noches.

Cerró las dos puertas del cuarto de baño, se puso el pijama, apagó la luz y estuvo un rato echado, a oscuras. Fuera, más allá de la ventana abierta, los grillos rechinaban una patética serenata, quizá sabiendo que la helada que iba a acabar con ellos asomaba ya por el horizonte. El mapache emitía un grito desesperado, como de llanto. Gaby Pender fue al cuarto de baño y a través de la puerta cerrada Adam oyó el tintineo y luego la cascada del retrete, sonidos que, a pesar de su larga experiencia clínica, le hacían ponerse rígido y esperar, odiando a su padre.

Se levantó y encendió la luz. Había papel de escribir en el escritorio, con el membrete del hotel. Cogió su estilográfica y escribió rápidamente, como si extendiera una receta a un paciente:

Al delegado de la Junta Municipal Departamento de Caza y Pesca Montpelier, Vermont. Muy señor mío:

Un mapache hembra de gran tamaño, capturado ilegalmente, está enjaulado en este hotel como cebo para la captura ilegal de mapaches macho. He comprobado personalmente que el animal está siendo maltratado y estoy dispuesto a dar testimonio de ello. Puede comunicar conmigo en el departamento de Cirugía del Hospital General del condado de Suffolk, en Boston. Le ruego lleve a cabo la investigación lo antes posible, porque los mapaches que capturan son para comérselos.

Suyo afectísimo,

A
DAM
R. S
ILVERSTONE
,

Doctor en Medicina.

Puso la carta en un sobre, lo cerró cuidadosamente humedeciendo el borde con los labios, sacó sellos de la cartera y pegó uno. Luego guardó la carta en la maleta y volvió a echarse en la cama. Durante un cuarto de hora estuvo moviéndose, con la seguridad, a pesar de lo fatigado que se sentía, de que no iba a poder dormir. El viejo hotel cruja como si fantasmas lujuriosos saltasen de las camas y corrieran de un cuarto a otro, agitando en lugar de cadenas, cinturones de castidad descerrajados. Los grillos chirriaban su canto del cisne. El mapache gemía y parecía volverse loco. Una vez, le pareció oír llorar a Gaby, pero quizás estuviera equivocado.

Y se quedó dormido.

Se despertó casi inmediatamente, al contacto le pareció la mano de Gaby.

—¿Qué pasa? —preguntó, pensando instintivamente que se hallaba en el hospital.

—Adam, sácame de aquí.

—Sí, naturalmente —dijo, estaba entontecido, ni dormido, ni despierto. Cerró los ojos contra la luz que Gaby había encendido. Vio que se había puesto pantalones largos y un jersey—. ¿Ahora, quieres decir?

—En este mismo instante.

Sus ojos estaban rojos de haber llorado. Adam sintió que le invadía una ola de ternura y de pena. Al mismo tiempo, su cansancio le empujaba la cabeza contra la almohada.

—Pero, ¿qué van a pensar? —dijo—. No creo que estaría bien desaparecer así como así, en plena noche.

—Dejaré una nota. Les diré que te llamaron urgentemente del hospital.

Adam cerró los ojos.

—Si no quieres venir conmigo, me voy yo sola.

—Ve escribiendo la nota mientras me visto.

Tuvieron que bajar a tientas la amplia escalera, en plena oscuridad. La luna estaba ya baja, pero daba suficiente luz para permitirles encontrar el coche con facilidad. Los grillos se habían dormido, por la razón que fuese. Al otro lado de la piscina, el pobre mapache seguía armando escándalo.

—Espera —dijo ella.

Encendió los faros del coche y se arrodilló a su luz para escoger un gran pedrusco. Adam iba a seguirla, pero ella le detuvo.

—Quiero hacerlo yo sola.

Él siguió sentado en el asiento de cuero, húmedo de rocío, y se estremeció al oírla romper la cerradura de la jaula, preguntándose si habría sido capaz de echar realmente la carta de denuncia que tenía escrita. Un momento después, el mapache cesó de gritar. La oyó volver corriendo al coche, y luego un ruido sordo, como de una caída, y una maldición de Gaby.

Cuando volvió al coche, Gaby estaba riendo y gimiendo y lamiéndose la palma despellejada de una mano.

—Tenía miedo de que me mordiera y cuando eché a correr tropecé en una de las trampas —dijo—. Casi caí de cabeza al estanque.

Adam se echó a reír, y también ella; rieron los dos todo el camino, hasta la calzada, hasta más allá de las gárgolas de piedra y bien entrado el camino real. Cuando dejaron de reír Adam vio que Gaby estaba llorando. Pensó ponerse al volante, para que pudiera llorar a sus anchas, pero desistió de ello porque se sentía muy cansado.

Gaby lloraba en silencio; «esta forma de llorar es la peor —pensó él—, mucho más difícil de presenciar que un lloriqueo dramático».

—Escucha —le dijo finalmente con voz fatigada, como si estuviera borracho—, no eres tú la única persona con padres repulsivos. A tu padre le obsesiona el sexo… al mío, el alcohol.

Le explicó a grandes rasgos quién era Myron Silberstein, sin emoción y llamando a las cosas por su nombre. Apenas omitió nada: la historia de un músico ambulante de Dorchester que por pura casualidad consiguió trabajo en la orquesta del Teatro Davis, de Pittsburgh, y una noche conoció a una muchacha italiana mucho más joven e inexperta que él.

—Seguro que se casó con ella por mí —dijo—. Empezó a beber antes incluso de que yo tuviera uso de razón y todavía no ha parado.

De nuevo en la carretera 128, el coche se adentraba en la noche, rehaciendo el camino por donde habían venido. Gaby le tocó el brazo.

—Nosotros podemos ser el comienzo de generaciones nuevas —dijo.

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