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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

El Comite De La Muerte (29 page)

«Otra preocupación más», se dijo, mientras esperaba el ascensor.

Cuando llegó se echó y miró a la oscuridad, como examinando los diversos cauces por donde podía transcurrir su vida.

Si le expulsaban, quizás alguno de sus antiguos profesores le ayudase a entrar en uno de los hospitales de Nueva York.

Pero tendría que dejar a Dorothy. No podía casarse todavía con ella, no tenía dinero suficiente y no quería que el tío Calvin mantuviese a su mujer.

La Conferencia de Mortalidad en que se iba a examinar el caso Donnelly tendría lugar dentro de una semana…

Este pensamiento le obsesionó hasta que despertó, a la media luz del alba, con las sábanas húmedas de sudor, a pesar de que en el cuarto hacia frío.

Se acordaba de haber soñado con la chica, y al mismo tiempo con el Comité de la Muerte.

Cuando, el sábado, entró en la cuadra, vio que Macmillan estaba mucho peor. Tenía el rostro enrojecido y los labios secos y agrietados, y gemía por un dolor que, decía él, sentía muy adentro, dentro del abdomen rígido. Tenía 120 pulsaciones por minuto y su temperatura era de 39,2 grados.

Potter había ido a unas vacaciones neoyorquinas de gran juerga y que habían sido muy comentadas. «Miserable, ojalá lo pases bien —pensó Spurgeon—, ojalá lo cojas todo». Fue al teléfono y llamó al doctor Chin, el cirujano externo que estaba de servicio.

—Tenemos aquí a un paciente que está pasando por una fase séptica clásica —dijo—. Estoy prácticamente seguro de que es peritonitis.

—Llame a la sala de operaciones y prográmelo inmediatamente —dijo el doctor Chin.

Cuando le llevaron abajo y le abrieron encontraron que el muñón apendicular se había roto. Hinchado y edematoso, el tejido se había abierto paso a la fuerza contra el anillo prieto de catgut, como queso contra un cuchillo cortante, y con idénticos resultados.

—¿Quién ligó esto?

—El doctor Potter —respondió Spurgeon.

—El de siempre —el cirujano externo movió la cabeza—. Este tejido está empapado, es demasiado frágil para tocarlo así como así. Vamos a tener que tirar del ciego hasta la pared abdominal y practicar una cecostomía.

Bajo la dirección paciente del veterano cirujano, Spurgeon remedió los errores de Potter.

El lunes por la mañana hubo una serie de cambios en los servicios, y Spurgeon se vio ante la perspectiva de pasar cinco semanas en la clínica de urgencia; esto le tenía asustado, porque en ella ya le habían ido mal las cosas una vez; era, además, un lugar donde todo ocurría con mucha rapidez y donde había que tomar decisiones con suma urgencia. «Un nuevo incidente como el de Donnelly —se dijo— y…».

Trató de no pensar en ello.

Fue en la ambulancia con Maish Meyerson: un curso intensivo de debates, una introducción al Resumen de las noticias del mundo, una cátedra de Filosofía, un cuaderno de notas oral. Las opiniones del conductor de ambulancias eran siempre muy claras, y con frecuencia irritantes; al mediodía, Spurgeon estaba ya harto de él.

—Por ejemplo, la cuestión racial —dijo Meyerson.

—De acuerdo, veamos.

Maish le miró, receloso.

—Si, si, ríete, dos ejércitos, uno blanco, el otro negro; el país se convertirá en una hoguera.

—¿Y por qué?

—¿O es que tú te crees que todos los blancos son liberales?

—No.

—Pues por eso. Para muchos de nosotros el negro es una amenaza.

—¿Soy yo una amenaza para ti?

—¿Tú? —Dijo Meyerson, con desdén—. No, tú eres un tío culto, un médico, que se dice pronto. Un negro blanco, vamos. Yo soy más negro que tú, soy un blanco negro. Son los negros negros los que me amenazan, y hay muchos de estos negros negros, pero que muchos.

Y yo pienso servirme el primero, te lo aseguro, por eso de que la caridad bien entendida empieza por uno mismo.

Spurgeon no dijo nada. Meyerson le miró de soslayo.

—Esto me pone en la categoría de los malos, ¿no?

—Así es.

—¿Serás tú mejor?

—Sí —respondió Spurgeon, pero con menos seguridad.

—Eso será lo que tase un sastre. ¿O es que no te das cuenta de cómo hablas tú mismo a tus pacientes de color? Escuchándote, se diría que al pobre desgraciado le estás haciendo un favor tremendo por lo bueno que te hizo Dios.

—Hazme el favor de cerrar el pico —dijo Spurgeon, con irritación.

Triunfante, Meyerson se deslizó en torno a un coche descapotable conducido por una mujer, situándose detrás e impulsándolo con rápidos e impacientes gruñidos de la sirena de su ambulancia, aun cuando iba vacía y de regreso al hospital.

Spurgeon pasó las horas como pudo.

Por la noche sintió que Stanley Potter le daba mucha pena.

—¿Estás seguro? —preguntó a Adam.

—Yo mismo lo vi —respondió Adam—. Estaba en el cuarto de los cirujanos bisoños leyendo el periódico y tomándose una taza de café cuando le llamaron al despacho del viejo. Cuando volvía, pocos minutos después, parecía que le hubieran pisoteado. Se puso a vaciar su cajón y a poner las cosas en un bolso de papel. Adiós, muy buenas, doctor Stanley Potter.

—Amén, pero yo seré el siguiente.

No se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta hasta que vio la mirada de Adam.

—No seas idiota —le dijo Adam, cortante.

—Dos días más, amigo mío, y el Comité de la Muerte me va a hacer picadillo.

—Sin duda. Pero si te fueran a echar de aquí, amiguito, no esperarían al Comité. No perdieron el tiempo con Potter, ya viste. Porque era un estorbo. Tú eres un interno que ha cometido una equivocación. Murió una mujer, y eso es una verdadera lástima, pero si echan a todos los médicos que se han equivocado no quedaría nadie en el hospital.

Spurgeon no contestó. «Bueno, que no me hagan residente —se dijo en silencio—, que me obliguen a seguir siendo interno».

Tenía que seguir ejerciendo la Medicina.

Necesitaba su música porque, gracias a ella, escapaba hacia la belleza desde la fealdad de las enfermedades que veía por doquier en el hospital. Pero, con el mundo yéndose al garete de cuarenta maneras distintas, no podía fingir, ni siquiera cuando hablaba consigo mismo, que lo que él realmente quería era pasarse la vida tocando el piano.

El miércoles por la mañana se sintió menos seguro. El día comenzó mal. Adam Silverstone estaba acostado con temperatura alta, la víctima más reciente del virus que estaba convirtiendo en pacientes a los médicos del hospital. Spurgeon no se había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que necesitaba el apoyo silencioso de Adam.

—¿Puedo serte útil en algo? —preguntó, deprimido.

Adam le miró y gimió.

—Nada, hombre, nada, baja y acaba de una vez.

No desayunó. Fuera, nevaba copiosamente. Algunos de los médicos externos habían telefoneado para decir que no podrían asistir a la Conferencia, lo que le pareció buena noticia hasta que se anunció que la reunión del Comité de la Muerte tendría lugar en la biblioteca, donde la cercanía lo haría más penoso, en lugar de en el anfiteatro.

A las nueve y cincuenta minutos, cuando le llamaron por el altavoz para que fuera al despacho del doctor Kender, respondió como atontado, seguro de que iban a anunciarle el despido antes incluso de la Conferencia de Mortalidad; no cabía duda de que esta semana estaban purgando el hospital.

Cuando llegó vio que había otras dos personas, y Kender se los presentó: teniente James Hartigan, del Departamento de Narcóticos, y Marshall Colfax, farmacéutico de Dorchester.

Spurgeon tomó las recetas y las hojeó. Todas y cada una de ellas habían sido extendidas por veinticuatro tabletas de sulfato de morfina a nombre de gente que él no conocía: George Moseby, Samuel Parkes, Richard Meadows.

—¿Extendió usted estas recetas, doctor Robinson? —preguntó Kender sin alzar la voz.

—No, señor.

—¿Cómo puede estar tan seguro? —preguntó el teniente.

—En primer lugar, porque hasta que no termine el internado sólo tengo licencia parcial para el ejercicio de la Medicina, lo que quiere decir que hago por escrito encargos que son cumplimentados en la farmacia del hospital, pero no puedo extender recetas para fuera. Y en segundo lugar, porque éste es mi nombre, pero no mi firma. Además, todos los médicos tienen un número en el registro federal de narcóticos, y el que consta aquí no es el mío.

—No tiene por qué preocuparse, doctor Robinson —le dijo Kender al instante—; no es usted el único médico cuyo nombre ha sido utilizado para estas cosas. Tan sólo el más reciente. Por supuesto, le ruego que no hable de esto con nadie.

Spurgeon asintió.

—¿Qué es lo que le hizo sospechar que estas recetas no eran válidas? —preguntó Kender a Mr. Colfax.

El farmacéutico sonrió.

—Comenzó a extrañarme lo bien hechas que estaban, y lo completas que eran. Por ejemplo, abreviaturas. Casi todos los médicos que conozco escriben «prn», no pro re nata.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Hartigan.

—Es latín. Quiere decir «según requieran las circunstancias» —dijo Spurgeon.

—Sí. Y mire esta letra —dijo Colfax—; está escrita con cuidado. Cuando miré las anteriores, comprobé que todas ellas eran exactamente iguales, como si el que las extendió las hubiese ido copiando una de otra de una sola vez.

—Pero cometió un error —dijo Hartigan—. Cuando Mr. Colfax me leyó la receta por teléfono me di cuenta en seguida de que era falsa. Tenía un número federal de seis cifras. No tenemos tantos médicos en Massachusetts.

—¿Cogieron a la persona que presentó éstas? —preguntó Kender.

Hartigan movió negativamente la cabeza.

—Le hice algunas preguntas la última vez que vino, justo antes de llamar a la Policía —respondió Colfax—. Seguro que eso le asustó —sonrió—. Soy muy mal detective.

—Por el contrario —dijo Hartigan—, muy pocos farmacéuticos hubieran tenido la vista de descubrir un fraude de este tipo. ¿Puede describir a aquel hombre al doctor Robinson?

Colfax vaciló.

—Era negro…

Míranos a la cara, le dijo Spurgeon, sin hablar.

—Usaba bigote. Me temo que no recuerdo mucho más.

¿Speed Nightingale?

Hartigan sonrió.

—Ya veo que no tenemos muchas pistas, doctor Robinson.

«Sería injusto nombrar a Nightingale», se dijo Spurgeon; había muchos negros con bigote sueltos por ahí, y bastantes de ellos serían aficionados a las drogas.

—Podría ser cualquiera.

Hartigan asintió.

—Mucha gente puede hacerse con hojas de recetas médicas. Por ejemplo, los obreros de la imprenta, gente del Hospital, los pacientes y sus familiares en cuanto ustedes vuelven la espalda.

Exhaló un suspiro.

El doctor Kender miró el reloj de pulsera y echó hacia atrás la silla en que estaba sentado a su mesa de trabajo.

—¿Alguna otra cosa, señores?

Los dos hombres sonrieron y se levantaron a su vez.

—Pues entonces me temo que el doctor Robinson y yo tenemos una conferencia a que asistir —dijo el doctor Kender.

A las diez y media, Spurgeon se sentó en una de las sillas laterales, ante la larga y pulida mesa, mordisqueando galletas y tomando sorbitos de «Coca-Cola», mirando a la pared que tenía enfrente, decorada con un cartel de anuncio de medicinas en el que se veía a Marcello Malpighi, descubridor de la circulación capilar, algo parecido al doctor Sack, sólo que con barba y envuelto en una manta de viaje.

Fueron entrando uno a uno; finalmente, Spurgeon se levantó con los demás al entrar el doctor Longwood.

Meomartino expuso un caso que era bastante largo.

Meomartino expuso otro condenado caso. Pero no su caso. «Quizá —se dijo, esperanzadamente—, me excluyan a mí. A lo mejor no queda tiempo». Pero cuando levantó la vista y miró al reloj vio que iba a haber tiempo de sobra, y el estómago le dio un vuelco sólo de pensar que fuera a ser él el primer interno en la historia del hospital que cayese enfermo sobre la reluciente mesa, entre las botellas de «Coca-Cola» y las pastas, ante los ojos del jefe de Cirugía.

Ahora, Meomartino estaba hablando de nuevo, y Spurgeon oyó todos los detalles que tan bien conocía. Oyó el nombre y la edad de la muerta, los detalles del accidente de automóvil, la fecha en que él la había examinado en la clínica de urgencia, su historial médico anterior, las radiografías que le habían mandado hacer y, ¡Santo Cielo!, las que no le había hecho, y cómo la había dado de alta por sí y ante sí, y cómo ella había cogido el portante y se había ido a casa…

«Un momento —pensó, con súbita urgencia—. ¿Qué es lo que pasa aquí?».

—¡So tramposo!

« ¿Y qué dice usted de la llamada telefónica que hice al encargado de los servicios de cirugía, la llamada que le hice a usted, amigo?», pensó, como atontado.

Pero Meomartino estaba ya terminando, contando cómo la dama de los acertijos había vuelto por última vez al hospital, muerta cuando llegó.

El doctor Sack describió lo que había observado en la autopsia, presentando sus datos, con rapidez y eficacia, en unos pocos minutos.

El doctor Longwood se retrepó en la silla.

—Éste es el peor tipo de muerte —dijo—, pero, claro está, es inevitable perder pacientes como éste. ¿Qué piensa usted que pasó, doctor Robinson?

—No lo sé, doctor.

Los ojos huecos le tenían inmovilizado. Vio, con una terrible fascinación, que un leve temblor había comenzado a agitar la cabeza del doctor Longwood de manera casi imperceptible.

—Lo que ocurre es que este tipo de caso exige localizar un tipo de lesión que no se da todos los días. Una lesión que es curable, pero que, si no se cura, puede ocasionar la muerte.

—Sí, doctor —dijo Spurgeon.

—Nadie tiene que recordarme la clase de presiones y el exceso de trabajo a que están ustedes sometidos. Hace bastantes años también yo fui interno y residente aquí, y luego cirujano residente, antes de llegar a un puesto más fijo y permanente en el hospital. Sé perfectamente que a veces recibimos pacientes que han sido desatendidos, sufrido complicaciones y enviados como de desecho, de manera que hay instituciones privadas que no creerían los milagros que aquí hacemos.

»Pero precisamente es el mal estado en que se hallan muchos de nuestros pacientes y lo escasos de tiempo que andamos lo que exige que nos mantengamos más alerta aún, lo que exige que todos y cada uno de los internos se pregunten a sí mismos si han agotado todos los procedimientos diagnósticos, si han tomado todas las radiografías posibles.

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