—¿Se hizo usted a sí mismo esas preguntas, doctor Robinson?
El temblor se había acentuado.
—Sí, doctor Longwood, me las hice.
—Entonces, ¿por qué murió esa mujer?
—Supongo que porque mis conocimientos no fueron suficientes para salvarla.
El doctor Longwood asintió.
—Le faltó experiencia. Precisamente por ese motivo un interno no debe nunca dar de alta a un paciente de este hospital por mucho que el paciente se queje de que le hacemos esperar hasta que un doctor experimentado encuentre tiempo para darle de alta con conocimiento de causa. Ningún paciente se murió jamás de quejarse. Nuestra responsabilidad es defenderle contra sí mismo. ¿Sabe usted lo que habría ocurrido si no la llega a dar de alta?
Spurgeon buscó con la mirada, pero el encargado del servicio quirúrgico estaba absorbido en el caso.
—Que estaría viva —dijo.
Hubo un silencio y Spurgeon miró de nuevo al doctor Longwood. Los cavernosos ojos azules que le habían tenido inquieto durante toda la reunión seguían fijos en él, pero ya no relucían como antes y parecían buscar otros objetivos, más allá de él.
—¿Doctor Longwood? —Preguntó el doctor Kender—. ¿Lo sometemos a votación?
—Sí —respondió.
—Evitable —dijo el doctor Kender.
El doctor Longwood se pasó la lengua por los labios secos y miró al doctor Sack.
—Evitable.
Al doctor Parkhurst.
—Evitable.
—Evitable.
—Evitable.
—Evitable.
Spurgeon volvió a tratar de llamar la atención con los ojos a Meomartino, pero no pudo. «Tiene que haber sido una omisión inintencionada», se dijo, sentándose y poniéndose a mirar el retrato de Marcello Malpighi.
Cuando llegó al cuarto de Silverstone en el sexto piso creyó que Adam iba a subirse por las paredes de la rabia que le entró.
Y la rabia era contra Spurgeon, como el pobre descubrió con asombro.
—Pero, ¿cómo dejaste que Meomartino se te escabullera de esta manera?
—No me dijo que diera de alta a la vieja. Es cierto que le llamé por teléfono, pero no me dijo nada concreto. Se limitó a preguntar si realmente me hacía falta, y yo fui y le contesté que no, que podía arreglármelas solo.
—Pero le llamaste —dijo Adam—. Era responsabilidad suya decirte que guardaras al paciente hasta que él pudiera bajar a verle. El Comité debiera haber sabido esto.
Spurgeon se encogió de hombros.
—Voy a ir a ver al viejo.
—Preferiría que lo dejases. Parece tan mal, que no sé si estaría a la altura de una situación como ésta.
—Pues entonces a Kender.
Spurgeon movió la cabeza.
—¿Por qué no?
—Pues porque hay una instrucción que dice que los internos no deben dar de alta a los pacientes, y yo la contravine. Porque Meomartino no me dijo que la mandase a su casa. Porque si tengo que quejarme, es en la conferencia donde debiera haberlo hecho.
—Robinson, eres la persona más estúpida que he conocido en mi vida —oyó decir a Adam, al irse del cuarto.
«Después de todo, Meomartino había resultado no ser muy hombre», se dijo, al entrar, deprimido en el ascensor.
Pero durante el tortuoso viaje desde el sexto piso hasta el sótano, dominado por un viejo y enfermizo temor, se obligó a sí mismo a admitir el motivo de que no hubiera mencionado al Comité la llamada telefónica.
Se había sentido aterrado por todos aquellos rostros blancos, blancos.
El día continuó como había comenzado.
Desastrosamente.
—Tengo hambre. Voy a esa tienda a buscar un bocadillo y algo de beber, y mientras yo como tú conduces. ¿Okay?
—Pues date prisa.
¿Quiere que te traiga algo? ¿Un bocadillo de cecina?
—No, gracias.
—¿Pastrami? Preparan la carne al vapor.
—Maish, no quiero perder el tiempo.
—Pero tenemos que comer.
Spurgeon se rindió. Le tendió un dólar que sacó de la cartera.
—Queso suizo con pan blanco. Café, como siempre.
Se sentó en la delantera de la ambulancia y se puso a mirar los títulos de los libros que había en el escaparate de la librería, mientras los segundos se volvían minutos y Maish seguía sin aparecer. Al cabo de un rato bajó de la ambulancia y dio la vuelta a la esquina, para mirar por el cristal de la tienda. Enmarcado por un gigantesco anillo de salami que había en el escaparate, el torso tapado por una pirámide de knockwurst, Meyerson estaba en la cola, conversando animadamente con dos taxistas.
Spurgeon golpeó la ventana con los nudillos, sin hacer caso de los ciento veinte y pico de ojos que se volvieron para mirarle, y señaló el reloj.
Maish se encogió de hombros e indicó al mostrador.
Santo Cielo, aún no le habían servido.
Volvió por donde había venido, pasando junto a la librería, hasta el final de la casa de pisos; más allá estaba la «ciudad china», como una selva de neón de palmeras y dragones.
Volvió otra vez a la ambulancia y estuvo un rato apoyado contra ella.
Finalmente no pudo aguantar más. Fue a la charcutería y entró.
—Tome un ticket —le dijo el que estaba a la puerta.
—No voy a quedarme.
Maish estaba sentado a una mesa en un rincón, con los taxistas, y en el plato que tenia delante ya no había más que migas de pan. El botellón contenía aún un poco de cerveza.
—Venga, vamos a la ambulancia.
Maish miró a los taxistas y levantó los ojos.
—Me siento otro —dijo.
En la ambulancia, tendió a Spurgeon un bolso de papel marrón y veinte centavos de vuelta.
Entre las tres y media y las ocho y media se hicieron cargo de seis pacientes, cuatro de ellos después de largos y difíciles trayectos. Luego a las ocho y treinta y cinco, les llamaron para que recogieran a Mrs. Thomas Catlett, un caso de parto inminente en el número 31 del callejón de Simmons, en Charleston. Pero Meyerson se salió de la calle central y fue por otras secundarias que no habían sido ensanchadas desde que fueron declaradas holgadas para el paso de caballos. Luego se metió en una zona donde estaba prohibido aparcar, enfrente de la Librería Shapiro, en la calle de Essex.
—¿A dónde vas? —le preguntó Spurgeon, receloso.
—Me dije que sería mejor comer ahí mismo —dijo—; así puedo conducir yo. Conozco Charleston, mientras que contigo a lo mejor nos perdíamos.
—Yo lo que digo es que vayamos rápidamente a recoger ese caso de parto.
—Y cuando la llevemos al hospital tardará día y medio en dar a luz. Y, si no, al tiempo.
Fueron por la «ciudad china» y volvieron a coger la calle central.
—Come —ordenó Maish, la madre judía del cuerpo de ambulancias.
El bocadillo sabía a cartón piedra en la lengua nerviosa de Spurgeon, y el café, nauseabundamente frío, le entró de un trago mientras pasaba por el puente conmemorativo de Tobin.
—¿Tienes veinticinco centavos?
Era el conductor quien tenía que pagar el portazgo, pero Spurgeon se los dio, tomando nota mental de que tenía que cobrárselos luego.
Todas las calles parecían iguales. Todas las casas parecían iguales. Maish tardó diez minutos en confesar que no encontraba el callejón de Simmons.
Después de largas discusiones con dos policías y una patrulla de la Navy lo encontraron. Era un callejón sin salida, al final de una calle particular cubierta de nieve. Los Catlett vivían en el tercer piso como era de temer. El apartamento era oscuro y estaba sucio, y olía a auxilio social. Había varios niños, despertados y asustados por los visitantes, y un hombre silencioso y hosco. La mujer estaba fofa a fuerza de féculas disgustos y demasiados partos. La pusieron en una camilla y la levantaron, gruñendo los dos al unísono. La hija mayor dejó un bolso de papel oscuro en la camilla, junto a su madre.
—Mi camisón y cosas de ésas —dijo la mujer a Spurgeon, con orgullo.
La llevaron a la puerta, donde Spurgeon se paró. La camilla le hacía daño en la parte posterior de las rodillas.
—¿No quiere despedirse de ella? —le dijo al hombre.
—Adiós.
—Adiós —dijo la mujer.
Pesaba mucho. La llevaron como pudieron escaleras abajo. Los escalones crujían y la entrada olía mal.
—Cuidado con el hielo —ordenó Maish.
Sus brazos y piernas estaban tensos y temblorosos cuando, por fin, la instalaron en la ambulancia.
La mujer chilló.
—¿Qué pasa? —preguntó Spurgeon.
Tardó casi un minuto en poder contestar. Spurgeon, asustado, no pensó siquiera en mirar el reloj.
—Siento dolor.
—¿Qué clase de dolor?
—Ya se lo puede imaginar.
—¿Es el primero?
—No, he tenido muchos otros.
—Meyerson, ya puedes salir zumbando —dijo Spurgeon—. Dale al silbato.
Maish hizo accionar la sirena inmediatamente, por lucirse, el muy cretino, y fueron por el callejón desierto, y luego por la calle desierta, mientras se encendían luces en todos los apartamentos y una serie de rostros oscuros o negros se asomaban a las ventanas.
Spurgeon se sentó junto a la mujer y puso los pies contra la pared opuesta, para afianzar las rodillas y poder usarlas a manera de mesa de escribir.
—PODRÍAMOS YA EMPEZAR A HACER SU HISTORIAL —rugió contra el ulular de la sirena—. ¿CÓMO SE LLAMA USTED, MAMÁ?
—¿CÓMO DICE?
—¡Su NOMBRE!
—MARTHA HENDRICKS CATLETT. ¡HENDRICKS ES MI APELLIDO DE SOLTERA! —gritó ella, con voz ronca.
Spurgeon asintió.
—¿Y DONDE NACIÓ?
—¡EN ROCHESTER!
—¿NUEVA YORK?
La mujer asintió.
—THOMAS ES EL NOMBRE DE SU MARIDO, ¿No? ¿Y EL NOMBRE MEDIO?
—¡C DE CARLOS!
El rostro de la mujer se contrajo; chilló, rodando sobre la camilla.
Esta vez Spurgeon miró la hora. Eran las nueve y cuarenta y dos minutos. La contracción duró casi un minuto.
—¿DÓNDE NACIÓ SU MARIDO?
—¡EN CHOCTAW, ESTADO DE ALABAMA! ¡CONDENADO MENTIROSO!
—¿POR QUÉ?
—¡DICE A LOS NIÑOS QUE ES MEDIO PIEL ROJA!
Spurgeon asintió, sonriendo. Estaba empezando a caerle simpática.
—¿DÓNDE TRABAJA?
—¡ESTÁ PARADO!
El grito se convirtió en un chillido de angustia. Spurgeon volvió a mirar al reloj. Las nueve y cuarenta y cuatro minutos. Dos minutos de duración.
¿Dos minutos?
«Yo no entiendo de partos», pensó, aturdido.
Su experiencia en este terreno se limitaba a cinco días de prácticas obstétricas, en el tercer curso de la carrera, dos años antes.
¿Se había fijado en todo?
—¿TIENE UNA SILLETA, DOCTOR?
—¿NO PUEDE ESPERAR?
—¡ME PARECE QUE NO!
Estaba claro que el niño iba a nacer de un momento a otro. Se inclinó como pudo hacia delante y tocó a Meyerson en el hombro.
—¡PARA INMEDIATAMENTE Y PONTE A UN LADO DE LA CALLE!
—¿POR QUÉ?
—¡PORQUE QUIERO COMPRARTE OTRO BOCADILLO DE CECINA, DIABLOS!
La ambulancia aminoró la marcha, paró; la sirena fue bajando de volumen, produciendo un ruido final como un hipo. Todo quedó de pronto muy silencioso, excepto el zumbido de los coches que pasaban velozmente y muy cerca.
Spurgeon miró hacia fuera y se sintió mal. Estaban en el puente.
—¿Tienes señales de humo? ¿Luces de tráfico?
Maish asintió.
—Pues úsalas, no sea que nos maten.
—¿Qué otra cosa quieres que haga?
—Frota dos palillos y enciende una hoguera. Pon mucha agua a hervir. Reza. Apártate de mí todo lo que puedas.
—¡Aaaaay! —gritó la mujer.
Había un pequeño depósito de óxido nitroso bajo la plataforma de la camilla, y una máscara. Y una caja obstétrica. Lo sacó todo. Comenzó a pensar con rapidez. Evidentemente no se trataba de su primer parto, no era primípara. Pero ¿era haber tenido ya cinco hijos lo que la hacía multípara?
—¿Cuántos hijos tiene señora?
—Ocho —contestó ella quejándose.
—¿Cuántos son varones? —preguntó, aunque la verdad era que eso le tenía sin cuidado.
Era extra multípara, lo que quería decir que probablemente el niño nacería sin la menor dificultad.
—Los dos primeros; luego, todas niñas —respondió, mientras él le quitaba los zapatos.
Naturalmente no había allí estribos quirúrgicos. Lo que hizo entonces fue levantarle los pies y apoyarlos contra las banquetas, a ambos lados de la camilla, de modo que la sangre cayese directamente, en lugar de por las piernas abajo.
Meyerson abrió la puerta, dejando entrar los ruidos del tráfico.
—Doctor, ¿tienes cambio? Quiero llamar al hospital desde la primera cabina que encuentre.
Le entregó una moneda.
—Tengo que hacer otras llamadas.
Le dio un puñado de monedas, echándole de la ambulancia y cerrando la puerta por dentro. La mujer se quejó.
—Señora, voy a darle algo para calmar el dolor.
—¿Dormirme?
—No, sólo emborracharla.
Ella asintió, y Spurgeon le dio un vaho de óxido nitroso. Calculó la dosis a bulto, quedándose corto por si acaso. Surtió efecto inmediatamente.
—Me alegro —murmuró ella.
—¿De qué?
—De tener un médico de color. Nunca tuve hasta ahora un médico de color.
«Santo Dios, pobre mujer», pensó Spurgeon. Con mucho gusto le endilgaría este parto a George Wallace o a Louise Day Hicks
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si el uno fuera obstétrico y la otra comadrona, y si estuvieran aquí ahora.
Abrió la caja obstétrica, que no contenía gran cosa: una ampolla para succionar, un par de hemostatos, tijeras y fórceps. Levantándole el vestido hasta el pecho puso al descubierto unos muslos como robles y unas bragas oscuras, que procedió a cortar.
Ella rompió a llorar.
—Son regalo de mi hija mayor.
—Yo le compraré otras nuevas.
Desnuda, el estómago era tremendo, una extensión de carne oscura, fofa, con manchas de parturienta, sobre el que el marido había yacido, forcejeado, el único placer que podía permitirse un pobre negro, el único goce que no cuesta dinero, más barato que el cine, más barato que el alcohol, depositar un poco de semen que había crecido hasta ser aquella cosa grande y prieta, como una sandía contra la piel.
Qué indigno, qué indigno…
«Una pregunta, doctor Robinson. ¿Cómo voy a arreglármelas para sacar una cosa tan grande como va a ser sin duda el hijo gordo de esta mujer gorda por una abertura que, aunque las he visto más reducidas, es relativamente pequeña?». Pequeñísima.