Comenzaban a hacerle ofertas; señal de que, después de todo, las cosas no iban a acabar mal para él.
—Me temo que no.
—¿Poco dinero?
—Eso es parte del motivo, pero sólo parte. En efecto, no me gustaría dedicarme por entero a Medicina interna.
No encajaba en el gran programa cósmico de Silverstone.
El doctor Sack asintió.
—Por lo menos es usted franco. Si algún día cambia de opinión, dígamelo.
Al fin y al cabo, no tenía motivos justificados para querer irse del hospital. El viejo complejo de edificios de ladrillo rojo se había convertido en su mundo. Las horas que pasaba en patología eran irregulares, pero no desagradables. Le gustaba trabajar solo en el silencio sonoro del laboratorio blanco, consciente de que era un ambiente en el que cierta gente no sabía manejarse, pero en el que él podía de nuevo desplegar gran eficiencia.
Pasaba el tiempo libre entre el departamento de Patología y el laboratorio de experimentación de animales, donde estaba aprendiendo mucho con Kender. Le tenía intrigado lo distintos que eran los dos hombres que más le habían enseñado. Lobsenz había sido un pequeño judío dado a la introspección, que hablaba con un ligerísimo acento alemán que sólo se le notaba cuando estaba fatigado. Y Kender…
Kender era Kender.
Pero quizás estuviese tratando de hacer demasiadas cosas al mismo tiempo. Por primera vez en su vida solía dormir poco, y volvía a soñar, no el sueño del cuarto del horno, sino el del buceo.
Siempre al comienzo de este sueño estaba subiendo la escala, hacia la luz cegadora del sol. Era muy real: sentía la frescura del marco de acero vibrar en sus manos siempre que le daba el viento en la cara. El viento le preocupaba. Mientras subía miraba directamente a la percha, en la cima donde la escala se estrechaba, muy por encima de él, como la punta de un lápiz, hasta que el sol le hacía llorar y tenía que cerrar los ojos. Nunca miraba hacia abajo. Cuando, finalmente, llegaba a la percha, se subía a ella y miraba al mundo que se extendía a sus pies, treinta metros más abajo; sus muslos estaban tensos, su boca seca, la plataforma se movía, agitándose al viento, la piscina relucía, diminuta y dura, al sol, como una mancha. Saltaba de la plataforma y echaba hacia atrás la cabeza, abriendo los brazos mientras su cuerpo se retorcía, alto, alto, en el aire, y sentía que el viento le cogía como una vela, le empujaba, le desequilibraba, le echaba a un lado. Él trataba desesperadamente de recomponer su postura sabiendo que podría caer fuera de la piscina, en cualquier parte excepto donde había un cojín de tres metros de agua. «Caería mal —pensaba como atontado, colgando, grotescamente suspendido, mientras el agua subía hacia él—. Se haría daño y nunca más volvería a ser cirujano».
Oh, Dios.
El sueño siempre terminaba a mitad del camino entre la cima de la torre y el agua. Adam entonces se despertaba y yacía en la oscuridad, diciéndose que nunca volvería a hacer tal tontería, que ya era cirujano, que nada podía ahora detenerle.
¿Por qué se repetía este sueño?
No se le ocurrió la razón hasta una noche, en el departamento de patología, en que cerró los ojos y, respirando profundamente, se sintió transportado por un olor, el olor a esencia de formaldehído a través del tiempo y la distancia, hasta el laboratorio patológico de Lobsenz, que era donde había tenido por primera vez el sueño del buceo.
Fue durante el tercer curso de Medicina, en Pennsylvania, el periodo de las mayores dificultades económicas de su vida. La vergüenza y el asco de la amante vieja y su dinero pertenecían ya al pasado. El trabajo de carbonero le había ayudado a ir tirando durante el invierno, y duró hasta comienzos de la primavera, cuando comenzó a dormirse habitualmente en plena clase y, en vista de ello, lo dejó, porque, si no, le habrían impedido realizar dos cursos. Llegó a acostumbrarse de tal manera a la desesperación, que la mayor parte de las veces sabia hacer caso omiso de ella. Ya debía seis mil dólares en préstamos de estudiante. Debía renta atrasada de su cuarto aun cuando la patrona estaba dispuesta a esperar. Prescindió del almuerzo so pretexto de que comía demasiado, y durante dos semanas le molestaba el hambre del mediodía y la debilidad de comienzos de la tarde, pero entre primeros de abril y mediados de mayo trabajó en el hospital y, cortejando a las enfermeras, comía lo que ellas le daban gratis.
En junio, pensó aceptar un trabajo de técnico quirúrgico, pero se dio cuenta, apesadumbrado, de que no le era posible, porque la exigua paga no le permitiría ahorrar el dinero suficiente para sobrevivir a lo largo del último curso. Ya había decidido muy a desgana, volver al lugar de vacaciones de Poconos, cuándo vio un pequeño anuncio en el Bulletin de Filadelfia pidiendo buceadores profesionales para un espectáculo acuático en la costa de Jersey. La Feria Acuática de Barney era una atracción con dos filipinos y un mexicano, pero necesitaban cinco buceadores para la función, y Adam fue uno de los dos universitarios aceptados. Le pagaban treinta y cinco dólares diarios, siete días a la semana. Aunque nunca había saltado desde treinta metros de altura, no resultó difícil aprender: uno de los filipinos le enseñó a base de innumerables carreras en seco a echar los brazos hacia atrás en cuanto tocaba la superficie del agua y doblar las rodillas contra el pecho, a fin de deslizarse agua adentro, hasta tres metros de profundidad, en arco, terminando sentado tranquilamente en el fondo.
La primera vez que subió a la torre, la altura fue la parte peor de la experiencia.
La escala de acero parecía demasiado lisa, casi resbaladiza, para asirse bien a ella. Subió muy despacio, asegurándose de que tenía la mano bien cogida al escalón superior antes de soltar el inmediatamente inferior y subir. Trató de mirar derecho, hacia el horizonte, pero el gran sol vespertino estaba frente a él, y le asustaba como un avieso gran ojo dorado. Se detuvo, asiendo el escalón con la parte interior del hombro, mientras con los dedos hacia el signo de los cuernos: scutta mal occhio pu pu pu, y miró hacia arriba decididamente, fijando los ojos en la alta percha, que aumentaba de tamaño y cercanía con penosa lentitud, mientras él subía; pero, finalmente, llegó. Cuando asentó los pies en la plataforma, soltar la escala y volverse resultó difícil, pero lo hizo.
No era más que el equivalente de cinco pisos, se dijo, pero daba la impresión de una mayor altura; no había absolutamente nada entre él y la superficie del agua, y todos los edificios vecinos eran bajos. Él estaba allí, en la cima, mirando a la derecha, donde terminaba el paseo y la costa se hundía, y a la izquierda, donde, lejos y muy bajos, se veían automóviles diminutos a lo largo de una carretera costera en miniatura.
Hola, Dios.
—YA PUEDES —llegó hasta él la voz impaciente de Benson, el director.
Saltó.
Realmente era muy fácil. Ahora tenía mucho más tiempo que cuando lo hacia desde tres metros y medio de altura. Pero nunca hasta entonces se había mantenido rígido en el aire tanto tiempo. Comenzó a hacer los movimientos aprendidos en cuanto tocó el agua con los dedos del pie. Un momento más y ya se había deslizado hacia delante para caer de lado en el fondo, sobre la nalga derecha. Chocó algo, pero no demasiado. Se enderezó y quedó allí sentado, burbujeando y sonriendo; luego se despegó del cemento y subió como un rayo hacia la superficie.
Nadie pareció demasiado impresionado, pero después de dos días de práctica comenzó a participar en el espectáculo, dos veces al día.
El otro recién llegado, que se llamaba Jensen, resultó ser un buceador excelente, ex universitario de Exeter y Brown. Estudiaba literatura en Iowa y trabajaba gratuitamente como actor en un teatrillo cercano. Llevó a Adam a una pensión barata, donde por la noche había ratones tan ruidosos como leones y se oían riñas y peleas. Pero el colchón era bueno. El tiempo siguió sereno, y también sus nervios. Una chica del ballet acuático, de pechos preciosos, comenzó a hablarle con los ojos, y Adam planeó contactos más concretos. Tuvo largas conversaciones con Jensen sobre T. S. Eliot y Ezra Pound, y pensó que, después de todo, a lo mejor se harían amigos. Buceaba como una máquina, pensando mucho en cómo se comportaría cuando volviera al Colegio Médico convertido en millonario.
Las historias de accidentes parecían fábulas. Pero, el quinto día, Jensen se encorvó prematuramente y cayó en el agua de espaldas. Al emerger, estaba blanco de dolor, pero pudo andar solo y llamar un taxi que le llevó al hospital. No volvió al espectáculo. Cuando Adam telefoneó le dijeron que estaba relativamente bien, pero que seguiría allí en observación. El día siguiente amaneció gris, pero sin lluvia, con un viento cambiante que agitaba la escala y hacía oscilar la plataforma. Los que se mantienen en alto tienen que aguantar vientos fuertes.
Shakespeare
. Adam efectuó sus dos buceos sin incidentes, y a la mañana siguiente se sintió aliviado al ver que el sol había salido, pero no el viento. Aquella tarde hizo su primer buceo casi sin pensarlo. Durante el segundo espectáculo subió y estuvo un momento en la percha, iluminado por los reflectores. Lejos, en el mar, las luces de un barco pesquero le revelaron su misteriosa y distante presencia, mientras que las del paseo parecían joyas desperdigadas.
«Idiota», se dijo a sí mismo.
No es que tuviera miedo físico, pero de pronto se dijo, sencillamente, que no saltaría, pues por lo que le iban a pagar aquel verano no valía exponerse a quedar incapacitado para ser médico o cirujano. Se volvió y comenzó a bajar por la escala.
—¿TE ENCUENTRAS BIEN? —Preguntó Benson por el altavoz —¿QUIERES QUE SUBA ALGUIEN Y TE AYUDE A BAJAR?
El murmullo de la muchedumbre llegaba hasta él como el zumbido de un insecto.
Se detuvo y comunicó que se encontraba perfectamente y no necesitaba ayuda, pero esto le obligó a mirar hacia abajo por primera vez, y de pronto se dio cuenta de que no se encontraba perfectamente ni mucho menos. Se puso a descender con gran cuidado. Estaba ya a menos de la mitad del camino cuando comenzó a oír abucheos y mofas; había mucha gente joven entre los espectadores.
Benson estaba furioso cuando llegó a tierra.
—¿Estás malo, Silverstone?
—No.
—Pues ya estás volviendo a subir. Todo el mundo coge miedo de vez en cuando. Te aplaudirán más si ahora vuelves a subir y te tiras.
—No.
—No volverás a bucear profesionalmente, cobardón, cerdo judío. De eso me encargo yo.
—Muchas gracias —dijo Adam, cortés y sinceramente.
A la mañana siguiente, cogió el autobús de vuelta a Filadelfia, y al otro día ya estaba trabajando en el hospital como técnico quirúrgico, trabajo que, además, le daba la oportunidad de aprender a conducirse en la sala de operaciones.
Tres semanas antes de comenzar el semestre otoñal, vio un anuncio en el tablero del Colegio médico.
Si te interesa la anatomía y necesita dinero, quizá yo pueda darte trabajo. Pregunte en el despacho del forense.
Gerald M. Lobsenz, doctor en Medicina. Examinador médico.
Condado de Filadelfia, Pennsylvania.
El depósito de cadáveres del condado era un edificio de piedra de tres pisos, cuya fachada necesitaba una buena limpieza; el despacho del forense, en el primer piso, era una pieza de museo, abarrotado de cosas diversas. Una escuálida chica negra estaba sentada a una mesa de roble, escribiendo ruidosamente a máquina.
—¿Qué desea?
—Querría ver al doctor Lobsenz, por favor.
Sin dejar de escribir, la chica movió la cabeza, indicándole a un hombre que estaba trabajando en mangas de camisa ante una mesa situada en la parte posterior del cuarto.
—Siéntese —le dijo.
Estaba fumando un cigarro puro, ya apagado, y escribiendo. Adam se sentó en una silla de madera de respaldo recto y miró a su alrededor. Los escritorios, las superficies de las mesas y los alféizares de las ventanas estaban literalmente cubiertos de libros y papeles, algunos de ellos amarillentos. Una planta relucía cromáticamente en un tiesto de plástico. Junto a ella había un poco de follaje moribundo que Adam no consiguió identificar, raíces secas que se alargaban desesperadamente hacia una pulgada de agua sucia, en el fondo de una retorta de laboratorio. Una botella de whisky medio llena se levantaba sobre un montón de libros. El suelo aparecía cubierto de hule gastado. Las ventanas estaban sucias y no tenían cortinas.
—¿Qué quiere?
Los ojos del doctor Lobsenz eran azules y apagados, pero muy directos. El cabello era gris. Se había afeitado mal y la camisa blanca que se había puesto aquella mañana era del día anterior.
—Vi su anuncio en el Colegio. Vengo a ver si me da trabajo.
El doctor Lobsenz suspiró.
—Es usted el quinto candidato. ¿Cómo se llama?
Adam se lo dijo.
—Tengo un poco de trabajo. ¿Quiere venir conmigo? Le examinaré sobre la marcha.
—Sí, doctor —dijo Adam.
Se preguntó por qué estaría sonriendo la chica negra que escribía a máquina.
El doctor Lobsenz le llevó al sótano, a dos docenas de escalones de profundidad y a otros tantos grados de temperatura por lo menos.
Había cadáveres sobre mesas y camillas, algunos cubiertos con tela otros no. Se detuvieron junto al cadáver de un viejo muy delgado, con los pies muy sucios. Lobsenz le señaló los ojos con el puro apagado.
—¿Ve el borde blanco de la córnea? Arcus senilis. Fíjese en la mayor profundidad del pecho, es enfisema senil. —Se volvió a Adam y le miró—. ¿Recordará estas cosas la próxima vez que las vea?
—Sí.
—Ejem… Veremos.
Fue a uno de los cajones que cubrían la pared, lo abrió y miró al cadáver que había dentro.
—Muerto en un incendio. Unos cuarenta y cinco años de edad. ¿Ve el color sonrosado? Esto quiere decir dos cosas. La una es frío. La otra, monóxido de carbono en la sangre. Dondequiera que haya humo o llama amarilla hay monóxido de carbono.
—¿Cómo murió?
—Incendio en un bloque de apartamentos. Entró a salvar a su madre. De la madre no se encontraron más que restos imposibles de diferenciar de los otros.
Llevó a Adam a un ascensor y subieron en silencio al tercer piso.
—¿Sigue interesándole el empleo?
—¿Qué empleo es?
—Cuidar de los cadáveres.
Indicó con la cabeza hacia el sótano depósito de cadáveres.
—Sí, de acuerdo —dijo Adam.