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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

El Comite De La Muerte (35 page)

—Y ayudar en las autopsias. ¿Ha visto alguna vez autopsias?

—No.

Siguió a Lobsenz y entraron en un cuarto con azulejos blancos. Había una figura diminuta en la mesa de disección. «Un muñeco» pensó Adam, pero se dio cuenta de que era una niña negra de no más de un año de edad.

—Encontrada muerta en la cuna. No sabemos de qué falleció. Miles de niños mueren así cada año; es un misterio. El imbécil del médico de la familia, muy joven, claro, trató de administrarle la respiración artificial. Esperó un día y empezó luego a ponerse nervioso pensando que a lo mejor la niña había muerto de algo muy contagioso. Hepatitis, tuberculosis, mil cosas. Bien merecido se lo tiene si le pasa algo, por estúpido.

Se puso unos guantes de gamo, movió los dedos, luego cogió un bisturí y practicó una incisión desde cada hombro al esternón y después hasta el vientre.

—En Europa hacen esto desde la barbilla, en línea recta. Nosotros preferimos la «Y».

La piel oscura se abrió como por arte de magia. «Debajo había una capa de grasa infantil amarilla —pensó Adam, un poco a la ligera—, y, más abajo, tejido blanco».

—Lo que hay que recordar —dijo Lobsenz, con cierta afabilidad— es que esto no es carne. Ya no es un ser humano. Lo que convierte al cuerpo en persona es la vida, la personalidad, el alma divina. Lo demás es arcilla, una especie de material plástico hecho por un fabricante muy eficiente.

Mientras hablaba, sus manos enguantadas exploraban, el bisturí cortaba, sacaba muestras, un tanteo aquí, otro allá, un pedacito de esto, una tajada de lo otro.

—El hígado está precioso. ¿Vio jamás un hígado más bonito? La hepatitis lo habría hinchado, probablemente con hemorragia. No parece tampoco tuberculosis. Tiene suerte ese médico.

Le enseñaré sobre la marcha, trabajando.

—De acuerdo —dijo Adam.

Puso las muestras en frascos, para ser examinadas en el laboratorio; luego volvió a colocarlo todo en su sitio, en la cavidad, y cosió la incisión pectoral.

«No me causó la menor impresión —se dijo Adam—. ¿No es más que esto?».

Lobsenz le llevó por el pasillo, a otra sala de disección, casi idéntica a la anterior.

—Cuando hay exceso de trabajo, el ayudante prepara una sala mientras yo trabajo en la otra —le explicó.

Sobre la mesa había una vieja de cuerpo agotado, rostro arrugado, pechos fláccidos. Dios mío, está sonriendo. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Lobsenz los abrió, gruñendo por el esfuerzo.

—Los libros de texto dicen que el rigor mortis comienza en la mandíbula y va descendiendo cuerpo abajo a una progresión regular, pero, hágame caso, no hay nada de eso.

Cuando la hubo abierto no se produjo milagro alguno.

Adam tenía la mandíbula bien cerrada -rigor vitae-, respirando con la menor frecuencia posible, notando que su abdomen se rebelaba contra el estómago vacío. ¿Quién fue el que incluyó el estar enfermo entre los placeres de la vida? Samuel Butler. «No voy a pasarlo bien», se dijo con firmeza.

Finalmente, Lobsenz volvió a coser el pecho.

Cuando volvieron al despacho de abajo el examinador médico cogió dos vasos grandes de cristal del cajón mediano de su mesa y sirvió dos fuertes dosis de la botella de whisky.

El marbete decía Espécimen número 2: Elliot Johnson. Bebieron el whisky puro.

—Voy al retrete —dijo Lobsenz, cogiendo una llave que colgaba de un clavo, en la pared.

Cuando salió, la chica negra le habló sin levantar la vista de la máquina de escribir.

—Le ofrecerá setenta y cinco dólares al mes y cuarto para dormir. No acepte menos de cien dólares. Le dirá que tiene otros aspirantes, pero sólo se presentó uno, que vomitó a la mitad de la autopsia —la máquina seguía resonando—. Es un tipo estupendo, pero muy lioso.

El doctor Lobsenz volvió, frotándose las manos.

—Bueno, ¿qué dice? ¿Le interesa el empleo? Aquí podrá aprender más sobre el cuerpo humano que en cuatro Colegios. Tenemos un buen cuarto para usted. Setenta y cinco dólares al mes.

—Quiero el cuarto y cien dólares.

La sonrisa de Lobsenz desapareció. Miró receloso a la chica, que seguía dándole a la máquina de escribir.

—Tengo más aspirantes.

Quizá fuera el whisky, que precisamente en aquel momento empezaba a golpearle el estómago vacío como un puño cerrado, haciéndole sentir la cabeza más grande y más ligera, como un globo.

—Doctor, si no consigo trabajo, aquí y ahora, dentro de un par de meses estaré muerto de hambre. De no ser por eso le aseguro que no desearía en absoluto aceptar su empleo.

Lobsenz le miró y súbitamente sonrió.

—Vamos, Silverstone, le invito a comer —dijo.

El cuarto del segundo piso parecía desde fuera una oficina más, a juzgar por la puerta de cristal opaco, pero había en él una camita y un escritorio. Las sábanas las podía cambiar con la frecuencia que quisiese, pues para sus necesidades personales tenía acceso a la lavandería del condado, maravilloso extra que el doctor Lobsenz había olvidado mencionar.
La limpieza del cuerpo se consideró siempre derivada directamente de la veneración a Dios. Francis Bacon
.

Sus cometidos no eran excesivos para una persona que había hecho ya dos años de Medicina. Al principio, los olores siguieron molestándole y le irritaba intensamente el raspar de la sierra al penetrar en el cráneo. Pero Lobsenz le enseñaba mientras trabajaba y era buen maestro. Durante su primer año de Colegio Médico, Adam había compartido, con otros seis estudiantes, un cadáver «en conserva» llamado «Cora» en un laboratorio de anatomía. Cuando «Cora» le tocó a él, sus partes y órganos estaban ya tan cortados y estudiados que no había manera de reconocerlos. Ahora, Adam observaba constantemente y escuchaba con gran atención a Lobsenz que, notando su interés, estaba contento, aunque refunfuñase que debía cobrar por dar lecciones. En su fuero interno, Adam estaba convencido de que era así, de que estaba recibiendo lecciones particulares de anatomía de primerísima categoría.

Al principio, las noches eran duras. El teléfono nocturno estaba en su cuarto. De siete a ocho y media, los empresarios de pompas fúnebres telefoneaban constantemente, solicitando los treinta y cinco dólares que el condado les pagaba cada vez que enterraban sin ceremonias, en ataúd de madera sin pintar, algún cuerpo no reclamado por nadie; era el mismo precio que pagaba Benson por dos buceos.

La primera noche respondió a las llamadas, estudió dos horas, puso el despertador, se echó, y se durmió, soñando con sus buceos.

Cuando despertó, se echó a reír solo, en la oscuridad. «Qué tonto soy —pensó—, mira que no preocuparme en absoluto cuando estaba buceando, y ahora, en la cama, temblar por lo que pudo haberme pasado».

La segunda noche habló por teléfono con los empresarios de pompas fúnebres estudió hasta medianoche, puso el despertador, apagó la luz y siguió allí, echado, a oscuras, sin dormirse.

Contó ovejas hasta llegar a cincuenta y seis, que fue cuando todas ellas se unieron en un solo cuerpo y flotaron lentamente sobre el portazgo, mientras él volvía a contar al revés, empezando por cien y llegando dos veces a uno sin sentir el menor síntoma de sueño. Sus ojos seguían escrutando la oscuridad que le rodeaba.

Pensó en su abuela, recordando cómo le apretaba contra su pecho liso para dormirle en la cocina.
Fa la nanna, fa la nanna
.

Duérmete, Adamo. Reza a san Miguel y él espantará al demonio con la espada.

Era un edificio grande. Había ruidos, el viento golpeaba el cristal de las ventanas, crujidos, gemidos, una especie de tintineo, ruido de pasos.

¿Tintineo?

¿Ruido de pasos?

Él estaba solo en el edificio, o eso le habían dicho. Bajó de la cama y encendió la luz para encontrar la ropa. No eran los fantasmas lo que le inquietaba: naturalmente como hombre de ciencia no creía en lo sobrenatural. Pero la puerta delantera y la entrada de las ambulancias estaban cerradas con llave. Él mismo las había cerrado. Por lo tanto, quizás alguien hubiera entrado de alguna manera, por Dios sabe qué motivo.

Salió del cuarto, encendió las luces al ir por el edificio, primero escaleras arriba, a las salas de disección y luego por las oficinas del segundo y el primer piso. No había nadie.

Finalmente, bajó a la frescura del depósito de cadáveres, tanteando apresuradamente en busca de la llave de la luz. Había cuatro cadáveres sobre las mesas, fuera de los cajones; uno de ellos era el de la vieja en cuya autopsia él había ayudado al doctor Lobsenz. Miró la sonrisa helada.

—¿Quién fuiste, tía?

Se dirigió hacia un chino muy delgado, probablemente tuberculoso.

—¿Moriste muy lejos de tu tierra? ¿Tienes hijos en el ejército comunista? ¿O primos en Formosa?

«Seguramente aquel sujeto habría nacido en Brooklyn», se dijo. Esta idea le hizo ver lo absurdo de la situación. Volvió por donde había venido, apagó las luces, entró de nuevo en su cuarto y puso la radio, un precioso concierto de Haydn.

Pensó que les oía bailar y se lo imaginó: la vieja, desnuda inclinándose ante el oriental los otros mirando desde sus cajones congelados, abiertos, el Arlequín, silencioso, en pie, con su multicolor vestido de luces, sonriendo y moviendo la cabeza al compás de la música.

Y resonando el gorro de cascabeles.

Poco después volvió a salir y encendió de nuevo todas las luces. Cerró con llave la puerta del depósito de cadáveres.

Puso el despertador en las seis de la mañana, con objeto de poder apagar a tiempo todas las luces y abrir el depósito antes de que empezara a llegar gente; luego se durmió y soñó con el buceo.

La noche siguiente dejó las luces apagadas, pero no soñó. A la otra noche se olvidó de cerrar con llave el depósito de cadáveres pero el sueño volvió. Finalmente, aprendió a identificar ruidos de tuberías y cristales sueltos y otros perfectamente explicables; el sueño no volvió a turbarle, y ahora de nuevo dormía bien. El ritmo de su existencia volvió a parecerle de lo más ordinario. A los dos meses de empezar este trabajo como ayudante del doctor Lobsenz, forcejeando con una estudiante en su cuarto, le divirtió que ella dejara de resistir y hundiera de pronto la cabeza en su pecho.

—Tienes el olor más cachondo del mundo —le dijo.

—También tú, guapa —respondió él, con toda sinceridad, sin preocuparse de explicar que era el olor leve, indestructible del formaldehído.

Trabajando en el laboratorio de Patología del doctor Sack, Adam se volvió a acostumbrar al olor acre de los preservadores químicos y acabó dejando de soñar. Ahora nadie se le acercaba lo suficiente para aspirar la esencia del formaldehído. Pensó vagamente en salir con la pequeña enfermera rubia, Joan Anderson, pero sin llegar a tomar medidas concretas en este sentido.

Intentó telefonear a Gaby.

Había sido informado por Susan Haskell, su compañera de cuarto, fría y repetidamente, de que Gaby no estaba en la ciudad y no era posible dar con ella.

Sobre todo para el doctor Silverstone, había dado a entender el tono de voz de la muchacha.

Le había escrito cinco días después de volver de Truro:

Gaby:

Una y otra vez he comprobado que soy un completo imbécil.

¿Quieres hacerme el favor de contestar a una llamada telefónica mía, o responder a esta nota?

Estoy llegando a la conclusión de que es completamente distinto cuando es con alguien a quien uno quiere.

A
DAM
.

Pero no había recibido contestación, y siempre que le telefoneaba la respuesta era la misma.

Había llegado el invierno. La nieve caía y era ensuciada por el humo de la metrópoli, volvía a caer y era ensuciada nuevamente; el ciclo urbano se concretaba finalmente en una serie de capas blancas y grises cuando las palas municipales penetraban en ellas.

Una mañana, en la sala de los cirujanos, Meomartino contó a los que estaban tomando café lo que había dicho su hijo cuando le llevó a ver a Santa Claus, en la tienda de Jordan Marsh.

—¿Es usted un hombre? —había preguntado Miguel.

La figura barbuda había asentido.

—¿Un hombre de verdad?

Nuevo asentimiento.

—¿Tiene pene y todo?

Los cirujanos rompieron a reír, y hasta Adam se sonrió.

—¿Y qué respondió a eso Santa Claus? —preguntó Lew Chin.

—No se rió —respondió Meomartino.

Los comerciantes de Boston habían tomado nota de las necesidades de la estación. Los escaparates de los grandes almacenes florecían con ramas de acebo y cobraban vida con escenas invernales, y en los ascensores del hospital colgaban coronas de laurel de plástico de color verde. Las enfermeras canturreaban villancicos, y el doctor Longwood reaccionó ante el júbilo general como si confirmara sus temores sobre la fragilidad humana de los cirujanos jóvenes.

—Me da la impresión de que Longwood está en baja —dijo Spurgeon a Adam.

—Yo creo que es un gran hombre.

—Es posible que haya sido un gran hombre, pero ahora no puede operar porque está enfermo, y, a pesar de todo sigue actuando como si fuera la personificación del Comité de la Muerte. Este sujeto ve errores siempre que alguien se muere. Se nota siempre que va a haber Conferencia de Mortalidad; toda la gente se vuelve hipersensible y nerviosa.

—Y nosotrOs somos los que pagamos su mala suerte con los nervios. Es poco precio si así sigue viviendo un poco más de tiempo —dijo Adam.

Ella echó la cabeza hacia atrás y le miró, y Adam notó que apartaba su cuerpo del suyo.

—Me ha hablado de ti, la competencia.

—Sí.

—Pobre Rafe —dijo ella—. ¿Qué tal estás?

Le besó, y su boca estaba cálida y amarga de ginebra.

—Muy bien —contestó Adam, cortésmente.

Esta vez también él la besó, y la idea estaba ya en su mente antes incluso de besarla. Mirándola en aquel momento se dio cuenta de que era perfectamente posible, una destrucción absurdamente clásica de la dignidad de Meomartino y en el castillo mismo de su adversario, mientras Spurgeon esperaba abajo, en el coche, y en cualquier momento la criada podía entrar y sorprenderles.

Desde otra parte del apartamento se oyó la risa feliz del niño.

Además, la dama estaba borracha.

—Dispénseme —dijo.

Se apartó de ella y recogió las placas, dejándola allí, sola, en la habitación. El niño había terminado de cenar y estaba viendo la televisión.

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