El Comite De La Muerte (16 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

—Lo mismo —dijo el doctor Sack.

Cuando le tocó el turno a Meomartino tuvo el buen gusto de limitarse a asentir en silencio.

El viejo miró a Adam con sus grandes ojos.

—En este servicio quirúrgico, doctor Silverstone, siempre que un paciente fallece por pérdida de sangre se da por supuesto que su muerte pudo haber sido evitada.

Adam volvió a asentir. No valía la pena decir nada.

El doctor Longwood se levantó. La sesión había terminado.

Adam echó hacia atrás la silla y salió a toda prisa de la estancia.

Cuando aquella tarde terminó el servicio, buscó al doctor Kender, que se hallaba en el laboratorio de animales, comenzando con perros una nueva serie experimental de medicamentos.

Kender le saludó afablemente:

—Acerque una silla, amigo. Parece que ha sobrevivido usted a su bautismo de fuego.

—Un poco chamuscado —dijo Adam.

El viejo se encogió de hombros.

—Se merecía un poco de chamusquina, pero fue un error que cualquiera de nosotros habría cometido, dada la falta de experiencia en cuestiones de trasplante. Usted va bien, sé de buena tinta que el doctor Longwood tiene interés por usted.

Adam sintió como cosquillas de alivio y satisfacción.

—Claro es que eso de poco le serviría a usted si comenzase a hacer apariciones periódicas por la Conferencia de Mortalidad —dijo Kender, pensativo, tirándose de la oreja.

—No me ocurrirá eso.

—No, también lo creo yo. Bueno, ¿en qué puedo servirle?

—Pienso que me convendría aprender algo sobre esta parte del problema —respondió Adam—. ¿Puedo hacer algo aquí?

Kender le miró con interés.

—Cuando lleve usted aquí el tiempo que llevo yo aprenderá a no decir que no a nadie que se ofrezca voluntario a trabajar. —Se dirigió a un armario y sacó una bandeja llena de botellines—. Catorce fármacos nuevos: los recibimos por docenas de la gente que estudia el cáncer. En todo el mundo, los especialistas están desarrollando sustancias químicas nuevas en la lucha contra el cáncer. Hemos comprobado que la mayor parte de los agentes que son efectivos contra los tumores lo son también para combatir la tendencia del cuerpo a rechazar o boicotear tejidos extraños. —Seleccionó dos libros del estante y se los tendió a Adam—. Si realmente le interesa el tema, lea estos libros, y luego vuelva por aquí.

Tres tardes después Adam estaba de nuevo en el laboratorio de animales, esta vez para ver a Kender trasplantar un riñón canino y también para devolver los dos libros y tomar prestado un tercero. Su visita siguiente fue demorada por la codicia y la oportunidad de vender su tiempo libre en Woodborough Pero una semana más tarde fue al laboratorio y abrió la puerta vieja, de pintura desportillada. Kender le saludó tranquilizadoramente, le ofreció café y charló con él sobre una nueva serie de experimentos con animales que quería iniciar.

—¿Comprende todo esto? —le preguntó por fin.

—Sí.

Sonrió y cogió el sombrero.

—Pues entonces al pelo. Voy a casa a darle un susto a mi mujer.

Adam le miró.

—¿Quiere que comience yo solo?

—¿Por qué no? Un estudiante de Medicina llamado Kazandjian estará aquí dentro de media hora. Trabaja de técnico y sabe dónde está todo —cogió un cuaderno de notas del estante y lo dejó sobre la mesa—; tome notas minuciosas. Si se confunde, eche una ojeada aquí, al programa, está detallado.

—Magnifico —dijo Adam, inquieto.

Se dejó caer en la silla, recordando que al día siguiente tenia que ir a atender la clínica de urgencia de Woodborough.

Pero cuando llegó el estudiante de Medicina, Adam ya había leído cuidadosamente las notas del cuaderno. Allí, se sentía a gusto. Ayudó a Kazandjian a preparar a una perra pastor llamada Harriet, de pelo lustroso, ojos oscuros y muy mal aliento, y el animal le lamió la mano con la áspera y cálida lengua. Adam hubiera querido comprarle un hueso y llevársela a su cuarto del sexto piso, pero se acordó de Susan Garland, y en lugar de esto lo que hizo fue dominarse y someterla a una fuerte dosis de pentotal.

La limpió y se dispuso a llevar a cabo la operación exactamente igual que si se tratase de un paciente humano mientras Kazandjian preparaba a un pastor alemán llamado Wilhelm, él extrajo un riñón a Harriet y, al tiempo que Kazandjian trataba el riñón de Harriet, extrajo otro a Wilhelm, olvidando, a partir de aquel momento, que se trataba de perros. Las venas eran venas y las arterias eran arterias, y Adam sólo sabía que estaba realizando sus primeros trasplantes renales. Trabajaba con sumo cuidado y muy limpiamente, y cuando, por fin, Harriet se vio en posesión de un riñón de Wilhelm y Wilhelm tuvo uno de Harriet, ya era casi la una de la madrugada; sin embargo, Adam notaba el silencioso respeto con que le estaba mirando Kazandjian, lo que le agradó mucho más que si el estudiante hubiera expresado tal respeto con palabras.

Dieron a Harriet la dosis mínima de imuran, y a Wilhelm la máxima; no era uno de los nuevos agentes, que habían usado con Susan Garland, pero Kender quería estudiar primero los medicamentos ya conocidos para preparar el trasplante de riñón de Mrs. Bergstrom. Kazandjian hizo algunas preguntas inteligentes sobre la inmunosupresión, y después de poner de nuevo a los perros en sus perreras el estudiante hizo café en un mechero Bunsen, mientras Adam explicaba que los anticuerpos del sistema del paciente receptor son como soldados defensores que reaccionan igual que si el tejido trasplantado fuera un ejército invasor, y también que el medicamento inmunosupresor asesta un golpe contra las fuerzas defensoras para impedirles seguir contrarrestando la acción del órgano extraño.

Cuando Adam volvió a su cuarto eran ya casi las dos de la madrugada. Normalmente, habría caído en la cama como un muerto, pero, por la razón que fuese, el sueño parecía evitarle. Estaba nervioso e inquieto por la nueva experiencia de los trasplantes y obsesionado por una especie de necesidad de telefonear a Arthur Garland y pedirle perdón.

Por fin, ya después de las cuatro, se durmió. El despertador de Spurgeon Robinson le sacó del sueño a las siete. Había soñado con Susan Garland.

Que te diviertas, chata.

Serían las ocho cuando decidió levantarse y hacer una carrera corta, tomando luego una larguísima ducha, combinación que, según había comprobado, le proporcionaba a veces descanso físico.

Se puso la ropa y las zapatillas de hacer gimnasia, y bajó a la calle y comenzó a correr. Cuando dio la vuelta a la esquina y penetró en el suburbio negro, vio al muchachito, que había madrugado para escapar del tugurio en que vivía su familia.

El chico estaba sentado en el arroyo, jugando con polvo. Su rostro oscuro se iluminó al ver a Adam acercársele cansino.

—Pero, ¿quién le persigue? —murmuró.

—El Comité de la Muerte —dijo Adam.

L
IBRO
S
EGUNDO

OTOÑO E INVIERNO

5

RAFAEL MEOMARTINO

El único ruido que llegaba del despacho de Rafe Meomartino procedía de la voz de la mujer y del canturrear del aire comprimido desangrándose por la tubería que seguía el perímetro de la pequeña estancia. El ruido constante le llenaba de una especie de nostálgica euforia, inexplicable, hasta que, una mañana, se dio cuenta de que era la misma sensación que había experimentado en otro mundo, en otra vida, sentado en el mirador de «El Ganso de Oro
[16]
», un club que era uno de los lugares a que con más frecuencia iba su hermano Guillermo en el Prado
[17]
, medio atontado por exceso de alcohol, mientras el cálido sol cubano raspaba quejumbroso las palmeras con un ruido muy parecido al que ahora oía por las tuberías de aire del hospital.

«Ella parecía fatigada —pensó—, pero era algo más que fatiga lo que acentuaba las diferencias en el rostro de ambas hermanas. La mujer del cuarto 211 tenía la boca suave, casi suelta, quizá ligeramente débil, pero al mismo tiempo muy femenina. La boca de su hermana gemela era… hembra más bien que femenina, se dijo Meomartino. No había en ella debilidad alguna. Si aquellas facciones, como esculpidas, expresaban algo a través del maquillaje era una insinuación de frágil aplomo defensivo.

Mientras la observaba los dedos de Meomartino tocaban los diminutos ángeles repujados en la pesada capa de plata del reloj de bolsillo que tenía sobre la mesa. Juguetear con aquel reloj era una de sus debilidades, un fetiche nervioso en el que caía solamente cuando se sentía inquieto. Al darse cuenta de ello, lo apartó de sí.

—¿Y dónde dimos por fin con usted? —preguntó.

—En «Harold’s», en Reno. Llevaba ya allí casi dos semanas.

—Hace tres noches estaba usted en Nueva York. La vi en el espectáculo de Sullivan.

Ella sonrió por primera vez.

—No, esa parte del espectáculo fue grabada hace varias semanas. Estaba trabajando, de modo que no tuve oportunidad de verlo.

—Fue muy bueno —dijo él, con sinceridad.

—Gracias.

La sonrisa apareció automáticamente, relució, y se fue como había venido.

—¿Cómo está Melanie?

—Necesita un riñón. —«Eso ya se lo había dicho el doctor Kender, pensó él, antes de que usted le diese a entender que probablemente no iba a ser uno de los suyos»—. ¿Tiene usted intención de permanecer en Boston una temporada?

Ella comprendió por dónde iba la pregunta.

—No estoy segura. Si tiene que ponerse en contacto conmigo, llámeme al «Sheraton Plaza». Bajo el nombre de Margaret Weldon —añadió, como después de haberlo pensado—. Prefiero que no se entere nadie de que está allí Peggy Weld.

—Comprendo.

—¿Y por qué tiene que ser el mío? —preguntó.

—No es absolutamente necesario —dijo él.

Ella le miró, demorando la sensación de alivio.

—Podríamos trasplantar a Mrs. Bergstrom un riñón extraído a un cadáver, pero la coincidencia inmunológica no sería tan completa como el caso de usted y su hermana.

—¿Es porque somos gemelas?

—Si fueran ustedes gemelas idénticas los tejidos coincidirían perfectamente. Pero, a juzgar por lo que nos ha contado Melanie, son ustedes gemelas fraternas. En este caso no será coincidencia tan completa, pero los tejidos de usted serían aceptados por el cuerpo de su hermana mejor que cualesquiera otros que pudiéramos encontrar —dijo, encogiéndose de hombros—. Las posibilidades de éxito serian mucho mayores.

—Una no tiene más que dos riñones.

—Hay quien tiene menos.

Ella quedó en silencio. Abrió los ojos y asintió con la cabeza.

—Para vivir, basta con un riñón. Mucha gente nace con un solo riñón y muere a edad muy avanzada.

—Y hay gente que ha dado un riñón y luego se les ha estropeado el otro y se han muerto —dijo ella—. No crea que no haya hecho yo mis investigaciones.

—Eso es cierto —admitió Meomartino.

Ella cogió un cigarrillo del bolso y lo encendió, distraída, antes de que él pudiera ofrecerle fuego.

—No tenemos por qué quitar importancia a los riesgos. Ni siquiera podemos, sin faltar a la ética profesional, insistir en que usted dé el suyo. Es una decisión completamente personal.

—Hay muchas cosas que hay que tener en cuenta —dijo ella, fatigada—. Tengo que ir a la Costa Occidental a hacer una película sobre los buenos tiempos del jazz; es algo que lleva tiempo interesándome.

Esta vez él no dijo nada.

—No sabe usted lo que son a veces las relaciones entre hermanas —dijo ella—. Anoche, en el avión, estuve pensando mucho en ello —sonrió sin alegría—. Soy la mayor de las dos, ¿sabía usted esto?

Él sonrió y movió negativamente la cabeza.

—Diez minutos más que ella. Se diría que son diez años, a juzgar por la manera de portarse mi madre con nosotras. Melanie era la niña mimada, la del nombre bonito, y Margaret la hermana mayor, la de confianza. Toda nuestra vida he sido yo quien tuvo que cuidar de Melanie. Desde que teníamos dieciséis años ya cantábamos en cabarets donde nos daba miedo ir al retrete, y yo tenía que estar siempre pendiente de que Melanie no estuviese detrás del escenario con algún músico de tres al cuarto. Seis años vivimos así. Y después de una buena temporada con el programa de Leonard Rathbone, por televisión, empezamos a tener éxito. Contrató Blinstrub’s, y nuestro agente presentó a mi hermana a su primo de Boston. Y así fue como terminó nuestro espectáculo fraternal.

Se levantó y fue a la ventana, poniéndose a mirar al aparcamiento.

—Le diré que me alegré por ella. Su marido es un sujeto simpático y sin imaginación. Universitario, se gana bien la vida. La trata como a una reina. El espectáculo, la verdad, me daba igual. Empecé de nuevo, cantando sola.

—Y ha tenido mucho éxito —dijo Meomartino.

—A pulso me lo he ganado. Tuve que empezar desde el principio, volver a los mismos tugurios, siempre de un sitio para otro. Tuve que ir los veranos a divertir a las fuerzas armadas a Groenlandia, a Vietnam, a Corea, a Alemania, y Dios sabe a dónde más, esperando siempre que alguien se fijase en mí. Tuve que hacer muchas otras cosas —dijo, mirándole fríamente—. Usted es médico y no ignora que también las mujeres tienen vida sexual.

—No, eso ya lo sabía.

—Pues también tuve que aguantar muchas sesiones de una sola noche, porque nunca estaba en un sitio el tiempo suficiente para llegar a conocer mejor a nadie.

Él asintió, vulnerable, como siempre, ante una mujer franca.

—Finalmente tuve éxito y grabé un par de discos nuevos que gustaron mucho. Pero quién sabe qué tipo de discos pegará el año que viene, o, puestos a eso, el mes que viene. Mi agente le dice a todo el mundo que tengo veintiséis años, pero la verdad es que tengo treinta y tres.

—Eso no es ser viejo.

—Sí que lo es para hacer la primera película. Y es ser demasiado vieja para tener gran éxito por primera vez en la televisión y los clubs. Mi tipo no va a durar eternamente y dentro de unos pocos años tendré arrugas en el cuello. Si no pego de verdad ahora, se acabó. Y viene usted y me dice que renuncie a un riñón. Me pide que le dé a mi hermana más de lo que jamás quise darle.

—No estoy pidiéndole que dé nada a nadie —dijo Meomartino.

Ella aplastó la punta encendida del cigarrillo.

—Pues me alegro —dijo—, porque también yo tengo una vida que vivir.

—¿querría verla?

Ella asintió.

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