Llevó la lista en el bolsillo durante varios días, sacándola para leerla una y otra vez, hasta que quedó ilegible.
¿En qué problema concentrar primero la atención?
Se convirtió en lector. Reunió grandes montones de libros, y los lunes y martes de cada semana los pasaba sentado en su laboratorio particular, rodeado de pilas de volúmenes, leyendo y tomando numerosas notas, algunas de las cuales conservó. Los miércoles, jueves y viernes iba a la oficina del trapiche, donde acopiaba otro tipo de literatura: Pythium Root Rot and Smut in Sugar Cane, The Genesis and Prevention of Chlorotic Streak
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, informaciones sobre el mercado, folletos del Departamento norteamericano de Agricultura, tratados de ventas, memorandos confidenciales, toda una biblioteca azucarera amorosamente reunida para él por el tío Erneido. Esto lo leía con menos interés. A la tercera semana ya había renunciado por completo a la literatura azucarera; llevaba algún libro médico al trapiche en la cartera de negocios y leía como un ladrón, a puertas cerradas.
Con frecuencia, al finalizar la tarde, se oía un suave arañazo en la puerta.
—Oye, salimos esta noche a ver si tenemos suerte —le decía Guillermo con voz ya ronca a causa del whisky.
Esta invitación se repetía con frecuencia y Rafe la rehusaba invariablemente, pensaba él, con afecto fraterno. ¿Podría Pasteur haber llegado a ser nada menos que el fundador de la microbiología o Semmelweis liberar a los niños de la fiebre puerperal o Hipócrates escribir el condenado juramento, si se hubieran pasado la vida contando los minutos que faltaban para salir del laboratorio y dedicarse a la juerga? Él se pasaba las veladas en el laboratorio, enredado, practicando, rompiendo retortas de cristal, cultivando mohos o mirándose las pestañas en el espejo del microscopio.
Una tarde, Paula vino a La Habana, procedente de su aldehuela de Sierra Maestra, donde estaba destinada como inspectora de Sanidad.
—¿En qué trabajas ahora? —le preguntó.
—Lepra —dijo él, sin pensarlo.
Ella le sonrió con escepticismo.
—No pienso volver a La Habana en mucho tiempo —le dijo.
Él comprendió que estaba despidiéndose.
—¿Tantos enfermos dependen de ti?
Esta idea le llenaba de envidia.
—No es eso, es una cosa personal.
¿Personal? ¿Qué era personal? Los dos hablaban de su menstruación como quien discute de fútbol. Lo único realmente personal en la vida de Paula era la política. Fidel Castro andaba por aquellas montañas, Dios sabía dónde, armando jaleo.
—No te metas en ningún lío —dijo Rafael, alargando la mano para tocarle el pelo.
—¿Te preocuparía?
Los ojos de ella le sorprendieron al arrasarse en lágrimas.
—Naturalmente —respondió él.
Dos días más tarde, Paula había desaparecido de su vida. No volvería a pensar seriamente en ella hasta la única otra vez en que volvió a oír su voz.
Como le había dicho que iba a dedicarse a la lepra pasó mucho tiempo leyendo el Index Medicus, compiló largas listas de material básico de investigación, acopió nuevos montones de revistas de la biblioteca y se preparó para nuevas sesiones de lectura intensiva.
No le condujo a nada.
Se limitó a seguir pasando el tiempo en su lujoso laboratorio viendo las motas de polvo flotar en el aire encauzadas por el sol, que caía de lado desde las ventanas algo sucias, y tratando de confeccionarse un programa de investigación.
Si le hubiera sido posible planear algo malo no se habría sentido tan asustado.
De todo aquello no sacó nada en limpio.
Finalmente, exorcizó sus temores. Contempló su reflejo en el espejo, crítica pero imparcialmente, confesándose por primera vez que aquello que tenía delante no era un investigador.
Fue de un extremo a otro del pasillo, subió y bajó por los tres pisos del edificio, a veces casi, corriendo, y lo repartió todo convertido en el Papá Noel de la Medicina moderna: sus aparatos portátiles, todas las retortas, todas las reservas de material sin usar. Cogió el centrífugo y lo llevó al pequeño laboratorio de Rivkind. El microscopio, objeto útil en centros de asistencia médica, fue cuidadosamente empaquetado y enviado a Paula, a las inhóspitas montañas, donde en realidad estaba ejerciendo de médico. Luego dejó la llave, junto con una breve, pero agradecida carta de dimisión, en la estafeta del decano, y se fue de aquel edificio con el corazón goteando amargas y doloridas gotas, casi visibles.
Así, pues.
Después de todo, no iba a ser investigador médico.
Aria caso de los genes paternos y se convertiría en azucarero.
Comenzó a ir a diario a su despacho de la Central.
Siempre a la izquierda del tío Erneido, con Guillermo a la derecha, presidía reuniones, conferencias de producción, alquileres, abrogaciones de contratos, sesiones de programación, consultas sobre cargamentos y envíos.
Ya no era un muchacho que juega a ser hombre de ciencia.
Ahora era, y bien lo sabia él, un muchacho que jugaba a ser un hombre de negocios.
Todas las tardes, cuando salía de la oficina se metía en algún club al que, poco después, llegaba Guillermo, según acuerdo previo, con las mujeres, casi siempre semiprofesionales, pero, a veces, como a modo de aperitivo, no. Cuando cruzaban la estancia hacia donde estaba él sentado esperando, Rafe trataba de adivinar cuándo lo eran y cuándo no, y con frecuencia se equivocaba. Unas, clasificadas por él como prostitutas, resultaron ser un par de maestras de escuela de Flint, Estado de Michigan, que querían sentirse culpables y utilizadas.
Pronto se dio cuenta de que Guillermo era de segunda fila, tanto en esta cuestión como en otras. Los cuatro iban a locales chabacanamente malditos, antros de sexualidad, centros de drogas, lugares comunes que los habaneros mundanos y conocedores despreciaban y calificaban de trampas para turistas yanquis tímidos, admiradores de Hemingway. Rafe se daba cuenta de que iba hacia un futuro absurdo. Se veía a sí mismo diez años más tarde, con los ojos mate, indiferente, chupando del azúcar y cambiando chistes verdes con Guillermo en los bares del Prado. Y, sin embargo, se sentía curiosamente incapaz de salir de aquel ambiente, como si fuera una figura hindú petrificada contra su voluntad, parte de un friso obsceno, maldiciendo al escultor.
Más tarde, no le cupo nunca la menor duda de que quien le salvó de todo aquello fue Fidel Castro.
Durante un par de días todo el mundo se encerró en casa. Hubo algún incidente lleno de ortodoxo puritanismo, algún saqueo en lugares como el «Casino Deauville», donde Batista tenía porcentaje en las ganancias de los tahúres norteamericanos.
Los hombres de Castro estaban por todas partes, llevando diversas variantes de ropa sucia. Sus uniformes eran brazales rojinegros con la leyenda «26 de julio», fusiles cargados y las barbas que daban a algunos de ellos cierto parecido con Cristo, pero otros parecían chivos. Los pelotones de ejecución comenzaron a actuar en el Palacio de Deportes de La Habana, y trabajaban a diario, a veces haciendo horas extraordinarias.
Una tarde, sentado en el semidesierto «Jockey Club», Rafe fue llamado al teléfono. No había dicho a nadie dónde estaba. Alguien tuvo que haberle seguido.
—Diga.
Al otro extremo de la línea, una mujer dijo ser «una amiga». Inmediatamente reconoció la voz de Paula.
—Ésta es buena semana para viajar.
«Niños que juegan al melodrama, pensó, pero, contra su voluntad sintió el beso suave del miedo. ¿Qué habría oído?».
—¿Mi familia?
—También lo mejor es un viaje largo.
—¿Con quién hablo? —preguntó, solícito.
—No haga preguntas. Ah, otra cosa: los teléfonos de su casa están intervenidos, y también los de la oficina.
—¿Recibiste el microscopio? —preguntó, poniendo fin a su solicitud.
Ella estaba llorando angustiadamente, intentado hablar.
—Te quiero —dijo él, odiándose a sí mismo.
—Embustero.
—No —mintió.
Colgaron. Rafe permaneció allí un rato más, con el auricular en la mano sintiéndose entumecido y agradecido, preguntándose qué le habría dado a Paula, cuando había procurado mantenerla al margen de sus necesidades. Luego colgó y corrió a ver a su tío.
Aquella noche no durmieron. No podían llevarse consigo la tierra, los edificios, la maquinaria, los largos y hermosos años. Pero había valores negociables, joyas y los cuadros más valiosos de su madre, lo mismo que dinero en efectivo. Como Meomartino, iban a ser pobres, pero para cualquier otro nivel vivirían holgadamente.
El bote que consiguió Erneido no era un simple pesquero, sino una lancha motora, de diecisiete metros de eslora, con motores Diesel gemelos, tipo 320, de la «General Motors», cuarto de estar, salón alfombrado y cocina. Al arrancar de la playa, en Matanzas, a medianoche del día siguiente, Rafe dio a su madre grano y medio de Nembutal. Durmió como un lirón.
Él y su madre sólo pasaron diez días en Miami. Guillermo y el tío Erneido preparaban una campaña legal que, esperaban ellos, les permitiría, de alguna manera, conservar in absentia las propiedades de la familia Meomartino, e instalaron su cuartel general en dos habitaciones de la «Holiday Inn». Para ellos, la idea de Rafe de irse al Norte era una aberración pasajera.
A su madre, el viaje en tren hasta Boston, en el «East Coast Champion», la distrajo. Fueron directamente al «Ritz», respirando el aire aromado de limón de la primavera de Nueva Inglaterra. Durante varias semanas vivieron como turistas, viéndolo todo y disfrutándolo todo, mientras las energías de la madre se iban gastando como el aserrín gotea de una muñeca con el talón perforado. Cuando comenzó a tener un poco de fiebre, Rafe le encontró un conocido especialista en cáncer en el Hospital General de Massachusetts y estuvo a su lado todo el tiempo, hasta que la fiebre cedió. Luego reanudó su búsqueda -¿búsqueda de qué?- sin ella.
Era un marzo fresco y cruel. A lo largo de la Avenida de la República, las lilas y las magnolias estaban aún sin florecer, botones duros y menudos, pardos y negros, pero en los Jardines Públicos, al otro lado de la calle, frente al «Ritz», parterres de tulipanes de invernadero lanzaban manchas de color contra el suelo aún sin despertar.
Rafe hizo una breve excursión a Cambridge y estuvo observando a los estudiantes de rosadas mejillas, algunos con barbas a la moda de Castro y a los universitarios, con sus mochilas verdes llenas de libros, pero no sintió la impresión de haber vuelto al hogar.
Fue a ver a Beanie Currier, residente ahora de segundo curso en el departamento de pediatría del Hospital Infantil de Boston. Por intermedio de Beanie conoció a otros miembros del hospital, bebió cerveza con ellos en el bar de Jake Wirth y escuchó sus conversaciones. Se dio cuenta con alegría de que para él no había terminado la Medicina, ni mucho menos. Comenzó a examinar el terreno desde el punto de vista de oportunidades de trabajo, despacio y cautelosamente, estudiando los departamentos quirúrgicos y clínicos de los hospitales. Pasó tardes enteras yendo por los pasillos del Hospital General de Massachusetts, y otros, como el de Peter Bent Brigham, Beth Israel, Ciudad de Boston, y el Centro Médico de Nueva Inglaterra. En cuanto vio el Hospital General del condado de Suffolk sintió una curiosa agitación abdominal, como si acabara de ver a una chica que le atrajera mucho. Aquel hospital, lleno de indigentes, era un viejo monstruo. No enviaría a él a su madre, pero se dio cuenta de que era el lugar donde la cirugía se aprendía bisturí en mano. Le atraía, y con sus ruidos y olores le calentaba la sangre.
El doctor Longwood, el jefe de Cirugía, no estuvo nada cordial con él.
—La verdad es que no le aconsejaría que solicite ingresar aquí —dijo.
—¿Por qué no, doctor?
—Le hablaré con franqueza, doctor —dijo el otro, con una fría sonrisa—. Tengo razones personales y profesionales para no ver con buenos ojos a médicos que han estudiado en el extranjero.
—Sus razones personales no son asunto mío —dijo Rafe, cautamente—, pero, ¿puede decirme las profesionales?
—Pues una es que en los hospitales de todo el país ha habido disgustos con médicos extranjeros.
—¿Qué tipo de disgustos?
—Los hemos aceptado con interés, porque eran la solución de nuestro problema, que es la escasez de médicos. Y hemos comprobado que no siempre saben exponer un historial clínico. Y con frecuencia ni siquiera saben suficiente inglés para comprender lo que pasa en un momento crítico.
—Yo, le aseguro, sé exponer un historial clínico y he hablado inglés toda mi vida, antes incluso de ir a Harvard —dijo, notando que de la pared del despacho del doctor Longwood colgaba un diploma de Harvard.
—Los Colegios médicos extranjeros no tienen los mismos programas, ni los preparan tan concienzudamente como los Colegios Médicos norteamericanos.
—Yo no sé lo que pasará en el futuro, pero mi Colegio Médico siempre ha sido aprobado en este país. Tiene un historial conocido.
—Tendría que repetir aquí el internado.
—Me parece perfecto —dijo Rafe, sin inmutarse.
—Y tendría que aprobar el examen del Consejo Docente para Graduados de Colegios Médicos Extranjeros. Y le puedo anticipar que yo fui una de las personas que más hicieron por crear ese Consejo.
—De acuerdo.
Se examinó en la Casa del Estado, en compañía de un nigeriano, dos irlandeses y un grupo de sudorosos y deprimidos portorriqueses e iberoamericanos de diversos países. El examen era sumamente sencillo, basado en los principios médicos más elementales, y también en el conocimiento del idioma inglés, casi insultante para un hombre que había terminado la carrera con excelentes notas.
De acuerdo con el reglamento de la Asociación Médica norteamericana, Rafe presentó su diploma de la Facultad de Medicina de la Universidad de La Habana, junto con una traducción Berlitz certificada. El 10 de julio, vestido de blanco, interno otra vez, se presentó a trabajar en el hospital. Vio en seguida que Longwood le trataba de la misma manera que él había tratado a los leprosos en el muelle de La Habana, cortésmente, pero con forzada tolerancia. No disponía de un buen laboratorio; allí, a nadie se le hubiera ocurrido comprarle un centrífugo ni ningún otro aparato; vio que con un bisturí en la mano se seguía sintiendo tranquilo y cómodo, y estaba convencido de que, con el tiempo, su técnica iría mejorando; andaba sobre el hule reluciente de los pasillos a buen paso, dominando el impulso que sentía de ponerse a dar gritos.