Patrick Davies solo ha querido una cosa en la vida: hacer una película. Consiguió su oportunidad de vender su guión en Hollywood, pero justo después de eso, toda su vida se hizo añicos. Sus sueños de oropel se desvanecieron y Patrick tuvo que volver a un trabajo aburrido y a un matrimonio que no funciona.
Una mañana recibe un DVD muy extraño en su casa. El DVD le demuestra que hay alguien observándolos a él y a su esposa, que los dos están siendo acosados y grabados por cámaras que están escondidas tanto dentro de su casa como rodeándola. Poco después empieza a recibir correos electrónicos de alguien que se ofrece a solventar el desastre en que se ha convertido su vida. Para Patrick es una oferta que no puede rechazar. Sin embargo, no podría estar más equivocado. Cada paso que da lo sumerge más en una red de intriga que amenaza lo poco que todavía tiene y valora en su vida. Casi sin darse cuenta, se encuentra atrapado por todos lados y la única manera de salir del embrollo es ser más listo que sus enemigos invisibles y ganarles jugando a su propio juego.
Gregg Hurwitz
O ella muere
ePUB v1.0
lan_raleigh16.07.12
Título original:
They're Watching (Or she dies)
Gregg Hurwitz, agosto de 2009.
Traducción: Santiago del Rey
Editor original: lan_raleigh (v1.0)
ePub base v2.0
A Kelly Macmanus,
que me introdujo en la ciudad
No hay nada infalible ni a prueba de tontos si se presenta un tonto con el suficiente talento.
A
NÓNIMO
Tomé una curva muy cerrada sujetando con firmeza el volante y haciendo lo posible para no resbalar en el asiento. Si el cuchillo de carnicero que tenía bajo el muslo se desplazaba, me rajaría de arriba abajo la pierna. La hoja estaba en posición oblicua, de manera que el mango sobresalía hacia la guantera que hay entre los asientos, y me quedaba al alcance de la mano. El olor acre a caucho quemado se colaba por las rejillas de ventilación del salpicadero. Contuve el impulso de pisar a fondo de nuevo el acelerador; no podía arriesgarme a que me obligaran a detenerme en el arcén, y no llegar en el plazo fijado. Crucé disparado la calleja. Notaba las manos resbaladizas en el volante, y el corazón me bombeaba tanta adrenalina por el cuerpo, que me faltaba el aliento. Miré el reloj, miré la calle, miré otra vez el reloj. Cuando apenas estaba a unas travesías, pegué el coche al bordillo, haciendo chirriar los neumáticos. Abrí la puerta justo a tiempo. Mientras vomitaba en la cuneta, un jardinero, parapetado tras una máquina cortacésped funcionando a toda potencia, me observó con expresión indescifrable.
Volví a incorporarme en mi sitio, me sequé la boca y continué ya más despacio por la empinada cuesta. Doblé por la vía de servicio como me habían indicado, y al cabo de unos segundos apareció ante mi vista el muro de piedra, y luego las verjas de hierro, a juego con las que ya conocía de la parte de delante. Bajé de un salto y pulsé los números del código. Las verjas retemblaron y se abrieron hacia dentro. Flanqueado de jacarandas, el sendero asfaltado discurría por la zona trasera de la propiedad. Por fin distinguí el pabellón de invitados: paredes de estuco blanco, tejado de tejas ligeramente inclinado y un porche elevado. Era más grande que la mayoría de las viviendas normales de nuestra calle.
Paré el coche junto a una maceta de cactus, al pie de la escalera, muy pegado al edificio; con las manos aún en el volante, hice un esfuerzo para respirar. No había la menor señal de vida. Al otro lado de la propiedad, apenas visible entre la enramada, el edificio principal se alzaba silencioso y oscuro. Me escocían los ojos a causa del sudor. La escalera, que quedaba justo al lado de la ventanilla del acompañante, era tan alta que no lograba ver el porche desde el asiento; no había gran cosa al alcance de la vista por ese lado, salvo los peldaños. Supuse que esa era, precisamente, la intención.
Aguardé y agucé el oído.
Al fin oí cómo se abría rechinando una puerta. Un paso. Después otro. Una bota masculina descendió el escalón más alto que alcanzaba mi campo de visión. Luego la bota derecha y, a continuación las rodillas, los muslos y la cintura del hombre. Llevaba unos gastados pantalones vaqueros de operario, un cinturón negro vulgar, tal vez una camiseta gris.
Deslicé la mano derecha hacia la empuñadura del cuchillo, y la apreté tanto que sentí un hormigueo en la palma. También noté que algo cálido me goteaba en la boca: me había mordido un carrillo.
Él se detuvo en el último escalón, a un paso de mi ventanilla; el techo del coche lo partía por la mitad. Yo deseaba agacharme para verle la cara, pero me habían advertido que no lo hiciera. Lo tenía demasiado cerca, en todo caso.
Alzó el puño y golpeó la ventanilla una vez con los nudillos.
Pulsé el botón con la mano izquierda, y el cristal descendió produciendo un zumbido. Notaba el frío de la hoja del cuchillo bajo mi muslo. Escogí un punto del pecho del individuo, justo debajo de las costillas. Pero sobre todo debía averiguar lo que necesitaba saber.
De pronto su otra mano surgió veloz ante mis ojos, y lanzó un objeto del tamaño de un puño por la rendija de la ventanilla, que todavía seguía descendiendo. Al caer sobre mi regazo, advertí que era una cosa sorprendentemente pesada.
Bajé la vista: una granada de mano.
Se me cortó el resuello, pero me apresuré a agarrarla.
Antes de que mis dedos lograran atraparla, estalló.
Diez días antes
En calzoncillos, caminé sobre las frías losas del porche para recoger el periódico, que había ido a parar, cómo no, al charco formado junto al aspersor averiado. Las ventanas y las puertas de cristal correderas de los apartamentos del otro lado de la calle —barrio de Bel Air, aunque solo según el código postal— reflejaban las grisáceas nubes: una imagen bastante acorde con mi estado de ánimo. El invierno de Los Ángeles había hecho como siempre una aparición tardía, perezoso para levantarse, sacudirse la resaca y maquillarse. Pero había llegado, de cualquier modo, bajando los termómetros a menos de diez grados y cubriendo los lujosos coches de
leasing
con una pátina de rocío. Rescaté el periódico chorreante, por suerte envuelto en plástico, y regresé adentro. Desplomándome otra vez en el diván del salón, quité el envoltorio del
Times
y retiré la sección de «Espectáculos». Al desplegarla, cayó en mi regazo un DVD metido en un estuche transparente.
Me lo quedé mirando. Le di la vuelta. Era un disco virgen, sin etiqueta, como los que se compran al por mayor para grabar. Extraño; incluso con un toque siniestro. Me levanté, me arrodillé en la alfombrilla y coloqué el disco en el reproductor. Desconectando el sonido envolvente para no despertar a Ariana, me senté en el suelo y miré con atención la pantalla de plasma, irreflexivamente adquirida cuando nuestro saldo aún iba viento en popa.
La imagen traqueteó unos momentos y luego dio paso a un apacible primer plano de una ventana con persianas de librillo semicerradas. A través del cristal se veía un toallero de níquel cepillado y un lavamanos de pedestal rectangular; en los márgenes de la ventana aparecía un muro exterior pintado de azul cobalto. Me bastó un segundo para identificar la imagen: me resultaba tan familiar como mi propio reflejo, aunque tuviera —debido al contexto— un aire raramente ajeno.
Se trataba del baño de la planta baja de nuestra casa, visto desde fuera, a través de la ventana.
Un espasmo se insinuó en la boca de mi estómago. Miedo.
La imagen era muy granulada; parecía digital. La profundidad de campo no mostraba signos de compresión, así que seguramente no se había utilizado un zum. Tenía la impresión de que había sido tomada a un metro y medio del cristal, a la distancia suficiente para no captar reflejos. La toma era estática por completo, quizá se había hecho con trípode, y no había sonido: nada, salvo un perfecto silencio que me recorría la piel de la nuca como una navaja. Me quedé paralizado.
A través de la ventana y de la puerta entornada del baño, se atisbaba una rendija del pasillo. Transcurrieron unos segundos de grabación casi inmóvil; después se abrió la puerta. Era yo. Visible desde el cuello hasta las rodillas, aunque seccionado en rodajas debido a las lamas de las persianas, entraba en calzoncillos a rayas azules y blancas, me acercaba al retrete y echaba una meada; apenas se me veía la espalda. Un ligero moretón, en lo alto del omoplato, entraba un momento en el encuadre. Me lavaba las manos, me cepillaba los dientes. Salía.
La pantalla se quedó en negro.
Mientras me contemplaba a mí mismo, me había mordido la mejilla por dentro. Como un estúpido, bajé la vista para comprobar qué calzoncillos llevaba puestos: los de franela a cuadros. Pensé en el moretón: la semana anterior me había dado un golpe en la espalda al incorporarme junto a la puerta abierta de un armario. Mientras trataba de recordar qué día había ocurrido, oí a Ariana manejando cacharros en la cocina para preparar el desayuno. Los sonidos se transmiten con facilidad en nuestra casa de dos pisos sin tabiques, estilo años cincuenta.
El hecho de que el DVD estuviera insertado precisamente en la sección de «Espectáculos» me pareció ahora deliberado y mordaz. Pulsé el botón de «Play» y volví a mirar la grabación. ¿Una broma? Pero no tenía gracia. Tampoco era gran cosa; tan solo inquietante.
Todavía mordiéndome la mejilla, me levanté y subí la escalera cansinamente; pasé junto a mi despacho, que da al jardín de los Miller —mucho más grande que el nuestro— y entré en nuestro dormitorio. Me observé el hombro en el espejo: el mismo morado, la misma localización, los mismos tamaño y color. Fui al fondo del vestidor a mirar en la cesta de la ropa. Encima de todo estaban mis calzoncillos a rayas azules y blancas.
Ayer.
Me vestí y bajé otra vez al salón. Aparté la manta y la almohada, me senté en el diván y puse de nuevo el DVD. Duración: un minuto y cuarenta y cinco segundos.
Aunque fuese un chiste de mal gusto, era lo último que nos hacía falta a Ariana y a mí ahora. No quería inquietarla, pero tampoco deseaba ocultárselo.
Antes de que consiguiera decidir qué hacer, entró con la bandeja del desayuno. Venía duchada y vestida, y se había puesto detrás de la oreja izquierda un lirio mariposa del invernadero, cuya blancura contrastaba con las ondas de color castaño del cabello. Instintivamente, apagué la tele. Ella echó un vistazo y se fijó en el piloto verde del DVD. Acomodándose mejor el peso de la bandeja, rozó con la uña del pulgar su alianza de oro, un tic nervioso.
—¿Qué estás mirando?
—Nada —dije—. Una cosa de la facultad, no te preocupes.
—¿Por qué habría de preocuparme?
Nos quedamos en silencio mientras buscaba alguna respuesta, pero tan solo me salió un torpe encogimiento de hombros.
Ladeó la cabeza, señalando una pequeña costra que tenía en los nudillos de la mano izquierda, y cuestionó:
—¿Qué te ha pasado ahí, Patrick?
—Me pillé la mano con la puerta del coche.
—Muy traidora esa puerta últimamente.
Dejó la bandeja en la mesita: huevos hervidos, tostadas y zumo de naranja. Me entretuve en contemplarla: la piel acaramelada, la melena tostada, casi negra, los grandes ojos oscuros… Me llevaba un año, pero sus genes la mantenían en los treinta y cinco como si tuviera varios menos que yo. A pesar de haberse criado en el Valle de San Fernando, tenía un aire mediterráneo: griego, italiano, español, incluso con unas gotas turcas; sus rasgos eran un destilado de lo mejor de cada una de esas etnias, o al menos, así la había visto yo siempre. Cada vez que la miraba, me venía a la memoria cómo solían ser las cosas entre nosotros: mi mano en su rodilla mientras comíamos, la calidez de su mejilla cuando despertaba, su cabeza apoyada en mi brazo en el cine. Se me estaba empezando a pasar el enfado con ella, así que me concentré en la pantalla apagada.