Carraspeé antes de decir:
—En la prosperidad y en la adversidad.
Ella puso su mano sobre la mía y musitó:
—En lo bueno y en lo malo.
Pensé: «Hasta que la muerte nos separe».
Los helicópteros se retiraron hacia el amanecer.
Tras unas horas durmiendo profundamente, me desperté sobresaltado, con la cara abotargada. Los recuerdos del día anterior se agitaban en mi cerebro junto con un dolor de cabeza atroz. Mis sueños habían estado poblados de transmisores y cámaras ocultas, y la primera idea que se me abrió paso entre el pánico creciente fue la de revisar la gabardina de Ariana.
Bajé dando tumbos. Eran las siete. Entre las cortinas de la sala de estar se filtraba una luz dorada; aunque tenue, me obligó a guiñar los ojos. Un mundo muy duro aguardaba ahí fuera.
La gabardina estaba en el ropero de la entrada. Me senté en el suelo del vestíbulo y la extendí sobre mi regazo. Inspiré hondo. Palpé la costura con los dedos: un metal debajo. El dispositivo de rastreo seguía allí, embutido en la tela. No sé cuánto tiempo permanecí sentado, haciendo rodar el bultito entre el índice y el pulgar, recreándome en su simple existencia, pero me asusté al oír a Ariana a mi espalda.
—Ya comprobé si estaba ahí cuando se fue la policía —dijo.
—Sacaron el que estaba metido en mis Nike, pero dejaron el tuyo —respondí—. Lo cual significa que no saben que estábamos enterados de que habían pinchado nuestra ropa.
Sujetando el inhibidor con una mano, ella me preguntó:
—Pero ¿por qué quitar el de tu zapato y dejar el mío dentro?
—Se suponía que iban a detenerme, en cuyo caso la policía pasaría toda mi ropa y mis cosas por un escáner de seguridad. Y difícilmente se habrían explicado por qué me había colocado a mí mismo un dispositivo de rastreo.
—¿Qué hacemos con esto? —Señaló la gabardina.
—No te la pongas. Como no llueve, aunque nos estén vigilando, no parecerá sospechoso que te la dejes en casa. Si sales o vas al trabajo, mantén apagado el móvil. Recuerda que también pueden rastrearlo. Que Martin, o uno de los carpinteros, te espere en el aparcamiento y te acompañe arriba.
—No pienso ir hoy. Allí también hay un jaleo tremendo. Y además, tengo que empezar a buscar un abogado.
—Siempre que estés en casa, deja encendida la alarma.
—Patrick, ya sé qué precauciones tomar.
Entró en la cocina, echó un vistazo al desbarajuste que había dejado la policía al volcar los cajones y el cubo de la basura y, encogiéndose de hombros, tomó una sartén del suelo y la puso en un fogón. Yo recogí el inhibidor, subí a mi despacho y miré el escritorio vacío. No tenía las ideas muy claras, pero pensé que debía empezar por Keith. Sacar información sobre la vida privada de una estrella ya era bastante difícil, incluso sin un asesinato complicándolo todo. Necesitaba encontrar gente que supiera qué vida hacía y con quién se trataba: gente a la que no le importase hablar con el principal sospechoso de su asesinato. La lista era breve. Se reducía a dos nombres.
Intenté telefonear con el móvil desechable que le había dado a Ariana, pero no funcionaba. Después de varios intentos, caí en la cuenta de que el inhibidor bloqueaba la señal. Así que le devolví el inhibidor a Ari y salí al patio trasero, donde era más probable —supuse— que no hubiera micrófonos. Sin dar mi nombre, llamé a mi antigua agencia y le saqué a la telefonista el número de la productora de
Profundidades
. Intenté comunicar con ellos, ahora bajo un nombre falso, pero la secretaria, cansada de recibir llamadas sobre el asesinato de Keith, estuvo muy seca y se negó a facilitarme ningún medio de contacto con Trista Koan. Keith había dicho que se la habían «mandado en avión» para la fase de producción, lo cual significaba alojamiento corporativo, hoteles o un apartamento subarrendado, o sea, nada fácil de rastrear. Previsiblemente, en información me dijeron que no figuraba en la guía. Y yo no sabía de dónde era.
Volví al despacho, rebusqué en los cajones y, al fin, di con una tarjeta de color marfil que llevaba el nombre de la segunda persona de mi lista. Fui a buscar al dormitorio el portátil de Ariana e introduje el nombre en Google: un listado interminable de fotos con sus créditos respectivos. Se trataba de una persona real, en lugar de una invención como Doug Beeman y Elisabeta.
Salí afuera de nuevo y llamé. El teléfono sonó un buen rato hasta que respondió.
—Joe Vente.
—Patrick Davis.
—Patrick. ¿No te parece que es un poco tarde para vender a Keith Conner?
—Necesito verte.
—Nada más fácil.
—¿Por qué?
—Porque estoy acampado frente a tu casa.
Colgué, volví adentro y atisbé por la ventana de la sala de estar. Se veían sombras en los coches, pero era imposible distinguir ninguna cara. Mi propio coche y la camioneta de Ari seguían cruzados junto al bordillo; tendría que meter el suyo en el garaje antes de salir para mi cita en la facultad. Ariana me preguntó desde la cocina.
—¿Huevos hervidos?
—No creo que pueda comer.
—Ni yo. Pero seguir la rutina me parece una buena táctica.
No dije nada a propósito y, al cabo de un momento, oí un clic: Ariana había encendido el inhibidor. Después de once años, su habilidad para leerme el pensamiento resultaba asombrosa.
—Enseguida vuelvo —le dije—. Voy a ver al paparazi que acosaba a Keith. Está ahí fuera.
—Juega con las cartas que te han tocado —recomendó.
Cuando salí al porche, se abrieron las puertas de varios coches, y un par de tipos corrieron hacia mí cargados con cámaras y cables. Una reportera se arrancó del cuello el protector de papel para el maquillaje, y se lanzó a la carga, bamboleándose sobre los tacones. Me sentía acobardado y desprotegido bajo la luz del sol, pero tenía que enfrentarme al mundo y demostrar mi inocencia, y no iba a conseguirlo escondido en mi casa, tras las cortinas. Guiándome por la intuición, recorrí la acera hasta el final. Y en efecto, apareció una furgoneta en el acto y la puerta corredera se abrió ante mí. Subí de un salto, arrancó y nos alejamos de allí. Fumando y tarareando un tema de Led Zeppelin que sonaba en un estéreo chirriante, Joe se encorvaba sobre el volante y seguía el ritmo con los dedos. Se le veía un reluciente cuero cabelludo a través del escaso pelo rubio que le quedaba, y por detrás se lo había dejado crecer en una coleta que no acababa de prosperar. La furgoneta estaba equipada para una operación de vigilancia: nevera portátil, saco de dormir, parrilla para cocinar, una cámara con objetivos gigantescos, sillas giratorias y montones de revistas y periódicos y porno, todo mezclado.
Joe dio la vuelta a la manzana, paró y se sentó frente a mí. El interior enmoquetado desprendía una fragancia a incienso.
—Eres la sensación del momento.
—Quiero hablar contigo de Keith.
—Déjame que lo adivine: no fuiste tú.
—No, no fui yo.
—¿Por qué pierdes el tiempo con un cabronazo como yo?
—He de averiguar en qué estaba metido antes de que lo matasen. Me imagino que nadie lo seguía tan de cerca como tú.
—En eso aciertas. Me conozco cada puto café, cada oficina de producción y cada ligue de medianoche. Joder, si hasta me sé todas las tintorerías por donde pasó su ropa. —Sonó su móvil con un timbre anticuado y lo abrió con gesto veloz—. Joe Vente. —Se mordió un labio cuarteado—. ¿Britney o Jamie Lynn? ¿Qué lleva puesto? ¿Cuántos bolos les quedan para acabar la partida? —Echó un vistazo al reloj y me miró poniendo los ojos en blanco—. No vale la pena. La próxima vez llámame en cuanto lleguen. —El móvil volvió a desaparecerle en el bolsillo. Me sonrió mostrando toda la dentadura—. Otro día en el paraíso.
—¿Keith tuvo alguna vez relación con una empresa llamada Ridgeline, Inc.? —pregunté.
—No me suena de nada.
—¿Conoces a su asesora de estilo?
—¿Asesora de estilo? —Soltó un bufido—. ¿Hablas de esa despampanante zorra rubia? Claro que sí.
—¿Podrías conseguirme su dirección?
—Puedo conseguirte lo que quieras.
Esperé. Esperé un poco más.
—¿A cambio de qué? —dije al fin.
—Fotos tuyas y un resumen de lo que pasó exactamente en esa habitación de hotel. Y lo quiero en los titulares de mañana.
—Ni hablar. Para mañana, no. Pero puedo prometerte una exclusiva a medida que se aclare la cosa.
—¿A medida que se aclare la cosa? En mi negocio todo es para mañana. Nadie me pagará mi tarifa cuando todo se aclare. Porque cuando la cosa se aclara, ya la tienen todos. Entonces se convierte en una simple movida de juzgados y comunicados de prensa, en vez de fotos tomadas furtivamente. Cuanto más se alarga el caso, mejor para el Gran Periodismo.
—¿El Gran Periodismo?
—Ya me entiendes, las empresas legítimas (conste que lo digo con todo respeto) de comunicación, y no los jodidos mercenarios de la cámara como yo. Tienes que comprender que tú eres un bien perecedero. Hay un período limitado para Patrick Davis según Sus Propias Palabras. Mira el jardín de tu casa. ¿Cuántos éramos anoche? ¿Cincuenta? Esta mañana no pasábamos de ocho. El mes próximo solo quedará algún tiburón solitario, echando tragos de una bolsa de papel marrón y esperando sorprenderte mientras tomas el sol desnudo para publicar la fotografía en la página cuatro del
Enquirer
. Porque las páginas uno, dos y tres estarán llenas de filtraciones falsas de Robos y Homicidios y de detalles asquerosos de la investigación.
—Ni siquiera tengo abogado aún. No puedo hacer declaraciones, ni hablar de nada relacionado con el caso.
—¿Entonces por qué recurres a mí para sacar datos de la vida de Conner?
—Puedo ofrecerte un acuerdo a largo plazo. Y te aseguro que vale la pena.
—Yo no sé pensar a largo plazo.
Me incorporé y abrí la puerta corredera. Cuando me volví, el objetivo gigante le tapaba la cara y sonaba una ráfaga continua de disparos. Le mostré el rollo que había sacado de la cámara y lo lancé entre el revoltijo del interior.
—Si cambias de personalidad, llámame.
Entré en el aparcamiento de la facultad con gran sensación de alivio. Por fin algo reconocible; una parte de la vida cotidiana que se había conservado intacta desde que había entrado en la habitación 1407. Allí era otra vez un ser humano.
Volví a mirar por el retrovisor para asegurarme de que no me seguía ninguna furgoneta de los medios, aparqué y me dirigí al Manzanita Hall. En un lado del patio había varios tipos sentados en un banco. Hasta que hube pasado sin que me vieran por detrás de ellos, no reparé en las correas de las cámaras que llevaban al cuello. Como la mayor parte de los paparazi que había visto, no eran los gordos sudorosos que salen en las películas, sino jóvenes atractivos que lucían camisas de última moda, impecables chaquetas North Face y guantes de diseño. Tenían pinta de gente normal y corriente. Advertí con desazón que había unos cuantos muchachos más sentados en la escalinata de la facultad, junto a un equipo de la tele. Mi maletín de cuero, lleno a rebosar de trabajos de los alumnos, parecía de golpe el accesorio de atrezo de un impostor. Varios de ellos giraron la cabeza para mirarme.
Al apresurarme a meterme por la parte de atrás del edificio, sobresalté a un estudiante asiático, que me reconoció y se apartó instintivamente. La puerta trasera estaba cerrada. Oí pasos precipitados que se acercaban y empecé a dar golpes en el cristal. Al otro lado apareció una cara.
Diondre.
Nos miramos el uno al otro un instante. No llevaba su característico pañuelo pirata, sino que se había hecho trenzas afro en todo el cabello. Al fondo, un grupo de fotógrafos surgió por la esquina y avanzó corriendo. Hice gestos de impotencia, señalando a mi espalda y luego la puerta.
Diondre captó al fin, alargó la mano y giró el pomo.
Entré y cerré de golpe. La puerta encajó con un chasquido en el preciso momento en que los paparazi llegaban en tropel. Diondre bajó la persiana.
Aunque yo temblaba, él me sonrió con despreocupación y comentó:
—Supongo que me equivoqué sobre Paeng fuma-en-Bong. No podía tratarse de un alumno. No: usted se merecía algo mejor.
Sonreí débilmente y señalé la puerta.
—Acabas de salvarme el pellejo.
—¿Lo hizo usted? ¿Lo de Keith Conner?
Después de todo, casi resultaba refrescante una conversación tan directa.
—No.
—Entendido. —Me estrechó la mano, agarrándola por el pulgar, y nos separamos. Con eso le bastaba. Aquella actitud era lo que más me gustaba de los estudiantes: que eran capaces de reducir las cosas más complejas a simples preguntas. Y respuestas.
Cuando ya se había alejado unos pasos, se detuvo.
—Sé que dar clases —reflexionó— no es el trabajo más glamuroso del mundo. Pero me alegro de que usted lo haga.
Bajé la vista, ruborizado. No era capaz de juntar las palabras adecuadas, así que dije:
—Gracias, Diondre. Yo también me alegro.
Asintió y siguió caminando.
Subí la escalera y me escabullí por los pasillos, oyendo pronunciar mi nombre en los murmullos que dejaba atrás.
La secretaria del departamento tenía las manos entrelazadas sobre su impoluto escritorio.
—Está esperándole —me indicó.
Cuando entré en el despacho, la doctora Peterson levantó la vista de unos papeles.
—¡Ah, Patrick! Siéntate, por favor.
Obedecí, esbozando una sonrisa postiza.
—El departamento ha sido acribillado a preguntas por la prensa —me espetó—. Todo un espectáculo.
Aguardé, cada vez más asustado.
—Ya habíamos recibido numerosas quejas incluso antes del hecho infortunado de… de…
—Del asesinato de Keith Conner.
Ella se sonrojó.
—Pero no solo sobre las clases a las que no has asistido. Tengo entendido también que llevas muy retrasada la calificación de los guiones de tus alumnos. —Señaló con la barbilla el maletín que yo tenía sobre las rodillas, un signo inequívoco de mi incompetencia—. ¿Los has corregido ya?
—No. Me… me gustaría tener la oportunidad de compensar a mis alumnos. —Ella iba a decir algo, pero yo alcé la mano—. Por favor —rogué—. Lamento el impacto que este asunto ha causado en el departamento, pero el hecho de que sea sospechoso no quiere decir… No sé cuánto durará la investigación. Meses, quizá. Pero la vida ha de continuar, aunque… —Me estaba desmoronando y me horrorizaba comprobar cómo sonaba mi voz, pero no podía parar—. Nuestra situación financiera… La verdad es que necesito un sueldo. Sé que habré de esforzarme para limitar los daños…