—Hay que avisarla.
—Como le dije al tipo, ella ya solo se comunica por e-mail. Ni siquiera yo tengo otro modo de localizarla. —No se atrevía a mirarme a los ojos, pero al fin levantó la vista. Hurgó entre sus papeles, tirando al suelo un montón de carpetas, y sacó una agenda de cuero. Le temblaban las manos.
—No responde al teléfono.
—Entonces deme una dirección —le pedí—. Y salga de la ciudad.
* * *
Me abrió la puerta y se echó a reír. No lo hizo para burlarse de mí, al menos no me lo pareció, sino para subrayar lo absurdo que era que volviéramos a vernos allí, en un apartamento de planta baja de Culver City. Su expresión y su actitud —incluso su postura— eran completamente distintos de los de Elisabeta. Hasta su socarrona risa sonaba con un timbre distinto, desprovisto de cualquier tipo de acento. Tenía buen aspecto, igual que en el anuncio de Fiberestore: menos hinchada y extenuada. Me hubiera gustado saber cuánto maquillaje habría sido necesario para convertirse en una húngara ojerosa.
El mullido albornoz rojo que le llegaba a las rodillas le confería cierto parecido con el Blinky de Pac-Man. Retrocedió y me hizo pasar con un ampuloso gesto teatral. El angosto apartamento desprendía una húmeda fragancia floral. Se oía el grifo de la bañera abierto. Tapándose el escote con las solapas del albornoz, volvió corriendo al baño y cerró el grifo.
—Bueno… —dijo al volver.
Traté de adivinar si estaba enterada de que yo era sospechoso del asesinato de Keith, pero se la veía demasiado indiferente ante mi presencia. No: yo seguía siendo un tipo al que había embaucado. Nada más.
—Está usted en peligro —le advertí.
—Ya me han perseguido otras veces.
—No así.
—¿Cómo lo sabe?
No lograba habituarme a su inglés impecable, ni a la facilidad con que sus labios modelaban las palabras. Eché un vistazo alrededor: muebles antiguos, hechos polvo pero todavía enteros; un gramófono con una abolladura en la trompa; las paredes cubiertas de carteles de películas de cine negro y de antiguos anuncios de viajes: CUBA, LA ISLA IDÍLICA. Desde que me había mudado a Los Ángeles, había visto innumerables variantes de ese tipo de decorado. El mismo estilo de objetos en las subastas de garaje, las mismas fantasías proyectadas en las paredes: sombreros
cloche
, posavasos
art déco
, pitilleras de metal de otra época… No de la tuya: si hubieras vivido entonces —esa era la idea— las cosas habrían sido diferentes, y te habrías desenvuelto sin esfuerzo entre el humo y el glamur. Recordé mi propio cartel de una película de Fritz Lang, adquirido con orgullo en una tienda de cachivaches de Hollywood Boulevard cuando me acababa de graduar en la universidad. Había creído entonces que era como una iniciación para entrar en el club, aunque yo no pasara de ser otro chico lleno de aspiraciones, uno de esos que se compraba una chaqueta de cuero dos semanas después de que pasara de moda. Si no te dejan llegar a más, maldita sea, al menos puedes comprarte un coche retro.
—Si yo la he encontrado —dije—, ellos también lo harán.
—Roman le ha dado mi dirección, estoy segura, porque salta a la vista que usted es inofensivo.
—¿Tanto confía en él para jugarse la vida?
—Roman jamás me haría daño. Tiene algo de chulo, pero también su lado de papá bueno. Aparte de él, nadie relacionado con este asunto sabe mi nombre ni mi dirección.
—¿Cómo se llama?
—¿Esta semana? ¿Qué importa?
Sí que importaba. Si a una dirección se le añadía un nombre auténtico —y, esperaba, un historial delictivo— parecía algo lo bastante sólido para volver a reclutar a Sally. Pero tendría que dejarlo por ahora.
—¿La puedo llamar Deborah?
—Encanto —dijo con perfecto estilo a lo Marlene Dietrich—, llámeme como le apetezca.
—¿Le suena una empresa llamada Ridgeline, Inc.?
—¿Ridgeline? No.
—Usted nunca vio en persona a los que la contrataron, ¿no? Solamente hubo llamadas por teléfono y giros postales.
—Así es.
—Debió pensar…
—¿Qué?
Aún estábamos de pie, a unos pocos pasos de la puerta. Me fijé en sus uñas, en la preciosa manicura que me había parecido tan fuera de lugar en una camarera sin un centavo.
—Que yo era un idiota.
—¡Ah, no! En absoluto. Fue usted tan dulce que me partió el corazón. —Sentí una oleada de humillación; ni siquiera me atrevía a mirarla a los ojos—. Por eso funcionan los timos la mayoría de las veces —aseguró para consolarme—. Todo el mundo quiere creerse más importante de lo que es.
La compasión era peor, en cierto modo. E incluso peor, su simpatía. No quería tener nada que ver con ella, y no obstante, era obvio que compartíamos las mismas esperanzas truncadas, los mismos sueños frustrados. Ella había alargado el brazo a través del espejo y me había señalado el camino de rosas.
—¿Cómo sabía siquiera…?
—Me mandaron un guión por e-mail. Bueno, más bien un esquema. Pero con los elementos básicos: historia lacrimógena, niña enferma, la compañía de seguros… Yo completé el resto. Mis orígenes en gran parte son rusos, pero eso es bastante común. Con mi negra suerte, habría resultado que usted tenía alguna abuela de la madre patria y conocía el terreno. Pero también soy un poco húngara, ¿y quién diablos sabe algo de Hungría? Y bueno, ya sabe cómo funciona la cosa. Es como escribir, me imagino. Todos esos detalles significativos. Budapest resulta demasiado obvio, así que escogí Debrecen, la segunda ciudad más grande. Ellos me proporcionaron la desgracia: la enfermedad de corazón. Pero lo de las pieles de plátano fue un toque personal mío. Me imaginé que me lo preguntaría, ¿sabe? A veces manejas a la gente desde un enfoque determinado, y no se percatan de lo más obvio.
Pese a su tono de complicidad gremial, yo no creía haber poseído jamás su talento ni su profesionalidad. No podía contener mi rencor, mientras que ella no podía contener su orgullo.
—Es usted una actriz muy dotada —afirmé—. Llegará lejos en esta ciudad.
—Demasiado tarde ya. Pero me gano la vida.
—¿Y el dinero…?
—Unas horas después de que usted se fuera, dejé la bolsa de lona en el maletero de un coche aparcado en una calleja.
—Un Honda Civic blanco.
—¿Cómo lo sabe?
Negué con la cabeza; no quería perder el hilo.
—Ellos le hablaron de mí.
—Un poco. No más que la otra vez.
—Un momento —dije—. ¿La otra vez?
—Hubo otro tipo. —Sacó de nuevo aquel acento—: Viene ayudar pobre Elisabeta y su nieta que tiene terrible enfermedad.
La miré atónito y tartamudeé:
—¿Usted…? ¿Quién? ¿Quién era?
Con la misma rapidez con que se había transformado en una camarera hastiada, volvió a metamorfosearse.
—No recuerdo su nombre, pero me dio su tarjeta. Estaba muy orgulloso de la tarjeta. La tengo por alguna parte… —Se acercó a un secreter con innumerables cajoncitos y los fue abriendo.
—Usted no entiende de qué va todo esto, ¿verdad? —le pregunté.
Pero ella siguió con lo suyo.
—Un segundo. Estoy segura de que la guardé.
La observé abrir y cerrar cajones unos momentos, y le dije:
—¿Le importa que use su baño?
—En absoluto. Esa maldita tarjeta ha de estar por aquí…
La ventana del baño daba a un angosto trecho de cactus y guijarros y a otra ventana idéntica del edificio contiguo. El vapor de la bañera llena adensaba el aire y había empañado el espejo. Tras cerrar la puerta, abrí con sigilo el botiquín rezando para que no rechinara. No había medicamentos con receta en su interior, pero sí encontré algunas en uno de los cajones. La etiqueta mecanografiada decía: Dina Orloff.
—¡La encontré! —oí que exclamaba triunfalmente, reflejando mi propio sentimiento. Cerré el cajón con cuidado y me dispuse a salir. Ya agarraba el pomo cuando sonó el timbre en el diminuto apartamento. Me quedé paralizado, sosteniendo el pomo girado en la mano. El botón del cerrojo se abrió sobre mi palma.
A través de la puerta, la oí mascullar. Luego unos pasos silenciosos.
Se abrió la puerta principal con un tintineo y sonaron dos impactos amortiguados. El golpe seco de un cuerpo sobre la moqueta. La puerta que se cerraba, y al menos dos pares de pies en movimiento. Algo era arrastrado.
Se me encogió el estómago. Tuve que hacer un esfuerzo para no gritar, para no sobresaltarme, para no hacer nada de nada, salvo respirar y girar muy despacio el pomo hasta dejarlo en su posición normal.
Si me habían seguido, aquella mujer había muerto por mi culpa. Y obviamente, sabrían que yo estaba allí. En ese caso, no viviría lo suficiente para que me atormentase la culpa.
Un murmullo casi inaudible:
—Rápido. ¡Rápido!
Se oyó cómo abrían la puerta del dormitorio.
Estaban buscando.
Manteniendo el pánico a raya, regresé a la ventana. Era de manivela giratoria. Empecé a darle vueltas. El cierre de goma soltó un chasquido y fue abriéndose lentamente hacia fuera.
Desde la habitación contigua me llegó el chirrido de las puertas correderas de un armario.
Me resbaló por la frente una gota de sudor y me cayó en el ojo. Seguí girando la manivela tan deprisa como pude, pero la ventana parecía moverse a cámara lenta.
La misma voz:
—Mira en el lavabo.
Traté de tragar saliva, pero tenía la garganta obturada. Me estaban entrando arcadas.
Unos pasos se aproximaban. La ventana giró perezosamente hacia fuera: espacio suficiente para pasar el pie, la pantorrilla, el muslo. Por el crujido de las tablas del suelo, el tipo ya debía de estar frente a la puerta.
Me escurrí por el hueco, aún demasiado estrecho, aplastando la nariz contra el cristal. Crujiendo los guijarros bajo mis pies, me pegué a la pared, al borde mismo del marco de la ventana.
Se abrió de golpe la puerta del baño, y rebotó contra la pared. Pisadas.
La acera no quedaba a más de veinte metros de distancia, pero un solo paso sobre los guijarros delataría mi posición. Tenía la cabeza vuelta y el cuello estirado, y atisbaba una sección ínfima del suelo del baño. Respiré, recé, mantuve mis músculos inmóviles. Si se acercaba a la ventana y se asomaba, estaba perdido.
Cuando la siguiente pisada crujió en el entarimado, distinguí la punta de una bota negra. En medio de mi terror, caí en la cuenta de que seguramente estaba viendo la Danner del cuarenta y cinco con una piedrecita incrustada en el talón.
Si realmente me habían seguido hasta allí, el tipo echaría un vistazo por la ventana. Pero la bota permaneció inmóvil. ¿Qué estaría mirando?
Contuve la respiración, ardiéndome los pulmones, y mantuve todos los músculos en tensión. No parpadeaba y me escocían los ojos. Tal vez lo tenía a poco más de un metro; seguramente, habría podido colarme por el hueco y darle un golpe en el pecho. Al menor ruido, me vería metido en una lucha cuerpo a cuerpo. Apreté el puño. Forjé un plan de ataque por si aparecía una cara por la angosta abertura: los ojos y la garganta. Y luego salir volando.
La bota se retiró en silencio. Percibí el ruido de una mano que removía el agua, sin duda apartando la espuma. Luego las pisadas se alejaron. Necesité unos momentos de frenética incredulidad para comprender que se había ido.
Musitaron un rato en la sala, deliberando. Luego se abrió la puerta principal y volvió a cerrarse. Transcurrieron unos instantes de silencio.
Aunque sin alivio.
Yo estaba totalmente a la vista desde la calle; según por dónde salieran, me verían. El chirriar de una verja, justo a la vuelta de la esquina, me arrancó de mi inmovilidad. Volví a colarme en el baño por la ventana y me pegué a la pared del fondo. Aguardé. Agucé el oído por si sonaban pisadas en los guijarros. Pero no oí nada.
Tras unos segundos, solté impetuosamente todo el aire de mis pulmones y me deslicé hasta el suelo, temblando de pies a cabeza. Me abracé las rodillas.
Permanecí allí diez minutos, o tal vez fueron treinta, respirando. Luego me puse de pie; notaba los músculos entumecidos.
Ella estaba tendida a metro y medio de la puerta principal. No se le veían heridas, aparte de un nítido orificio en la tela del albornoz, por encima de las costillas, y un halo rojo debajo de la cabeza. Uno de los disparos debía de haberle entrado por la boca abierta. El albornoz le había quedado abierto, y sobre su pecho desnudo habían arrojado una nota compuesta con letras recortadas de revistas: ZoRra mEntiRosa.
Timos a través de páginas de contactos, amenazas de muerte y allí estaban las consecuencias. Otra sólida tapadera para un asesinato que no respondía más que a una fría eficiencia.
Cuanto más trataba de avanzar en aquel asunto, más enloquecidamente parecían descontrolarse las cosas. Ahora me había metido en un terreno todavía más espinoso. Yo era el sospechoso principal del asesinato de Keith Conner, y había puesto a la policía sobre la pista de aquella mujer, aunque ellos la consideraban producto de mi delirio paranoico. No podía seguir allí, en el escenario de su asesinato. Tendría que estar en la otra punta de la ciudad, con aire sumiso y una coartada sin fisuras. Debía salir de allí volando. Pero no podía dejar de mirarla.
Tirada en el suelo, vulnerable e impotente, volvía a ser Elisabeta. Y una vez más, habría hecho cualquier cosa para ayudarla. Poniendo una rodilla en el suelo, le eché el albornoz sobre uno de los pechos. No sabía qué más hacer por ella.
Un cajoncito del secreter había quedado entreabierto. Lo estuve mirando de lejos antes de incorporarme.
El cajón no era más grande que una tarjeta. Y, en efecto, contenía un rectángulo de cartulina de color marfil. Lo saqué, leí el nombre y me mordí el labio para reprimir mi consternación. No podía ser. Y al mismo tiempo, encajaba a la perfección.
A toda prisa, tomé una toallita de papel, limpié el pomo y las superficies del baño y volví a salir por la ventana. Pasé de puntillas sobre los cactus y guijarros del pasaje y salí a la calle. Miré alrededor, parpadeando bajo un sol reluciente que contrastaba de modo increíble con lo que acababa de presenciar. Mi corazón todavía tenía que serenarse. Tiré la toallita de papel a una alcantarilla.
Media manzana más allá, saqué la tarjeta y leí el nombre de nuevo, para asegurarme de que no lo había soñado:
Joe Vente.
Sentado frente a mí en la trasera de su furgoneta, en una silla giratoria cuyo relleno se salía por las costuras, examinó parpadeando la tarjeta que acababa de darle, junto con una explicación de cómo la había conseguido. Habíamos quedado en un parque cerca de Sepúlveda; y en cuanto me hube bajado de mi coche, subí de inmediato al suyo. Estaba con los nervios desquiciados y tenía que hacer un gran esfuerzo para no demostrarlo. Por mucho que lo intentara, no me quitaba de la cabeza la imagen de aquel cuerpo desmoronado en el suelo, ni la de aquellos ojos azules repentinamente vidriosos.