O ella muere (34 page)

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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

Durante unos instantes me sentí demasiado conmovido para reaccionar.

—No quiero que… —Me interrumpí y lo formulé de otra manera—. ¿Te parece seguro volver al trabajo?

—¿Quién sabe a estas alturas lo que es seguro? Desde luego no lo es que tú vayas por ahí fisgoneando. Pero ya no nos quedan alternativas.

—A ti, sí. —Entreabrió la boca—. Esto es un infierno —añadí—. Y todavía empeorará. Me pone enfermo pensar que tú vas a tener… Tal vez deberíamos considerar la posibilidad de meterte en un avión…

—Eres mi marido.

—No he estado muy lúcido en ese aspecto últimamente.

Ella se indignó.

—Por si quieres llevar la cuenta, yo he sido una esposa de mierda en algunos aspectos evidentes. Pero una de dos: o los votos significan algo o no significan nada. Esto es una señal de alarma, Patrick. Para los dos. Una ocasión para reaccionar.

La cogí de la mano. Ella me la apretó una vez, con impaciencia, y se soltó.

—No importa cuántos años me cueste —afirmé—. Encontraré el modo de compensarte.

Esbozó una frágil sonrisa antes de contestar:

—De momento procuremos asegurarnos de que tendremos esos años. —Se apartó un mechón de los ojos y miró las notas que había esparcido alrededor, como si tuviera necesidad de refugiarse en los detalles—. Ha llamado Julianne. Dice que ha investigado sobre los nombres que le diste sin ningún resultado. Supongo que entre la policía, los agentes y la prensa, toda la información relativa a
Profundidades
ha quedado embargada, así que no hay nada sobre Trista Koan. Y tampoco ha tenido más suerte que el detective Valentine para encontrar algo sobre Elisabeta, o Deborah Vance, o como se llame. No ha parado de disculparse, la pobre Julianne. Se muere por echar una mano. ¿Has ido a esa casa prefabricada de Indio?

Le conté lo que había descubierto —o no había descubierto— en mi viaje.

—Lo asombroso es la cantidad de detalles que esa mujer introdujo en su personaje. El acento, las pieles de plátano. Fue una interpretación increíble.

—¿Dónde encontrarías gente capaz de interpretar esos papeles? Quiero decir, ¿cómo localizarías a semejantes talentos? Dejando aparte que estuvieran dispuestos a participar en una estafa.

Como siempre, se había adelantado a mis pensamientos.

—Exacto. ¡Exacto! Necesitarías un agente. Un agente corrupto, capaz de meter a sus clientes en un montaje tan turbio.

—¿Un agente haría algo así?

—Los que yo conozco, no. Pero supongo que si encontrases a uno dispuesto a entrar en el juego, cargarías con él.

Ella lo captó en el acto.

—¡El agente de Doug Beeman! —exclamó—. Ese mensaje. En el móvil de Beeman. Preguntándole por qué no se había presentado en el rodaje del anuncio de espuma de afeitar.

—De desodorante —puntualicé—. Pero sí. Roman LaRusso.

Ella ya estaba tecleando en el portátil.

—¿Y cuál era el nombre real de Doug Beeman?

—Mikey Peralta.

Los emparejó, y la búsqueda arrojó sus resultados. En efecto: una página web. Correspondía a la agencia LaRusso, en un barrio corriente, aunque la página decía «junto a Beverly Hills». Las fotos de tipo carné de los clientes, alineadas en hilera, giraban como los símbolos de una máquina tragaperras, reemplazándose unas por otras automáticamente. Daba toda la impresión de que LaRusso representaba a actores de carácter: el italiano fornido, sosteniendo un puro entre los rechonchos dedos; la negra ceñuda de uñas curvas pintadas de rojo, resaltando sobre un vestido amarillo; Mikey Peralta, luciendo una sonrisa profesional… Contuvimos el aliento mientras observábamos cómo giraban e iban sustituyéndose las pequeñas fotografías, un cúmulo de pómulos, hoyuelos y promesas. Un desfile de imágenes que parecía una caricatura involuntaria del propio Hollywood: aspirantes llenos de sueños metidos en una máquina tragaperras, convertidos en rostros intercambiables. Y como había descubierto Mikey Peralta, prescindibles.

Con repentina excitación, señalé la pantalla. Ahí estaba la mujer. Su foto apareció unos segundos, pero aquellos ojos dolientes y aquella pronunciada nariz eran inconfundibles.

—Es exactamente como me la había imaginado —afirmó Ariana.

Las fotos volvieron a girar, y Elisabeta regresó a la oscuridad.

* * *

Sentado a oscuras en la sala de estar, atisbé la calle. El césped de delante relucía al caerle el agua del aspersor. No se veían furgonetas, ni fotógrafos, ni tampoco telescopios en las ventanas de los apartamentos de enfrente. Seguían allí, disimulados en la oscuridad, pero aunque fuera momentáneamente, podía hacerme la ilusión de que todo era como siempre había sido: yo habría bajado a sentarme en el sillón con una taza de té, para pensar en la próxima clase o planear lo que iba a escribir en adelante, y mi esposa estaría arriba, dándose un baño de espuma perfumada, hablando por teléfono con su madre o revisando unos diseños; yo subiría enseguida y haría el amor con ella, y luego nos quedaríamos dormidos; ella cruzaría un brazo sobre mi pecho, bajo el frescor del aire acondicionado, y después me despertaría y la encontraría en la cocina, asando unas lonchas de beicon en la plancha y luciendo un lirio mariposa de color lavanda en el pelo.

Pero entonces Gable y sus secuaces irrumpieron en mi fantasía para destrozarlo todo. Me los imaginé trabajando incluso a aquellas horas en la sala de reuniones, con gráficos, fotografías y horarios esparcidos por las mesas y clavados en las paredes, con el fin de acabar de armar un relato de los hechos que en gran parte ya había sido escrito. O tal vez ya subían a toda velocidad por Roscomare con renovada convicción y una orden judicial en las manos. Esos faros que iluminaban ahora el sencillo seto de boj del apartamento de enfrente… No; no se trataba más que de un todoterreno vulgar. Eso sí: redujo la velocidad al pasar y, por las ventanillas, asomaron varias caras juveniles con ganas de curiosear y de ver «La Casa».

Se me había enfriado el té. Lo tiré en el fregadero de la cocina, pasé junto a la basura volcada y subí la escalera cansinamente. Sonó el petardeo de un coche, y di un bote del susto. Durante una fracción de segundo, creí que los de Robos y Homicidios tiraban la puerta abajo. ¿Cómo íbamos a vivir, esperando y sabiendo que ese momento podía llegar a cualquier hora del día o de la noche, y más probablemente en cuanto bajásemos la guardia y nos descuidáramos?

Acurrucada en la cama, Ariana miraba en la tele un velatorio a la luz de las velas celebrado en Hollywood. Ositos de peluche y montajes fotográficos. Un adolescente lloroso sostenía una foto de cuando Keith era niño; incluso ya tan pequeño, resultaba impresionante: los rasgos perfectos, la nariz respingona, la mandíbula tan bien proporcionada, el pelo rubio, más claro aún que posteriormente. En la foto iba en traje de baño; de la cintura le colgaban unas pistolas de
cowboy
enfundadas en sus cartucheras, y sujetaba el extremo de una manguera. Su sonrisa era una delicia.

El reportaje pasó a continuación a la casa de los Conner en Kansas. El padre de Keith era un hombre achaparrado, de rostro tosco y casi feo. Recordé que era chapista. Su esposa, una mujer baja y fornida, tenía los pómulos bonitos y la boca de cantante que Keith había heredado. Las hermanas también habían salido a la madre: chicas monas y acicaladas de pueblo, enriquecidas de golpe. La mamá lloraba en silencio y las hijas la consolaban.

El señor Conner decía: «… y nos compró esta casa en cuanto firmó el primer contrato. Metió a las dos chicas en la universidad. El espíritu más generoso que he conocido. Le importaba el mundo en el que vivía, y sabía lo que se hacía en todo ese tinglado del cine. Tenía los rasgos de su madre, por suerte». La esposa sonrió llorosa; él la miró a los ojos y desvió rápidamente la vista, y entonces se le ahondaron las arrugas del curtido rostro y apretó los labios, tratando de aguantar el tipo. «Era un buen chico».

Ariana apagó la televisión. Me miró muy seria.

—¿Qué?—dije.

—Era una persona real.

Capítulo 41

En lugar de recepcionista, había una campanilla sobre el mostrador. Cuando llamé, una reconocible voz sibilante dijo: «Un minuto» a través de la puerta entornada del despacho. Me senté en un sofá cojo. Las revistas del sector que había sobre la mesita de cristal eran del mes de noviembre, y el único ejemplar de
US Weekly
había sido utilizado para limpiar una mancha de café. Una vieja ventana de guillotina, de marco alabeado, daba a una pared de ladrillo situada apenas a metro y medio, aunque por arriba se veía una rendija de cielo y de valla publicitaria. Ya sabía de cuál se trataba: la había visto pasar de Johnny Depp a Jude Law, de este a Heath Ledger y ahora a Keith Conner. Estaba harto de esta ciudad. Mi vida aquí había descrito un breve arco: de prematuramente obsoleto a definitivamente acabado, y desde mi actual punto de vista las grandes estrellas ya no lo eran tanto.

Por fin volvió a resonar la voz, invitándome a que pasara. El despacho parecía un decorado de los años cincuenta: persianas de lamas torcidas, carpetas apiladas alzándose como rascacielos por todas partes, un cenicero de porcelana erizado de colillas, y todo ello teñido de una luz amarillenta que evocaba por sí misma otra época.

Encajonado tras un desvencijado escritorio, solamente visible por un desfiladero entre montañas de documentos, Roman LaRusso era bastante gordo, aunque su cara era más gruesa que él: una cara inflada como la de Ted Kennedy, ensanchada de tal modo a la altura de las mejillas que los michelines empujaban los lóbulos de las orejas hacia delante. Estaba, por lo visto, inmerso en su trabajo y no me dedicó siquiera una somera ojeada a través de las gafas rectangulares que parecían atornillarse a ambos lados de una espesa melena leonada. En conjunto, no era un rostro desagradable, en absoluto. Resultaba más bien improbable y mágico, algo digno de contemplar.

—Estoy interesado en Deborah B. Vance —dije.

—Ya no la represento.

—Yo creo que sí. Tengo entendido que le consiguió un contrato para un trabajo sucio.

Fingió teatralmente que acababa de leer un documento, frunciendo mucho el entrecejo y respirando ruidosamente por la nariz, que soltaba cada vez un ligero silbido. Se quitó las gafas, las metió en un estuche diminuto y levantó al fin la vista.

—Directísimo. ¿Quién es usted?

—El principal sospechoso del asesinato de Keith Conner.

—Humm… —No logró decir más que eso.

—¿Está especializado en anuncios?

—Y en fenómenos especiales —dijo sin pensárselo dos veces—. ¿Ha visto
El último hombre de Uptar?

—No.

—Bueno, un cliente mío era uno de los extraterrestres.

Las paredes estaban cubiertas de retratos. Además de las caras que reconocí por la página web consultada, había enanos, un albino y una mujer sin brazos.

Siguió mi mirada y aclaró:

—No me gustan las caras bonitas. Yo represento talentos peculiares y también actores con discapacidades. No deja de ser un nicho del mercado. Pero para mí significa mucho más. No vaya a creer que no sé lo que es ser observado. —Apoyó los nudillos en el escritorio para acercar la silla, pero no consiguió moverla—. Yo les proporciono a mis clientes un lugar bajo el sol. Todo el mundo quiere encajar; tener una porción del pastel.

—¿Eso fue lo que hizo por Deborah Vance?

—Deborah Vance, si es que quiere llamarla así, no necesitaba que cuidasen de ella.

—¿Qué quiere decir?

—Ella misma es una estafadora: timos a través de páginas de contactos, chats de Internet y demás. Enviaba fotos a los tipos, y ellos mandaban dinero para alquilar el apartamento de Hawai donde habían de citarse. Esa clase de cosas.

—¿Ella? ¿En serio?

—No mandaba fotos suyas. De ahí las amenazas de muerte.

—¿Amenazas de muerte? —Empezaba a quedar claro no solo por qué habían elegido a Deborah Vance, sino cómo habían planeado borrar sus huellas cuando la quitasen de en medio.

—Nada que hubiera que tomarse muy en serio —prosiguió—. Pero a los hombres no les gusta que los humillen, simplemente. Sobre todo cuando alguien se aprovecha de sus buenas intenciones.

—Dígamelo a mí.

—Así que decidió esconderse, cambiar de nombre y tal. Perdimos el contacto. Hace unos años tuvimos los dos una buena racha de anuncios. Entonces contrataban a muchos extranjeros. Le conseguí un Fiberestore y dos Imodium, esas tabletas contra la diarrea. —Sonrió, socarrón—. Nada como el mundo del espectáculo, ¿eh? Pero nunca me metí en sus timos.

—¿Cómo es que los conoce, entonces?

Titubeó demasiado tiempo y vio que me daba cuenta.

—Solíamos charlar.

—¿Por qué figura todavía en su página web?

—No la he actualizado desde hace siglos.

—Ya. He visto la foto de un cliente fallecido.

Bajó la cabeza, bamboleándosele como gelatina los carnosos rasgos. Abrió un cajón y se secó el cuello con un pañuelo.

—La policía dijo que Mikey sufrió un accidente —masculló.

—¿Han venido a verlo?

—No. He leído…

—Ellos saben de Peralta y Deborah Vance, pero no han deducido que usted era la conexión. Debería contarles usted mismo que la envió a los tipos que primero le contrataron a Peralta.

Reacomodó su considerable volumen y se pasó las manos por la cara, como lamentándose.

—A veces me salen ese tipo de encargos, que no deja de ser trabajo legítimo: inauguraciones de galerías, cenas con espectáculo, fiestas infantiles, lo que sea. De vez en cuando a la gente le gusta contratar a tipos peculiares. —Un matiz apenado se le había colado en la voz—. Yo no me habría imaginado… Fue un atropello. Mikey bebía bastante. Los periódicos dijeron que lo atropellaron y se dieron a la fuga.

—No —repliqué—. A Mikey Peralta lo mataron a causa de ese trabajo.

El rostro de LaRusso se transformó. Lo había sabido desde el principio, pero se las había arreglado para no darse por enterado.

—Eso usted no lo sabe.

—Yo estoy metido en esto, y lo sé.

—¿Es verdad que ha matado a Keith Conner? —me preguntó estrujando el pañuelo.

—¿Cree que estaría aquí tratando de salvar a su clienta si lo hubiese hecho? —objeté—. No le quepa duda: ahora matarán a Deborah Vance. Y luego es probable que vengan a por usted.

—Yo… yo no sé nada de ese tipo. Todo fue por teléfono. Giros postales. No he visto a nadie. Joder, ¿de veras cree…? —Le lloraban los ojos, y las lágrimas no sabían por dónde tirar.

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