O ella muere (15 page)

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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

Ariana retrocedió con un trozo de cable arrollado en el puño, y lo sacó del orificio como si fuese un sedal. El cable empotrado salió a sacudidas, abriendo a lo largo de la pared un surco que pasaba justo por detrás de nuestra foto de boda enmarcada. El retrato se soltó del clavo y cayó al suelo, y el vidrio se resquebrajó con una grieta bifurcada que atravesaba nuestros sonrientes rostros. El surco viró bruscamente, cruzando el techo, hasta que el cable se desprendió del ventilador con un último tirón. Ari dio un ligero traspié al ceder el cable y se quedó un momento ladeada, con la mano abierta. Luego bajó la cabeza, se tapó la cara y rompió el silencio con un sollozo.

Capítulo 21

—Nadie que me caiga bien me llama a estas horas.

—Jerry, escucha, soy Patrick…

—Ya te he dicho…

Encorvado contra la cabina telefónica, justo delante de Bel Air Foods, giré la cabeza para echar un vistazo a la calle desierta. La claridad del alba diluía el resplandor de las farolas.

—Esto se ha complicado, Jerry. Teníamos la casa llena de micrófonos.

—¿No has pensado en ajustarte la medicación?

—Por favor, por favor, ¿no podrías aconsejarnos?

—¿Por qué cojones me llamas a mí? ¿Quieres ganarte una orden de alejamiento, Davis? Ya te dije que el estudio no tiene el menor interés…

—Esto no tiene nada que ver con el estudio.

Se quedó cortado.

—¿Cómo que no?

—Te lo estoy diciendo, tienes que ver este material. No vas a creer lo que hemos arrancado de las paredes: lentes y artilugios que ni siquiera sabía que existieran, colocados sin dejar rastro. Tienen que haber pasado los cables por el tablero de yeso con un sistema endoscópico o algo parecido. Además, ocultaron una cámara estenopeica en la rejilla del altavoz de mi despertador, y otra en el respiradero de un detector de humo.

—¿Cámaras estenopeicas? —resopló Jerry, y soltó un silbido.

—Y eso es lo de menos. Escucha, ahora se supone que la casa está limpia, pero no me fío. Quiero que la revise alguien. Me llamaron y me dijeron que no contactase con la policía.

—Has de estar metido en un buen lío para recurrir a mí.

—Así es, Jerry. —Casi percibía cómo reflexionaba. Lo pinché un poco—: Tú has hecho tareas de vigilancia, ¿no?

—Claro. ¿Crees que Summit me contrató por mi buen carácter? En el cuerpo de marines, era analista de comunicaciones interceptadas. Es a lo único a lo que se dedican ya en Hollywood: a las escuchas secretas. Apenas hacen películas.

—Escucha, deduzco que todo esto es material muy avanzado. ¿Tienes algún contacto que pueda encargarse? ¿Alguien que esté más al día?

—¡Qué coño «más al día», capullo manipulador! Vale, lo reconozco, me has picado la curiosidad. Vamos, que si el material es como dices, debería echarle un vistazo. Nunca viene mal saber qué nuevos chismes andan circulando.

—Entonces, ¿vendrás?

—Únicamente —una pausa— si prometes no volver a acercarte por los estudios.

—Prometido. —Suspiré de alivio, apoyando la cabeza en una de las paredes de la cabina—. Pero oye, podrían estar vigilando.

—Has destrozado la casa de arriba abajo, ¿no? ¿Qué te parece una visita temprana de tu contratista de obras?

* * *

Una hora más tarde sonó el timbre. Jerry, muy convincente enfundado en unos vaqueros y una camiseta desgarrada, tenía a su espalda una furgoneta aparcada en la cuneta. Unos rótulos magnéticos en la puerta y en el flanco indicaban: SENDLENSKI HNOS. CONTRATISTAS. Me mostró una de las dos gigantescas cajas de herramientas que traía, pasó junto a mí y se presentó a Ariana lacónicamente. Abrió los cierres de la caja, sacó un mando a distancia y, apuntando hacia la puerta, pulsó un botón.

—En la furgoneta tengo un inhibidor de frecuencias de banda ancha muy potente. Tus móviles, la señal inalámbrica de Internet y cualquier dispositivo de vigilancia… quedarán desactivados.

—¿Sendlenski Hermanos? —dije.

—¿Quién no iba a tragarse un nombre así?

Sacó una antena direccional y la adosó a una especie de portátil cuya base parecía una caja de zapatos. Una cascada de señales eléctricas, en cuyo centro había una raya roja, iba atravesando la pantalla.

—Antes de nada, vamos a ver si hay todavía otros dispositivos instalados. Tú ocúpate de tus asuntos y quítate de en medio. Oye, he de desconectar el inhibidor para captar cualquier señal. Tampoco vendrá mal, porque este aparato abarca un radio de cuatro manzanas, y tus vecinos ya deben de estar llamando a un técnico.

Rebuscó un iPod nano que, pendiendo de un cordoncillo, llevaba colgado del cuello; además, un pequeño artilugio (¿tal vez un minialtavoz?) iba enchufado al cable de los auriculares.

—La mayoría de los dispositivos de alta gama solo funcionan si hay ruido que grabar; así ahorran capacidad. Y la gente se dedicó a poner rock duro, tipo Van Halen, mientras revisaba una habitación. Entonces se mejoraron los dispositivos para que no se transmitieran más que los tonos hablados. Así que… —Se llevó un dedo a los labios, orientó el mando y, pulsando el botón, apagó el inhibidor; luego encendió el iPod. Sonó una voz, diciendo: «La filosofía en el tocador, del marqués de Sade».

Ariana me miró y me dijo con los labios: «¿El marqués de Sade? ¿En serio?»

Mientras Jerry trabajaba en el vestíbulo, me senté en el diván y me puse a hojear un número de
Entertainment Weekly
, pero enseguida me sorprendí releyendo el mismo párrafo. En la cocina, Ariana sacó las tazas del armario y volvió a colocarlas, aparentemente en el mismo orden; desgarró la tapa de una caja de macarrones con queso y volcó el contenido sobre la encimera. No había ningún dispositivo escondido dentro, como el regalito de una bolsa de patatas. A continuación alineó las rodajas de pan junto al fregadero; revisó la ropa de la tintorería, se quitó un pasador del pelo y lo estudió atentamente. Su ansiedad era contagiosa; yo mismo me puse a espiar los chismes domésticos más banales por encima de la revista, preguntándome sobre la capacidad potencial que tendría cada uno de ellos como troyano. ¿Una cerbatana ninja oculta en la maceta del filodendro?

Jerry fue con meticulosidad de una habitación a otra, oyéndose el murmullo de fondo del audio-libro que sonaba en su iPod. Cuando los personajes de Sade habían explorado ya una agotadora variedad de orificios, él nos llamó con un silbido para que nos acercáramos al armario ropero de la sala de estar, en cuyo interior se había sentado ante otro portátil distinto pero igualmente abultado. En el suelo, junto a la moqueta levantada, estaban mis zapatillas Nike y también la gabardina favorita de Ariana, desplegada al lado.

Jerry señaló ambas cosas, e indicó:

—He encontrado algo aquí, incrustado en el talón. ¿Ves esas finas incisiones? Y también en el forro de la gabardina. Aquí.

El iPod que llevaba al cuello proclamó alegremente:

—«Voy a disparar el licor ardiente hasta la punta de mis entrañas.»

—Entonces, ¿nos están escuchando en este mismo instante? —pregunté.

—No. —Echó un vistazo a la pantalla, donde había una confusa serie de gráficos de amplitud de onda—. Estos chismes envían mensajes brevísimos, una vez cada cinco minutos; una señal rápida de baja intensidad muy difícil de detectar. Y como es obvio, sin audio ni vídeo.

—«¡Sacúdelo violentamente! Es uno de los mayores placeres que puedas imaginar.»

—Dispositivos de rastreo —dije.

—Exacto. Envían informes de posición de tanto en tanto, igual que tu teléfono móvil. De hecho, según el analizador, transmite los datos a través de la red T-Mobile. Como un mensaje de texto.

—Esta es la gabardina que me pongo con mayor frecuencia —intervino Ariana—. Han cuidado todos los detalles. ¿Puedes sacar el rastreador?

—Yo no lo haría —dijo Jerry.

—¿Por qué?

—Porque —indiqué— esto es lo primero que sabemos que ellos no saben que sabemos.

Ari miró ceñuda la gabardina, como enfurecida por el hecho de que la hubiese traicionado.

—¿Puedes averiguar adónde envía la señal? —preguntó.

—No —contestó Jerry—. Puedo identificar el número de móvil que utiliza el dispositivo. Pero una vez que la señal llega a la puerta de enlace, ya no hay nada que hacer.

—«¡Levanta el culo un poquito más, amada mía!».

—¿Te importaría apagar eso? —le pedí.

—¿O subirlo? —dijo Ariana.

—Perdón, es la costumbre. —Jerry desconectó el iPod—. Sospechan menos si creen que están escuchando cosas embarazosas. Además, es un trabajo tedioso, te acabas aburriendo. Así que, bueno, no viene mal un poco de material estimulante.

—Desde luego —comenté— supera a Tolstoi. Oye, ¿a qué te refieres exactamente cuando dices que no puedes identificar la procedencia de la señal?

—La puerta de enlace está conectada a un
router
de Internet, y de ahí pasa a formato SOUP: sistemas de encaminamiento y compresión a través de un servidor Proxy anónimo en Azerbaiyán, o donde sea. Pero eso no es nada. —Acercó la cesta de la ropa, metió la mano en el barullo de cables y sacó un emisor de dos milímetros de grosor—. Este chisme utiliza las emisiones de los sensores de tu sistema de alarma, del
router
inalámbrico y demás, como fuente de alimentación, sin huellas de calor que puedan identificarse ni baterías que reemplazar.

—Vas a tener que bajar el nivel para que te siga.

—Esto no es la tecnología de mierda de Taiwán. Es el tipo de material de alta gama y sin número de serie que viene de Haifa. —Tiró otra vez el emisor a la cesta—. En su momento, cuando los rusos estaban especialmente atentos con nosotros, hice algunas prácticas de formación conjunta en Bucarest. Y en las paredes de la habitación del hotel encontramos chismes de estos. —Me hizo una mueca—. Has cabreado a la gente menos indicada, Patrick.

Apoyando la espalda contra la pared, Ariana se deslizó poco a poco hasta el suelo.

—¿Podría ser…? —dije, pero tenía la garganta demasiado seca. Tuve que tragar saliva y volver a empezar—. ¿Podría ser la poli?

—No, un material como este no ha salido del presupuesto municipal. Esta mierda es de otro nivel.

—Agencias de inteligencia.

Jerry se llevó un dedo a la punta de la nariz.

—Pero los detectives —objeté— encontraron una huella de bota en el patio de delante. Una marca que llevan los polis: Danner Acadia.

—Las Danner no son botas de policía. Quizá un detective pueda creerlo así, porque ha visto a unos cuantos aspirantes a las unidades de élite alardeando con ellas. Pero no; las usan sobre todo los de operaciones especiales del Ejército, o los agentes de espionaje.

—¡Ah, fenomenal! —exclamé.

—¿Por qué demonios iba a querer meterse con nosotros una agencia o un espía? —cuestionó Ariana—. Nosotros no somos ricos, ni influyentes, ni tenemos nada que ver con la política.

Jerry empezó a recoger su equipo con todo cuidado, casi con cariño.

—Bueno, no olvides tu película.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Cabreó a mucha gente. Tuvimos alguna que otra conversación con Washington. Los agentes de la CIA no quedan precisamente como héroes norteamericanos.

—¿Cómo? ¿La CIA leyó el guión?

—Claro. Queríamos su colaboración oficial por muchos motivos: armamento, uso del sello, localizaciones y todo eso. Puedes ahorrarte millones. Pero es como tratar con el Pentágono: si el guión es favorable, te prestan un Black Hawk, te abren sus instalaciones… Pero si quieres rodar
La chaqueta metálica
no te dan una mierda. Y hay que reconocerlo:
Te vigilan
deja de puta pena a la Agencia. Consigue que parezca la KGB o algo así.

—¡Venga ya! —grité—. Solamente eran chorradas para darle emoción a la película; no significaban nada.

—Tal vez para ellos sí. Lo que para uno puede resultar divertido, para otro es la yihad.

—Es un
thriller
de entretenimiento, pero no se trata de un documental revolucionario. Y yo no soy un poderoso productor ni nada parecido, sino un simple guionista. —Hablaba atropelladamente—. Además, el gobierno siempre es corrupto en las películas.

—Tal vez ya estén hartos.

—¿De veras lo crees? ¿Están lo suficientemente hartos para provocar todo esto? —Le mostré las paredes reventadas y acabé señalando a Ariana, que seguía en el suelo con el rostro muy pálido.

—¿Se te ocurre una explicación mejor?

Ari rompió el silencio:

—Si se trata de alguna agencia de espionaje, hemos de pedir ayuda a la policía.

—Ya que ha mostrado tanta predisposición a creernos —dije.

—Mira —dijo Jerry—, esos tipos han dejado claro que son capaces de controlar lo que pasa dentro de una comisaría. Vamos, no solo sabían que habías ido a la comisaría oeste, sino también con quién estuviste hablando en la segunda planta.

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Ariana bruscamente.

—Se lo he contado yo cuando hemos hablado por teléfono —le expliqué.

Nos miramos los tres con recelo.

—Perdón —se excusó Ari.

Jerry mostraba una expresión tirante, pero continuó:

—Como iba diciendo, todavía no puedes descartar que tengan a alguien en el departamento de policía. Y aun suponiendo que no sea así, han pinchado las cámaras internas de vigilancia o algo parecido. Te están vigilando a ti y a la policía, y saben cómo hacerlo. ¿Quieres que se enteren de que has iniciado una contraofensiva? Correr otra vez a una comisaría sería revelar lo poco que sabes: tus planes, tu estrategia.

—¿Estrategia? —repitió Ari, soltando una risotada.

Recobrando su actitud profesional, Jerry consultó el reloj y siguió guardando sus cosas en los departamentos revestidos de espuma de las dos cajas de herramientas.

—El resto de la casa está limpio. Ninguno de tus ordenadores tiene programas espía ni nada similar, pero ojo con lo que imprimes. Impresoras, fotocopiadoras, máquinas de fax… todo tiene disco duro ahora, y es posible acceder a él y averiguar qué has estado haciendo. Los coches están bien, pero regístralos de vez en cuando por si hay algún rastreador adosado. Toma, esto es un mini inhibidor: anula cualquier dispositivo de grabación en un radio de seis metros. La propaganda dice que quince, pero yo no me arriesgaría. —Me entregó un paquete de Marlboro Light, y abrió la tapa para enseñarme el botón negro que sobresalía entre los falsos cigarrillos—. Utilízalo para hablar con seguridad en casa, por si volvieran e instalaran otro sistema en tu ausencia. Si ninguno de los dos fumáis, guárdatelo en una cartera o en el bolsillo. Pero no lo dejes por en medio. ¡Ah! Tal vez os convenga deshaceros de los móviles. O, como mínimo, apagadlos cuando no queráis que os localicen. Los teléfonos móviles funcionan más o menos como los transmisores que tenéis ocultos en las zapatillas y en la gabardina. Si necesitas usarlo, enciéndelo, haz una llamada rápida y vuelve a apagarlo. Cuesta un rato identificar una posición, así que las llamadas de pocos minutos son más o menos seguras.

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