O ella muere (12 page)

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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

Miró a su asesora, buscando su plácet, pero ella se lo negó.

Keith había olvidado de momento nuestra animosidad antes de soltarme aquel rollo bienintencionado. Me estaba utilizando para ensayar su nuevo producto: el envase verde y ecológico de Keith Conner, que habría de situarlo de una vez por todas en el candelero. Pero ahora la interpretación había concluido y era hora de ir al grano. Presintiéndolo, Keith abrió los brazos y preguntó:

—Bueno, ¿qué demonios haces aquí, Davis? ¿No nos hemos demandado mutuamente? —Me lanzó su sonrisa siempre a punto para la cámara—. ¿Y qué tal va eso, por cierto?

—He venido a tomar posesión de la casa.

Trista no levantó la vista, pero se llevó un dedo a los labios. Keith sonrió, socarrón, y me hizo una seña para que siguiera hablando.

—Tengo una cosa tuya. —Eso sí le llamó la atención. Saqué un DVD, uno del cartucho de mi despacho, idéntico a los otros, y se lo enseñé.

—¿Qué es esto?

—Más bien parece un disco, Keith —dijo Trista.

Me gustaba tanto su estilo como su aspecto.

—Ya, pero ¿de qué? —preguntó.

—No sé —repliqué—. ¿No procuraste tú que alguien me lo enviara?

—¿Yo enviarte un DVD? Davis, ni siquiera he pensado en ti desde que te echaron de mi película. —Hizo un amplio gesto, como buscando la confirmación de un público invisible—. ¿Qué hay ahí? ¿Alguna chorrada de ese paparazi de mierda que me está acosando? ¿Has venido a extorsionarme, joder?

Quizá era mejor actor de lo que yo suponía.

—No. —Le lancé el estuche—. Está vacío.

Trista se sentía al fin lo bastante interesada para dejar la revista sobre sus bronceadas rodillas.

—¿Y qué dijo el tipo que te lo entregó? —Keith se estaba exaltando.

Yo seguí el cuento:

—Que le habían dicho que me lo trajera, porque tú estabas en Nueva York rodando unos últimos planos.

—No, yo he estado aquí, joder, trabajando a tope en la preproducción de
Profundidades
. Es una carrera contra reloj, tío.

—¿
Profundidades
?—me extrañé.

—Sí, ya —metió baza Trista—. El título es cosa del agente de Keith. Tuvimos que aceptarlo para que Keith se sumara al proyecto y nos diera luz verde.

—¿O sea que productora y asesora de estilo de vida? —resumí—. Esa sí que es una combinación insólita, incluso en estos barrios.

—Ella está relacionada con el grupo medioambiental que hay detrás de la productora —explicó Conner—. Lo sabe todo sobre estos temas, así que la subieron a un avión y me la mandaron como… bueno, como asesora.

Ahora la imagen se ordenó, y su relación por fin me quedó clara: el trabajo de Trista era otra versión de mi antiguo trabajo; es decir, controlar al actor para que no lo pillaran en una actitud demasiado hipócrita o soltando alguna chorrada. Yo habría preferido empujar una roca cuesta arriba en el Hades, pero quizá por eso estaba en el Valle dando clases para enseñar a escribir guiones, mientras que Trista leía revistas satinadas junto a una piscina olímpica de estilo polinesio.

Keith me devolvió el estuche del DVD, no sin dejar una buena muestra de sus huellas. Quería tenerlas registradas por si se le ocurría atrincherarse en su mansión, o largarse a Ibiza en un jet libre de emisiones de carbono.

—Yo no te mandaría una mierda. —Se echó hacia delante—. Y mucho menos después de que me atacaras.

Por enésima vez, repasé lo que había logrado reconstruir de su conversación telefónica con Ariana: imaginé cómo le fluían las palabras y cómo se le clavaban a ella en las entrañas; todo lo que había venido después. Por fin bajé la guardia y di un paso atrás. Solo entonces comprendí lo mucho que había deseado que se echara sobre mí para poder darle un puñetazo en aquella reluciente dentadura. Deseaba que todo fuese culpa suya.

Me metí el DVD en el bolsillo de detrás, procurando no mancharlo demasiado con mis propias huellas.

—No te estreses, Keith. No quisiera ver cómo pierdes otra pelea con el canto de una mesa.

Me señaló con la cabeza las puertas acristaladas a mi espalda, donde otra vez se había materializado Bree, como una aparición provista de una carpeta sujetapapeles, y concluyó:

—Ella te mostrará el camino.

Capítulo 17

Un agente me acompañó a la segunda planta. Sally Richards estaba frente a su escritorio, concentrada en la pantalla del ordenador. Me acerqué y dejé una caja de sacarina Sweet’N Low junto a una fotografía suya con un crío en brazos.

Le dio un vistazo a mi obsequio y meneó la cabeza, divertida.

—¡Fantástico! Me servirá de almuerzo mañana.

—¿La pillo en mal momento?

—Más o menos. —Señaló el monitor con la barbilla—. Un japonés que se saca por la nariz una serpiente viva en YouTube. —Se echó atrás, cruzando los brazos—. ¿Han dejado otro disco en su puerta?

—No. ¿Han podido encontrar algo en los demás?

—Totalmente borrados. Aunque según nuestro jefe técnico, se veía que habían tenido algo grabado. Me dijo que los datos habían sido eliminados por completo con algún programa de autoborrado, y que nunca había visto nada igual.

Rumié unos instantes tan inquietante información, y pregunté:

—¿Alguna huella?

—Las suyas y las de su esposa. ¿Figuran en la base de datos por los servicios comunitarios que prestaron en la universidad? —Asentí—. Los discos tienen algunas marcas que podrían ser de guantes de látex. O lo que es lo mismo: unos borrones de mierda.

Me saqué del bolsillo el estuche del DVD y se lo enseñé:

—Este tiene las huellas de Keith Conner.

—Me gustaría saber lo que podría sacarse en eBay.

—Yo confiaba en que hubieran encontrado una huella parcial y pudieran usar estas para cotejarla.

—¿Una huella parcial? Poquito a poco, Kojak.

—Aunque Keith hubiese utilizado a alguien para la entrega o el allanamiento —insistí—, se me había ocurrido que podría haber tocado el disco en algún momento. No es que sea un tipo muy listo.

—No me diga. —Siguió mi mirada hasta la fotografía suya con el crío—. Inseminación artificial, ya que lo pregunta. El milagro de la vida, un cuerno. Solo náuseas. —Soltó un silbido—. Si tuviera que volver a hacerlo, adoptaría a un niño chino, como cualquier hija de Safo que se precie. —Levantó la voz—. Mi compañero Terence, mírelo, ahí viene, tiene cuatro chicos. Cuatro. ¡Imagínese! —Valentine se detuvo un momento en la escalera y nos miró con ojos tristes; luego se alejó cansinamente por el pasillo—. A él le encanta que sea su compañera; eso lo convierte en la envidia de la brigada.

—¡Ah, yo habría dicho que era por su sonrisa!

—Siéntese.

Me acomodé en una humilde silla de madera junto al escritorio. Vi una lista de quehaceres en su bloc de notas: Llamar experto informático, descuento secadora, canguro martes noche… Aquel pequeño atisbo de los engranajes de su vida cotidiana me sonó de algo. Quizá me recordaba las banales tareas que yo había tachado de mi propia lista mientras me desmoronaba por dentro.

Manteniendo la vista fija en el suelo, le pregunté:

—¿Nunca se ha sentido estancada?

—¿Como en esa canción de U2? Uno de los problemas de volverse adulto, supongo.

—Ya, pero siempre confías en que no te pasará a ti.

—Sí, esa época de la vida —dijo sonriendo, burlona—, cuando ya las únicas sorpresas consisten en que no puedes tomar comida india con el estómago vacío, y en que los muebles de jardín salen carísimos.

—Así son las cosas, supongo. Y está bien, siempre que te guste lo que haces. —Desvié la mirada; le estaba mostrando más de lo que deseaba—. ¿Ninguna huella, pues? Quizá debería usted haber examinado la cámara y el trípode.

Ella advirtió mi incomodidad, mi brusco cambio de tema.

—Claro. Y podríamos filmar un episodio de CSI en su casa, o quizá llamar a unos criminólogos del FBI.

—Vale, vale. Cuentan con recursos limitados. Por ahora, sigue siendo una travesura inocente con una videocámara.

—No es eso simplemente, Davis, pero el tipo llevaba guantes de látex. Los estuches, las fundas y los discos están del todo limpios. Si creemos su versión, los DVD se borraron por sí solos como en una película de James Bond. Quien esté detrás de este asunto se ha andado con mucho cuidado, y no iba a pulsar de repente el botón de grabación con un dedo desnudo. —Se sirvió agua y, abriendo la caja de edulcorante, sacó unos cuantos sobres rosados y los vació en la taza—. Bueno, no debería contárselo, pero ya que ha traído Sweet’N Low… —Usó un lápiz para remover—. ¿Ha habido otros polis en la casa?

—Eso es una pregunta, Sally. No me está contando nada.

—¡Vaya, hombre!

—¿Por qué me pregunta por otros polis?

Dio un sorbo y se echó atrás en su frágil sillita.

—El resultado de la huella de bota…

—¿Cómo? ¿Qué huella de bota?

—La del tramo embarrado del patio de delante, junto a ese aspersor que tiene una fuga. La vimos cuando íbamos a hablar con su vecino. —Abrió un cajón y lanzó un expediente sobre la mesa. Se desparramaron fuera numerosas fotografías: una impresión bastante decente de una gruesa suela de bota que apuntaba hacia la calle. Marcada, me figuré, cuando el intruso abandonaba el lugar. En algunas fotos la huella aparecía iluminada con una linterna Mag-Lite como la de Sally, apoyada sobre la hierba para poder enfocar a ras del suelo.

—¿Cuándo las tomó?

—No las tomé yo. Se encargó Valentine mientras yo volvía a entrar para hablar con usted.

Recordé al detective esperando afuera, en el Crown Vic, y a ella sentada ante su taza de té, distrayéndome con su charla y obligándome a dar la espalda a la ventana de delante.

—Es una bonita huella de tres dimensiones —observó—: marca de la suela muy desgastada en los bordes, a la altura del pulpejo del pie, y guijarro incrustado en las ranuras del talón, aquí. ¿Lo ve?

—¿Hicieron un molde?

—Como ya he dicho, Kojak, no podemos recurrir a los criminalistas porque alguien le enviara a casa un vídeo misterioso.

—Estupendo. Quiere decir que primero nos matarán brutalmente en la cama, y luego ustedes enviarán una furgoneta.

—Primero de todo lo matarán brutalmente a usted en su sofá. Y sí, luego enviaremos una furgoneta.

Ojeé las fotos: una estaba tomada directamente desde arriba; la radio de Valentine se hallaba junto a la huella.

—¿La radio es para dar la escala?

—No, para crear ambiente. Sí. La escala. La huella corresponde a unas botas estilo Danner del cuarenta y cinco; la marca es Acadia, un calzado militar muy común, de veinte centímetros de caña en el tobillo; son supercómodas y pueden renovarse las suelas. A los polis les encantan, pero valen el doble que unas Hi-Tec o unas Rocky, de modo que no se ven demasiadas. Son botas de campaña para agentes de patrulla o de las unidades de élite. Los detectives, en cambio, llevan zapatos de vestir baratos. —Con un gruñido, apoyó su sufrido mocasín en el borde del escritorio—. No te llega más que para unas Payless si tienes un presupuesto de madre soltera.

—Entonces, ¿es una bota de la policía?

—Pero cualquiera puede comprarlas, igual que las pistolas. Y todos sabemos de sobra que algunos perturbados se sienten inclinados al fetichismo por la ropa policial.

—En especial cuando ya trabajan en la policía.

—No me mire a mí. Yo quería ser astronauta.

Dejé vagar la mirada por la sala de la brigada, fijándome en las botas negras de diversas marcas que llevaban los agentes.

—¿Qué número tiene Valentine?

—No gasta un cuarenta y cinco —rezongó frunciendo los labios con irritación—. Y él estaba de turno conmigo cuando se filmaron esas imágenes. Seguro que es capaz de hacerlo mucho mejor, inspector Clouseau.

—Bueno, el caso es que no ha venido ningún policía a nuestra casa, que nosotros sepamos. Creo que nunca.

—Como he dicho, podría tratarse de un poli con botas de poli, o de un chiflado con unas botas de poli. —Se levantó y se puso la chaqueta, dando por concluida la conversación—. Si quiere hacer algo útil, debería esforzarse en averiguar a quién ha conseguido cabrear últimamente. Usted, o su encantadora esposa.

—Eso ya lo he hecho —afirmé—. ¿Dónde más se supone que debería buscar?

—Hay piedras por todas partes. Lo que pasa es que, por lo general, no andamos levantándolas.

Capítulo 18

Mientras volvía por Roscomare, llamé a Ariana a la galería:

—Voy a casa temprano.

—¿No te vas al cine? —preguntó.

—No, no voy al cine.

—De acuerdo. Ya termino aquí también.

Había cierta excitación de coqueteo en nuestra conversación, algo tácito pero palpable, como si fuéramos adolescentes locamente enamorados planeando una segunda cita. Caí en la cuenta de que rara vez había vuelto a casa en las últimas seis semanas antes de que ella estuviese acostada. Y ahora me sentía nervioso y exaltado a la vez, y no sabía qué podría reservarme una velada con ella.

Una vaga desazón, no obstante, socavaba mi optimismo. La cita de Ariana con su cliente (aquella para la cual necesitaba el traje que yo no había recogido) había de celebrarse por la tarde. ¿Por qué estaba, pues, en la galería cuando la había llamado? Mientras recorría media manzana, sopesé incluso la posibilidad de volver a llamar para confirmarlo con su secretaria. Como la propia Ariana me había indicado, no hace falta mucho más que un pañuelo blanco y unos cuantos codazos bien dados… Mi paranoia, advertí, estaba disparada y me inducía a cuestionarme —aunque fuera estúpidamente— todo lo que sucedía a mi alrededor.

Pasé por la zona comercial. La señal de cobertura de la pantalla del teléfono móvil parpadeó y desapareció a causa de la altitud. Mientras reducía la velocidad antes de entrar en el sendero de acceso, tuve un presentimiento y estiré el cuello sin poder contenerme para ver si me aguardaba alguna sorpresa. En el patio de delante todo parecía normal, y en el umbral tampoco se veía nada. Un leve movimiento de la cortina, sin embargo, captó mi atención. En un instante vislumbré una mano blanca justo antes de que se retirase. Demasiado blanca.

Un guante de látex.

Era algo tan inaudito, tan fuera de lugar, que al principio me dejó aturdido y sufrí una especie de vacío mental. Después, con creciente alarma, percibí la figura tras la cortina: una sombra borrosa, como un pez en aguas turbias.

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