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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

O ella muere (9 page)

Después del asunto de los DVD, no quería darle un susto si levantaba la vista. Cuando ya estaba a punto de retroceder, ella se acercó a la puerta de la cocina, la contempló con detenimiento, abrió la cerradura de seguridad y volvió a cerrarla con firmeza.

Me quedé allí plantado unos momentos después de que ella desapareciese escaleras arriba.

Capítulo 11

El café Formosa ya era un local famoso de Hollywood mucho antes de que Guy Pearce, en el papel de Ed Exley, tomara a Lana Turner por una puta en
L.A. Confidential
. En el bar, bajo las fotos en blanco y negro de Brando, Dean y Sinatra, me tomé un escocés para armarme de valor; esas compañías al menos me fortalecían. Frente a las ventanas que daban al oeste, se alzaba amenazador el complejo de edificios que constituía Summit Pictures, así como un anuncio gigante de
Te vigilan
: La pretenciosa cara de Keith Conner cubría todo el flanco del edificio de los directivos. Se abarcaba de Bogart a Conner con un simple giro de cabeza. Pero ocurría que Bogart ocupaba un espacio de veinte por veinticinco, y Conner, un edificio entero. Injusticia poética.

El anuncio de seis pisos lograba que pareciesen pequeños los coches que circulaban. Me di cuenta de que lo habían rehecho por el recuadro que faltaba en la base, donde se veía un fragmento de la versión anterior. En la actual, un infladísimo primer plano de Keith entornando los ojos, dispuesto a afrontar el peligro cara a cara, había reemplazado a la borrosa silueta que bajaba la escalera del metro. La fase de rodaje de la película acababa de concluir, y ni siquiera se había montado el tráiler, pero los primeros comentarios habían catapultado al actor a las alturas, por lo que valía la pena centrar toda la campaña publicitaria en torno a su imagen. Se había convertido en una figura en ciernes; cosa que, en parte, era culpa mía.

El camarero hizo una pausa en su trabajo para recoger mi vaso. Antes me había reconocido como un antiguo habitual y me había hecho una seña para que pasara, aunque ya estaban preparando las mesas para el almuerzo. Ahora, sin embargo, no me preguntó si quería otra copa.

Llamé con mi móvil a la centralita de Summit.

—Oiga, por favor, ¿podría hablar con Jerry, de Seguridad?

Jerry y yo nos habíamos hecho amigos durante la fase de preproducción, cuando me pasaba el día en los estudios. Nos habíamos conocido en el comedor y enseguida fuimos a almorzar juntos varias veces a la semana. Como es natural, no habíamos hablado desde que se habían torcido las cosas.

Cada timbrazo del teléfono sonaba como una cuenta atrás. Al fin descolgó. Yo tenía la garganta seca.

—¡Eh, Jerry, soy Patrick!

—¡Vaya! Patrick, no puedo hablar contigo. Te habrás dado cuenta de que estás en medio de un pleito con mis jefes.

—Lo sé, lo sé. Oye, no quiero más que preguntarte una cosa. Estoy aquí enfrente, en el Formosa. ¿Puedes darme dos minutos?

Su voz se volvió más grave al contestar:

—El hecho de que me vieran contigo podría dejarme con el agua al cuello.

—No tiene nada que ver con el pleito.

No contestó de inmediato y yo no lo presioné. Por fin suspiró y dijo:

—Será mejor que no lo sea. Dos minutos.

Colgó. Aguardé con el corazón palpitante. Tras un buen rato, entró con precipitación y echó una ojeada al vacío restaurante. Se sentó en el taburete de al lado sin saludarme, evitando la tosca campechanía aprendida durante su período con los marines.

—Si he venido es porque los dos sabemos que en este asunto te ha tocado la peor parte —planteó Jerry—. Keith es un gilipollas y un mentiroso; nos ha enredado a todos. Para serte sincero, estoy deseando dejar todo este tinglado. —Señaló con un gesto irritado el complejo—. Volver a la seguridad de verdad, ganarme honradamente la vida con asuntos turbios…

—Tengo entendido que acabáis de firmar con Keith por dos películas más.

—Sí, pero ahora el muy idiota va a hacer un documental de mierda sobre ecología. Mickelson trató de convencerlo para que esperase a tener otro éxito en el bolsillo, pero no: tiene que ser ahora. —Sonrió, socarrón—. Me imagino que Mickelson le dijo que el medio ambiente también seguirá hecho una mierda dentro de dos años. Y eso no debió de ayudar para convencerlo. —Alzó los hombros y los bajó—. Pero, en fin, después seguirá con nosotros. —Alargó la mano hacia mi vaso de agua con hielo, aún intacto, dio un trago y consultó el reloj—. Bueno…

—Me han estado jodiendo últimamente, grabándome en vídeo; incluso entraron en mi casa de noche. He pensado que tal vez alguien del estudio se haya extralimitado, y como sé que tú supervisas los expedientes de investigación… ¿Se te ocurre alguien que pueda haberse tomado un interés extraoficial en el caso?

—¡No, hombre! —Su alivio era patente—. Mira, esa demanda es un jaleo, seguro, pero nada con lo que no estén acostumbrados a lidiar. Forma parte del negocio.

—De este negocio, al menos —comenté. Su expresión seguía siendo tranquila, indiferente—. Entonces, por lo que tú sabes, no hay nadie que esté tan desquiciado que quiera tomárselo en plan personal.

—Hasta donde yo sé. Y sé bastante, Patrick. Me encargo de supervisar los correos electrónicos, de comprobar que no hay micrófonos ocultos, de contactar con la policía, en fin, toda esa mierda. Ya sabes que a esta gente le encanta la seguridad. Yo soy el tipo duro de la empresa y el papá que lo soluciona todo. Si alguien se astilla una uña, me llaman dando alaridos, o si un conserje mira más de la cuenta las piernas que no debe, he de mantener una pequeña conversación. En fin, idioteces. El mundo se ha vuelto muy complicado. Pero hay una cosa que continúa igual que en los viejos tiempos: si quisieran darte un rapapolvo, me llamarían a mí.

No sabía bien qué andaba buscando. Era obvio que Jerry no iba a confesármelo todo si la productora se había propuesto hostigarme. Aun así, lo miré a los ojos y le creí. Cuanto me estaba cayendo encima, no tenía nada que ver con ellos.

—¿Algo más? —inquirió Jerry, echando un vistazo nervioso hacia la puerta.

—¿Puedes darme la nueva dirección de Keith Conner?

—¿A ti qué te parece?

Alcé las manos, como retirando la pregunta.

—¿De veras crees —añadió— que Keith Conner iba a colarse furtivamente en tu casa?

—En persona no, pero dispone de dinero en cantidad y subalternos más que suficientes. Y también algo así como una vena vengativa. He de hablar con él.

—Me parece que ese es el único punto en el que sus abogados, los tuyos y los nuestros estarían de acuerdo: ni se te ocurra hablar con él. Nunca. —Se apartó de la barra y se fue.

Capítulo 12

—¿Keith Conner es sexy en persona? —Primera fila, rubia, sudadera de la hermandad estudiantil. Shanna o Shawna.

—Es bastante atractivo —respondí mientras me paseaba frente a la clase mascando un chicle para disimular el escocés con el que me había serenado los nervios. Sonaron algunas risitas entre los asientos del aula, tipo anfiteatro. Presentación de la escritura de guiones. Imposible entrar en Los Ángeles sin matricularse.

—Bueno, ¿alguna pregunta sobre la asignatura?

Miré alrededor. Varios chavales tenían cámaras digitales en los pupitres o sobre las mochilas, y un número de ellos aún mayor tomaba apuntes en portátiles con cámara incorporada. Un tipo sentado hacia la mitad del aula le sacó una fotografía a su compañero con el móvil. Procuré desviar mi atención de esa miríada de cámaras y me fijé en un brazo alzado.

—Sí, Diondre.

Su pregunta estaba más o menos relacionada con el dilema entre talento y trabajo.

Me había pasado todo el día distraído y sorprendido una y otra vez buscando sentidos ocultos en los comentarios de los alumnos. Durante el descanso, había revisado los exámenes para comprobar cuántos suspensos había repartido: siete nada más. Ningún alumno se lo había tomado en apariencia de un modo personal. Además, cualquiera de los que iban mal tenía tiempo para dejar la asignatura sin consecuencias, lo cual reducía todavía más la probabilidad de que mi acosador fuera un estudiante agraviado.

Advertí que no había prestado atención a lo que Diondre me estaba diciendo.

—Mira, como la hora y media ya ha terminado, ¿por qué no te quedas y lo discutimos? —Hice un gesto con la mano, dando por concluida la clase. Por la celeridad con la que se dispersaron, parecía que hubiera sonado una alarma de bombardeo.

Diondre aguardó, a todas luces disgustado. Era uno de mis alumnos preferidos, un chico locuaz del este de Los Ángeles, que solía lucir unos pantalones cortos holgados de los Clippers, un pañuelo pirata, que hasta yo sabía que estaba pasado de moda, y una sonrisita que inspiraba confianza de entrada.

—¿Estás bien?

Un leve gesto de asentimiento y prosiguió:

—Mi madre me ha dicho que nunca lo lograré, que no soy ningún cineasta, y que lo mismo podría convertirme en acróbata chino. ¿Usted cree que es cierto?

—No lo sé. No doy clases de acrobacia china.

—Hablo en serio. Oiga, usted sabe de dónde vengo. Soy el primero de mi familia que ha terminado la secundaria, no digamos ya, que entra en la universidad. Todos mis parientes me dan la brasa porque estudio cine. Si estoy perdiendo el tiempo, será mejor que lo deje.

¿Qué podía decirle? ¿Que pese a los mensajes de las galletas de la suerte y de los carteles de autoayuda, los sueños no bastan? ¿Que puedes invertir toda la pasta y esforzarte al máximo, pero que eso no siempre es suficiente en la vida real?

—Mira —expuse—, en gran parte todo se reduce a una combinación de trabajo y buena suerte. Te esfuerzas a tope con la esperanza de tener un golpe de fortuna.

—¿Así es como lo consiguió usted?

—Yo no lo conseguí. Por eso estoy aquí.

—¿Cómo? ¿Ya no va a escribir más películas? —Parecía consternado.

—Por ahora. Y no pasa nada. Si algún consejo puedo darte, y tampoco deberías hacer mucho caso, es que te asegures de que esto es realmente lo que quieres. Porque si te lo has propuesto por motivos equivocados, podrías conseguirlo y descubrir que no es lo que tú esperabas.

Adoptó una expresión pensativa, frunció los labios y asintió poco a poco; luego echó a andar hacia la puerta.

—Oye, Diondre… He recibido unas extrañas amenazas.

—¿Amenazas?

—O advertencias, no lo sé. ¿Conoces a algún alumno que tenga ganas de meterse conmigo?

Fingió que se indignaba y me soltó:

—¿Y me lo pregunta a mí porque soy negro y vivo en Lincoln Heights?

—Por supuesto. —Le sostuve la mirada hasta que ambos nos echamos a reír—. Te lo pregunto porque tú sabes calar a la gente.

—No sé. Usted cae bien a la mayoría, que yo sepa. No es demasiado duro con las notas. —Alzó ambas manos—. Sin ánimo de ofender.

—No me ofendo.

—¡Ah! —Chasqueó los dedos—. Yo me andaría con ojo con ese canijo filipino. ¿Cómo se llama? ¿Fumas-en-Bong?

—¿Quieres decir, Paeng Bugayong? —Se refería a un chico bajito y callado que se pasaba la clase en la última fila, dibujando con la cabeza gacha. Tomándolo por tímido, un día le hice una pregunta para ayudarlo a lanzarse y él, agresivamente, se pasó mucho rato pensando antes de responder con un monosílabo.

—Sí, ese. ¿Ha visto los dibujos del tío? Cabezas decapitadas, dragones, toda esa mierda. Nosotros decimos en broma que acabará en el UVE Tech, ¿me sigue?

—¿Dónde?

—En el Virginia Tech. —Diondre convirtió su mano en una pistola y disparó a los pupitres vacíos, como el coreano que perpetró la masacre del Politécnico de Virginia.

—En mis tiempos —dije haciendo una mueca—, a eso lo llamábamos «encargo».

* * *

—¡Maldita sea! —exclamó Julianne—. Alguien se ha cargado el cartucho del filtro del café.

—LA DESCONSIDERACIÓN ABUNDA, Y EL DESTINO DEL SEÑOR CAFÉ PENDE DE UN HILO.

—Corta el rollo, Marcello. Me está entrando dolor de cabeza por falta de cafeína.

Él me miró, buscando mi complicidad, y soltó:

—Un día no quieren que pares y al día siguiente ya eres historia.

—Ciudad despiadada —dije con voz cansina.

Teníamos la sala de profesores para nosotros solos, como de costumbre. Marcello estaba tumbado en el lanoso sofá a cuadros, hojeando
The Hollywood Reporter
, y yo releía los escasos trabajos que Paeng Bugayong había entregado: miniguiones para cortos que podría filmar luego en la clase de producción. Hasta ahora me había tropezado con un brujo castrador que se cebaba en deportistas descerebrados; con un gamberro en serie que secuestraba al Niño Jesús de los belenes de Navidad, y con una chica que se dedicaba a hacerse cortes porque sus padres no la comprendían. En fin, el pan nuestro de cada día entre adolescentes con carencias afectivas, a medio camino entre el rollo gótico y la estética emo; todo ello bastante inofensivo en apariencia.

Cuando le había pedido a la secretaria del departamento que me sacara el expediente de Bugayong, farfullando como pretexto que quería comprobar si no estaba reciclando justificantes para saltarse clases, ella me había mirado a los ojos un segundo más de la cuenta, y a mí se me quedó fija la sonrisa provocada por los nervios incluso después de que me dijera que cursaría una solicitud al archivo central.

—¿Alguno de vosotros le da clases a un chico llamado Bugayong?—pregunté.

—Extraño nombre —contestó Marcello—. Aunque bien pensado, debe de ser como John Smith para los coreanos.

—Filipino —aclaré.

Julianne le dio un golpe a la máquina de café con el canto de la mano, aunque no pareció reaccionar. Después preguntó:

—¿Un chico rarito y menudo que siempre parece como si estuviera chupando limón?

—¿O sea que Pang Bujarrayong —intervino Marcello— es tu principal sospechoso? —Estaba empezando a interesarse en el caso, o simplemente no le gustaba quedarse al margen—. ¿Es inquietante lo que escribe?

Julianne me miró a mí y comentó:

—Si alguien leyera tus guiones, creería que eres paranoico.

—Suerte que nadie los lee. —Marcello, como siempre tan simpático.

Julianne se acercó removiendo café en agua caliente —no café liofilizado instantáneo, sino molido— y dijo:

—Ya. —Dio un sorbo, retrocedió y lo tiró en el fregadero.

—Un alumno mío —comenté— me ha dicho que tiene algún tornillo suelto.

—Y a esa edad —observó Marcello— poseen un criterio tan atinado para juzgar a los demás…

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