—Bugayong es un gallina —terció Julianne—. Te apuesto una cafetera nueva a que mea sentado.
—Sí. No puede ser él —contesté mirándome una de las costras de mis nudillos—. Tiene la imaginación para hacerlo, pero el valor… no creo.
—Y tu vecino tiene los cojones, pero no la imaginación —opinó Marcello—. ¿Quién tendrá ambas cosas?
Julianne y yo dijimos a la vez:
—Keith Conner.
El hecho de que se decantaran por el mismo nombre me asustó. No es que ninguna de las demás probabilidades fuera buena, pero dados los recursos de Keith, que él me tuviese entre ceja y ceja era un perspectiva para echarse a temblar.
Julianne se desplomó en un sillón y se dedicó a repasarse el esmalte negro de las uñas.
—Nunca te das cuenta realmente —dijo— de lo estrecha que es la línea que separa los rencores cotidianos de la obsesión.
—¿La obsesión del acosador o la mía? —Me dirigí hacia la puerta. No sabía muy bien qué esperaba conseguir, pero si algo me había enseñado mi malograda carrera, era que el protagonista no puede permanecer inactivo. No iba a quedarme de brazos cruzados esperando a que el intruso subiera otro peldaño y se presentara en mi casa con la videocámara y un martillo.
A mí espalda, escuché:
—EL NUEVE DE FEBRERO, PATRICK DAVIS YA NO-TIENE-DÓNDE-ESCONDERSE.
—Hoy es diez, Marcello —dije.
—¡Ah! —Frunció el entrecejo—. EL DIEZ DE FEBRERO.
Salí y cerré la puerta.
Encontré a Punch Carlson en una tumbona, frente a su destartalada casa, perdida la mirada y los pies descalzos sobre una nevera portátil. Esparcidas alrededor, había unas cuantas latas aplastadas de Michelob al alcance de su mano. Punch era policía retirado y trabajaba como asesor en los rodajes, enseñando a los actores a llevar una pistola sin que parecieran demasiado idiotas. Nos habíamos conocido hacía bastantes años cuando yo me documentaba para un guión que nunca llegué a vender y, desde entonces, nos tomábamos una cerveza de vez en cuando.
Bajo el resplandor de la luz del porche, no me vio acercarme. Su inexpresiva mirada, fija por completo en la casa, tenía un aire de derrota. Se me ocurrió que tal vez le daba miedo estar dentro. O quizá yo estaba proyectando los sentimientos que me inspiraba últimamente mi propia casa.
—Patrick Davis —dijo, aunque no entendí cómo me había reconocido con tanta facilidad. Se le trababa un poco la lengua, pero ello no le impidió abrir otra lata—. ¿Quieres una?
Me fijé en el guión que tenía en el regazo: las páginas se doblaban hacia atrás.
—Gracias.
Atrapé la lata antes de que me diera en la cabeza. Me acercó la nevera portátil de un puntapié, me senté encima y di un sorbo: tan buena como solo puede serlo la mala cerveza. Como Punch vivía a cuatro travesías de un sórdido trecho de Playa del Rey, los ojos me escocían un poco por el salitre del aire. Un flamenco de plástico, descolorido por el sol y medio ebrio, se sostenía inclinado sobre una pata; varios gnomos de jardín lucían los bigotes de papá.
—¿Qué te trae por Camelot? —me preguntó.
Se lo expliqué todo, empezando por el primer DVD que había aparecido en el periódico del día anterior.
—Parece una chorrada —opinó—. No hagas caso.
—Yo creo que alguien está sentando las bases para algo más, Punch. El tipo entró en mi casa.
—Si pretendiera hacerte daño, ya lo habría hecho. A mí me suena a broma sofisticada. Alguien que quiere sacarte de quicio. —Y me miró fijamente.
—Vale. Y ha funcionado. Pero quiero saber qué hay detrás.
—Déjalo correr. Cuanta más atención prestes, más grande se volverá el asunto. —Hizo un gesto con la mano—. Si le quitas el pico a un pájaro carpintero, se da de porrazos hasta matarse. Él no lo sabe, ¿entiendes? Y sigue machacando el tronco con su cabecita. Así que…
—¿Eso es cierto?
Se interrumpió y luego dijo:
—¿A quién coño le importa? Es una metáfora… ¿Te suena? —Frunció el entrecejo y dio un sorbo—. En todo caso —añadió tratando de recobrar el impulso—, tú eres como ese pájaro.
—Una imagen impactante —asentí.
Dio un buen trago y se secó la barbilla, que no llevaba rasurada.
—Bueno, ¿y qué pinto yo en este pequeño embrollo?
—Quiero hablar con Keith Conner. Después de nuestro encontronazo, como comprenderás, es mi primer candidato. Pero no aparece en la guía. Es obvio.
—Prueba en Star Maps.
—Sigue figurando la dirección antigua —puntualicé—. Ahora está en las
bird streets
[1]
, por encima del Sunset Plaza.
Hojeó desganadamente las páginas del guión. Parecía haber desconectado.
—¿Qué me dices? —insistí—. ¿Crees que podrías averiguarme la dirección, y husmear un poco sobre él?
—¿Tareas de sabueso? —Alzó las hojas y las dejó caer sobre su regazo—. ¿Crees que haría estas mierdas si estuviera en forma?
—¡Vamos, hombre! Tú sabes cómo moverte y con quién hablar para conseguir algo. La camaradería del cuerpo de policía y tal.
—Usar las vías oficiales no sirve de nada, amigo. Estas cosas se hacen extraoficialmente. Pides un favor por aquí, devuelves otro por allá. Sobre todo cuando estás en un rodaje. Que si te hace falta un permiso para trabajar en la calle, que si algún gilipollas necesita alquilar un helicóptero de las unidades de élite… Y siempre con el tiempo justo. —Sonrió, socarrón—. No es como, no sé, cuando andas detrás de un violador en serie.
Capté su tono y cuestioné:
—¿Y?
—Un perro viejo como yo no puede hacer todos los favores que quiera. Tengo que sacar algo a cambio.
Me levanté, apuré la lata y la tiré al césped con las demás.
—Está bien. Gracias de todos modos, Punch.
Volví al coche. Cuando ya había cerrado la puerta, se plantó ante la ventanilla.
—¿Desde cuándo te das por vencido tan deprisa? —Hizo una seña con la cabeza hacia la casa.
Me bajé otra vez y lo seguí por el patio hasta la cocina: platos sucios, un grifo que goteaba y un cubo de basura repleto hasta los topes de cajas de pizza dobladas. En la puerta de la nevera había un dibujo infantil sujeto con el imán de un club de estriptis, y un dibujo hecho con ceras, casi desesperado de tan alegre, de una familia de tres personas; todas ellas trazadas con palotes, grandes cabezas y sonrisas kilométricas. El sol consabido en una esquina del papel parecía la única mancha de color en aquella cocina tan lúgubre. No se le podía reprochar a Punch que se refugiase en el patio.
Busqué un sitio donde sentarme, pero la única silla estaba ocupada por una pila de periódicos viejos. Punch revolvió un rato hasta encontrar un bolígrafo. Al sacar el dibujo de la nevera, el imán cayó al suelo y rodó por debajo de la mesa.
—¿En las
bird streets
, has dicho?
—Sí. Blue Jay, o quizá Oriole.
—Un gilipollas como Conner seguramente ha puesto la casa a nombre de un fideicomiso o algo así para que no consigan rastrearlo. Pero alguien la acaba cagando siempre. La suscripción de DirectTV, el registro de vehículos o alguna otra cosa estará a su nombre. Espérame fuera.
Salí y me senté en la tumbona. Me pregunté en qué pensaría cuando se pasaba las horas contemplando la misma vista.
Al fin emergió de la casa. Me tendió ceremoniosamente el dibujo, con una dirección garabateada al dorso, y soltó una risita.
—Bonita parte de la ciudad ha elegido tu amiguito. —Me hizo un gesto para que le dejase libre la tumbona—. Preguntaré un poco por ahí, a ver si sale alguna cosa sobre él.
El hecho de tener su dirección me inquietó. Como estrella de cine, Keith Conner podía parecer un blanco legítimo de la curiosidad ajena, pero eso no eran más que chorradas. Hurgar en su vida equivalía a invadir su intimidad, y los dos últimos días me habían vuelto a recordar el sentido de esa expresión. Mis acciones —y mis motivos— me dieron que pensar de repente. Pese a ello, doblé la hoja y me la guardé en el bolsillo.
—Gracias, Punch.
Hizo un ademán de despedida.
Di unos pasos hacia el coche, pero volví atrás.
—¿Por qué me has ayudado? Quiero decir… después de lo que me has dicho sobre cobrarte los favores.
Se frotó a fondo los ojos con el pulgar y el índice. Cuando levantó la vista, los tenía todavía más enrojecidos.
—Cuando todavía tenía al chico, antes de joderla del todo y de que Judy me retirase la custodia… ¿recuerdas aquella ocasión en la que estaba atascado en la escuela? Tú lo ayudaste. Lo ayudaste con cierto informe de lectura, ¿te acuerdas?
—¡Bah! Eso fue una tontería.
—No. Para él, no. —Regresó renqueante a la tumbona.
Cuando arranqué, estaba otra vez allí sentado, contemplando la fachada de su casa.
* * *
Mi desasosiego se acrecentó de camino a casa, como si aumentase con la altitud mientras iba subiendo por Roscomare entre el denso tráfico de la tarde. En casa de los Miller, todas las luces estaban apagadas. Aparqué en el garaje, junto a la camioneta blanca de Ari y revisé el buzón: montones de facturas, pero ningún DVD.
Solté el aire que había retenido sin darme cuenta. Don y Martinique estaban ocupados en sus asuntos; no quedaba nada en nuestro buzón; de momento todo permanecía en calma.
Al abrir la puerta, se disparó una alarma por toda la casa. Me sobresalté, se me cayó el maletín y todos los papeles se desparramaron por el suelo. Arriba se abrió de golpe una puerta y un instante después Ariana bajó ruidosamente, blandiendo una raqueta de bádminton. Al verme, suspiró aliviada y, pulsando los botones del teclado junto a la barandilla, silenció la alarma.
—¿Qué, de fiesta campestre? —pregunté.
—Es lo primero que he encontrado en el armario.
—Hay un bate de béisbol en el rincón, y una raqueta de tenis. Pero… ¿ese trasto? ¿Qué pensabas hacer? ¿Acribillar al intruso con volantes de bádminton?
—Sí, y luego el tipo habría resbalado con tus papeles.
Nos sonreímos los dos de nuestra ingenua reacción.
—El código nuevo es 27093 —informó—. Las llaves están en el cajón.
Habría de acordarme de desconectar la alarma si quería salir por la noche a echar un vistazo. Nos quedamos allí mirándonos: yo con todos los papeles a mis pies, y ella con la raqueta de bádminton depuesta, repentinamente incómodos.
—De acuerdo —dije con cautela. El ultimátum implícito que me había dado anoche flotaba entre nosotros, adensando el ambiente. Sabía que debía decir algo, pero no encontraba las palabras—. En fin, buenas noches —murmuré sin convicción.
—Buenas noches.
Nos seguimos mirando un poco más, sin saber qué hacer. En cierto modo, aquella amabilidad artificial era incluso peor que la atmósfera estancada en la que nos habíamos movido los últimos meses.
Con aire derrotado, Ari esbozó una sonrisa forzada. Le temblaban las comisuras de los labios al preguntar:
—¿Quieres que te deje la raqueta?
—Con las manazas que tiene el tipo, me parece que solo serviría para cabrearlo más.
Se detuvo junto a la barandilla y volvió a introducir el código para activar el sistema. Unos instantes más tarde, mientras abría la puerta del dormitorio, me llegó la voz de Bob Newhart, en una reposición de su espectáculo.
Incluso cuando la hubo cerrado, permanecí un rato en la penumbra, al pie de la escalera, mirando hacia arriba.
Volví a dormitar muy agitado en el diván y decidí levantarme cuando la luz de la mañana me recordó una vez más lo inútiles que eran las cortinas semitransparentes. Me incorporé y me dirigí deprisa a la puerta, ansioso por ver si había otro DVD envuelto en el periódico. Abrí de golpe, sin pensar en absoluto en la alarma, pero su estrépito me atravesó los tímpanos. Retrocedí corriendo hasta el teclado, y la desconecté. Ariana ya estaba en lo alto de la escalera, jadeante, apoyándose una mano en el pecho.
—Perdona. Soy yo; iba a mirar afuera…
—¿Hay algo?
—No sé. Espera. —La puerta había quedado abierta. Salí a recoger el periódico y lo revisé, arrugando las secciones y tirándolas por el vestíbulo—. No.
—Bien —dijo—. A lo mejor toda esta historia se desinfla sin más. —Alargó la mano y golpeó supersticiosamente el yeso de la pared.
Yo tenía mis dudas, y ella también; no hacía falta decirlo.
Arrinconando el pánico y haciendo lo posible para no detenernos y admitir la amenaza que se cernía sobre nosotros, seguimos la rutina matinal en piloto automático: ducha, café, comentarios escuetos y educados, el lirio mariposa —otra vez naranja— del invernadero. Me preguntaba qué sentido tendría.
Revisé mi grabación de seguridad, por así llamarla, del porche y la acera, y una vez colocada de nuevo la cámara tras la palma bambú, me apresuré a salir, deseoso de mantenerme en movimiento. Un día más, me detuve un momento en el garaje: la luz sesgada se colaba por la puerta e iluminaba el maletero del coche, mientras el vestido de novia me espiaba a través del recipiente de plástico. Por primera vez en mucho tiempo, no quise acercarme a hurtadillas para observar a mi esposa. Me costó unos instantes comprender que tenía miedo, miedo de que estuviera llorando; y tal vez todavía más de que no fuera así.
Subí al Camry y salí por el sendero marcha atrás. Los coches zumbaban a mi espalda, pues ya se había puesto en marcha el tráfico matinal. En los días más complicados, podía pasarme esperando cinco minutos hasta que lograba salir a Roscomare. Empecé a dar golpecitos en el volante con impaciencia; me esperaba una jornada completa de clases. Y en el asiento del acompañante tenía la hoja con la dirección de Keith Conner, que me había anotado Punch de su puño y letra.
Me distrajo un movimiento en la puerta de al lado: Don caminaba hacia su Range Rover, aparcado en el sendero, mientras hablaba con un auricular Bluetooth. Estaba concentrado en la conversación y no paraba de gesticular, como si eso pudiera ayudarlo a hacerse entender. Al cabo de un momento, salió Martinique a toda prisa con la bolsa del portátil, que Don debía de haber olvidado. Ella llevaba ropa deportiva de fibra sintética para resaltar su nueva figura; era prácticamente su uniforme, porque hacía ejercicio cuatro horas al día. Don se detuvo a recoger el portátil, y Martinique se inclinó para darle un beso de despedida, pero él ya se había dado la vuelta para subir al coche. Arrancó y aprovechó un hueco en el tráfico que a mí se me había pasado por alto mientras los observaba. Martinique, cuyo rostro tenía una tersura quirúrgica e inexpresiva, se quedó inmóvil en el sendero, sin seguirlo con la mirada y sin regresar a su casa. Desviando ligeramente la mirada, fijó sus ojos en mí. Sabía que yo había visto lo que acababa de suceder. Bajó la cabeza y volvió adentro con paso vivo.