O ella muere (11 page)

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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

Estuve mucho rato sentado allí, con la vista perdida en el desvencijado salpicadero. Contemplé la hoja con la dirección que se hallaba en el asiento contiguo; le di la vuelta y examiné el dibujo del chico de Punch: un sol grande y ñoño, las tres figuras de palotes cogidas de las manos. Un cuadrito triste, primitivo y angustioso.

Paré el coche y me bajé. Cuando entré en casa, Ariana estaba sentada donde siempre, en el brazo del diván. Pareció sorprendida.

—Me he pasado seis semanas —le dije— tratando de encontrar alguna manera de no seguir enamorado de ti.

Entreabrió la boca. Alzó una mano temblorosa y dejó la taza en la mesita de café.

—¿Ha habido suerte?

—Ninguna. Estoy jodido.

Nos miramos, cada uno en un extremo del salón. Sentí que algo se removía en mi pecho, un conato de emoción, como si el atolladero en el que estábamos comenzara a resquebrajarse.

Ella tragó saliva con esfuerzo y desvió la mirada. Tenía los labios trémulos, como a punto de reír y llorar a la vez.

—¿Y eso dónde nos deja? —preguntó.

—Juntos.

Sonrió, luego se le contrajo la boca. Se secó las mejillas y desvió otra vez la vista. Nos hicimos una seña con la cabeza, casi con timidez, y yo volví a salir por el garaje.

Capítulo 15

Le llevé a Julianne un café del Starbucks de la esquina, sujetándolo ante mí como una ofrenda al entrar en la sala de profesores. Ella y Marcello estaban sentados frente a frente, aunque en mesas distintas para aparentar que trabajaban.

Julianne me miró con recelo, e inquirió:

—¿Qué es lo que quieres?

—Que me cubras en las clases de la tarde.

—No puedo. No sé cómo se escribe un guión.

—¡Vaya! Debes de ser la única persona en el Gran Los ángeles consciente de que no sabe cómo se escribe un guión. Ya solo por eso estás más que capacitada.

—¿Por qué no puedes dar las clases?

—He de hacer unas averiguaciones.

—Habrás de esforzarte un poco más.

—Voy a hablar con Keith.

—¿Conner? ¿En su casa? ¿Tienes la dirección? —Entrelazó las manos con excitación, un gesto aniñado que le quedaba tan natural como una tirita a Clint Eastwood.

—Tú, no, por favor —dije.

—Es más bien guapito —comentó Marcello.

—Perfidia por todas partes.

—¿Por qué no vas a verlo después del trabajo? —preguntó Julianne.

—He de volver a casa enseguida.

—¿A casa? —se extrañó—. ¿¡A casa!? ¿Con tu bella esposa?

—Con mi bella esposa.

—Aleluya, joder —murmuró Marcello con tono monocorde.

—¿Solo eso?

—EL ONCE DE FEBRERO —proclamó él tras consultar su reloj—, PATRICK DAVIS DESCUBRIÓ QUE EL VIAJE MÁS IMPORTANTE… ES EL QUE TE LLEVA DE VUELTA A CASA.

—Así está mejor. —Blandí el vaso del Starbucks ante Julianne, para que su nariz de perro de presa captara el aroma.

Echó un vistazo.

—¿Con canela y jarabe de pan de jengibre?

—Menta (ella se derretía de placer) con moka…

La cabeza le cayó con lascivia. Me acerqué y le di el vaso.

La oí sorber con satisfacción mientras salía. Ya habían empezado las clases y los corredores estaban vacíos. Mis pisadas resonaban de un modo extraño sin ningún obstáculo que absorbiera el eco. Al pasar frente a cada aula, la voz del profesor aumentaba y descendía de volumen, como el zumbido de un coche que se desliza junto a ti para alejarse enseguida. A pesar de las clases abarrotadas a ambos lados, o quizá por eso mismo, aquel pasillo absurdamente largo tenía un aire desolado.

A todo esto, sonó un chasquido, seco como un disparo. Di un bote y se me fueron las carpetas al suelo. Me giré en redondo y vi que se trataba del portafolios de un chico: se le había escapado de las manos, estrellándose plano contra las baldosas. En plan burlón, me llevé la mano al pecho y le dije tal vez demasiado alto:

—Me has dado un susto.

Quería decirlo a la ligera, pero me salió con cierta irritación.

El chico, agachado junto al portafolio, me miró soñoliento.

—Tranquilo, tío.

—Sujeta mejor tus cosas,
tío
—repliqué, porque su tono aún me irritó más.

Dos chicas se habían detenido a curiosear en la intersección con el otro pasillo, pero se escabulleron en cuanto las miré. Algunos alumnos se habían asomado por el fondo, y también junto a la escalera. Yo respiraba con agitación, primero por el susto y ahora por mi reacción. Sabía que estaba manejando fatal la situación, pero me hervía la sangre y no acertaba a recuperar la compostura.

—Y tú, igual. —El chico señaló mis carpetas desparramadas, y se alejó, tapándose la boca para mascullar la última palabra—: Gilipollas.

—¿Qué demonios me acabas de llamar?

Mi voz resonó por todo el pasillo. Una profesora a la que conocía vagamente también asomó la cabeza desde el aula más cercana; me observó con desaprobación, frunciendo el entrecejo. Le sostuve la mirada hasta que volvió a meterse en la clase y, al girarme de nuevo, el estudiante se había esfumado por la escalera. Los demás ya se juntaban en corrillos, gesticulando.

Recogí las carpetas, avergonzado, y me fui.

Capítulo 16

Unas verjas enormes me dieron la bienvenida a solo dos pasos del bordillo. Había un muro de piedra de tres metros que rodeaba toda la parcela, cuya única vía de acceso era un contestador adosado al marco de la verja.

Aunque eran las tres de la tarde y estábamos en febrero, el frío había dado paso a una breve ola de calor y el sol destellaba potente en el asfalto. Se suponía que yo había de estar en clase hablando de la técnica del diálogo, en vez de dedicarme a perseguir a estrellas de cine litigantes.

Antes de que tuviera tiempo de pulsar el botón del contestador, un frenazo me obligó a girarme en redondo. En la acera de enfrente había una furgoneta blanca; la puerta se corrió hasta abrirse del todo, y desde el interior del vehículo, me llegó el chasquido repetido de una lente de alta velocidad. Me quedé paralizado en la acera. Precedido de una cámara gigantesca, un hombre salió de la furgoneta y se me acercó con resolución sin dejar de sacarme fotos. Llevaba una sudadera negra con la capucha puesta, y la cámara le tapaba la cara; lo único que le sobresalía de la capucha era aquella lente enorme —como el hocico de un lobo—, y en su superficie curvada veía reflejada mi figura, deforme y diminuta. Mi mente trabajaba a cien por hora mientras se aproximaba, pero me había pillado desprevenido, y no acababa de reaccionar.

Justo cuando apretaba el puño, el gigantesco zum descendió inesperadamente y descubrió un rostro amarillento.

—¡Ah! —exclamó el tipo, decepcionado—. No eres nadie.

Había tomado mi inmovilidad por indiferencia.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque te importa un carajo que te fotografíe.

Observé su aire desastrado, los pantalones cortos multibolsillos de color caqui, cargados de accesorios, y comprendí por fin.

—¿Eres del
National Enquirer?
—pregunté.

—No,
freelance
. El mercado de los paparazi se ha vuelto muy duro. Has de vender donde puedas.

—Conner es una buena presa ahora mismo, ¿no?

—Su precio se ha disparado gracias a la publicidad previa de la película, ¿sabes?, y con el juicio de paternidad.

—No me había enterado.

—Una zorra de
night club
. Vomitó encima de Nicky Hilton, con lo cual subió su cotización.

—Ya. Se convirtió en una figura mediática.

—Se están pagando veinte de los grandes por una foto nítida de Conner en una situación embarazosa. Nada como un cóctel de éxito y sordidez para subir la guerra de precios.

—Cócteles que se suben a la cabeza. No me vendría mal uno.

Me miró con complicidad.

—¿Eres amigo suyo?

—No lo soporto, más bien.

—Sí, es un gilipollas. Me propinó un rodillazo en los cojones delante de la casa de Dan Tana. Hay una demanda pendiente.

—Que haya suerte.

—Has de conseguir que te peguen ellos, pero no al revés —dijo con una mirada intencionada—. Me ofrecerá un acuerdo.

Pulsé el botón del contestador. Campanas orientales. Un rumor de interferencias me indicó que habían abierto la línea, aunque nadie decía nada. Me incliné sobre el micrófono.

—Soy Patrick Davis. Dígale a Keith, por favor, que tengo que hablar con él.

—¿Esta es tu estrategia para entrar? —me dijo el tipo, mirándome incrédulo.

La puerta zumbó, y me colé dentro. Intentó seguirme, pero le cerré el paso.

—Lo siento. Te hace falta tu propia estrategia.

Se encogió de hombros. Sacó de la billetera una tarjeta de color marfil: Joe Vente; debajo, un número de teléfono. Nada más.

Hice el gesto de devolvérsela.

—Muy sobria.

—Llámame si quieres vender a Conner algún día.

—Vale. —Ajusté la verja, cerciorándome de que sonaba el clic de la cerradura.

La casa, de estilo colonial español, se extendía ostentosamente sin reparar en el precio del metro cuadrado en Los Ángeles. A mi izquierda, las diversas puertas del garaje estaban todas alzadas, en principio para que se ventilara. En su interior se veían dos cupés eléctricos, enchufados, tres híbridos y varios modelos más de combustible alternativo: una flota privada para preservar el medio ambiente; cuando más gastas, más ahorras. La puerta principal, con capacidad para un
Tiranosaurus rex
, se entreabrió bamboleante. Y en ella, sosteniendo una carpeta sujetapapeles, me aguardaba una modelo esquelética, tanto más menuda en aquel umbral gigantesco, de piel increíblemente pálida, luciendo un cuello que parecía haber sido estirado mediante anillos tribales y esa expresión de permanente aburrimiento de las modelos.

—El señor Conner está en la parte trasera. Sígame, por favor.

Me guió por un vestíbulo grande como una casa, cruzamos una sala de estar y salimos por las puertas acristaladas al inmenso patio de atrás. Deteniéndose en el umbral, la chica me hizo un gesto para que siguiera adelante. Tal vez el sol directo la habría incinerado.

Keith se mecía en un flotador amarillo en mitad de la piscina: una monstruosidad de fondo negro entorpecida por una confusa serie de cascadas, surtidores y palmeras brotando de macetas grandes como islas.

—¡Eh, capullo! —dijo, y se puso a remar con ambas manos. Mirando más allá de mí, gritó—: Bree, no quedan semillas de linaza en el bar de la piscina. ¿Podrías encargarte de que las repongan?

La modelo tomó nota en la carpeta sujetapapeles, y acto seguido desapareció.

Al fondo, dos rottweiler retozaban sobre el césped enseñando los colmillos y colgándoles las babas. Había un montón —cómo no— de cuerdas con nudos. A mi derecha, una mujer reclinada en una tumbona de teka y enfundada en un traje de baño amarillo de una pieza, leía una revista; el rubio cabello, casi blanco por efecto del sol, le caía alrededor de la cara en una sinuosa melenita estilo Veronica Lake. Parecía excesivamente sofisticada para aquel niñato; y demasiado mayor: tendría al menos treinta.

Keith se derrumbó en la tumbona contigua y encendió un cigarrillo de clavo, nada menos. No había visto uno de esos desde que los Kajagoogoo inundaban las ondas radiofónicas.

—Te presento a Trista Koan, mi asesora de estilo de vida —me dijo, poniendo la mano en el terso muslo de la rubia.

—Sí, ya sé —comentó ella, apartándosela sin contemplaciones—. Es un nombre de chiste. Mis padres eran hippies; no se les puede considerar responsables.

—¿Y qué hace exactamente una asesora de estilo de vida? —le pregunté.

—Estamos intentando reducir la huella de carbono que produce Keith.

—Voy a salvar a las ballenas, colega —dijo él. Su dentadura parecía toda de una pieza y relucía tanto que te obligaba a entornar los ojos.

Mi expresión debió de dejar claro que no entendía qué tenía que ver una cosa con otra.

—Todo en Los Ángeles gira en torno al ecologismo, ¿no? —dijo dando una calada.

—Y a los implantes de cabello.

—Pues hemos de conseguir que la gente piense así en todas partes. —Extendió el brazo para abarcar, se suponía, el ancho mundo más allá de su inmenso patio trasero. La grandeza del gesto quedó socavada por la estela de humo de clavo que iba dejando—. Se trata de concienciarse de modo permanente. Al principio, yo estaba en el rollo de los coches eléctricos, ¿vale?, e incluso encargué un Tesla Roadster. Clooney también reservó uno. Te graban tu nombre en el marco de la ventanilla…

—El problema es… —apuntó Trista, para que no se desviara.

—El problema es que los coches eléctricos también han de enchufarse y consumen energía. Así que entonces me compré varios híbridos. Pero también usan gasolina. Así que me pasé a… —Un vistazo a Trista—. ¿Cómo se llaman?

—Vehículos de combustión flexible.

—¿Y por qué no tomar el autobús? —A mí me pareció un comentario gracioso, pero ni Trista ni él se rieron—. Las ballenas, Keith. Estábamos en las ballenas.

—Vale, sí. El ejército utiliza ahora un tipo de sónar de alta frecuencia. Como de trescientos decibelios…

—Doscientos treinta —lo corrigió Trista.

—¿Sabes cuántas veces supera eso el nivel de volumen que resultaría dañino para los humanos? ¡Diez veces!

—Cuatro coma tres —sentenció Trista con una irritación apenas disimulada. Ya empezaba yo a entender su papel.

—Eso equivale al volumen de la explosión de un cohete. —Se calló y miró a Trista, pero obviamente esta vez había acertado—. Así que no es de extrañar que las ballenas acaben varando en las playas, sangrando por los oídos, por todo el cerebro. El sónar, además, genera aire en el flujo sanguíneo de esos animales…

—Embolias —dije, suponiendo que Trista necesitaba un descanso.

—… así que imagínate hasta qué punto se están destruyendo otras formas de vida que ni siquiera conocemos. —Se quedó esperando mi reacción con una ilusión casi enternecedora.

—Alucinante.

—Sí, bueno —asintió, como si eso fuera lo mínimo—. Mira, yo solo soy un estúpido actor de veintiséis años y gano más en una semana de lo que se sacó mi padre trabajando toda su miserable vida. Es prodigioso, y sé que no me lo merezco. Nadie se lo merece. ¿Entonces, qué? Todavía puedo concienciarme, hacer algo que valga la pena. Y esta película es muy importante para mí: un proyecto lleno de pasión.

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