O ella muere (6 page)

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Authors: Gregg Hurwitz

Tags: #Intriga, Policíaco

Salí de casa y torcí a la izquierda por la acera. Hacía una noche fresca. El aire nítido y mi estrafalaria misión me causaban un ligero mareo. No sería más que una pequeña visita entre vecinos.

Un autobús traqueteante —un coloso de engranajes chirriantes— pasó a una apabullante corta distancia. Exhibía impreso un anuncio de
Te vigilan
, próximamente en sus pantallas: una silueta con gabardina, borrosa bajo la lluvia de Manhattan, bajando la escalera del metro; llevaba un maletín, y su rostro en sombra echaba un vistazo atrás demostrando un pánico furtivo, que sugería un estado paranoico. Mientras pasaba el autobús, retrocedí de un salto para evitarme un obituario desternillante.

La campana del timbre sonó en el vestíbulo de los Miller con un volumen inusitado. Entre el temor, el aire nocturno y el sentirme tan cerca de los vecinos, no paraba de cambiar de posición desplazando mi peso de un pie a otro. Intenté serenarme. Se encendió una luz dentro. Percibí un trasiego de pasos, una voz que rezongaba, y poco después Martinique, la sufrida y bella esposa de Don, de ojos tristes y artificioso nombre tan típico de Los Ángeles, abrió la puerta. Tenía la piel de los brazos flácida a causa de los treinta kilos que había perdido, dando la impresión de que se le podría haber ceñido la cintura con el aro de una servilleta; alrededor del ombligo (la había visto más de una vez en bikini) se le dibujaban estrías semicirculares, como la onda expansiva de una explosión de tebeo, aunque casi había logrado borrárselas con un tratamiento de microdermoabrasión, y ahora ofrecían un aspecto suave y femenino. A pesar de haber sido arrancada de la cama, se la veía impecable: el cabello reluciente y cepillado, la camisola sin mangas de color borgoña, el pantalón de satén con botones del mismo color… Era una mujer eficiente en extremo: felicitaciones apropiadas desde el punto de vista étnico, puntuales llamadas para dar las gracias tras nuestras cenas más bien infrecuentes, regalos de cumpleaños pulcramente envueltos con adornos de rafia…

—Patrick —dijo echando un vistazo cauteloso hacia atrás—, espero que no vayas a hacer nada de lo que debas arrepentirte. —Acortaba un poco algunas palabras, lo suficiente para proclamar que era centroamericana, en lugar de iraní.

—No, no. Perdona que te haya despertado. Solo venía a preguntarle una cosa a Don.

—No me parece muy buena idea, especialmente en este momento. Está derrengado: ha llegado en avión esta mañana.

—¿De dónde?

—Des Moines. Asuntos de trabajo. Eso creo, vamos.

—¿Cuánto tiempo ha estado fuera?

—Dos noches nada más —replicó frunciendo el entrecejo—. ¿Por qué? ¿También ella se ha ido de viaje?

—No, no —repetí procurando ocultar mi impaciencia.

—Solo se puede mentir una vez, ¿sabes? ¿Cómo voy a creerme que ha ido a Iowa? —La tenía muy cerca. Notaba su aliento en la cara: olía levemente a dentífrico mentolado. Me resultaba raro estar tan cerca de una mujer que me permitiera notar su aliento, lo cual me hizo pensar en todo el tiempo que Ariana y yo llevábamos manteniendo las distancias—. Es duro, ¿verdad? —musitó—. Ellos nunca lo entenderán. Nosotros hemos sido las víctimas.

La palabra «víctimas» me provocó un instintivo rechazo, pero no dije nada. Estaba tratando de cambiar de tema de una forma elegante y volver a preguntar por Don.

—Lo siento, Patrick. Me gustaría que no tuviéramos que odiarnos todos. —Abrió los brazos, y sus perfectas uñas brillaron en la penumbra. Nos abrazamos. Olía de un modo divino: un leve rastro de perfume, jabón femenino y sudor mezclado con loción. Abrazar a una mujer, abrazarla de verdad, me trajo de golpe una oleada de sensaciones: no me refiero a recuerdos propiamente, sino, a impresiones físicas: de mi esposa, de otra época. Martinique tenía los músculos más prietos que Ariana, más compactos. Le di unas palmaditas y la solté, pero ella todavía continuó aferrada a mí un poco más; intentaba ocultar la cara.

Me aparté. Martinique se sonó y, dando un vistazo, dijo cohibida:

—Cuando me casé con Don, yo era guapa.

—Martinique, eres guapa.

—No tienes por qué decirlo. —Sabía por experiencia que era imposible ganar esa batalla con ella, y casi sin darme cuenta, tamborileé con los dedos mi antebrazo—. Vosotros los hombres, como solo nos valoráis por nuestro aspecto, creéis que eso es también lo único que valoramos de nosotras mismas. Resulta patético comprobar con cuánta frecuencia tenéis razón. —Meneó la cabeza y se recogió un mechón detrás de la oreja—. Yo gané muchísimo peso después de casarnos. Es todo un problema para mí: mi madre es inmensa, y mi hermana… —Se pasó los dedos por los párpados para quitarse los últimos restos de lápiz de ojos—. Don perdió su interés por mí, su consideración por mí. Y ahora ya lo sé: una vez que se ha perdido, no hay nada que hacer.

—¿Es eso cierto?

—¿Tú no lo crees? —me preguntó mirándome ansiosa.

—Espero que no.

Y entonces, bruscamente, Don se plantó tras ella, ajustándose el albornoz con aire nervioso. Un vello entrecano le cubría el fornido torso. Tensé de modo instintivo los músculos lumbares, como adoptando una postura defensiva más sólida, y el ambiente se cargó de otra clase de tensión.

—Martinique —dijo con firmeza, y ella se retiró en el acto; cruzó el pasillo con pasos silenciosos, echándome un último vistazo mientras se alejaba. Él aguardó a que se cerrara la puerta del dormitorio; su grande y espléndida cabeza osciló entonces sobre aquel cuello de toro, sin dejar de espiar mis manos con la vista. Aparentaba tanto nerviosismo como yo, aunque no estaba dispuesto a reconocerlo—. ¿Qué quieres, Patrick?

—Perdona por haberte despertado. Sé que has venido cansado de tu viaje. —Lo escruté con atención, buscando algún indicio que me demostrara que en realidad no había salido de la ciudad, y que, por el contrario, había estado moviéndose de puntillas por los tejados con videocámaras, como un Papá Noel demente y pervertido—. Alguien ha estado vigilando nuestra casa. ¿No has visto nada?

—¿Vigilando? —Parecía desconcertado de verdad—. ¿Cómo lo sabes?

Le mostré el DVD y le expliqué:

—Me han enviado esto. Y por el enfoque de las imágenes, da la impresión de que han sido tomadas desde tu tejado. ¿Has tenido a algún operario en casa o algo así?

—Patrick, empiezas a preocuparme. —Puso una manaza en la puerta para cerrarla de golpe si yo embestía.

—Saltémonos esta parte, ¿no? —le dije—. Los dos nos sabemos el guión: tú pulsas los botones, y se supone que yo debo reaccionar.

—No he pulsado ningún botón, pero no hay duda de que tú estás reaccionando. —Cerró un poco la puerta.

Extendí la mano, pero me detuve. Con calma.

—Mira, no he venido furioso a lanzar amenazas, ni tengo la intención de llamar a la policía. Solo quiero pedirte con mucha tranquilidad…

—¿Ahora la policía? No sé qué pretendes con todo esto, Patrick, pero no pienso participar. Voy a cerrar la puerta.

Retiré la mano. Sin dejar de mirarme con fijeza, cerró lentamente. Oí el chasquido de la cerradura de seguridad y el tintineo de la cadena en el pestillo.

Regresé a casa y cerré con llave.

Ariana estaba en el diván, clavándome sus oscuros ojos. Levantó una mano, en la que sujetaba dos de los DVD, y exclamó:

—¿Qué demonios es esto? No me digas que estás pagando a alguien para que vigile la casa o para que me controle. ¿O es cosa de Martinique? ¿Ella me espía a mí y tú a Don? Sin entrar en lo asquerosamente invasivo que resulta algo así, yo creía que nosotros estábamos por encima de estas cosas.

—¡Eh! Un momento, un momento. Me han hecho esas grabaciones a mí…

—Es material de vigilancia. Vale, alguna vez te han pescado a ti. ¿Cuántas más hay? ¿Cómo me han pillado a mí?

—No tengo ni idea de quién está detrás de estos vídeos.

Di un paso y ella se encogió. Me quedé de piedra. Ariana nunca se había asustado de mí. Nunca. Permanecimos inmóviles, en medio del silencio, horrorizados por su reacción.

Ella se apartó un mechón de la frente e hizo un gesto con la mano plana en el aire, como pidiendo calma.

—¿Me estás diciendo que no tienes nada que ver?

—No. ¡No! Por supuesto que no.

Desvió la mirada e, inspirando hondo, me soltó:

—Patrick, empiezas a darme miedo. Te has pasado días agazapado, como a punto de estallar, y de repente pareces enloquecido. Fisgoneas por encima de la cerca, subes al tejado para espiarlos, y ahora vas y te presentas allí hecho un basilisco. No sabía qué hacer. Creía que iba a acabar explotando todo en su porche. Don tiene varios rifles de caza, ¿sabes? Lograrás que te maten, y entonces sí que tendré que sentirme culpable.

—¿Que me maten?

—Me ha dado la sensación de que Don te dispararía. —Soltó un grito gutural, a medio camino entre el enfado y el alivio—. Y si alguien hubiera de dispararte ahora mismo, debería ser yo.

Le enseñé el tercer DVD y le dije:

—Tienes que ver este.

Usando un pañuelo de papel para no borrar las huellas, lo metí en la ranura, y la pantalla azul enseguida dio paso a la temblorosa toma de la parte trasera de nuestra casa. Mientras avanzaba la filmación, Ariana se sentó en cuclillas y abrazó angustiada un cojín, apretándolo contra sus muslos. Sofocó un grito cuando la mano con guante de látex surgió en el encuadre para girar el pomo de la puerta. Por primera vez, me fijé en la sudadera negra que se atisbaba apenas un instante al aparecer la muñeca del intruso.

Cuando la grabación concluyó, me dijo con voz ronca:

—¿Por qué no me habías contado nada? ¿Por qué no has llamado a la policía?

—No quería asustarte. —Alcé una mano—. Sí, ya sé. Pero este lo acabo de encontrar esta noche; estaba en el tejado. Iba a contártelo ahora. Pero antes quería descartar a Don, por motivos obvios.

—Es imposible que sea Don —aseguró con firmeza.

—Estoy de acuerdo. Aun así, la policía no va a servir de nada.

—¿Qué quieres decir? Alguien ha entrado en nuestra casa.

—Es escalofriante, sí, pero eso no demuestra que haya ningún delito. Dirán que no tienen modo de saber quién ha sido. Dirán que podrías haber sido tú.

—¿Yo? Patrick…

—Y no podrán hacer nada. «Vuelvan a contactar con nosotros si se producen más problemas. Bla, bla, bla.»

Entonces sonó el timbre. Ari se quedó petrificada.

—¡Ay, mierda, mierda! —exclamó—. Será mejor que no abras.

Capítulo 8

Abrí la puerta y me encontré ante una inmensa mujer de forma piramidal que usaba gafas ovales de pasta. Llevaba escalado el cabello —un poco ensortijado—, y se lo peinaba con raya en medio; la barriga que lucía bajo el cinturón decía que era madre, y su aire enérgico y tajante respaldaba esa impresión.

—Soy la detective Sally Richards, y este es el detective Valentine. Él mismo le dirá su nombre de pila si se siente sociable.

Detrás de ella se plantó un negro muy flaco, cuyo cabello venía a ser como un casco de cinco centímetros de grosor sin forma ni ninguna zona recortada, sino tan solo un uniforme amasijo de espesos rizos negros. Torció la boca, ondulando el bigote; igual que ella, vestía pantalones, camisa y bléiser.

Ariana dijo a mi espalda:

—¿Son ustedes detectives? Suponía que mandarían a un par de agentes.

—Ventajas de Bel Air. —Richards se subió el cinturón, sobrecargado con una linterna y una Glock enfundada junto a la cadera—. Lo de esa grabación de vigilancia sonaba raro, así que la Central nos ha mandado a nosotros. Además, estamos aburridos. Trabajamos en la comisaría oeste de Los Ángeles; ahí solo puedes beberte una cantidad limitada de Starbucks. Y los dónuts ni siquiera son dónuts; son pastelitos para
gourmets
.

Valentine parpadeó, incómodo.

Ariana los había llamado para protegerme de Don, pero ahora que estaban aquí, había que darles alguna explicación. Los invité a pasar. Nos sentamos a la mesa del comedor, como si se tratara de una visita de cortesía. La mirada de Richards se detuvo en mis nudillos magullados, y yo retiré rápidamente la mano.

—¿Les apetece beber algo? —preguntó Ariana.

Valentine negó con la cabeza, pero Richards sonrió y afirmó:

—Me encantaría. Un vaso de agua; con una cuchara.

Mi mujer se sorprendió, pero le trajo ambas cosas. Richards sacó del bolsillo interior tres sobres de color rosa de sacarina Sweet’N Low y los sacudió; los rasgó por un extremo, vertió su contenido en el vaso y removió con la cucharilla.

—No pregunten. Es una jodida dieta para que pueda embarcar en un bote cuando llegue la temporada de playa. Bueno, ¿qué es lo que pasa aquí?

Les conté toda la historia de principio a fin. Richards observó en silencio la sorpresa de Ariana ante algunos detalles. A medio relato, Valentine se levantó y miró por la ventana de la cocina pese a que las persianas estaban cerradas. Cuando concluí, Richards dio un par de golpes en la mesa con los nudillos, y pidió:

—Echemos un vistazo a esos DVD.

Metí el primer disco. Richards y Valentine intercambiaron una mirada al ver que lo sujetaba con un pañuelo de papel. Cruzados de brazos, los cuatro permanecimos de pie ante la pantalla plana, como un grupo de ojeadores deportivos observando una sesión de bateo.

—Bueno, bueno, bueno… —dijo Richards al terminar el último disco.

Regresamos a la mesa. Ella se sentó, y Ariana y yo la imitamos. Valentine se quedó en el salón, hurgando en los armarios de la tele. Ari se volvió varias veces con nerviosismo para mirarlo. Advertí que Richards había ocupado una silla en el extremo de la mesa, de manera que nosotros tuviéramos que darle la espalda a su compañero mientras él husmeaba.

—¿Este es uno de sus diseños? —inquirió la detective, pasando las manos por la superficie lacada.

—¿Cómo lo ha…? —exclamó Ariana.

—Hay montones de revistas en la mesita de la entrada; un cuaderno de dibujo en la escalera, allí; una mancha de carboncillo en su manga izquierda… Zurda: creativa. Y sus manos… —Richards se inclinó sobre la mesa y cogió a Ariana de las muñecas, como una adivina—. Son más ásperas de lo normal para una persona de clase media. Estas manos trabajan con abrasivos, diría yo. Así pues: diseñadora de muebles.

Ariana retiró las manos.

Valentine se hallaba a nuestra espalda, y preguntó:

—¿Tienen escondida fuera una llave de la casa?

—En efecto, debajo de una roca artificial, junto al sendero —respondí—. Pero como ya he dicho, probablemente yo mismo dejé abierta la puerta trasera.

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