—¿Ahora?
—Ya sé lo que parece. No empiece.
A través del vapor que despedía el té, sus ojos —de color castaño amarillento, apagados, no muy entusiastas— me estudiaban fijamente; unos ojos tan engañosos como el resto de su persona.
—Y adivine qué mas —añadí.
—¿Qué más?
—Creo que las únicas huellas en esos DVD serán las mías y las de mi mujer. ¿Y…? —la animé con un gesto.
—Y ahora, de repente, la grabación ya no existe. —Tamborileó con los dedos en los estuches de los discos—. Porque resulta que estos son DVD mágicos que se borran a sí mismos.
—Ya sé lo que parece, repito. Pero la verdad es que alguien irrumpió en mi casa, cogió mi videocámara y mis DVD, y me filmó mientras dormía en mi propio salón. Usted y su compañero han visto los vídeos.
—Sí, pero no hemos tenido la oportunidad de analizarlos, ¿no? —Me frunció el entrecejo afablemente, como si fuéramos dos científicos perplejos ante el mismo teorema—. He de añadir que no parece que el intruso irrumpiera forzando la entrada. Más bien giró el pomo de una puerta que no estaba cerrada, y entró en su casa, es decir, suya y de su mujer… Pero, bueno, de acuerdo. Pasemos a la pregunta siguiente: ¿Por qué?
—¿Cómo voy a saberlo?
—¿No es guionista o algo parecido? ¿Por qué harían una cosa así en una película?
—Para demostrar que pueden hacerlo.
—O para demostrarles a ustedes que pueden. —Calcó mi expresión frustrada—. Yo no tengo la respuesta. Valentine y yo leemos signos, y en este caso todos los signos indican lo mismo: doméstico. No pretendo decir que eso lo convierta en un asunto sencillo, pero hemos aprendido a no malgastar mucho tiempo una vez que una pareja cierra filas.
—Ahora viene cuando dice que no es posible hacer gran cosa.
—No es posible hacer gran cosa.
—Que debería llamarlos si pasa algo fuera de lo normal.
—Debería llamarnos si pasa algo fuera de lo normal.
—Me cae bien, Sally.
—Y usted a mí, mira por dónde. —Se levantó, apuró la taza de chai y meneó la cabeza—. Le hace falta azúcar de verdad.
Dejó con cuidado la taza en la mesa. Salió y se detuvo en la acera. Valentine aguardaba en el coche.
—Mire lo que le digo, Patrick. Si quiere hurgar en este asunto, estamos dispuestos a venir con una excavadora, por gentileza del condado. Pero, en primer lugar, usted debe decidir si quiere conocer lo que acaso desenterremos.
Mientras enchufaba la videocámara en el salón para recargar la batería, me sobresaltó un crujido en la escalera, pero era Ariana, que estaba bajando y apareció en el umbral.
—Bueno, ha ido tal como habías predicho —dijo—. ¿Así que no podemos hacer nada, salvo esperar el próximo capítulo?
—A mí no me apetece esperar, porque no sabemos lo que vendrá a continuación.
Ariana se tiró del pelo por la parte de atrás; enseguida se dio cuenta de lo que estaba haciendo y paró. Se puso en jarras, tamborileándose en las caderas con los dedos.
—Han interrogado a Don. O sea que ahora ya está implicado oficialmente. Si intenta hablar conmigo del asunto, ¿qué digo?
—No soy partidario de fijar reglas.
—En otras palabras: deberías ser capaz de confiar en mí.
—Ariana, nos están amenazando. ¿Crees que me importa una mierda si hablas o no con Don?
Soltó un gruñido exasperado y se fue a la cocina. Mientras llenaba con lentitud un vaso de agua del surtidor de la nevera, la observé de espaldas y le contemplé la suave piel de los hombros, enmarcada por la camiseta sin mangas con la que dormía.
Durante un instante fugaz, ella y yo habíamos vuelto a ser un equipo. El vínculo familiar se había adueñado del primer plano a causa de la crisis. Pero los detectives se habían marchado ya, y ahora solo quedábamos nosotros con todos nuestros viejos problemas y unos cuantos más nuevos.
Ariana se sentó a la mesa del comedor, con los dedos rodeando el vaso, mirando para otro lado. Sus hombros, ahora caídos, se veían frágiles y huesudos. Sin darse la vuelta, me dijo:
—En las películas, la infidelidad la comete siempre él. Por lo general en una despedida de soltero, o lo que sea. Luego se siente fatal, se duerme junto a la puerta de la chica, se humilla en plan romántico y acaba perdonado. Pero nunca es ella. Nunca es la mujer.
—
Ulises
.
—Ya, pero no tuvo éxito de taquilla. —Dio un sorbo de agua y dejó el vaso en la mesa. Me acerqué y me senté enfrente. Ella no levantó la vista; le temblaban los labios—. ¿Por qué no has gritado ni una sola vez?
—¿A quién?
—A quien sea. A mí, a él.
—Él no vale la pena.
—Creía que yo tal vez sí.
—¿Quieres que te grite?
—No, pero quizá podrías pensar algún otro modo de demostrar que te importa una mierda. —Se rio con un timbre amargo, y luego se secó la nariz con el dorso de la mano—. Escucha, me paso la vida diseñando muebles carísimos y vendiéndolos a gente que, en su mayoría, no sabe apreciarlos… ¿Es eso lo que van a poner en mi lápida? Tengo treinta y cinco años, y la mayor parte de mis amigas están ocupadas organizando la vida de sus hijos; y las que no, han desarrollado una adicción al ejercicio o están de vacaciones permanentes. Es una edad extraña, y no la llevo nada bien. El mundo se ha estrechado en torno a mí bruscamente, y mi vida no contiene casi nada de lo que había esperado. De todo lo que tengo, lo único que me parece especial eres tú. —La voz se le quebró. Se mordió el labio, tratando de volver a captar el hilo—. ¿Es el fin del mundo que tú no sientas lo mismo respecto a mí? No. Pero es una mierda. Por eso, cuando hablé con Keith y me dijo que estabas con Sasha… —Sacó del bolsillo un pañuelo de papel y se sonó ruidosamente—. Y entonces apareció Don, y yo quizá pensé que todavía podía sorprenderme a mí misma, sorprenderte a ti, o tal vez que era capaz de arrancarnos de una sacudida del pozo de mierda en el que nos habíamos metido. No sé. —Meneó la cabeza—. El sexo fue penoso, si te sirve de consuelo.
—Un poco.
Yo me había resistido con todas mis fuerzas a preguntar qué había pasado, para no torturarme repasando uno a uno los detalles: quién iba vestido de una u otra manera, quién puso la mano dónde… Tenía al menos la perspicacia suficiente para intuir que, cuanto más supiera, más querría saber y peor se pondrían las cosas.
—Te había descuidado; eso me queda claro —me disculpé alargando hacia ella una mano con torpeza a través de la mesa—. Keith te sorprendió en un momento vulnerable, en un momento en que estabas predispuesta a creerle. Lo que no consigo digerir es que no hablaras conmigo primero.
—Llevaba días tratando de hablar contigo, Patrick.
—Yo a duras penas aguantaba el tipo; no resistía la situación. Keith fue solo una excusa para saltar del barco. —Mantenía la cabeza gacha, sin atreverme a mirarla a los ojos—. Debía soportar todas esas estúpidas correcciones de la mañana a la noche… —Me interrumpí—. Lo sé, todo eso ya lo has oído. Pero me sentía…
Ella captó el cambio en mi tono.
—¿Cómo?
Me miré las manos y contesté:
—Había transigido en un montón de cosas y, aun así, había acabado convertido en un fracaso.
Me miró en silencio, reflejando aflicción en sus oscuros ojos.
—Eso no lo sabía —musitó—. No sabía que te sentías así.
—No te tuve en cuenta, de acuerdo. Pero un matrimonio debería garantizarte el derecho a pasar un tiempo estúpidamente ensimismado, digamos, nueve días, sin que tu esposa se meta en la cama con otro. No es que yo no tuviera oportunidades. Estaba en un plató de rodaje, por el amor de Dios.
—Sí, ya. Como guionista.
Tuve que reírme.
Ella se mordió el labio y ladeó la cabeza. Luego pasó la mano por el barniz de la mesa.
—Mira esta madera de nogal, Patrick: marrón chocolate, grano abierto, textura regular. La cortamos al cuarto para aprovechar el ángulo más bonito de los anillos del tronco. ¿Sabes lo difícil que es conseguir una madera tan fina? Te encuentras con toda clase de problemas: grietas, fisuras, putrefacción, bolsas de resina, cavidades alveolares, manchas azules de hongos… —La golpeó fuerte con los nudillos—. Pero en esta, no. Escogí la mejor.
—¿Y sin embargo?
—Dame la mano. —Me deslizó la palma lentamente por el tablero. Percibí un bultito casi imperceptible hacia el centro—. ¿Lo notas? Está combada. Mira arriba.
Así lo hice. La rejilla de la calefacción exhalaba aire caliente desde la cornisa sobre la mesa.
La mirada de Ari me estaba esperando cuando bajé la vista.
—Una veta que ha retenido humedad, quizá. No todo se puede evitar.
—Nunca lo había notado.
—Refleja la luz de otro modo, el brillo se curva… Lo veo cada vez que bajo la escalera. Y aquí —resiguió con mis dedos una leve abolladura circular—, barnizamos sobre un nudo. Estaba liso del todo hace tres meses. Un nudo en la madera siempre implica un riesgo, pero algún defecto la hace más bonita también. Si la quieres uniforme, vete a IKEA. —Me cogió también la otra mano—. No puedes ver todos los defectos. Pero es una buena mesa, maldita sea. Así que… ¿por qué tirarla?
—Todavía sigo aquí, ¿no?
—Técnicamente. —Me apretó las dos manos juntas, como si yo estuviese rezando, pero las suyas cubrían las mías con toda suavidad, sin lastimarme los nudillos magullados. Al echarse hacia delante, el oscuro cabello le rodeó la cara—. Esto no es bueno para ninguno de los dos. Sean cuales sean los pasos que hayamos de dar, estoy dispuesta a darlos contigo. Lo que no pienso hacer es seguir así. No sé lo que significará para ti, pero yo tengo que encontrar un modo de seguir adelante.
Se levantó de la silla, se inclinó sobre la superficie lacada y me besó en la frente. Oí sus pisadas en la escalera y luego la puerta del dormitorio, cerrándose con cuidado.
Tenía un exceso de energía, de esa que me asalta por la mañana después de una noche en vela: energía errática, vagamente frenética y ribeteada de desesperación. Me había pasado cuatro horas aturdido y agitado en el diván, bajo un revoltijo de mantas, pendiente de los crujidos de la escalera, del patio a oscuras tras las cortinas semitransparentes y de las sombras de las ramas que cabeceaban al viento. Las últimas palabras de Ariana, además, me habían dado mucho que pensar en los momentos lúcidos de mi duermevela. Me había planteado una disyuntiva inapelable: quédate o márchate, pero lo que sea, hazlo de verdad. Incluso durante las rachas en las que me había dormido, me había visto en sueños a mí mismo, tumbado incómodamente en el sofá, frustrado e incapaz de dormirme. Varias veces me había levantado para atisbar el patio por las ventanas, y justo después de las seis, cuando el
L.A. Times
aterrizó afuera, salí y lo examiné con ansiedad, pero no encontré ningún DVD escondido entre sus páginas.
Entonces coloqué mi videocámara junto a la ventana delantera de la diminuta sala de estar, y manipulé la lente de manera que abarcara el porche y la acera. Había puesto el trípode detrás de una maceta de palma bambú, y la cámara quedaba disimulada entre sus hojas de punta mellada. Las cortinas, estratégicamente corridas, dejaban la rendija imprescindible para observar por ella. Bebiendo a sorbos mi tercera taza de café, lo revisé todo una vez más y pulsé el botón verde del sistema de grabación, que, según proclamaban los anuncios, disponía de ciento veinte horas de memoria digital.
La voz de Ariana me sobresaltó:
—¿Es esto lo que estabas haciendo aquí abajo?
—¿Te he despertado?
—Ya estaba despierta, pero claro que te he oído trastear de un lado para otro. —Dio un bostezo y lo acabó con un rugido femenino; luego señaló la cámara oculta, diciendo:
—¿Piensas hacerles probar su propia medicina?
—Eso espero.
—Hoy llamaré a los técnicos de la alarma.
—No me suena como un voto de confianza.
Se encogió de hombros.
Subí a mi despacho y guardé los apuntes para la clase en un maletín de piel que me había comprado para parecer más profesional. Cuando volví a bajar, me encontré a Ariana apoyada en el fregadero, con un lirio mariposa, de un naranja vibrante, detrás de la oreja. Me la quedé mirando. El color del lirio que se ponía en el pelo revelaba su estado de ánimo: el rosa significaba juguetón; el rojo, irritado. El lavanda —el azul lavanda— lo reservaba para cuando se sentía especialmente enamorada; es decir, no lo llevaba desde hacía mucho tiempo. De hecho, durante meses no había lucido más que el blanco; con el blanco siempre quedaba a salvo. Se me había olvidado a qué humor correspondía el naranja, cosa que me dejaba en desventaja.
Ariana cambió de mano la taza de café, incómoda ante mi mirada. Yo seguía concentrado en la flor naranja.
—¿Qué? —dijo.
—Vete con cuidado hoy. Dejaré el móvil encendido incluso durante la clase. Vigila cualquier cosa rara; la gente, alguien que se acerque al coche… Y pon el seguro en las puertas.
—De acuerdo.
Asentí, y volví a asentir de nuevo cuando quedó claro que ninguno de los dos sabía qué más decir. Notando su mirada en mi espalda, salí al garaje y apreté el botón. La puerta empezó a alzarse temblorosamente. Deslicé el maletín por la ventanilla abierta de la derecha y apoyé las manos en el borde. Entonces me vinieron a la cabeza las palabras que me había dicho la noche anterior: «Lo que no pienso hacer es seguir así».
En uno de los abarrotados estantes, dentro de un recipiente de plástico de cierre hermético, distinguí el vestido de boda de Ariana a través del transparente envoltorio. Moderno con algunos toques tradicionales, como ella. Sentí otra vez un vaivén de emociones: traición y dolor, rabia y tristeza. El maldito vestido de en-lo-bueno-y-en-lo-malo preservado para un futuro que quizá ya no teníamos.
Salí a pie del garaje, pasé junto a los cubos de basura y me asomé a la ventana de la cocina. Ari estaba sentada como siempre en el brazo del diván, agarrándose el estómago como para sofocar un dolor. La taza reposaba sobre sus rodillas. No lloraba, sin embargo; hoy su rostro tan solo reflejaba desilusión. Se quitó la flor del pelo y la hizo girar entre los dedos, observando sus pétalos anaranjados como si tratara de leer en ellos el futuro. ¿Por qué me sentía defraudado y dejado de lado? ¿Acaso pretendía que llorase todas las mañanas? ¿Para demostrar, qué? ¿Que aún sufría tanto como yo? No habría sabido responder, al menos de forma consciente, y planteada así, la pregunta me parecía nimia y estúpida.